Fue en la casa de alguien, adonde fui llevado no
recuerdo hoy por quién. Allí surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada
como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho.
Aquella misma noche, por las calles, por las umbrías solas de los jardines, las
penumbras secretas de los taxis sin rumbo, ya respiraba yo inundado de ella,
henchido, alegrado, exaltado de su rumor, impelido hacia algo que sentía
seguro.
Yo me arrancaba de otro amor torturante, que aún me
tironeaba y me hacía vacilar antes de refugiarme en aquel puerto. Pero, ¡ah,
Dios mío!, ahora era la belleza, el hombro alzado de Diana, la clara flor
maciza, áurea y fuerte de Venus, como tan sólo yo había visto en los campos de
Rubens o en las alcobas de Tiziano.
¿Cómo dejarla ir, cómo perderla si ya me tenía allí,
sometido en su brazo, arponeado el corazón, sin dominio, sin fuerza, rendido y
sin ningún deseo de escapada? Y, sin embargo, forcejeé, grité, lloré, me
arrastré por los suelos... para dejarme al fin, después de tanta lucha, raptar
gustosamente y amanecer una mañana en las playas de Sóller, frente al
Mediterráneo balear, azul y único. Ecos malignos de lo que muchos en Madrid
creían una aventura nos fueron llegando. En algunos diarios y revistas
aparecieron notas, siendo la más divertida aquella que decía: «El poeta Rafael
Alberti repite el episodio mallorquín de Chopin con una bella Jorge Sand de
Burgos». Se buscaba el escándalo, pues esta Jorge Sand —una escritora, casada y
todavía sin divorcio— era muy conocida. Nosotros, mientras, nos reíamos, ufanos
de que nuestros nombres fueran traídos y llevados por gentes tan
distantes de nuestra dicha, de nuestra juventud descalza por las rocas, bajo
los pinos parasol o en el reposo de las barcas.
De regreso a Madrid, en avión desde Barcelona, una
tremenda tempestad por los montes Ibéricos nos obligó a un forzoso aterrizaje
en Daroca, ciudad aragonesa de murallas romanas, aislada y dura como un verso
caído del Poema del Cid. Nos recibieron, en medio de la nieve de aquel
aeródromo de socorro, pastores que agobiados en sus zaleas parecían más bien
inmensos corderos. Dos días pasamos allí en una fonda, visitando, amigos del
cura, la magnifica Colegiata. Reanudado el viaje, únicos pasajeros y ya íntimos
de los pilotos, éstos nos obsequiaron con toda clase de acrobacias —ahora no
las hubiera consentido— sobre el campo de aviación madrileño. Era la primera
vez que yo volaba; María Teresa no. Aquellos atrevidos volatines no nos
asustaron. Ella era muy valiente, como si su apellido —León— la defendiera,
dándole más arrestos.
Mi madre, muy enferma del corazón desde hacía tiempo,
aprovechando una breve mejoría, se trasladó al sur, a casa de mi hermana. (No
la vería más.) Agustín ya estaba casado. Quedaba sólo mi hermano Vicente,
casado también, con quien tenía que seguir viviendo. ¿Qué hacer entonces allí,
triste, en mi cuarto, el alegre «triclino» de otros días? Con María Teresa me
pasaba las horas trabajando en algunos poemas o ayudándola a corregir un libro
de cuentos que preparaba. Una noche —lo habíamos decidido— no volví más a casa.
Definitivamente, tanto ella como yo empezaríamos una nueva vida, libre de
prejuicios, sin importarnos el qué dirán, aquel temido qué dirán de la España
gazmoña que odiábamos.
A todo esto la otra España seguía bullendo
incontenible. Sus anhelos de libertad, más subidos y contagiosos cada vez, se
derramaban por todas partes. Hasta las gentes más imprevistas, aquellas que
incluso hablaban familiarmente de «nuestra Isabel, nuestra Victoria, nuestro
Alfonso», encontraron de pronto que aquel espléndido teatro del Palacio Real
era apenas un mamarrachesco barracón de feria, habitado por unos esperpenticios
y valleinclánicos muñecos. Las amistades puras empiezan a resquebrajarse. El
escritor, por vez primera en esos años, va a unirse al escritor por afinidades
políticas y no profesionales. Todos a una comprendieron que tenían, si no
bancarias, serias cuentas que arreglar con la Casa del Rey; rey que, por otra
parte, jamás consultó a las inteligencias de su país. Unamuno, Azaña, Ortega,
Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Marañón, Machado, Baeza, Bergamín, Espina, Díaz
Fernández, por citar sólo algunos nombres, se agitan y trabajan, ahora ya
abiertamente, «al servicio de la República». (Con este título se formaría luego
el partido cuyas cabezas más visibles —Ortega, Marañón, Ayala— desertaron el 18
de julio de 1936 al comprobar que la política de guante blanco tenía que
manchárselo en la cara sangrienta del enemigo, si quería verdaderamente salvar
la República.)
Aquel grito que zigzagueaba potente pero sigiloso, fue
a agolparse de súbito, apretado de valor y heroísmo, en la garganta de los
Pirineos, estallando al fin un amanecer en las nieves de Jaca. «¡Viva la
República!» Es Fermín Galán, un joven militar, quien lo ha gritado, Fermín
Galán, a quien el fervor popular naciente va a incorporarlo al cancionero de la
calle. El pueblo adivina, ilusionado, un segundo respiro. Las cenizas
ensangrentadas de Galán y García Hernández van a desenterrar, del panteón donde
yaciera cincuenta y siete años, el cuerpo de la Libertad, sólo adormecido,
ondeándolo, vivo, en sus banderas. Era un golpe de sangre quien había dado la
señal, aunque aún no había llegado la hora.
Fue una mañana de diciembre. María Teresa y yo, como
todo Madrid, mirábamos al cielo frío, esperando que las alas conjuradas de,
Cuatro Vientos decidieran. Pero las alas, sintiéndose enfiladas por fusiles, se
vieron impelidas a remontar el vuelo, rumbo a Lisboa. (En uno de esos aviones
iba Queipo de Llano, en otro, Ignacio Hidalgo de Cisneros: dos Españas en
vuelo, que habían de separarse definitivamente. Queipo, monárquico, se subleva
contra el rey; Queipo republicano, se subleva contra la República. En cambio,
Hidalgo de Cisneros, intachable conducta, hombre de corazón valiente y seguro,
no despintó jamás de las alas de su avión de combate la bandera republicana. El
18 de julio, en las batallas decisivas por defenderla, el pueblo lo nombra
general, jefe de las Fuerzas del Aire.)
En los primeros meses del año 31, aún resonaban en los
oídos de España las descargas del fusilamiento de los capitanes Galán y García
Hernández, oscureciendo momentáneamente aquel terror el camino que ya marchaba.
Con casi todo el futuro gobierno republicano en la cárcel Modelo, nadie podía
imaginar que por debajo iba engrosando el agua que había de reventar, como en
una fiesta de surtidores y fuegos de artificio, el 14 de abril.
A principios de febrero apareció en Madrid, en el Teatro
de la Zarzuela, la compañía mexicana de María Teresa Montoya. Después de no sé
qué estreno poco afortunado, la gran actriz quería probar suerte con alguna
obra española. María Teresa, que la había conocido en Buenos Aires, me llevó a
verla. Era una mujer pálida, interesante, no muy culta, pero con un gran
temperamento dramático. Me preguntó si tenía algo que a ella le fuera bien. Le
dije que sí —El hombre deshabitado—, pero que estaba sin terminar. Al día
siguiente la leí la pieza, en la que había junto al papel de El Hombre, uno,
muy importante, de mujer: La Tentación. Se quedó entusiasmada, pero... ¿Sería
yo capaz de escribir en seguida el acto que faltaba? Vi el cielo abierto.
Aquella misma noche reanudé mi trabajo, al que di fin en poco más de una
semana, mientras la obra se ensayaba con los carteles ya en la calle. Se
trataba de una especie de auto sacramental, claro que sin sacramento, o más
bien, como apuntó Díez-Canedo en su elogiosa crítica del estreno, de una
moralidad, más cerca del poeta hispano-portugués Gil Vicente que de Calderón de
la Barca. La influencia directa de Sobre los ángeles campeaba en ella, aunque
no fueran éstos los seres allí representados, sino El Hombre, con sus Cinco
Sentidos, en alegórica reencarnación; El Hacedor, en figura de vigilante
nocturno, y dos mujeres: la esposa de El Hombre y La Tentación, que trama la
ruina de ambos en complicidad con los Sentidos. No diré que la de Hernani, pero
sí una resonante batalla fue también la del estreno (26 de febrero). Yo seguía siendo
el mismo joven iracundo —mitad ángel, mitad tonto— de esos años anarquizados.
Por eso, cuando entre las ovaciones finales fue reclamada mi presencia,
pidiendo el público que hablara, grité, con mi mejor sonrisa esgrimida en
espada: «¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena
española!». Entonces el escándalo se hizo más que mayúsculo. El teatro de
arriba abajo, se dividió en dos bandos. Podridos y no podridos se insultaban,
amenazándose. Estudiantes y jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban
la gran batahola, viéndose a Benavente y los Quintero abandonar la sala, en
medio de una larga rechifla. Nunca ningún libro mío de versos recibió más
alabanzas que El hombre deshabitado. La crítica, salvo la de los diarios
católicos que me trataban de impío, irrespetuoso, blasfemo, fue unánime,
condenando, eso sí, por creerlas innecesarias, mis «imprudentes» palabras
lanzadas desde el proscenio. También fuera de España se habló mucho de la obra,
siendo inmediatamente traducida al francés por el gran hispanista Jean Camp.
Aquella batalla literaria del día del estreno quedó convertida en batalla
política la noche de la última representación. Con el pretexto de que María
Teresa Montoya era mexicana, representante de un país avanzado de América, se
le organizó un gran homenaje.
Teatro hasta los topes. Firmas de adhesión. Alvarez
del Vayo aprovechó el momento para hablar, desde el escenario, del teatro en
Rusia y zaherir con claras alusiones la amordazada existencia española. José
María Alfaro —¡ay, José María Alfaro, poeta principiante y amigo, más tarde
miembro del Comité Nacional de Falange y ahora embajador de Franco en
Argentina!— leyó entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los
espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la cárcel y
de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos procurado la
adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo Caballero... Unamuno envió
desde Salamanca un telegrama que, reservado para el final, hizo poner de pie a
la sala, volcándola, luego, enardecida, en las calles.
Cuando acudió la policía ya era tarde. El teatro
estaba vacío. Sólo quedaba, arrumbado entre los bastidores, el carrusel de los
hombres deshabitados, que en mi obra representaban todos los seres sin vida,
esos trajes huecos, sin nadie, que doblan las esquinas del mundo, estorbando el
paso de los demás.
La tensión de aquel mes de marzo hacía que la gente
aprovechara el más raro pretexto para manifestar sus esperanzas. Todo servía:
un chiste de café, una copla de doble sentido, un soneto acróstico en el periódico
de más circulación; la forma de vocear otro. Es el momento de los motes
hirientes. «Gutiérrez», nombre de pila callejero con que se reconocía al rey,
tiembla en su palacio. Valle-Inclán, y no lejos de él los jóvenes escritores
republicanos de la revista Nueva España, convierten en tribuna política su mesa
de La Granja. Azaña y sus amigos, graves y recatados, han dejado de sentarse en
el inmediato café de Negresco. Sabíamos que las inteligencias españolas
apoyaban plenamente y trabajaban por la realización de estos deseos. Viajes
misteriosos, citas despistadoras en bares elegantes o en tabernas, todos iban
encaminados al mismo fin. Hasta en el elegante y monárquico golf de Puerta de
Hierro se agita el viejo cencerro motinesco de la República. Y la duquesa de la
Victoria, en pleno cocktail patriótico, pega una blanca bofetada a una
señorita, hija de marqueses, que algo mareada se atrevió a clavar en su cabeza
una minúscula bandera tricolor.
Aquellos republicanotes, tratados siempre de
ordinarios, ahora llevaban nombres de filósofos, de ilustres profesores, de
grandes poetas y académicos, mezclados democráticamente con organizaciones
estudiantiles y obreras. Porque el proletariado, que en la primera República
había forzado la marcha, queriendo precipitar con las insurrecciones cantonales
la llegada de una utópica libertad, más consciente en el año 1931, en pleno
proceso de su crecimiento político, da totalmente su adhesión, sobre todo con
sus grandes masas socialistas, a lo que ya iba a tardar poco en aparecer.
Yo también viajo, pero no con fines políticos.
Primero, a Sevilla, solo, sin María Teresa para rendir homenaje a Fernando
Villalón, en el primer aniversario de su muerte. Allí, llevados nuevamente por
Sánchez Mejías, nos encontramos Bergamín, Eusebio Oliver, Pepín Bello, Santiago
Ontañón, Miguel Pérez Ferrero y otros que he olvidado. La recordación fue
simple, casi íntima. Por la mañana se descubrió una lápida en la casa donde
vivió Fernando, y por la noche, en un aula de la universidad, se leyeron prosas
y poemas. Todo sin gran repercusión, acompañados solamente por el grupo de
jóvenes poetas de Mediodía. Un ser genial conocimos en esta breve estancia
sevillana: Rafael Ortega, «bailaor» y «sarasa» perdido. Era hijo de una vieja
gitana, hermana de la «señá» Gabriela, madre de los Gallos, los espadas
famosos. Se empeñó Rafael en que conociésémos a su madre, a quien quería mucho.
Extraña visita. La gitana, ya una tremenda bruja de papada y bigote, redonda
como mesa camilla, voz ronca de aguardiente, nos recibió sentada, impasible, en
el centro del cuarto, mientras que Rafael se agitaba de un lado para otro
haciendo las presentaciones.
No se podía estar quieto, exagerado, extremoso con
ella, besándola, pasándole la mano por el pelo o la barba, cosas qué hicieron
que la madre empezase a llamarlo «maricón» a cada momento. Al salir, nos
refirió Ignacio que un día, cargada de los amigos de su hijo, la imponente
mujer montó en cólera, echándolos a todos, como si fuesen gatos, con estas
raras palabras: «Por los peinecillos que mi prima Elvira perdió en sus agonías,
maricones jóvenes, maricones viejos, ¡fuera de aquí!, ¡zape, zape!». Siempre
que iba a Sevilla, me llevaba para contar cosas extraordinarias.
Otro viaje hice inmediatamente a Andalucía, pero esta vez
con María Teresa. Necesitábamos descansar un poco después de El hombre
deshabitado. Elegimos Rota, un blanco pueblecillo de la bahía gaditana. Pasamos
antes por el Puerto. Visita nocturna, de incógnito, en la que tuvimos tiempo de
comer pescado frito con unas buenas copas de fino Coquinero. Allí en Rota —cal
rutilante al sol y huertos playeros de calabazas—, planeé, animado por mi
reciente éxito teatral, una nueva obra: Las horas muertas, que comencé a
escribir, alternándola con un romancero sobre la vida de Fermín Galán, el
romántico héroe fusilado de Jaca, nacido precisamente no muy lejos de Rota, en
la Isla de San Fernando. Pero nuestra buscada tranquilidad duró bien poco. No
llevábamos ni una semana por aquellas arenas, cuando se presentó Sánchez Mejías
proponiéndonos acompañarle a Jerez. Proyectaba ya Ignacio la compañía de bailes
andaluces que, encabezada por «la Argentinita», adquiriría después, con la
ayuda de García Lorca, renombre universal. Iba a la caza de gitanos, «bailaores
y cantaores» puros, que no estuviesen maleados por eso que en Madrid se llamaba
«la ópera flamenca». Y nada como Jerez y los pueblos de la bahía para
encontrarlos.
¡Qué fantásticos descubrimientos hizo nuestro amigo en
aquella gira! Al lado de la figura monumental del «Espeleta», que parecía un
Buda cantor, extrajo Ignacio de las plazas y los patios recónditos toda una
serie de chiquillos, bronceados, flexibles, cuyas extraordinarias contorsiones
llegaban a veces hasta la más escandalosa impudicia. Pero su más grande
adquisición la hizo, luego, en Sevilla, con «la Macarrona», «la Malena» y «la
Fernanda», tres viejas y ya casi olvidadas cumbres del baile. La última anciana
que apenas podía tenerse en pie, había alcanzado a bailar con la Gabriela» y
«la Mejorana» en el famoso Café del Burrero. Ningún gitano rechazó las
proposiciones de Ignacio. Todos, más o menos a tiros con el hambre, decían que
sí, llena de fantasía la cabeza ante la idea de correr mundo. Sólo hubo uno que
dijo que no. Y fue allí, en Jerez, al día siguiente de nuestra llegada.
Estábamos en el cuarto del hotel, dispuestos para
salir a la calle, cuando alguien empujó la puerta, preguntando:
— ¿Está.aquí don Rafael Alberti, el empresario
más grande «del varieté» de España?
Una de las bromas de Ignacio. Clavada. Efectivamente,
muerto de risa apareció en seguida tras el gitano: un tipo vivaz, de unos
cuarenta años, cimbreante, afilado, blanquísimos los dientes, todo él repicando
alegría.
— Soy el «Chele» (¡ole, ole!), y vengo aquí
para que usted me contrate.
—Bueno —le respondí, muy serio, dentro ya
del papel que Sánchez Mejías acababa de asignarme—. ¿Y qué sabes hacer,
«Chele»?
—¿Yo? ¡El baile del cepillo!
Y agarrando uno de ropa, que había sobre la cama, se
marcó un fantástico zapateado, cepillándose a la vez, con ritmo y gracia, el
pantalón y la chaqueta.
— ¡Bravo! —le dije—. Va a ser
un número magnífico. Contratado, desde este instante.
Entonces terció Ignacio:
— Muy bien, «Chele», pero escúchame ahora. Te
vamos a pagar, además de vestidos, fondas y viajes, diez duros diarios sólo por
ese número: el baile del cepillo. ¿Qué te parece?
— ¿Diez duros? —Se quedó pensativo un
rato grande. Y luego: --¿Tiene usted por ahí un lápiz, don Ignacio?
Maravillados, nos miramos los tres. Ignacio sin decir
palabra, se lo dio. El «Chele», muy en serio, se sacó entonces del bolsillo un
papelucho medio roto; trazó en él unos cuantos garabatos; hizo luego como si
los sumara y rubricase, declarando, rotundo, con ínfulas de potentado:
—No me conviene. Pierdo dinero.
—¿Conque pierdes dinero, eh? —le
dijo Ignacio lentamente, ya casi sin poder aguantar la risa.
—Seguro. Ahí tiene usted las cuentas —le
respondió el gitano, largándole el papel, en el que sólo había unos rayones sin
sentido—. Pierdo dinero. Porque vea usted don Ignacio: esa colocación
que quiere darme, no va a ser, digo yo, para toda la vida. Y yo vivo nada más
de que soy muy gracioso y de decir sermones, que oigo a los curas en la
iglesia, y cuando esa colocación se acabe y me vean en Jerez, con traje nuevo y
fumándome un puro, dirá toda la gente: el «Chele» ha vuelto rico, está nadando
en oro, y entonces ¿quién va a llamar al «Chele» para oírle sus gracias?
Así que no me conviene, don Ignacio. Pierdo dinero. Buenos días. ¡Ole! Me voy.
Y se marchó, contoneándose, devolviéndole el lápiz al
torero.
Nuestra anhelada soledad se hizo imposible, pues al
volver a Rota nos aguardaba un telegrama del Ateneo de Cádiz invitándome a dar
una lectura de mis poemas. Otra vez de viaje por los caminos marineros de
mi infancia.
Aquel Cádiz de la libertad, de las románticas conspiraciones y las
primeras logias masónicas; aquel Cádiz que no encontró albañil capaz de
desprender de sus muros la losa conmemorativa de la Constitución
de 1812, aquel mismo Cádiz que yo veía desde el colegio como una inalcanzable
estampa azul, se hallaba ahora estremecido de punta a punta por un viento de
republicanismo. El folklore de la primera República, resucitado, se atrevía, en
rincones de cante jondo y tabernas ocultas, a agitar sus guitarras. Allí
aprendí esta copla:
Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano es el aire,
republicano soy yo.
Todo el cuerpo de Cádiz se movía, bullente, sobre el
mar, como esperando algo. La tarde de la lectura, el público del Ateneo, en su
mayoría estudiantes, no sabía estarse quieto en las sillas. Cuando fui a
comenzar, un muchachote saltó de improviso al estrado, declarando:
—Rafael Alberti no podrá decir nada en esta sala
mientras permanezca en ella el señor Pemán.
Efectivamente, el poeta jerezano, afecto a la
monarquía, se encontraba allí. Nunca lo había visto. Cuando lo fui a invitar a
que se fuese, ya no estaba. Había tenido el buen acierto de marcharse en
seguida. Mi recital subió de grados cuando dije la «Elegía cívica». Temblaron
puertas y paredes. Al finalizar, me atreví con uno de aquellos romances en
honor del héroe de Jaca:
Noche negra, siete años de noche negra sin luna.
Primo de Rivera duerme su sueño de verdeuva.
Su Majestad va de caza: mata piojos y pulgas
y monta yeguas que pronto no serán ni burras.
Gran éxito, entre aplausos, vivas y el temor de
algunas señoras. Al día siguiente una manifestación de aquellos mismos
estudiantes del Ateneo me pidió recitara en plena calle algún otro episodio del
romancero de Fermín Galán.
Lo hice a voz en cuello, de pie sobre una mesa del
café donde estábamos, mientras la autoridad, representada por unos pobres
guardias de esos que las zarzuelas llaman «guindillas», me escuchaba embobada,
perdida la noción de que sus sables podían habernos dispersado a golpes.
Con la alegría y la impresión de que algo nuevo y
grave era inminente, nos volvimos a Rota. Allí seguimos tranquilos, trabajando,
tumbados en las dunas, recorriendo descalzos las orillas, bien lejos de las
preocupaciones electorales que traían hirviendo a toda España.
Pero de pronto cambió todo. Alguien desde Madrid, nos
llamó por teléfono, gritándonos:
—¡Viva la República!
Era un mediodía, rutilante de sol. Sobre la página del
mar, una fecha de primavera: 14 de abril. Sorprendidos y emocionados, nos arrojamos
a la calle, viendo con asombro que ya en la torrecilla del ayuntamiento de Rota
una vieja bandera de la República del 73 ondeaba sus tres colores contra el
cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras gentes pacíficas la comentaban
desde las esquinas, atronados por una rayada «Marsellesa» que algún republicano
impaciente hacía sonar en su gramófono. Mientras sabíamos que Madrid se
desbordaba callejeante y verbenero, satirizando en figuras y coplas la dinastía
que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un pobre guardia civil roteño,
apoyado contra la tapia de sol y moscas de su cuartelillo, repetía, abatido,
meneando la cabeza:
—¡Nada, nada! ¡Que no me acostumbro! ¡Que no me
acostumbro!
—¿A qué no te acostumbras, hombre? —quiso
saber el otro que le acompañaba y formaba con él pareja.
—¿A qué va a ser? ¡A estar sin rey! Parece que me
falta algo.
De nuevo, y como siempre —yo empezaba a ver claro—,
dos Españas: el mismo muro de incomprensión separándonos (muro que un día, al
descorrerse, iba a dejar en medio un gran río de sangre). Así María Teresa y yo
lo íbamos comentando camino de Madrid. No hacía ni una hora que había sido
izada la nueva bandera, cuando ya la vencida comenzaba a moverse, agitando un
temblor de guerra civil. La República acababa de ser proclamada entre cohetes y
claras palmas de júbilo. El pueblo, olvidado de sus penas y hambres antiguas,
se lanzaba, regocijado, en corros y carreras infantiles, atacando como en un
juego a los reyes de bronce y de granito, impasibles bajo la sombra de los
árboles. A la reina y los príncipes, que quedaron un poco abandonados por los
suyos en el Palacio de Oriente, ese mismo pueblo, bueno y noble, los protegió
con una guirnalda de manos. Nadie puede decir que le asaltaran la casa, le
robaran la hacienda, desvalijasen los bancos o matasen una gallina. El único
suceso grave que recuerdo fue una pedrada contra los cristales del coche del
poeta Pedro Salinas, al cruzar la Cibeles en compañía del escritor francés Jean
Cassou.
Todo aquello fue así de tranquilo, de sensato, de cívico. Dentro de la
mayor juridicidad —como entonces la gente repetía, satisfecha—
había llegado la República. Sonaban bien las palabras de Azaña:
«Es una cosa que emociona pensar que ha sido necesario
que venga la República de 1931 para que en la Constitución se consigne por
primera vez una garantía constitucional (la garantía de la libertad del
individuo) que los castellanos pedían en 1529».
Los intelectuales, la gente de letras, los artistas,
en general, estaban de enhorabuena. Ya se pueden estrenar las obras prohibidas.
Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán, la representa, para
hacer méritos republicanos, Irene López Heredia. Pero no consigue engañarnos.
La actriz republicana, la verdadera amiga de los poetas y escritores, es
Margarita Xirgu. Ella estrena La Corona, de Azaña, y mi Fermín Galán.
Recién llegado a Madrid, corrí, lleno de cívico
entusiasmo, a proponerle a Margarita el convertir aquellos romances míos sobre
el héroe de Jaca en una obra de teatro, obra sencilla, popular, en la que me
atendría, más que a la verdad histórica, a la que deformada por la gente ya
empezaba a correr con visos de leyenda. Una aventura peligrosa, desde luego,
pues la verdad estaba muy encima y el cuento todavía muy poco dibujado.
Me puse a trabajar de firme. Mis propósitos eran conseguir un romance de ciego,
un gran chafarrinón de colores subidos como los que en las ferias pueblerinas
explicaban el crimen del día. Lleno de ingenuidad, y casi sin saberlo,
intentaba mi primera obra política.
Aceptados los dos primeros actos por la Xirgu, y
cuando aún estaba planeando el tercero, Fermín Galán apareció anunciado en la
cartelera del Teatro Español.
Entretanto, y en medio de uno de los ensayos de mi
obra, entré en contacto más directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había
sido presentado una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del
Paseo de Rosales —balcón abierto a las encinas de El Pardo y frente a El
Escorial contra el azul celeste de los montes guadarrameños—, pero con la
condición de que nos leyera algo, lo que más le gustase, sus últimas poesías...
—¡Hombre, no! Verá usted —me
atajó—. Preferiría leerles mi última obra de teatro, aún en borrador:
El hermano Juan. Va a interesarles.
¡Tarde de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos
invitado a Cesar Vallejo, el triste y hondo poeta «cholo» peruano, perseguido
político, refugiado entonces en España. Más que el sentido de El hermano Juan,
atendí a la hermosa figura de Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al
ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a
menudo andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número
excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No atendí, no, a
aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la publicó. No la recuerdo
hoy, pues me golpeó más, como digo, el espectáculo que me daba aquel
potente viejo, su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y
entusiasmo. Cuando casi pasadas tres horas dio por terminado su drama, todavía
tuvo gracia y arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos
del chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba
garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio de la
calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más inesperados. Así aquella
tarde, en nuestra casa, con el sol último de la serranía, nos descifró un
arisco y hermoso poema dedicado al bisonte de la caverna de Altamira y una
canción de cuna para su nieto recién nacido, delicia de balanceo musical, ave
rara en su jardín de esparto y duros vientos. (Otras imágenes guardo de don
Miguel, pero ésas pertenecen al próximo volumen de curso de muy pocos años se
desarrollarían mis memorias.) hasta cuajar en aquel sangriento estallido que
terminó con el derrumbe de la nueva República.
A muy pocos días de aquel encuentro con Unamuno, se
estrenaba Fermín Galán. Primero de junio. Margarita era la madre del héroe, y
éste, Pedro López Lagar, un joven actor de creciente prestigio. Esa noche, como
era de esperar, acudieron los republicanos, pero también nutridos grupos de
monárquicos, esparcidos por todas partes, dispuestos a armar bronca. El primer
acto pasó bien, pero cuando en el segundo apareció el cuadro en el que tuve la
peregrina idea de sacar a la Virgen con fusil y bayoneta calada, acudiendo en
socorro de los maltrechos sublevados y pidiendo a gritos la cabeza del rey y
del general Berenguer, el teatro entero protestó violentamente: los
republicanos ateos porque nada querían con la Virgen, y los monárquicos por
parecerles espantosos tan criminales sentimientos en aquella Madre de Dios que
yo me había inventado. Pero lo peor faltaba todavía: el cuadro del cardenal
—monseñor Segura—, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una
fiesta en el palacio de los duques. Ante esto, los enemigos ya no pudieron
contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre garrotazos y
gritos, avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre bastidores
ordenó que el telón metálico, ese que tan sólo se usa en caso de incendio,
cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de esto, como el público seguía
dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón
aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo
coronada al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su
extraordinario valor y ganado prestigio.
Las críticas sobre Fermín Galán distaron mucho de las
elogiosas de El hombre deshabitado. Los diarios católicos pedían poco menos que
mi cabeza, y los republicanos, no escatimando algunas alabanzas para ciertos
pasajes de la obra, señalaban sus evidentes errores, considerando el principal
la falta de perspectiva histórica para llevar a escena episodios que casi
acababan de suceder. Eso, en parte, era cierto. Pero mi mayor equivocación
consistió sin duda en haber sometido un romance de. ciego, cuyo verdadero
escenario hubiera sido el de cualquier plaza pueblerina, a un público burgués y
aristocrático, de uñas todavía, sectario en cierto modo y latentes en él,
aunque no lo supiera, todos los gérmenes del anterior régimen.
A escasos días del estreno, un linajudo carruaje
detuvo sus caballos en el paseo de coches del Retiro. Una dama muy estirada — mantilla
negra y devocionario— descendió de él. Bajo la sombra de los árboles, una
señora muy sencilla caminaba tranquilamente. La estirada se le acercó.
— ¿Es usted Margarita Xirgu? —Y antes
de que la actriz pudiera responderle: —¡Tome! ¡Por lo de Fermín Galán!—
le dijo dándole una bofetada y desapareciendo a la carrera.
La obra duró en cartel casi todo el mes de junio.
Puede que a nadie le sirviera, pero Fermín Galán, a pesar de su poco éxito, me
sirvió a mí para removerme y ventilarme la sangre, poniéndome en trance de
elección, de sacrificio. La causa del pueblo, ya clara y luminosa, la tenía
ante mis ojos.
Los viejos vientos se alejaban.
Paso a paso, tenaz, invadiendo mis huellas, la
Arboleda Perdida continuaba avanzando.
Rafael Albertí, La arboleda perdida
Excelente, excelentísimo. Gracias por tamaño regalo.
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