Lo Último

520. Miguel Hernández, por María Teresa León




“No sé quien nos acercó a Miguel. Recuerdo su sonrisa burlona, él tan vestido de pana.

Recuerdo su ancha cara de auténtico pastor, su ancha mano de hombre de bien. Era sorprendente leer sus sonetos, su auto sacramental, todo lo que traía detrás de su corteza. Fue saludado como lo que era, un prodigio de asimilación poética espontánea.

Nos frecuentaba poco y era amigo de Neruda y Bergamín.

Pero la hora española se hizo exigente. Un día, estando lejos de pensar en él, se nos apareció Miguel Hernández todo arrebatado de furor, hecho un grito, una carne viva.

Lo ocurrido no era para menos. Se paseaba por las márgenes del Henares, río pequeño de la llanura próxima a Madrid, donde se crían reses bravas entre los chopos y ninfas entre los juncos cuando la guardia civil caminera, saliéndole al encuentro le dio el alto.

¿Qué haces ahí? Él iba a la buena de dios, vagando poemas con un libro en la mano.

Contestó: leer. ¿Leer? Bueno ya sabemos lo que es eso, gandul. Eso quería decir esa trampa, ese engaño, ese engaño despistador de un libro para encubrir a un conspirador del crepúsculo. El diálogo fue breve, no se puede dialogar con los poderes públicos y cuando le preguntaron: profesión y contestó: poeta, los encargados del orden establecido lo creyeron una burla y lo abofetearon.

Entonces lo amenazaron con las culatas de los fusiles y con sangre en los ojos, Miguel echó a correr hacia Madrid.

A casa llegó muerto de ira ¿Por qué a nuestra casa y no a la de Pepe Bergamín o la de Pablo?... Pero a nosotros nos contó su odio enrojecido de pronto, su relámpago de hombre se comprende, su comprobación de que no le han creído, de que lo han golpeado porque hay clases, y él con su chaqueta de pana, su tosca cara campesina acaba de sufrir la dura ley que gobernaba los campos españoles. Vino como a decirnos que teníamos razón.


Mª Teresa León
“El Nacional” de Caracas
El 7 agosto de 1952








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