La Guerra Civil dio paso a
una recesión económica que acabó de destrozar un país dividido y maltrecho,
donde dejando aparte las victimas que se habían producido en los tres años de
terrible contienda, más de 300.000 personas habían marchado al exilio, casi
otras 300.000 llenaban las cárceles franquistas y a más de la mitad del resto
de la población le faltaba el padre de familia, muerto en la guerra, asesinado
en los “paseos” o en las puertas de los cementerios o presos y miles de
personas que fueron asesinadas judicialmente después de procesos de dudosa
legalidad donde juez, secretario y testigos eran parte de la misma cuadrilla.
El hambre y las enfermedades se extendieron por todo el país, las
fabricas estaban arruinadas, las minas hundidas y los campos destrozados y por
si eso no fuera suficiente se
afrontó una de las peores sequías del siglo XX que se alargo desde el inicio de
los 40 hasta casi los 60, todo ello unido al aislamiento y al bloqueo
internacional. Con el desastre económico y social vino el desastre humano en el
que la población se dividió en tantas clases como cartillas de racionamiento,
primera clase, segunda clase.... ultima clase, esa debía ser la de la familia
de mi abuela, la familia de Leonor.
Con esa perspectiva de vida y
los continuos registros y arrestos en las casas, cuando ya parecía que nada
podía empeorar llegó el azote de dios. Las columnas africanas de regulares y
legionarios que se hicieron tristemente famosas por su profunda aplicación en
la redención, pacificación y limpieza del campo andaluz. Según testimonios
orales, muchos de los legionarios que salieron de África para dar su apoyo al
caudillo fueron licenciados, después de la contienda, en la península
dejándolos ir como perros en una cacería. Algunos de ellos por sus particulares
condiciones de dominio de las terroríficas técnicas empleadas en las guerras de
África, fueron reclutados en los pueblos para ayudar a la Guardia Civil en la
ardua tarea de interrogar a los cientos de prisioneros que se pudrían en sus
cuarteles. Hasta las personas con más potencial en los pueblos, a veces, podían
temblar en presencia de algunas mujeres y niños conocidos, eso se solucionó
reemplazando a algunos de los torturadores más blandos por legionarios y
regulares licenciados que no reconocían ni a su madre.
En ese contexto, a principios
de 1940, la hermana de Leonor, Cecilia, se enamoro de uno de ellos. A la
familia, que había quedado reducida a cuatro mujeres y dos niñas no les gustó
pero poco podían hacer frente a Vicente González Fernández, que hablaba de su
Asturias natal y de su pueblo Santianes, una parroquia del concejo de Teverga en Asturias como si fuera un
terrateniente. Como la situación era insostenible, ante la decisión de su
hermana de ir a Asturias a conocer a la familia del legionario y a casarse,
Leonor, probablemente encontró una buena escusa para escapar de la persecución
a que era sometida y dejar pasar un tiempo hasta que se olvidaran de ella o de
“su” Alfonso.
En el pueblo quedo Mamá
Dolores y Ana su hija pequeña. Leonor, Cecilia y las niñas recogieron dinero
para pagarse un billete de tren a Oviedo. También consiguieron comprar un jamón
para colaborar en la boda. Leonor envolvió el regalo con una sabana de su exiguo
ajuar y se llevo también su traje de novia que era de calle y negro para
ponérselo en el enlace.
En los recuerdos de Lola
queda aun ese viaje realizado en noviembre de 1940. Lo pasó casi en su mayor
parte escondida bajo el asiento de su madre, no hubo dinero para tanto billete
y la pequeña, que debía contar con dos años atravesó España escondida en los
capazos o bajo los bancos del tren.
Atrás fueron dejando los
campos andaluces, la meseta castellana, un viaje personal que era también un
periplo por la destruida España. La llegada a la estación de Oviedo y luego el
largo peregrinaje en carro hasta el pueblo fue decepcionante desde el primer
minuto. El oasis soñado en el que iban a lamerse las heridas y a recuperar el
aliento era una tierra más pobre aun que la andaluza, además, en gris y negro.
Habían dejado atrás los campos de olivos y el verde de la sierra por un pueblo
minero que escondía su pobreza bajo el polvo del carbón y la nieve. Las niñas
recuerdan aun el frio, mucho frio. Contaba Leonor que Lolita, que ya sabía
caminar, dejó de hacerlo después de unos días de llegar a Santianes.
El “valeroso” legionario
además, les había mentido, la suya era una familia humilde que no contaba ni
con sitio para albergar a Leonor y a sus dos hijas. La madre de Vicente se
lamentaba incluso de que Cecilia se hubiera dejado engañar por el gandul de su
hijo. La primera noche de su estancia en Santianes, se emborrachó con sus
amigos y se comieron el jamón que venía para la boda. Cuentan que ni tan solo
le sacaron el embozo de sábana blanca en que lo había envuelto Leonor, cortaron
jamón y sabana a la vez.
La suerte las acompaño
relativamente en su desgracia ya que el maestro del pueblo se apiado de ellas y
les ofreció una habitación en su casa para cobijarse. Pasaron casi tres meses
allí, hasta que Leonor, recogiendo restos de carbón de los caminos consiguió
dinero para volver. Mientras su madre intentaba conseguir el sustento y los
billetes de vuelta, Araceli y Lola pasaban las horas en la pequeña escuela. Lola
no tiene de ella ningún recuerdo, Araceli dice que fue uno de los mejores
pasajes de su infancia, recordaba las clases y al maestro amable que la enseñó
a leer y a escribir. Con lo que consiguió Leonor del carbón y de la venta del
vestido de boda, pagaron los billetes de vuelta. Cecilia cansada de las
borracheras y las palizas del legionario ya en su luna de miel decidió volverse
con ellas a Andalucía, estaba ya embarazada de su hija Vicenta que nacería 8 de
noviembre de 1941. Los billetes eran para El Carpio, pueblo al que se habían
desplazado Mama Dolores y Ana para escapar ligeramente del acoso, a menos allí
no las conocían tanto aunque tenían que presentarse en el destacamento de la
Guardia Civil periódicamente.
Fueron tiempos de cartillas
de racionamiento, chocolate de algarrobas y cuando se podía conseguir,
pan negro, pucheros llenos de cardillos y tortillas de patatas, sin huevos y
sin patatas. Sorprendentemente lo único barato y en abundancia era el alcohol,
parecía que los nacionales querían que los rojos enterraran penas, desdichas y
humillaciones en vino.
Para conseguir las cartillas
de racionamiento se necesitaban carnets de identidad y salvoconductos y todo
ello no era posible si no se contaba con un “Certificado de buena conducta” que
emitían, falangistas, responsables de la guardia civil o párrocos de los
pueblos. A partir de aquí los españoles estaban divididos en categorías, los
ganadores, que tenían un puesto de trabajo y pasaron esta época sin carencias y
bien nutridos aprovisionados por sus cartillas de primera clase y por el
estraperlo, los que habían perdido la guerra pero que tenían familiares afines
al régimen que les surtían de los alimentos mas imprescindibles pero sin
alegrías y finalmente, aquellos desgraciados, parias de la historia, sin
permisos de trabajo, sin posibilidad de ganar dinero y sin recursos, que
malvivían trapicheando en el estraperlo, mendigando, rebuscando en las basuras
y en los campos, trabajando contadas jornadas por un sueldo mísero o haciendo
cola en las puertas de cuarteles y conventos esperando las sobras de los
ranchos.
Los guerrilleros no pasaban
todo el tiempo en la sierra, vivían próximos a los pueblos cercanos de su zona
de actuación y en los duros inviernos Alfonso bajo muchas veces a casa, sobre
todo durante las crisis de fiebres ya que la malaria, enfermedad endémica en el
sur de España hasta bien entrados los 60, se cebo en él como en muchos otros
para añadir otra carga a su exilio, la malaria, el tifus y la tisis,
colaboradores implacables de las fuerzas del orden para minar la moral y
exterminar la resistencia.
En las visitas a la familia,
Alfonso, llegaba al amparo de la noche para evitar las miradas ajenas, entraba
en la cocina, a veces con alguno de sus compañeros, comían y luego en silencio
marchaban. ¿Quién es? preguntaban las niñas, es “el hombre” contestaban los
mayores, no era “papa”, no era Alfonso, solo era “el hombre” no fuera caso que
se les escapara a las niñas que su papá estaba o había estado allí. Cuando le
sorprendía el amanecer en la casa, Alfonso, era bajado en un capazo al fondo de
un pozo seco que había en el patio de la casa de la familia y allí, encogido,
silencioso y a oscuras pasaba el resto del día hasta que las sombras de la
noche volvían a acompañarlo y podía marchar.
Una de las últimas visitas
estuvo a punto de terminar en tragedia. Había llegado muy enfermo, con
tembleques y diarreas. Leonor lo encamó en el desván y aquella misma noche hubo
uno de los registros, la suerte volvió a acompañarles ya que los guardia civiles
que entraron no eran de la zona y se creyeron que el enfermo era un primo de
Córdoba que había venido a reponerse ya que no lo conocieron. Después de esa
noche, no volvió a dormir en casa nunca más.
Las visitas de Leonor a la
Sierra no fueron tan frecuentes, no solo por el peligro que entrañaba para
ella, su familia y los guerrilleros sino porque el tiempo no le bastaba para
asegurar un sustento a su familia. En el relato en la causa que la condena,
habla de una vez en que acudió a la sierra requerida por las mujeres de dos
compañeros de Alfonso porque este había vuelto a coger las fiebres y necesitaba
quinina, además la echaba en falta. Araceli su hija relata otra vez en la que
ella acompaño a su madre, de aquella visita solo le quedó de recuerdo un grupo
de hombres, uno de los cuales se llevó a su madre aparte para hablar. Recuerda
a un hombre que hablaba muy calmado que se apoyaba en una escopeta y que le dio
unas monedas para caramelos, ni una sola imagen del rostro de su padre, ni un
beso, ni un abrazo.
Con la llegada de Leonor,
Cecilia y las niñas al pueblo del Carpio los registros volvieron a reiniciarse,
ya no eran tan frecuentes ni tan duros, quizás ya se habían acostumbrado o
quizás ya no quedaba nada que registrar o quemar. Papá Antonio volvió también
del campo de trabajo de Algeciras, bueno, volvió un cadáver andante, una sombra
de lo que había sido. Las niñas recuerdan su llegada, no lo conocían, había
perdido mucho peso y vestía harapos que nada más llegar, mamá Dolores quemó en
un agujero del patio y con la ropa, chinches, liendres, piojos y quien sabe
cuántos bichos mas crepitaban en la improvisada hoguera.
Las historias que explicaba
papá Antonio del campo de trabajo eran terribles y ocupaban los sueños de las
niñas con sobresaltos que han llegado incluso a su vejez. Las escuchaban
atemorizadas desde la cama mientras este las relataba entre murmullos a su
mujer e hijas hundiendo sus ojos en la lumbre que iluminaba las largas noches
de invierno. Duro trabajo de sol a sol, olla escasa cuya única proteína era la
que añadían las cucarachas, parásitos y enfermedades que diezmaban a los
reclusos, peleas por mondaduras de naranjas o de patatas y las continuas
palizas individuales o colectivas por casi cualquier cosa, no responder, no levantarse
a tiempo, no orinar deprisa, no saludar o saludar. Nunca se recuperó del todo
de las condiciones de extrema degradación a las que junto con los otros
prisioneros fue sometido, una represión social, moral, ideológica y humana a
cargo del “Patronato para la redención de penas por el trabajo” como
pomposamente se llamaba el organismo infrahumano que se encargaba de la
aniquilación física y mental de los vencidos.
Con el nacimiento de Vicenta,
su padre vino de Asturias a reconocerla y a hacerse cargo de ellas, dijo que
había cambiado, que todo mejoraría y lo dejaron volver a entrar en la
casa. A las pocas semanas dejo de trabajar, solo venía a casa borracho a
saquear la pobre despensa. Cuentan como anécdota que se bebía la poca leche de
una cabrita que tenían reservada para la niña, el colmo llego cuando vendió al
burro.
Era necesario tener un burro
o una mula para sobrevivir, ayudaba en el trabajo del campo y era el medio de
transporte para trapichear de pueblo en pueblo. Un día que papá Antonio volvía
del trabajo en el campo vio un vecino que llevaba a su burro, quiso quitárselo
y el vecino le dijo que el burro ya no era suyo, que su yerno se lo había
vendido. Papá Antonio echó, y esta vez definitivamente, a Vicente de casa, no
lo volvieron a ver, se alistó en la legión extranjera y marchó a combatir en la
guerra europea. Solo se supo de él 15 años mas tarde en que su hija Vicenta, ya
en Barcelona, fue requerida en Santianes, el pueblo de su padre porque este
estaba muriéndose, fue a conocerlo a él y a su abuela paterna.
A principios de abril de 1944
los civiles entraron en la casa familiar, papá Antonio estaba fuera, en uno de
sus recorridos por los pueblos vecinos. En la casa se encontraban mamá Dolores,
Anita su hija pequeña, Leonor, Cecilia que se encontraba enferma y las tres
niñas, Araceli de nueve años, Lola de seis y Vicenta de dos y medio. Entre
gritos y golpes se llevaron a las cuatro adultas, a Cecilia, protegida por su
condición de esposa de un legionario, la llevaron al hospital, a las otras tres
al Cuartel de la Guardia Civil de Adamuz.
Las tres niñas se quedaron
solas.
Continuará ...
Araceli Pena
Marzo 2013
Primera
Parte: Leonor Ávila
Amil y Alfonso Sanz Martín, "El Corneta"
Segunda
Parte: Cautivos y
desarmados.
y todo por ser familia de.. un republicano, un maquis...Genial Celi! Gracias María!
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