En el aniversario de la muerte de Josefina Aldecoa, queremos recordarla con "Los vencidos", un capitulo de Mujeres de Negro, una obra que no sólo trata sobre la Guerra, la posguerra, el exilio, la muerte y el regreso de aquellos que pudieron volver. Es también un canto a la esperanza.
Los primeros disparos atravesaron el mirador de lado a lado. Fue un solo tiro limpio que abrió un agujero redondo en uno de los cristales laterales y salió por el otro dejando el mismo hueco: un vacío circular rematado por grietas diminutas.
La abuela dijo: «Si hubiera estado alguien asomado, le atraviesa.» Pero no estaba nadie. Nadie se atrevía a correr ese riesgo porque se decía que había tropas patrullando por la calle y al menor movimiento tras las ventanas disparaban al aire para asustar. En algunos casos no tan al aire, como demostró durante mucho tiempo el doble agujero de nuestro mirador. Todo esto ocurría en los primeros días de la guerra civil, recién llegadas a la ciudad y a aquel piso cercano a la avenida donde nos habíamos instalado después de enterrar a mi padre. El piso era espacioso y tenía hasta cuarto de baño. «Un lujo», le oí decir a mi madre. «Y tan barato», dijo la abuela.
«Lujo» y «barato» eran dos palabras que yo no podía entender pero que me sonaban ya a contrapuestas y por tanto era extraño que surgieran unidas para explicar la misma situación.
Sin embargo no era tan raro porque el piso era una especie de regalo que nos había proporcionado la única persona de nuestro entorno que tenía algo que dar: Eloísa, la hija de don Germán, el alcalde republicano de Los Valles que había muerto fusilado al lado de mi padre el 18 de julio de 1936.
Eloísa había dicho: «Gabriela, vete de aquí, instálate con la niña en la capital. Allí te será más fácil ganarte la vida…» Y luego vino el ofrecimiento de aquel piso vacío, parte de una herencia familiar, y la cantidad que mi madre le obligó a asignarnos como alquiler. La cantidad era pequeña porque mi madre no sólo había perdido a su marido en el pueblo minero donde los dos eran maestros, sino que esperaba de un momento a otro que le comunicaran su propio cese en la escuela. Cuando terminamos de colocar los pocos muebles traídos de Los Valles, los escasos utensilios de cocina, la ropa imprescindible, mi madre y la abuela se sentaron frente a frente y se pusieron a hablar.
«Soy maestra», dijo mi madre, «y seguiré enseñando donde pueda.» También en el trabajo nos tendió su mano amiga Eloísa. Envió cartas a mi madre para personas que podían ayudarla y pronto obtuvo respuestas: un niño enfermo que no podía asistir ese curso al colegio de los agustinos; una chica que quería entrar en una oficina y otras dos que estudiaban en la Escuela de Comercio. Ésos eran los de la tarde. Por la mañana logró reunir un grupo pequeño, cinco niños de cinco a seis años, contándome a mí, a los que daba clases completas, igual que en una escuela. Mientras tanto, fuera de nuestra casa había una guerra. Yo sabía que era una guerra entre españoles. Nosotros vivíamos en la zona enemiga, la zona de los rebeldes sublevados contra el gobierno de la República.
La radio presidía la cocina, lo mismo que en Los Valles, y nos daba noticias que los mayores escuchaban con preocupación: frentes, batallas, derrotas, muertes. Por el día la vida transcurría con normalidad. La gente entraba, salía, trabajaba, paseaba, compraba y vendía. De noche, con el silencio, llegaba el miedo. «Bombardean de noche», se decía. A veces sonaban las sirenas. Corríamos todos escaleras abajo hasta alcanzar el refugio del sótano, donde teníamos mantas y colchones, los niños excitados con la aventura, los mayores en silencio.
Pero había otro miedo, un miedo soterrado que hacía susurrar: «Si llaman de noche, no abráis. Vienen de noche, los sacan de noche.» El miedo, profundo o a flor de piel, gravitaba sobre nuestras vidas. Estaba ahí en forma de un suceso inesperado que podía sobrevenir en cualquier momento.
Encima de nuestro piso vivía una familia de comerciantes: el marido, la mujer y tres hijas. La más pequeña, Olvido, tenía nueve años y me tomó bajo su protección. Solíamos jugar en la plaza cercana a casa y a veces, cuando hacía buen tiempo, emprendíamos breves excursiones por las calles de la ciudad. Olvido hablaba y muchas veces yo no la seguía absorta en mis propios descubrimientos. Un jardín encerrado que se veía al fondo de un portal entreabierto. Un convento con ventanas altas protegidas por celosías. Llegábamos a la catedral y yo me quedaba mirando las torres finísimas y el baile parsimonioso de las cigüeñas que volaban de una punta a otra. Olvido decía: «¿Entramos?» A veces sonaba el órgano y las voces llenaban los espacios vacíos.
El piso en que vivíamos tenía dos dormitorios y un salón con mirador. La vida familiar se hacía en la cocina, de modo que mi madre destinó la habitación del mirador, la más grande y luminosa, para dar las clases. Sólo tenía una mesa y seis sillas, pero poco a poco aquello empezó a adquirir una atmósfera de escuela. Clavó en la pared un mapa y un encerado pequeño. Dos cajones forrados de papel servían de estanterías. Allí colocó los libros que más usaba: la Aritmética razonada, Platero y yo, Poesía infantil recitable, Países y mundos, los restos de su naufragio.
Cuando la clase empezaba y los niños la rodeábamos, mi madre empezaba a hablar y el torrente de sus palabras se extendía ante nosotros como un gran tapiz.
Los padres de Olvido conocían a mucha gente. Siempre tenían amigos y parientes en su casa, que también estaba abierta a las amigas de sus hijas. A mí me gustaba subir allí y observar y escuchar a las hermanas de Olvido, que hablaban ya de novios y de amores y de aventuras más bien inocentes. Andaban todas revueltas con un desconocido, «el viudo» le llamaban, que circulaba por las calles con un descapotable rojo y una niñita a su lado. «¿Como yo?», pregunté. «Sí», me decían, «como tú, o puede que sea un poco más pequeña que tú.» El viudo era un personaje misterioso. Nadie sabía de dónde había salido, qué hacía en la ciudad ni dónde vivía. Al menos no lo sabían las hermanas de Olvido, que eran nuestra fuente de información. Un día, saltábamos a la comba en la plaza cuando Olvido me dio un pellizco y me dijo en voz baja: «Mira, el viudo.» Yo vi un coche rojo que pasaba a bastante velocidad. Dentro iba un hombre moreno, vestido de negro, con bigote y gafas oscuras y a su lado una niña con un vestido blanco y un lazo enorme en la cabeza. «¿A que es muy guapo?», dijo Olvido. «Sí», contesté por decir algo. «Es guapo, guapo», repetía Olvido. «Se parece a Clark Gable.» Yo me quedé suspensa y Olvido se dio cuenta de mi ignorancia: «¿No sabes quién es Clark Gable? ¿No has visto Mares de China?» Yo no había visto nada porque las dos únicas veces que la abuela me había llevado al cine fue a los agustinos a las cuatro, donde daban programas infantiles de monstruos y aventuras del gordo y el flaco, de mucha risa. Olvido parecía mayor de lo que era porque sus hermanas la espabilaban mucho. «Demasiado», opinaba mi abuela, «no veo por qué tienen que contar a las pequeñas tantas tonterías como ellas tienen en la cabeza.»
Yo empezaba a refugiarme en mis fantasías y me imaginaba un encuentro entre mi madre y el viudo y un enamoramiento rápido y los cuatro yéndonos por el mundo en el descapotable, ellos delante y la niña y yo detrás, yo de hermana mayor, cuidándola y mimándola y jugando con ella. Ya por entonces echaba yo de menos la presencia en nuestra casa de otros niños y sobre todo de un hombre, un padre, un protector. A mi padre apenas lo recordaba y mi madre me hablaba poco de él. Acudí a la abuela y ella tampoco fue muy explicita: «Tu padre era un hombre bueno y noble, por eso lo mataron.» La muerte de mi padre era la causa de una congoja que yo percibía flotando entre nosotras permanentemente. Seguro que eso explicaba la tristeza y la lejanía de mi madre. También debía de ser el motivo que nos obligaba a vivir en el aislamiento, sin amigos, sin diversiones, sólo el trabajo en torno al cual giraba nuestra existencia. Las clases, los niños que llegaban y se iban, y por la noche la radio para tener noticias de cómo iba la guerra. Aquellas noticias variaban el humor de mi madre. Unos días se sentía optimista, «Ganaremos», decía. «Y además nos van a ayudar.» «¿Quiénes?», preguntaba yo. Y ella contestaba: «Los franceses y los ingleses, los amigos de la República.» Otros días las noticias eran malas y mi madre perdía su seguridad en la victoria republicana. Le oía comentar con la abuela: «Esto no tiene solución. ¿Qué va a ser de nosotras? Nunca volveré a la escuela.» Porque había alentado la esperanza de que la República restablecería el orden y ella regresaría a un pueblo, a una escuela.
Lo que estaba claro es que nunca volveríamos a Los Valles. Mi madre no quería ni oír hablar de ello. Un día, eso fue al principio de vivir en la ciudad, debió de llegar la noticia oficial de su separación de la enseñanza. A mí no me dijeron nada pero las oí hablar a las dos dando por hecho que las cosas estaban definitivamente establecidas. La abuela resumió la situación diciendo: «Si tu padre levantara la cabeza…» Se lo decía a mi madre y se refería al abuelo. Yo no recordaba al abuelo. En realidad me resulta difícil separar lo recordado de lo imaginado. Confundo las fechas en la nebulosa de la infancia. Y así, quizás evoco instantes que viví demasiado niña y niego haber presenciado hechos de los que fui testigo con edad suficiente para dar testimonio de ellos. Al morirse el abuelo, poco antes de empezar la guerra, la abuela se había quedado sola y mi madre quiso que viviera con nosotras. Pero los veranos los pasábamos en el pueblo de la abuela, el pueblo en que mi madre había nacido y donde conservábamos la casa familiar. A mí me gustaba esa casa. Tenía una hermosa huerta alrededor, un emparrado cubriendo una de las fachadas, un riachuelo que atravesaba una pradera. La casa era grande y fresca. Olía a frutas y a cera. Las contraventanas siempre estaban entornadas y la luz se filtraba por las rendijas resaltando el encanto de los objetos. La sala no se usaba casi nunca. Pero me gustaba asomarme, contemplar los retratos y las figuras de porcelana sobre la mesa, los fruteros en el aparador, los sillones con cojines bordados por la abuela.
Por la mañana mi madre me hacía leer y escribir y hacer alguna cuenta sencilla. A la tarde me dejaba libre para ir al río a pescar cangrejos y a bañarme o de excursión a los montes cercanos con niñas que eran hijas de sus amigas. Allí se notaba menos la guerra. O al menos eso me parecía a mí. No obstante, sorprendía a veces a mi madre y a la abuela hablando agitadamente y, aunque no me explicaban qué ocurría, acababa atando cabos mediante la información que me daban mis amigas. Habían detenido a un hombre de aquellos pueblos o había muerto en el frente un chico hermano o hijo de algún conocido.
Mis amigas iban a misa todos los domingos. Yo no me atrevía a plantear en casa mi deseo de acompañarlas porque sabía que nuestra familia no tomaba parte en actos religiosos. Un día de Santiago había misa mayor con música y todo. La tentación fue tan fuerte que me armé de valor y pregunté a mi madre: «¿Puedo ir a misa con mis amigas?» Ella me miró como si estuviera ausente o regresara de un lugar muy lejano. Tardó unos momentos en reaccionar y al fin contestó: «Haz lo que quieras.» Pero no lo dijo enfadada ni como un reproche, sino como si de verdad no le importara.
Fui a la iglesia y en un momento dado mi compañera de banco, la que tenía más cerca, me dijo: «Ahora puedes pedir lo que quieras.» Todos estaban en silencio. Seguramente tenían muy pensado lo que iban a pedir. Me puse nerviosa y formulé entre dientes lo primero que se me ocurrió y que, sin yo saberlo, expresaba mi deseo más fuerte. «Pido que tengamos dinero para que mi madre no se preocupe tanto. Cuando acabe la guerra…», añadí.
Aquel año, al regresar a la ciudad en septiembre, mi madre perdió una de sus clases de la tarde, la que daba al niño enfermo. Cuando se presentó en la casa el día que debía reanudar su trabajo, salió a recibirla el padre y le dijo: «Mire usted, Gabriela. Lo siento mucho pero no podemos continuar así. Usted es buena maestra pero tiene un defecto para nosotros, que mezcla la política con la enseñanza y que, además, hace mofa de la religión delante del niño.» Mi madre se quedó anonadada. Por mucho que pensara, le dijo a la abuela, no podía recordar en qué momento había cometido los errores que le achacaban. «No te preocupes», le dijo la abuela. «Con su mente estrecha interpretan como quieren cualquier comentario que hayas hecho delante del niño. No olvides que ellos saben quién eres y cómo piensas.» Este incidente nos entristeció. Estábamos viviendo una guerra y esta guerra no sólo se desarrollaba en los frentes sino también en los corazones y en las cabezas de las personas de la retaguardia. La presencia de dos bandos se dibujaba nítidamente sobre el fondo sombrío de una situación cuyo final nadie se atrevía a pronosticar.
«He conocido al viudo», me dijo alborozada Olvido, poco antes de empezar el curso. «Lo he conocido cuando estaba yo comprando los cuadernos para el instituto; en eso que entró él y dijo a la dependienta: "Dígame, para esta niña ¿qué cuentos tienen? Con muchos dibujos, claro, porque todavía no sabe leer…" La dependienta, que es medio tonta, no sabía qué ofrecerle y allí intervine yo y le dije: "Mire, éste y éste le van a gustar, que los tengo yo en casa de cuando era pequeña…" Él se quedó muy agradecido y muy encantado y me dijo: "Gracias señorita", fíjate señorita a mí, "me ha ayudado usted mucho." Yo me puse colorada y le dije adiós y salí corriendo; no sabes cómo me latía el corazón… Yo creo que si le veo en algún sitio me reconocerá y me hablará, ya lo verás.»
Es extraño vivir una guerra. Aunque el campo de batalla no esté encima y no se sufran las consecuencias inmediatas todo lo que ocurre a nuestro alrededor viene determinado por la existencia de esa guerra. Nos llegaban noticias del hambre que se pasaba en la zona republicana y nosotros no teníamos escasez de comida. Sin embargo no había telas ni zapatos ni otros productos manufacturados de primera necesidad. «Claro, ellos tienen las fábricas, nosotros la agricultura», decía la gente. Se teñía la ropa, se daba la vuelta a los abrigos, se remendaba, se cosía, se deshacían prendas viejas para convertirlas en nuevas. Y todo quedaba aplazado hasta que terminara la guerra. «Cuando acabe la guerra», se convirtió en una frase clave de mi infancia. Cuando acabe la guerra iremos, volveremos, compraremos, venderemos, viviremos… Un futuro incierto frenaba toda actividad, todo proyecto. La guerra no terminaba y cada día llegaban noticias de nuevos desastres para los republicanos.
Mientras la guerra continuaba, las adolescentes paseaban en grupos por la calle Principal. Vuelta arriba, vuelta abajo, codazos, risas, empujones. Cuando pasaban los chicos también en grupos, lanzaban hacia ellas ataques fervorosos.
Siempre había alguna que fingía salir corriendo porque «él» estaba allí y no quería verle, desde luego prefería marcharse a su casa, no creyera «él» que «ella» estaba esperando que apareciera con su banda de brutos con los que no se podía ni hablar…
Torpes, tímidos, sensibles y violentos, se entregaban todos al juego antiguo y siempre nuevo de los primeros enamoramientos. El otro sexo estaba allí y los estudiantes de bachillerato comprobaban confusos su presencia.
Olvido escuchaba a sus hermanas, yo escuchaba a Olvido. Mi madre apenas salía de un mundo neblinoso, impenetrable para mí. Y la abuela me veía crecer y suspiraba moviendo la cabeza: «No sé, no sé esta niña, demasiado precoz la veo yo…»
La memoria no actúa como un fichero organizado a partir de datos objetivos. Aunque en cada momento escribiéramos lo que acabamos de ver o sentir, estaría contaminado por las consecuencias de lo vivido… Por ejemplo, si trato de recordar qué tiempo hacía el día que llegaron los alemanes a la ciudad de mi infancia, yo aseguraría que hacía frío. Quizá no fue así. Podría consultar libros o periódicos para comprobar la veracidad del dato. Pero yo sé que en mi memoria hacía frío. Es un recuerdo duro, enemigo. Por eso escribo: los alemanes llegaron en invierno. Recuerdo muy bien el día que los vi desfilar. Una banda militar les precedía entre una nube de banderas. Tocaban marchas brillantes y enérgicas. Los niños corríamos de una calle a otra para verlos. Nos colocábamos entre la gente para llegar al borde de la acera, a primera fila. «Son educados, fuertes, guapos», dijeron unos. Pero eran odiosos para otros, odiosos para mi madre porque su presencia significaba una ayuda a los rebeldes y un obstáculo grave para los defensores de la República.
«A mi tío el del bar», me contó en secreto Olvido, «le pusieron una multa por no alojar a un intérprete alemán. Bueno, le buscó una habitación en una fonda, pero a él no le gustó y le denunció. Lo de la multa lo pone el periódico, con su nombre y apellidos, y le llaman mal patriota. A él y a otros más, no creas…»
Los niños perseguían a los alemanes, les pedían las cajas vacías de sus cigarrillos rubios. «Alemán, caja finis.» Las cajas eran de latón dorado y plateado. En ellas se podían guardar muchas cosas: alfileres para jugar en la calle disparándolos con la uña para alcanzar los del amigo; botones sueltos, cromos de Nestlé, alguna moneda de cinco o diez céntimos…
«Escribe para recordar», dice mi madre cuando le hablo de estas cosas, «y para conjurar los fantasmas.» Escribo: cajas doradas, cajas plateadas, odiosas cajas alemanas, símbolo de un poderío ajeno y lejano.
Olvido me preguntó un día: «¿Tú has hecho la Primera Comunión?» Yo me puse colorada y mentí. «Sí.» «¿Cuándo?», insistió. «En el verano, en el pueblo de mi abuela…» «¡Ah!», murmuró. Me estaba enseñando unas fotos suyas, vestida con el traje blanco que ya habían usado sus hermanas, con un rosario de nácar y un libro de misa en la manos enguantadas. «Me hicieron muchos regalos», recordó con melancolía. «Fue hace cuatro años. Yo tenía siete. Como tú ahora…» Quizá por eso se le había ocurrido preguntarme, porque ésa era la edad que se suponía adecuada para cumplir con el rito. Y de pronto Olvido dijo: «¿Por qué no entramos a confesarnos para comulgar mañana?» Yo dije: «No sé si podré, no sé lo que piensa hacer mi madre…» Estaba aturdida, atrapada por mi propia mentira. Olvido insistió. «Y qué más da. Porque te confieses no quiere decir que sea obligatorio comulgar…» Incapaz de negarme, entré en el templo detrás de ella. Olía a incienso, a cera derretida, a flores un poco ajadas, flores que empezaban a descomponerse por sus tallos cortados. Después de santiguarse, Olvido meditó unos instantes y luego se dirigió hacia el confesionario, a la izquierda del altar mayor. Yo me quedé de rodillas en la penumbra, pensando en la manera de salir de todo aquello. Al cabo de unos pocos minutos apareció Olvido, con la cabeza baja, en estado de perfecta concentración. Se arrodilló a mi lado y dijo: «Ahora tú.»
Temblorosa, me dirigí al lugar de la prueba. Caí de rodillas sobre la madera, acerqué la cara a la celosía y oí el susurro del cura que me decía algo imposible de descifrar. Cuando dejó de murmurar yo recurrí a la fórmula que había oído a Olvido muchas veces. «Hace quince días que no me confieso», balbucí. Y a continuación enumeré como pude mis pecados.
Cuando quiero mirar dentro de mí, dentro de lo que queda de la niña que fui y pretendo analizar aquella cobardía que me llevó a mentir a Olvido, me encuentro con una verdad: yo hubiera querido pertenecer a aquel grupo de gente que permitía a sus hijos hacer la Primera Comunión. Yo también hubiera querido un traje y unos regalos y poder decir, de verdad, aquello de: «Hace un mes que no me confieso.» Y poder acusarme de las cosas mal hechas. Porque a la niña que yo era no le gustaba ser diferente. Tenían que pasar muchos años para que yo entendiera el valor de esa diferencia. Entonces sentía, como todos los niños, que mi puesto en el mundo dependía de una afinidad con los valores y tabúes de ese mundo. La singularidad como virtud no existía todavía para mí.
Estábamos en la plaza jugando al marro con otros niños. Olvido dijo: «Hay manifestación. ¿Por qué no vamos? Ha caído Málaga.» Por primera vez tuve un rechazo personal de ese tipo de acontecimientos a los que solía arrastrarme Olvido. «Yo no voy», dije. «¿Por qué?», preguntó ella. «Porque esos que gritan mataron a mi padre.» Era la primera vez que afrontaba el asunto abiertamente. «No serían los mismos», replicó Olvido, «lo mataron en ese pueblo minero, ¿no?» Me quedé un poco desconcertada, pero reaccioné enseguida. «Sí, son los mismos. Me ha dicho mi madre que son los mismos.» Olvido se quedó callada, buscando seguramente una réplica decisiva. Animada por su silencio, continué: «Además esos de la manifestación son los que sacan a la gente de noche de aquí al lado, de los sótanos de la iglesia, y los llevan para matarlos en las carreteras…» «No es verdad», dijo Olvido. «Sí es verdad. Yo los oigo por la noche; oigo los camiones cargados que pasan por nuestra calle y los gritos de las mujeres que van detrás llamando a sus maridos…» No era cierto que yo los hubiera oído pero sí los oían mi madre y la abuela y lo comentaban entre ellas con pesadumbre y temor. «A lo mejor un día vienen a buscar a mi madre y también la encierran en la iglesia. Los tienen en aquella cueva, apiñados unos encima de otros.» No fuimos a la manifestación y Olvido se quedó un poco apagada, vencida por primera vez.
Hay que entregar el oro. Para ayudar a los salvadores de la patria. Se necesita el oro. Todo el oro. Cualquier oro. La consigna se extendió por la ciudad en algún momento de la guerra. La gente buscó en sus joyeros de piel, en sus cajas de cartón, en las bolsitas de tela donde tenían envueltas en papel de seda la medalla, el rosario, la cruz. Muchos entregaron sus alianzas. Hay que entregar el oro para que la guerra pueda continuar. Unos por convencimiento y por un sentimiento exaltado de estar contribuyendo personalmente a la causa, otros por miedo, el oro fue saliendo de las casas.
Muchos años después, los matrimonios llevaban en sus dedos aros de plata y decían mostrándolos: «Es de cuando la guerra, cuando entregamos el oro y dijo Pedro o Juan o Alberto, "Te compraré una alianza de plata"…»
Mi madre no tenía oro y la abuela tampoco. Mi madre sólo tenía un anillo con una piedra azul, el anillo de su boda. El aro estaba un poco desgastado. Bajo el baño de oro salía a la superficie un metal apagado y sucio. A mí me gustaba probármelo. Tiraba de él por debajo para que pareciera de mi tamaño y levantaba la mano para contemplarlo. Mi madre me reñía. No porque lo cogiera y lo tocara, no por miedo a perderlo, sino porque no le gustaba mi admiración por ese tipo de cosas. Para mi madre la austeridad era una mística; una actitud ante la vida, una forma de conducta. Por eso se preocupaba un poco cada vez que veía en mí un rasgo de frivolidad. Un día oí a la abuela hablar a mi madre en la cocina. Le decía: «Juana no es como tú. Se le van los ojos tras de las cosas bonitas.» Era verdad. A mí me gustaban los vestidos, las pulseras, los lazos, el brillo de las baratijas en los bazares del «Todo a 95».
Mi madre no se preocupaba mucho de su aspecto. Era joven y guapa pero no se notaba a primera vista. Había que conocerla mucho, observarla mucho para descubrir su belleza. Cuando, rara vez, se reía, cuando se quedaba pensativa y melancólica dejando vagar su mirada hacia un punto impreciso, entonces sus facciones se dulcificaban, suavizadas por alguna evocación misteriosa.
Un día al llegar a casa, era un anochecer de primavera, me abrió la abuela demudada. «¿Qué ocurre?», pregunté. «¿Qué le ocurre a mamá?», insistí. La abuela me hizo una señal de silencio con el dedo en los labios y luego, bajito, me dijo: «No le ocurre nada. Es que tiene visita. Ven a mi cuarto…»
El cuarto de la abuela olía de un modo muy singular. Una mezcla de manzanas que traíamos del pueblo en septiembre y de romero y tomillo seco que ella guardaba en bolsitas de tela colocadas entre la ropa. La habitación de la abuela olía como ella, a campo seco, a monte, a verano, a las hogueras de San Juan… Por un momento respiré hondo aquella fragancia y enseguida retornó la inquietud. «Una visita ¿de quién?» No conseguí sacarle una palabra. Suspiró y me tendió una madeja de lana que me coloqué entre las muñecas. El tiempo iba pasando y no sucedía nada. Cambiamos de madeja y me puse a pensar que quedaba menos de un mes para mi cumpleaños y se me había ocurrido que me regalaran un collar de cristal amarillo que había visto en el bazar. Eran cuentas redondas del tamaño de un garbanzo y entre unas y otras tenía chispitas de cristal verde. Había pensado hablar de ello a la abuela para que convenciera a mi madre. Aunque ya sabía lo que me iba a decir: «Tu madre piensa regalarte cuentos o lapiceros de color…» De pronto se oyó el golpe de la puerta al cerrarse y la abuela se abalanzó al pasillo. Todavía encerrada en mi egoísmo, pensé: «Otro día que no voy a poder hablar del collar.» Entonces recordé la visita y la preocupación de la abuela. Salí del cuarto y vi la puerta de la cocina cerrada pero oí a mi madre que decía: «No se te ocurra hablar de esto con nadie», con una voz alterada, un poco chillona a pesar del tono bajo en que pretendía hablar.
Aterrorizada, regresé a la habitación de la abuela, cerré los ojos y volví a respirar el olor de campo que ella había conseguido encerrar entre sus cuatro paredes. Añoré el verano y la felicidad de vivir en el pueblo libres y tranquilas, con el río y los montes rodeándonos, aislándonos de las amenazas de la ciudad.
Siempre, desde entonces, cada vez que he vivido una situación de ansiedad cierro los ojos y rememoro aquel perfume de la abuela, no el real, no el que yo conocía en los veranos, sino aquel otro que ella mantenía vivo en el cuarto, como un talismán contra la angustia.
La infancia es jubilosa porque nada se interpone entre el goce sensorial y la conciencia de ese goce. No hay reflexión duradera sobre la experiencia inmediata, no hay análisis ni crítica. Del mismo modo el acceso al conocimiento se produce sin interferencias. La infancia es un continuo atesorar sensaciones, sentimientos, ideas en estado puro, sin que elementos ajenos a ese proceso nublen el esplendor del mismo. Pero la infancia puede también ser dolorosa, porque si sobreviene la tragedia, el niño no tiene defensas racionales, no levanta, como los adultos, el escudo de las soluciones posibles, de las compensaciones que equilibren el dolor sufrido.
Así pasaba yo de la alegría anticipada de un collar de cristal a la negra realidad de un suceso que mi madre trataba de ocultarme y que, con toda seguridad, sería terrible. Asustada, me tumbé en la cama de la abuela y me acurruqué en ella, esperando su regreso. Al poco rato, allí estaban las dos, madre e hija, mirándome y adivinando mis recelos y allí empezaron a darme explicaciones de lo que tanto temían que supiera. «Por favor, Juana, no te preocupes por nada», dijo mi madre. «No pasa nada, no va a pasar nada…»
La abuela me miraba en silencio y se acercó a la cama para sentarse a mi lado y acariciarme el pelo. «No va a pasar nada que nos haga daño. Se trata sólo de un amigo nuestro, un amigo de tu padre que está en apuros y necesita nuestra ayuda. Y vamos a tratar de ayudarle. Pero tú no tienes que decir nada a nadie. Ni de esto ni de ninguna cosa que se hable en esta casa, ¿entiendes?» Yo sí lo entendía, pero tenía miedo. «Me he acatarrado», dije de pronto. Y empecé a estornudar. «Me he acatarrado en la plaza.» Ésa fue mi reacción a la oscura confidencia de mi madre. La abuela me dio un tazón de leche hirviendo y me acostó enseguida con una botella de agua caliente a los pies. «Vais poco abrigadas», refunfuñaba, «y todavía hace frío. Cuando marzo mayea, mal asunto. Ya verás como luego volverá el frío. Ya verás como mayo marcea…» Es verdad que estaba acatarrada. O me acatarré del susto y de estar mucho rato acurrucada en la cama de la abuela sin taparme ni moverme. Lo cierto es que tuve fiebre y durante tres días no me dejaron salir a jugar.
No sé si era jueves o viernes. Sí me acuerdo de que ese mismo día o el anterior había ido con Olvido a visitar las iglesias. Había que visitar siete el día de Jueves Santo. Los altares eran verdaderos monumentos de flores en torno al Santísimo, que yo en mi ignorancia creía que era un santo muy grande y muy alto aunque no lo veía por ninguna parte. Íbamos de iglesia en iglesia y esperábamos encontrarnos con algún conocido. Los chicos que les gustaban a las hermanas de Olvido. O quizás el viudo. Al viudo lo vimos, pero no en la iglesia sino dando un paseo con su niña de la mano por los alrededores de la catedral. «A lo mejor no es de iglesia», dijo Olvido. «Dicen que viene de América. Y seguro que sí, porque yo le encontré un acento raro aquella vez que me dijo: "Gracias, señorita…"»
No sé si fue esa noche o al día siguiente de las procesiones, que me parecieron preciosas con las imágenes balanceándose en las andas y las filas de mujeres con velas encendidas en las manos. Lo cierto es que una de esas noches llegué a casa muy excitada. Me abrió la abuela y casi le grité. «Lo he pasado muy bien…» Ella cerró la puerta detrás de mí y me llevó cogida del hombro hasta la cocina. «Verás», me dijo, «hay una persona en mi cuarto y no hay que entrar allí. Se va a quedar esta noche y yo dormiré con vosotras. Juntaremos las camas si hace falta, no te preocupes. Pero yo creo que si me dejas un hueco en tu cama cabremos las dos, ¿no?» La abuela trataba de echarlo a broma pero yo volví a sentir aquella punzada de miedo del día de la visita. «¿Es aquella visita?», pregunté. Y ella aclaró. «La visita era una mujer que vino a hablarnos de él.» «Entonces, ¿es un hombre?» «Sí», dijo la abuela. «¿Le voy a ver?» «No sé.» «¿No va a comer en casa?» «Sí, claro. Pero está cansado y a lo mejor se acuesta pronto.»
Mi madre había salido. Cuando regresó, sin preocuparse de mi presencia, habló con la abuela. «Es seguro que se va mañana. Todo ha ido como estaba previsto, todo tal y como me anunció la mujer que vino a verme. Le espera mañana en el primer banco de la iglesia del Carmen, entrando a la derecha, para llevarle a donde le tienen que recoger…» «Pero ella corre peligro», dijo la abuela. «Y nosotras también», dijo mi madre. Luego se volvió hacia mí. «Este hombre era amigo de tu padre, ya te lo dije. Está en peligro si le cogen. Viene del monte y van a llevarlo hacia Asturias para ver si allí puede embarcarse y salir de España. Tiene que pasar aquí la noche. Mañana temprano se marchará… Eres ya bastante mayor para entender que, de esto, no puedes hablar con nadie.» Nunca hablé. Pasaron muchos años y muchas historias vividas hasta el día que encontré a una persona que me habló de Amadeo. «¿Tienes algo que ver con él?» «Es mi padre», me dijo. Entonces le conté todo. Le describí la noche que pasamos las tres, despiertas y en silencio, vigilando el más pequeño ruido, temerosas de que, a medianoche -¿no era a esa hora cuando daban los paseos?-, vinieran a buscarlo a nuestro refugio y nos llevaran también a nosotras, encubridoras, cómplices de aquel hombre que venía de las montañas, de combatir por una causa perdida.
Y también le hablé de la amistad que mi padre había tenido con el suyo en un pueblo de Castilla, cuando eran jóvenes los dos y estaba a punto de llegar la República, que llegó un 14 de abril, por cierto el mismo día que yo vine al mundo, el 14 de abril de 1931.
Mi madre empezó a pensar en la posibilidad de enviarme a alguna escuela para que no estuviera todo el día en casa. Además, los niños del grupito inicial donde yo me había integrado se iban marchando a colegios o escuelas y venían otros pequeños, de modo que llegó un momento en que yo era la mayor de todos y estaba bastante aburrida con mis compañeros. «Ya es hora de que se separe de mí», dijo mi madre. Y la abuela asintió con pesadumbre. «Ya verás qué problemas. Esta niña no sabe ni santiguarse y tendrá que empezar por ahí, ya sabes cómo están las cosas.» «Pues que aprenda», dijo mi madre con aquella decisión tan firme que tenía ante las cosas importantes. Porque en las otras se mostraba indiferente y dejaba que la abuela llevase la voz cantante. Lo que comíamos, lo que vestíamos, si íbamos a dar un paseo o no, si me ponía el lazo a un lado o las trenzas atadas en lo alto de la cabeza, todo eso era asunto de la abuela. Pero los asuntos serios los afrontaba ella. Así que decidió con prisas mi salida del ambiente doméstico y me matriculó en una escuela estatal cercana a casa.
Mi madre dijo en la escuela que hacía poco tiempo que vivíamos en la ciudad y no dio más explicaciones acerca de mi aprendizaje anterior. No obstante, el primer día que fui a clase la maestra me puso a leer y escribir y me preguntó algunas cosas sueltas. Enseguida dijo: «Estás muy bien, sabes mucho. Te voy a pasar con las de ingreso.» Una vez más iba a tener amigas mayores que yo, pero eso me gustaba y presumí con Olvido cuando la vi por la tarde: «Estoy con las mayores porque sé tanto como ellas.» Un poco resentida, Olvido dijo: «En las carmelitas nos exigen mucho más que en esas escuelas.»
Olvido, que tenía ya doce años, empezaba a estar rara y como huidiza. Muchos días no quería salir. Hacia un gesto de aburrimiento cuando la llamaba y ponía disculpas: «Tengo que estudiar. Tengo que salir con mi madre. Tengo que ayudar a mis hermanas.» Estaba cambiando. Se aproximaba a la adolescencia y ya no le interesaban los juegos de la plaza. Por esa época una nueva amiga empezó a ocupar en mi vida el lugar que Olvido iba abandonando. Se llamaba Amelia y era una compañera de mi nueva escuela. Era una niña rica. Su padre era dueño de una farmacia importante y el hecho de enviar a su hija a una escuela estatal ponía de relieve su ideología, nada afín a la enseñanza de los colegios de monjas. Amelia era un año mayor que yo. Enseguida me advirtió de las características de las niñas de nuestra clase. «Algunas son buenas y simpáticas. Otras son muy cerradas y no puedes acercarte a ellas. Son desconfiadas y cerriles porque sus familias no tienen educación.»
Amelia y yo nos entendíamos muy bien. La educación, ese término que ella había empleado dándole probablemente un sentido superficial, era lo que más nos unía. Su padre, como supe después, había estado muy cerca de la República e incluso le habían detenido, pero por falta de actividades políticas o más bien por las influencias de su familia le habían soltado al cabo de unos meses.
La familia de Amelia vivía en una casa con jardín en las afueras de la ciudad. La niña venía en bicicleta todos los días hasta la escuela, que estaba cerca de la farmacia donde también trabajaba la madre. Tenía un hermano mayor que estudiaba en el instituto y cuando acababan las clases al mediodía se reunían los cuatro en la rebotica y comían juntos. Iban sacando de una cesta de mimbre los termos y las fiambreras que la madre preparaba cada día como si fueran a una excursión campestre. Esta familia me atrajo desde el primer momento. A pesar de mi escasa experiencia social y de mi propio aislamiento familiar, me daba cuenta de que eran diferentes de la mayoría. Comprendía que pertenecían a un mundo superior al mío pero que tenía mucho en común con él.
A los pocos días de conocer a Amelia le conté a mi madre cómo era y lo bien que nos llevábamos. Ella suspiró y me dijo: «Al fin has encontrado una amiga que me gusta.» Y me pidió que la llevara a casa para conocerla. Fue una visita corta, un jueves por la tarde que no teníamos clase, pero suficiente para que mi madre confirmase que mis juicios sobre Amelia habían sido acertados.
También los padres de Amelia quisieron que fuera a pasar un domingo en su casa. Mi amiga me vino a buscar con su hermano. Cada uno traía su bicicleta y al principio fuimos andando los tres; ellos guiando sus bicis con cuidado y yo cohibida entre ambos. Cuando cruzamos el puente y pasamos al otro lado del río, Sebastián, el hermano, dijo: «¿Por qué no subes en la bici y te llevo?» Pedaleando por la carretera llegamos a un paseo de chopos que cruzaba un prado grande y al fondo estaba la casa, blanca, con las ventanas bordeadas por un cerco rojo. A su alrededor macizos de flores de muchos colores la abrazaban como apoyados en ella. La casa se parecía a las que había visto en las ilustraciones de los cuentos.
«Nos gusta esta soledad», dijo la madre de Amelia. «Nos gusta vivir aquí, un poco lejos del ruido y de la gente.»
Desde el primer día observé que los padres de Amelia hablaban mucho con sus hijos y compartían con ellos todo lo que ocurría a su alrededor. Yo estaba acostumbrada a que me trataran como a una persona mayor, pero mi madre hablaba poco y nuestra vida transcurría en un ambiente serio y más bien apagado. Así que me sentí a gusto en aquella casa en la que todos estaban alegres y llenos de vida. Deseé intensamente haber nacido en una familia parecida; la rigidez de mi madre y su actitud pesimista ante las cosas me pareció de pronto insoportable. Pero cuando regresé al atardecer y llamé al aldabón de nuestro piso, me sentí avergonzada de haber pensado siquiera en la posibilidad de cambiar de casa y de familia.
Me esperaban con la cena preparada y las dos se sentaron a mi lado haciendo preguntas. «¿Qué tal los padres de Amelia? ¿Qué tal el hermano?» Yo traté de explicarles la armonía, la gracia y la belleza de la casa; la serenidad de las personas. «Todo era alegre. Había muchos cuadros en las paredes y muchas flores y un aparato para la música con una trompeta muy grande que se abría como una flor. Y la madre de Amelia toca el piano que tienen en el centro del salón, porque el salón se divide en dos con una librería, y apoyado en la librería está el piano…» Creo que fue la primera vez que pude captar la sensibilidad de unas personas que habían elegido la intimidad como forma de vida. También me di cuenta de que esa elección, aparentemente sencilla, tenía que ver con la frase que resumió para la abuela lo esencial de mis comentarios: «Son ricos, claro.»
«Anda, mujer, no te desanimes», decía la abuela. Estoy viendo la escena. Mi madre, silenciosa e inactiva, sentada en una silla baja, con las manos juntas, como abandonadas en el regazo. La abuela de pie a su lado, con los brazos cruzados bajo el pecho. Yo calcaba un mapa de un libro. En aquel momento dibujaba los contornos de América y estaba empezando a fantasear sobre lo lejos que estaba aquel continente y la inmensidad del mar que lo separaba de nosotros.
«Un árbol, cuando se cortan las ramas, sigue creciendo hacia arriba y le salen nuevas ramas. La vida no es más que eso, hija mía, un árbol que crece derecho y aguanta vendavales…» «Y también cae cuando le derriba un rayo», dijo mi madre. Pero sus palabras no me preocuparon porque yo sabía que era fuerte. Lo sé ahora, pero también entonces lo sabía. Seguí dibujando el mapa y para distraerlas a las dos dije: «¿Os gustaría que nos fuéramos a América?» Mi madre se levantó y se acercó y miró por encima de mi cuerpo inclinado el mapa que estaba haciendo. «Me gustaría mucho», dijo. «Me gustaría ir a algún sitio muy lejos.» «Nos iríamos las tres», apunté yo. Inesperadamente la voz de la abuela me llegó áspera, cargada de amargura. «Os iréis las dos. Yo no me muevo de aquí mientras viva.» «No te preocupes. Yo tampoco me iré. Me quedaré contigo y nos iremos las dos a vivir a tu pueblo.» Levanté la cabeza sonriente y busqué la sonrisa de la abuela. Pero ella no sonreía; lloraba. Su llanto me dejó sorprendida y un poco asustada. Porque, en ese momento, me di cuenta de que en nuestra casa no se lloraba nunca.
Aquella noche, ya en la cama, mi madre se sintió obligada a darme una explicación. «Tu abuela lo pasó muy mal cuando me fui a Guinea, antes de casarme. Me fui a enseñar a los negros de esa parte de África que es España y volví enferma porque el clima es muy malo para los que no estamos acostumbrados. El abuelo lo aceptaba mejor pero ella no y lloraba muchas veces como ahora.»
Guinea era una palabra que yo asociaba a una caja de madera olorosa en la que mi madre guardaba pulseras de pelo de elefante; una familia de elefantitos de marfil y una fotografía en la que ella aparecía vestida de blanco y rodeada de niños negros bajo un tejadillo de ramas entretejidas.
Recordaba muy bien la bandera de la República. La recordaba sobre todo porque mi madre conservaba el programa de unos actos en Los Valles en los que había tomado parte mi padre. El programa era un papel grueso doblado por la mitad como las pastas de un libro. Por fuera estaba la bandera y decía algo del Partido Socialista y por dentro estaban los nombres de los que iban a hablar en el acto. Uno de ellos era mi padre, el camarada Ezequiel García. Mi madre tenía muy guardado este programa. Estaba metido dentro del forro de un libro de ciencias colocado con los otros en su estantería. Parecía un libro más, forrado con un papel pardo, papel de estraza del que se usaba para envolver, pero yo sabia que aquel libro no se tocaba. Su única misión era conservar en lugar seguro pero a la vista, para no levantar sospechas, aquel tesoro familiar que encerraba dos peligros: la bandera y el nombre de mi padre unido al símbolo tricolor. Yo recordaba esa bandera y sabía que no tenía que hablar de ella, porque había sido condenada a desaparecer en la zona del país en que nos tocaba vivir. Los militares sublevados habían recuperado la bandera anterior, «la bandera de la monarquía», me explicó la abuela, «la bandera roja y gualda». Había momentos en que la nueva bandera se veía por todas partes. Cuando caía una ciudad o se rompía un frente importante, los balcones y ventanas se cubrían con colgaduras amarillas y rojas. Era una forma de preparar las calles para la manifestación de alegría por el triunfo.
Desde el primer día observé que en la casa en que vivíamos, sólo dos pisos, el tercero izquierda y el nuestro, que era el primero derecha, no tenían colgaduras. «Si no tenéis colgaduras dice mi madre que podríais colgar un mantón de Manila, algunos lo hacen», me dijo Olvido cuando observó nuestras ventanas vacías.
Pero yo no me atreví a hablar de ello a mi madre. En cuanto al mantón de Manila, ni siquiera me molesté en hablar de él porque, aun sin saber muy bien qué clase de mantón era, estaba segura de que no lo teníamos. Pasaron meses y nadie volvió a hablar del asunto hasta que un día mi madre se encontró en la escalera con una vecina que vivía frente a Olvido, en el segundo piso. Era una mujer enjuta siempre vestida de negro «que se tragaba los santos», según la abuela, y a la que sólo conocíamos de encuentros casuales. Abordó a mi madre y le dijo: «Tiene que poner colgaduras cuando las pongamos los demás. Si no las tiene yo se las busco…» La sorpresa dejó a mi madre muda. «No es cosa mía», continuó la vecina, «pero hágame caso. Le va a traer un disgusto si no lo hace.» Al poco tiempo hubo una nueva ocasión de engalanar los balcones y al mirar hacia arriba vi que los vecinos del tercero izquierda habían decidido cumplir la consigna. La abuela trató de convencer a mi madre, pero no lo consiguió. «De ninguna manera», dijo, «de ninguna manera.» Nadie volvió a molestarnos, pero yo sentía un regusto de miedo y amenaza cada vez que la radio anunciaba una heroica victoria sobre el enemigo y en nuestra calle y en nuestra casa todas las ventanas, menos la nuestra, se cubrían de rojo y amarillo o, como decía la abuela, «rojo y gualda, ésa ha sido la bandera de toda la vida»
A cada nuevo lugar conquistado venía más gente a vivir a nuestra ciudad. Parientes o amigos dispuestos a reponerse que contaban desastres del otro lado. «Son todos unos traidores», decía mi madre, «si hubieran apoyado a la República nunca hubiéramos llegado a esta situación.» Pero ella se hundía a cada nuevo avance rebelde. Las manifestaciones de júbilo se multiplicaban. Ha caído… Ha caído… Ha caído… La calle era un jolgorio permanente. Aumentaban los gritos, las banderas, los uniformes. Los vencidos callaban. «Mis padres están tristes», me decía Amelia, y yo en el mismo tono le contestaba: «Mi madre también.» Y ante la proximidad de alguna compañera que pertenecía al otro bando, cambiábamos de conversación. Pero pronto olvidábamos la guerra. Nuestras vidas estaban llenas de pequeños acontecimientos compartidos, de aventuras que casi siempre ocurrían en el territorio de Amelia, en su prado o en el soto del río. La costumbre de ir a su casa los jueves y domingos por la tarde se extendió con el buen tiempo a muchos otros días de la semana al terminar las clases…
Un día me encontré con Olvido en la escalera y se paró a hablar conmigo. «No se te ve el pelo, ¿qué haces?» Ella había cambiado, era ya una chica mayor. Yo no sabía qué decirle y por ser amable le pregunté: «¿Qué tal el viudo?» «Ah, no sé… pero a mí qué me importa el viudo, mujer. Yo tengo otros que me interesan más.» Hablaba como sus hermanas, con un deje despectivo para impresionar. Me metí en casa preguntándome cómo había podido ser amiga de una niña tan poco simpática, tan poco lista, tan poco graciosa…
Las nevadas del invierno eran mi gran enemigo. Yo odiaba el invierno porque significaba enclaustramiento y oscuridad. Aquellos de la guerra fueron años de mucha nieve. «Con este frío, qué harán los pobres del frente…», se comentaba. Pero nadie aclaraba qué lado del frente, reservando esa definición más precisa para la intimidad de cada uno.
En el encierro obligado leía mucho. Mi madre conservaba la colección completa de los cuentos de Calleja que el abuelo le había regalado cuando era pequeña. Era una edición de portadas barrocas y minuciosas ilustraciones. También leía otros libros que mi madre me compraba. Cuentos de Antoniorrobles, de Celia, de Andersen y de Grimm.
Hacía frío y escaseaba el dinero. Las clases nos proporcionaban lo justo para cubrir las necesidades fundamentales. Luego estaba la pensión del abuelo, que no era mucho pero que la abuela aportaba integra a la economía familiar. Comíamos bien. La abuela cocinaba platos sencillos y sabrosos. Cada vez que íbamos al pueblo veníamos cargadas de patatas, alubias, harinas. Regalos de amigos que nos ayudaban a evitar algunos gastos. Los de vestir no existían. Del baúl de la abuela salían trajes antiguos y sábanas de hilo grueso que se transformaban en vestidos. Con sacos de azúcar de Cuba también se hacían trajes. Lo primero era borrar las letras, desteñirlas con lejía que blanqueaba el color sucio de los sacos.
En mis recuerdos los tres años de la guerra se confunden. Tengo muy claro el principio, el viaje larguísimo desde la casa de la abuela a Los Valles, los cambios del tren al autobús traqueteante y mi madre tapándome los ojos para que no mirara a la carretera. Años más tarde supe que había muertos en las cunetas, fusilados la noche anterior y abandonados hasta ser localizados por sus familiares.
Recuerdo la llegada a Los Valles, el encuentro con Eloísa y su llanto, y la palidez de mi madre, que se mantenía serena, sin hablar, sin contestar apenas a las palabras de la amiga. Luego la visita a nuestra casa para organizar el traslado de los muebles. Y la tarde que pasé con Marcelina, nuestra vecina que suspiraba y lloraba y me daba dulces hechos por ella, frutas, vasos de leche, mientras murmuraba sin cesar: «Maldita mina, maldita guerra, tanto hijo sin padre, tanta ruina…» Al anochecer apareció mi madre. Dio las gracias a Marcelina y yo le pregunté dónde había estado tanto tiempo. «En el cementerio», contestó, «y arreglando papeles de tu padre.» Aquella noche dormimos en casa de Eloísa. Mi madre no quería pero Eloísa se empeñó. Me acostaron temprano y ellas se quedaron tomando café. Me llegaba el tintineo de las cucharillas en las tazas y sus voces que reconocía, pero no entendía lo que decían. Hablaban en un tono bajo y monótono que acabó por dormirme. Al día siguiente regresamos al pueblo de la abuela. El taxi, el coche de línea, el tren. Un viaje largo, y por todas partes gente que se movía de un lado a otro entre la confusión y el silencio, el aturdimiento y el miedo.
Recuerdo muy bien el principio de la guerra y también el día que terminó, pero los sucesos intermedios se distorsionan, se difuminan. No recuerdo en qué momento cesaron de volar por nuestro cielo los aviones republicanos. Dudo si fue al principio o al final de la guerra cuando en los cines, al terminar la película, se saludaba con el saludo fascista mientras sonaba el himno nacional. Sí recuerdo que procurábamos escabullirnos para no tener que estar allí, con la mano extendida tímidamente, oscilando entre el temor y la vergüenza. Olvido y yo, Amelia y yo, la abuela y yo. O quizás eso empezó justo al terminar la guerra, cuando los años de triunfo exacerbaron las imposiciones de los vencedores. La guerra fue un paréntesis largo entre un antes que yo no recordaba y un después ceniciento y tristísimo.
Sin embargo conservo nítidos los recuerdos personales, los que tienen que ver con mis afectos y alegrías, los que me traen a la memoria disgustos o miedos concretos.
Aquella tarde de marzo llovió mucho. La chimenea estaba encendida y sobre la mesa había un ramo de lilas. «Las lilas huelen a primavera», dijo Amelia. «Y las violetas», dijo su madre. Y añadió: «Luego voy a darte un ramillete de violetas para tu madre, Juana. Las he cogido esta mañana, antes de que empezara a llover.» En esto se abrió la puerta del vestíbulo y entró el padre de Amelia charlando con un hombre que, aparentemente, acababa de llegar. La madre se dirigió hacia ellos.
El hombre se volvió y un sobresalto me estremeció.
El amigo del padre de Amelia era alto, esbelto, tenía el pelo negro, un bigote también negro y vestía un traje oscuro. Le faltaba el coche rojo y la niña y el sombrero, pero era el viudo de Olvido, estaba segura. Le faltaban también las gafas negras que siempre llevaba en el descapotable, por eso pude comprobar que sus ojos eran oscuros, brillantes como la sonrisa que nos dedicó. «Es un amigo nuestro», dijo el padre de Amelia. «Ésta es Juana, la amiga de Amelia», continuó a modo de presentación. El viudo nos hizo una pequeña reverencia y por primera vez le oí hablar. Tenía un acento suave, acariciante y empleaba fórmulas que no eran habituales entre la gente que yo conocía. Recordé la observación de Olvido: «Parece de América.» «Son ustedes muy lindas las dos», nos dijo. Y añadió: «Debía haber traído a mi muchachita para que jugara con ustedes.» Luego siguió hablando con el padre de Amelia y con la madre que había saludado al visitante con cordialidad. Amelia me miraba un poco intrigada por el asombro que debía de reflejar mi cara. «Vamos a merendar», me dijo. «¿Qué te pasa?» Con la merienda en un plato subimos a la buhardilla y allí le dije todo lo que sabía de aquel hombre. El atractivo que ejercía sobre las hermanas de Olvido y sus amigas y cómo al verle siempre solo con su niña y su automóvil habían supuesto que era viudo. Amelia me contó algunas cosas de él. Era viudo, sí. Y mexicano. Se había casado con la hija de unos indianos que habían regresado a España para instalarse en el pueblo donde habían nacido. Al morir su mujer, el mexicano, desesperado, decidió hacer un largo viaje a Europa y terminó en España para que la niña conociese a sus abuelos. «Les pilló aquí la guerra y decidieron esperar, porque dice él que se encuentra muy bien aquí y que a lo mejor los abuelos necesitan su ayuda, y al mismo tiempo le aterra tanto la idea de volver a su casa que prefiere esperar a ver qué pasa. No sé cuándo volverán a México. Lo que sé es que tiene allí mucho dinero…»
Amelia no parecía dar mucha importancia al personaje ni a su historia. «Es amigo de unos parientes de mi padre. Por eso le conocemos», terminó. Luego hablamos de otras cosas pero yo seguía pensando en el hombre que estaba abajo en el salón, y en la sorpresa que se iba a llevar Olvido cuando me la encontrara y le contase que había conocido al viudo y que sabía su historia y que me había hecho amiga de él en casa de Amelia y que un día iba a llevar a su niña para que jugara con nosotras y que…
«Es casi de noche», dijo Amelia. El tiempo había pasado sin sentir. Me lancé escaleras abajo pensando en el camino de vuelta y en mi madre, que me esperaría preocupada. Al despedirme, la madre de Amelia me dio las violetas y me dijo: «Dile a tu madre que venga contigo el domingo próximo o cualquier otro. Tenemos muchas ganas de conocerla.» El viudo nos dijo adiós con la mano. En la otra sostenía una copa de vino y sonreía. En la carretera, fuera de la verja, estaba estacionado el coche rojo. Tenía la capota puesta porque los días eran frescos todavía. Al llegar a casa le di las violetas a mi madre y le transmití la invitación que me habían hecho. Reaccionó como solía, con indiferencia y frialdad. «No me apetece ir a ninguna parte», dijo. Pero luego se ablandó: «Me alegro mucho de que tengas tan buenos amigos.» Y sonrió.
La enfermedad de la abuela se presentó de golpe, a primeros de un octubre seco y claro. Al amanecer oímos un golpe fuerte en su cuarto. Saltamos de la cama y salimos corriendo para encontrarla en el suelo inconsciente y blanquísima. Mi madre empezó a darle golpes en la cara y a tratar de incorporarla. Yo me había quedado en la puerta sin atreverme a entrar. Se me ocurrió decir: «Aviso a Olvido.» Y mi madre asintió. «Llama a su madre y dile que baje.» Cuando llegó el médico de la familia de Olvido, la abuela ya estaba sentada en su cama, incorporada con ayuda de unos almohadones porque decía que no podía respirar. El médico tranquilizó a mi madre y recetó un montón de cosas. La presencia del médico animó a la abuela. «Ya sé que son los años», dijo tristemente. Pero no eran sólo los años. En sucesivas pruebas resultó que la abuela tenía una lesión de corazón y había que cuidarla seriamente.
La enfermedad de la abuela cambió nuestra forma de vida y transformó la actitud de mi madre hacia mí. Muchos días no me miraba los deberes ni me preguntaba qué tal en la escuela ni se interesaba como antes por Amelia y su familia.
El otoño de pronto se volvió gris y empezó a llover. Recuerdo aquellos días mirando caer la lluvia tras los cristales de la cocina. La lluvia me entristecía. A ratos me acercaba al cuarto de la abuela. Entraba sigilosamente y la miraba. Unas veces estaba con los ojos abiertos y me sonreía y me hablaba. Otras parecía dormida y una angustia dolorosa me desgarraba. «Se va a morir», pensaba, y me acercaba a ella un poco más hasta comprobar que respiraba.
Estaban muy cerca las Navidades, que iban a ser tristes para nosotras con la abuela enferma y la incertidumbre diaria de su temido empeoramiento. «No sé si este año tendremos Nochebuena», le dije a Amelia el día que nos dieron las vacaciones. Me pareció que ella se entristecía pero no pude evitar continuar. «De todos modos las Navidades siempre son tristes.» La víspera de Nochebuena, Amelia vino a verme y me trajo un paquete de parte de su madre. Era un jersey que había tejido para mi, parecido a uno que llevaba Amelia que me gustaba mucho. «En casa nos ponemos los regalos en Navidad, como en Francia», me dijo. «Como mi padre ha vivido tanto tiempo en Francia… Tenemos un árbol iluminado. Tienes que venir a verlo.» Olvido bajó a visitarnos el día de Nochebuena y le conté lo del árbol. «En España no es costumbre», me dijo. «Además mi padre ha leído en el periódico que lo nuestro es el Nacimiento y que lo del árbol es de malos españoles…»
Sentí miedo y me arrepentí de habérselo dicho. Había temas peligrosos que no debían tratarse y que, decía mi madre, podían acabar en un disgusto. No obstante traté de tranquilizarme y olvidé pronto el incidente.
Mi madre hizo la misma cena de Nochebuena que tomábamos siempre. Asó el pollo, cocinó la sopa de almendras y cenamos las dos en la cocina después de obligar a la abuela a comer un poco de todo. Fue una noche triste y no teníamos ganas de probar el turrón. Nos fuimos a la cama enseguida, sin atrevernos siquiera a hablar de la salud de la abuela.
Aunque ya no creía en los Reyes ni en su largo viaje desde Oriente, esa noche, como la Nochebuena, parecía imposible de clausurar. Mi madre dijo: «No olvides colocar los zapatos a la puerta de tu habitación.» Así lo hice porque me gustaban los ritos. Me daban seguridad y confianza en que todo iba bien a mi alrededor. Aquella noche tardé en dormirme. Y recordé otra noche de Reyes, la del último año en Los Valles. Tampoco entonces podía dormir y oí unos golpes fuertes que resonaron en toda la casa. Mi padre bajó las escaleras y gritó: «Juana, Juana.» Mi madre me bajó envuelta en un chal y allí, en el rellano, había una muñeca, la más grande que yo había visto en mi vida. La cara era de china y llevaba un traje de seda blanco con un lazo azul. Mi padre sonreía. Es el último recuerdo claro que conservo de él. La muñeca se cayó un día, tiempo después, y la cara se rompió en mil pedazos. «Ahora soy mayor», pensé desde la gravedad de mis ocho años. Dormí de un tirón y cuando desperté oí golpes en la puerta y mi madre dio un salto, se echó encima el abrigo y dijo: «No te muevas», mientras entornaba la puerta. Hablaba con alguien y enseguida oí sus pasos que se acercaban. Se abrió la puerta de nuestro cuarto y en el vano apareció una rueda y un manillar y luego otra rueda y después mi madre, que empujaba suavemente desde el sillín una bicicleta. Me quedé paralizada por la sorpresa y la emoción que acompañan a los deseos cumplidos. No me decidí a levantarme, a acercarme a la bici, a tocarla. Sin saber muy bien por qué, se me ocurrió decir: «Fue como aquella vez con la muñeca. Los golpes en la puerta y luego…»
Vi a mi madre cambiar de expresión. Pero sólo fue un instante: «Esta vez el Rey Mago soy yo», dijo, y volvió a sonreír. Yo acaricié el manillar cromado, luego me refugié en los brazos de mi madre y me eché a llorar silenciosamente.
A medida que pasaba el tiempo, notaba que la actitud de Olvido y su familia respecto a la guerra parecía ir cambiando. Sorprendí en varias ocasiones frases amargas referidas a los republicanos. «Debían dejarlo de una vez… No se dan cuenta de que no hay nada que hacer… Se ahorrarían muchas vidas si se rindieran…» El día que la radio anunció la toma de Barcelona oímos gritos arriba que eran de alegría por la nueva victoria. Me sorprendió el cambio de esta familia, porque antes muchas veces me había contado Olvido historias terribles de gente conocida. «Por no ir a misa le fusilaron… Por votar a las izquierdas le metieron en la cárcel… Dice mi padre que no hay derecho.» Cuando le hablé de estas cosas, mi madre comentó: «La sumisión es consecuencia de la ignorancia.»
La bicicleta había cambiado mi vida. La nieve, la lluvia y el hielo fueron los únicos obstáculos que mi madre me puso para usarla cuando quisiera. Iba y venía por las calles cercanas; daba vueltas a la plaza; enfilaba hasta la carretera del monte. Las visitas a Amelia se convirtieron en una breve carrera que podía emprender en cualquier momento, con el pretexto más insignificante. Cuando Olvido vio la bici me dijo: «No es nueva, te lo digo yo. Te la han pintado y ha quedado muy bien, pero nueva no es. Ahora es muy difícil conseguir bicis nuevas…»
A mí me daba igual que no fuera nueva, porque era una bici fuerte y grande que me serviría hasta que fuera mayor. Cuando los días fueron más largos, los paseos a la salida de la escuela se prolongaron. Al principio Amelia me acompañaba siempre con su bici, pero luego iba yo sola hasta el seminario y volvía y subía por las calles estrechas que tan bien conocía. Desde la altura de mi bici alcancé una nueva forma de ver. Las imágenes pasaban a mi lado a un ritmo más rápido: tiendas, portales, jardines, gente que yo evitaba o que me evitaban. Por la carretera iba más deprisa y el viento me daba en la cara. «Esta niña está cogiendo color de tanto ir en bici», dijo la abuela. Mi madre me miró como si no se hubiese dado cuenta, porque efectivamente me miraba sin verme en los últimos tiempos.
«Después será peor», dijo un día el padre de Amelia. «Cuando esto acabe será mucho peor. Porque ahora les queda una última duda, una última precaución: nada está ganado mientras no está todo ganado. Pero vencerán y entonces sacarán las uñas y las irán clavando con delectación en los derrotados. Será poco a poco y le darán forma legal. Después de la guerra vendrá la persecución a los vencidos…»
Las palabras del padre de Amelia me recordaron las persecuciones de los cristianos de las que hablaba un libro que nos estaban leyendo en la escuela. Nos lo leían durante las clases de la tarde, mientras aprendíamos a coser en un trapo arrugado.
Por otra parte, empezaba a entender el significado de la palabra vencidos. Nosotros éramos los vencidos, los perdedores, los que sufrían persecuciones. El padre de Amelia también era un vencido pero él tenía amigos, parientes, dinero, un puesto claro e inofensivo entre los tarros de su farmacia. Mi madre y yo y muchos otros éramos los verdaderos perdedores aunque nunca habíamos tenido mucho que perder. Dejaba fuera a la abuela porque la veía desfallecida y lejana de toda amenaza que no fuera su propia enfermedad.
Desde que la abuela estaba enferma yo iba menos a casa de mi amiga. Mi madre no decía nada pero yo sabia que prefería tenerme cerca, así que los domingos subía un rato a casa de Olvido a ver si tenía algo divertido que contarme. Eso sucedía a primeras horas de la tarde, porque luego ella salía con sus amigas a dar una vuelta o al cine de las siete. Un día me contó que su hermana mayor tenía un ahijado de guerra. Pero era un ahijado especial, ya eran medio novios y hablaban de casarse cuando acabara la guerra, porque él iba a trabajar con su padre en el almacén de trigo que éste tenía. «Yo también voy a ser madrina de guerra», me dijo Olvido para darse importancia. «¿Pero de quién?», le pregunté yo. Y ella muy ufana me contestó: «Del dependiente que teníamos en la tienda, que es tan soldado como otro cualquiera…»
La abuela se alejaba de nosotras. Mi madre dijo un día: «Ya no podemos contar con ella.» Y era verdad. La enfermedad nos había arrebatado a la abuela, que ya no era más que una sombra inquietante. Nuestra vida cotidiana había cambiado su orden al faltar la responsable de las pequeñas rutinas. Nos acostumbramos a estar solas, a ayudarnos la una a la otra, a repartirnos las tareas entre las cuales la más importante era el cuidado de la abuela.
Lo que sucedía a nuestro alrededor nos llegaba amortiguado.
Apenas teníamos tiempo para otra cosa que no fuera el trabajo. Así que cuando un día entró la madre de Olvido y dijo: «Ha caído Madrid, esto se ha acabado», la miramos con extrañeza. Era el 28 de marzo de 1939. Cinco días después murió la abuela. La madre de Olvido me hizo subir a su casa y ella se quedó acompañando a mi madre. Yo pensaba en la abuela y quería recordarla como era antes de su enfermedad, tan cariñosa, fuerte y enérgica. Quería recordar los platos que cocinaba y los cuentos que me contaba. Y los refranes que utilizaba y que me explicaba con todo detalle. Pero sólo me vino a la memoria una frase que repetía con frecuencia y que nunca me quiso explicar: «Tanto penar para morirse luego…» «Es un verso», decía, «y no tiene explicación.»
El verano se acercaba y la ciudad se recuperaba de la excitación de la victoria. «Cautivo y desarmado el ejército rojo…» La derrota del ejército había traído consigo la derrota de miles de civiles entristecidos y silenciosos. La derrota había instaurado un nuevo temor para los que hasta el último momento esperaron el milagro.
Mi madre cambió sus lutos anteriores que ya había empezado a aliviar con detalles blancos, por un negro absoluto en memoria de la abuela. Yo la veía más delgada dentro del vestido de percal, como una sombra oscura, pálida y ausente.
El verano se acercaba y mi madre no hablaba de lo que íbamos a hacer. Yo no me atrevía a preguntarle si volveríamos al pueblo de la abuela o si ése era un lugar abandonado para siempre. En cualquier caso veía rara a mi madre. Salía a veces sola y cuando volvía yo le preguntaba: «¿Qué has hecho?», y me contestaba con evasivas: «Papeleos, documentos, cosas que arreglar…»
Amelia y yo habíamos reanudado los paseos en bici por las carreteras cercanas. Un día Amelia me dijo que sus padres querían invitarnos a pasar el siguiente domingo con ellos.
Al entrar en casa encontré a mi madre sentada en una silla del salón. Sobre la mesa había papeles, planos. Levantó los ojos y me dijo: «Vamos a ir al pueblo de la abuela la semana que viene. Quiero tratar de vender la casa…» «¿Y luego?», pregunté alterada. «Luego iremos a otro sitio, lejos de aquí.» «Pero ¿a qué sitio?», casi grité. Me miró y sonrió pero yo estaba segura de que hacía un gran esfuerzo para mantener la sonrisa. «No lo sé», dijo. Y me atrajo hacia sus brazos abiertos. Aplastada contra su blusa le pregunté en un susurro: «¿Iremos el domingo a casa de Amelia? Sus padres nos han vuelto a invitar.» La respuesta llegó como una liberación: «Claro que iremos…»
Iba más arreglada que otras veces. Llevaba el pelo muy bien peinado y se había puesto unos pendientes de la abuela, unas bolitas de oro labrado sujetas a un colgante. Vestía un traje de seda negro que nunca le había visto. Se me quedó mirando y esbozó una sonrisa: «Es el traje de mi boda. Mira, todavía me vale…» Estaba guapa mi madre, y yo sabía que lo había hecho para complacerme. Nos fuimos las dos, cogidas de la mano, carretera adelante y yo le iba explicando por el camino lo simpáticos que eran los padres de mi amiga y lo bonita que era la casa y lo bien que lo íbamos a pasar. «Ya lo sé, me lo has dicho mil veces», dijo mi madre. Pero lo dijo alegre, sin ningún tipo de reproche. Y cuando alcanzamos la entrada, se detuvo un momento en la cancela y me apretó la mano con fuerza. La madre de Amelia salió a nuestro encuentro y mi madre y ella se dieron la mano un poco forzadas, como si no supieran bien qué hacer. Enseguida salió Amelia y detrás de ella asomó la cabeza de una niña morena, con un enorme lazo blanco. Se agarraba a la falda de Amelia y se escondía a su espalda. Amelia la obligó a salir cariñosamente y nos dijo: «Es Merceditas, la hija de un amigo nuestro.»
Entramos en el salón y nos llegó el rumor de una conversación que se interrumpió bruscamente. Los dos hombres se levantaron de sus butacas. «Octavio Guzmán», dijo el padre de Amelia, señalando al viudo con su mano extendida. Y luego cogió una mano de mi madre y la estrechó efusivamente entre las suyas al tiempo que decía: «Bienvenida, Gabriela.» El viudo inclinó la cabeza con un reverencioso saludo. La luz del jardín entraba por la ventana del fondo y dibujó el perfil de los dos, mi madre y el viudo que permanecían de pie uno frente a otro. Los dos enlutados y rodeados de un halo luminoso que destacaba aún más la negra envoltura de sus trajes.
Josefina Aldecoa.
Los vencidos, Mujeres de Negro
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