La burguesía tenía miedo a la revolución. Lo tuvo antes del 14 de abril, y lo tuvo después. El pánico de la pequeña burguesía tomó una forma parlamentaria. Todo debía resolverse en el Parlamento. Los problemas eran arrancados de cuajo de la calle y del campo para ser llevados a las Cortes. Y allí eran asfixiados. Las Cortes Constituyentes se oponían a la revolución, eran antirrevolucionarias.
Las Cortes llevaron a cabo una obra legislativa de gran amplitud. Su actuación fue extensa más que intensa. Las leyes aprobadas -y en su número más que en su calidad encontraban Azaña y los suyos la justificación de las Constituyentes- eran sucesivas puñaladas que se asestaban al cuerpo vivo de la revolución. Fue una suerte que aquel Parlamento se acabara antes de lo que sus diputados hubiesen deseado. De continuar algún tiempo más, tal vez ya hubiera sido imposible reaccionar contra los desastres que ocasionó a la revolución.
Las Constituyentes dieron a la República un basamento: la Constitución.
La Constitución de la República Española es, sin duda alguna, la más «químicamente pura» de cuantas existen en el mundo. Los sabios de la jurisprudencia, partiendo de la entonces agónica Constitución de Weimar como guía, forjaron, literalmente hablando, un verdadero monumento. La Constitución es perfecta desde el punto de vista abstracto.
Pero dotada España de Constitución, hay que preguntarse: ¿La Constitución española es todavía una crisálida que necesita nuevas metamorfosis, o es más bien algo artificial que no ha tenido vida nunca? ¿Existe, realmente, una Constitución en España? ¿Es España una República constitucional, democrática?
Los propios fabricantes de la Constitución del año 1931, los Azaña, Jiménez de Asúa, Sánchez Román, Sánchez-Albornoz, Ossorio y Gallardo, etc. ¿podrían por ventura demostrar que vivimos bajo el signo de la Constitución? Y esto no solamente durante el período de Lerroux-Gil Robles, sino antes incluso. Únicamente hubo un momento de constitucionalidad verdadera que pasó como un relámpago, y se dio, precisamente, para ayudar al triunfo de la contrarrevolución. Fue cuando, bajo la presión de las derechas, el gobierno de Azaña suprimió la Ley de Defensa de la República, situación que duró justamente el tiempo necesario para que la reacción hiciera avances decisivos hasta ganar las elecciones de noviembre de 1933. Una vez logrado el triunfo electoral, la Constitución dejó de existir nuevamente.
Una Constitución democrática ha de tener como objetivo asegurar las libertades individuales y colectivas que se reconocen en sus artículos. La Constitución deja de existir en el instante en que esa función esencial de la Constitución no se cumple. En España, durante Azaña, y menos después todavía, no ha habido un régimen democrático.
La mejor Constitución democrático-burguesa es precisamente aquella que no existe. Es decir, la de Inglaterra. Las leyes fundamentales, base del derecho constitucional inglés, datan algunas de ellas hasta de hace nueve siglos. Un pueblo empírico como el británico sabe perfectamente que la Constitución jurídica importa menos que la Constitución real, efectiva, determinada por la relación de fuerzas. El Habeas Corpus, que es alma de la Constitución inglesa, fue votado en 1679. Era el eco histórico, la concreción jurídica de la gran rebelión.
Lassalle hizo aquella distinción clásica entre Constitución real y Constitución escrita. «Es necesario, ante todo, no una Constitución escrita, sino una Constitución real, esto es, una modificación de las relaciones reales existentes... Hacer una Constitución escrita es la cosa más fácil del mundo; puede hacerse en tres días. Es lo último que hay que hacer. Si se produce prematuramente, antes de que la revolución haya cambiado los fundamentos del viejo orden, es falsa.»
Antes de Lassalle, nuestro Flórez Estrada había expuesto la misma idea: «Para constituir de un modo sólido y ordenado las sociedades humanas, antes de establecer las reformas políticas es indispensable fijar las bases sociales».
Nuestra Constitución «liberalísima» puede servir perfectamente a Gil Robles y a sus jesuitas, como ya se ha demostrado, para ir escalando el Poder, y con la Constitución en la mano, destruir la Constitución o mejor dicho: adaptar la Constitución escrita a la Constitución real.
España, prácticamente, es un país que vive fuera de la democracia. La democracia aquí no ha existido nunca. La República en este sentido no ha superado a la Monarquía.
Después de promulgarse la Constitución -Constitución de tipo pequeño burgués en un país en donde el peso específico de la pequeña burguesía es relativamente escaso- inmediatamente se le añade un apéndice: la Ley de Defensa de la República que, en realidad, anula la Constitución en todo aquello que significa una garantía de las libertades. Se vive a merced del capricho del gobernador, del jefe de policía, del sargento de la guardia civil. Después, esta Ley de Defensa de la República se convierte en Ley orgánica, en Ley de Orden Público, verdadera antítesis de la revolución.
Una Constitución democrática si se cumple constituye en gran parte una tregua entre las fuerzas sociales que aspiran a la dirección del Estado. Pero en período revolucionario no hay tregua posible. La revolución es la efervescencia, la ebullición de las fuerzas sociales. La Constitución formulada en plena marcha revolucionaria envejece inmediatamente. En la Revolución francesa se promulgaron las constituciones de 1791, la jacobina de 1793, la thermidorinana de 1795 y la que, finalmente, dictó Bonaparte. La primera Constitución, aun cuando no fue tan prematura como la nuestra, al cabo de poco tiempo era ya vieja. Sólo una Constitución móvil como la inglesa puede tener una larga duración. Pero una Constitución «perfecta», impuesta en los primeros tiempos de la revolución no es, en último término, más que un engaño que se hace a las masas revolucionarias. A la vuelta de la esquina, un poco más allá de la Constitución está la anti-Constitución.
Lassalle hacía remarcar, además, que, cuando la Constitución real y la escrita no concuerdan, cuando son diferentes, surge un conflicto irremediable; hay un malestar permanente; chocan las formas sociales y las fórmulas jurídicas. Es un período de falso constitucionalismo, peor aún que el mismo absolutismo. Ese es el caso presente de España. La Constitución ha sido negada por las leyes posteriores. La Constitución es abstracta. Lo concreto y lo temible, por lo tanto, es su negación: la Ley de Orden Público aprobada, claro está, por el mismo Parlamento que elaboró y votó la Constitución, y que justifica la dictadura permanente. Las libertades democráticas pueden dejar de existir constitucionalmente.
En este doble juego, en esta simulación jurídica -Constitución (anverso) y Ley de Orden Público (reverso)- se ve claramente la doblez, la hipocresía de una burguesía en crisis. Siente que el oleaje popular pide libertad y le da una Constitución. Mas, solapadamente, de una manera sigilosa, por detrás, sustrae lo que había prometido.
Los republicanos de 1931-1933 no han podido comprender todavía cómo el partido jesuítico de Gil Robles ha podido aceptar la Constitución que ellos prepararon. Y, sin embargo, la explicación es bien sencilla. El jesuitismo intrínseco de la Constitución hacía inevitable que Gil Robles la aceptara. Gil Robles se ha sentido atraído más que por la tesis, por la Constitución propiamente dicha, por la antítesis, esto es, la Ley orgánica de Orden Público.
Uno de los fundamentos del régimen democrático burgués, en un país como España en donde existe una gran tradición municipal, lo constituyen los Ayuntamientos. Los Ayuntamientos tienen una base real: no son simples creaciones burocráticas. Han sobrevivido a todas las catástrofes políticas. La rebelión de los Ayuntamientos contribuyó al derrumbamiento de la Monarquía. Pues bien, ¿qué queda, al cabo de cuatro años de República, de los Municipios, elegidos democráticamente? Los más importantes, y al frente de ellos los de Madrid y Barcelona, habían sido destituídos y reemplazados por delegados directos del Gobierno cuando éste, constitucionalmente, lo había creído conveniente.
Todavía la República no se ha atrevido a dar organización democrática a las Diputaciones provinciales. Siguen regidas de una manera arbitraria, a voluntad del último rondín de mando.
Y es que a la burguesía, en período republicano, como durante la Monarquía, le horroriza la democracia. Huye de ella como de la quema. La libertad, la democracia, supone la intervención creciente de las masas populares. Es decir, supone la revolución que es, precisamente, lo que la burguesía quiere evitar.
Miguel Maura, en un discurso pronunciado en el Parlamento, después de las jornadas de octubre, dirigiéndose a Gil Robles le decía:
«¿Sabe su señoría cuál es la contextura del cuerpo social español en estos instantes, como hace un año, como hace año y medio? Se ha hecho recientemente por la Dirección General de Seguridad una estadística curiosísima de las filiaciones y fuerzas respectivas de las organizaciones obreras y de los partidos de derecha. Esta estadística está hecha en los primeros meses de 1934 y arroja las siguientes cifras: socialistas, 1.444.474 afiliados cotizantes; sindicalistas o anarcosindicalistas, 1.577.547; comunistas, 133.266. Fuerzas de derecha cotizantes o no, porque en las derechas no todos cotizan, 549.946. (Rumores)».
Los rumores con que fueron acogidas estas revelaciones estadísticas hechas por un ex ministro de la Gobernación, constituían todo un poema. En ellos estaba sintetizado el terror pánico de la burguesía española ante una relación de fuerzas tan expresiva. ¡3.155.287 obreros organizados, a un lado; y 549.946 burgueses al otro lado!
Maura prosiguió luego aproximadamente así: «Si esas fuerzas, hoy fraccionadas, se unen, ¿qué será de nosotros, señor Gil Robles?» Cada uno de los que escuchaban, sin exceptuar a los republicanos de izquierda, debió sentir interiormente una sacudida escalofriante.
Esta es la realidad. La democracia supone el contraste de esas dos fuerzas, torrencial, potencial y arrolladora la una si puede desenvolverse, y reducida, pero efectiva y en tensión la otra.
La burguesía llega empujada por la propia clase trabajadora al borde de la democracia. Mas al avizorar las perspectivas, da media vuelta y huye aterrada. Azaña y su séquito eran la burguesía llegando hasta el umbral de la democracia. Gil Robles y su banda de jenízaros es la burguesía retrocediendo despavorida. La Constitución fue la primera parte de esa escena: la acción, el avance. La Ley de Orden Público con la dictadura permanente que consiente, la segunda parte: la reacción, el retroceso.
La Ley de orden Público permite la declaración del «estado de alarma». La burguesía está en estado de alarma constante. Sabe que vive sobre un volcán. Por eso ese estado de alarma constitucional es perpetuo.
Es evidente que la burguesía española no puede sustraerse, aunque quisiera, al fenómeno general de transformación que se opera en el mundo capitalista. La burguesía ha pasado por dos fases, jacobina y democrática, y ahora inicia la tercera, la fascista.
El jacobinismo revolucionario de la burguesía duró en Europa hasta la revolución francesa de 1848. Esta revolución constituyó el límite que separa dos vertientes históricas. Hasta allí llega la burguesía. Y desde allí parte el proletariado. La burguesía ha sido revolucionaria, jacobina, mientras se ha tratado de destruir los privilegios del feudalismo en beneficio suyo. Aceptó para ello de buen grado la colaboración que la prestaba la clase trabajadora, incipiente entonces. Pero cuando ésta, con un cierto desarrollo ya, ha querido desempeñar su propio papel, hacer oír su voz, la burguesía ha hecho marcha atrás, liquidando toda veleidad revolucionaria. Si ha tenido que ir por fuerza a una revolución ha procurado asaltar las primeras posiciones para disparar con furia contra las avanzadas revolucionarias. Es lo que hicieron en Francia Cavaignac, en 1848, y Thiers, en 1871.
En la segunda mitad del siglo XIX se inicia la etapa democrática de la burguesía que se extiende hasta que estalla la guerra y triunfa la Revolución rusa. Durante medio siglo, aproximadamente, existe en Europa, en unos países más pronunciadamente que en otros, una tregua tácita entre la burguesía y el proletariado. El proletariado, como se demostró en 1848 y en la Commune, no se encuentra aún suficientemente fuerte para desplazar a la burguesía. Además, ésta desempeña todavía una misión históricamente progresiva. Le sigue perteneciendo la dirección del mundo.
El proletariado exige reformas políticas y económicas. El verdadero defensor de la democracia, de la libertad es él, el movimiento obrero. La burguesía hace concesiones políticas. Mientras pueda mantener su indiscutible hegemonía, su autoridad absoluta en la fábrica, en el taller, en la oficina, el patrono no pone dificultades insuperables a conceder, políticamente, a los obreros el derecho de representación. La burguesía, disponiendo de la fuerza económica, encuentra fácilmente la manera de que la democracia no se vuelva contra ella. Monopoliza, de hecho, la dirección de la democracia. En las elecciones es ella quien triunfa. Tiene a su disposición la gran prensa, los resortes del Poder, su avasalladora influencia económica.
La guerra mundial señala el límite máximo de la madurez del capitalismo. La Revolución rusa es la confirmación práctica de que el proletariado se dispone a sustituir a la burguesía. El proletariado inicia una nueva era: la de la lucha por la conquista del Poder político y económico.
La democracia no solamente ya no sirve al capitalismo de dique, de frontera para impedir la invasión obrera, sino que precisamente la democracia favorece, ayuda a ese desbordamiento. La democracia es una brecha por la que pasa su enemigo. ¡Contra la democracia, pues! Y la burguesía liquida rápidamente todo su pasado democrático, todas sus viejas fórmulas liberales, y vuelve a la dictadura de sus comienzos con la diferencia, sin embargo, que la dictadura jacobina era revolucionaria, progresiva, y la nueva dictadura es reaccionaria, retrógrada. Pretende impedir la marcha ascendente de la historia.
La Revolución rusa indicó el comienzo de la revolución proletaria mundial. La reacción contra esa corriente obrera la inauguró el triunfo del fascismo en Italia.
La dictadura de Primo de Rivera fue la adaptación, en España, de esa contramarcha llevada a cabo por el capitalismo. La burguesía española, y menos que ella aún los restos del feudalismo, no podían sostenerse en un régimen de democracia.
Durante la Monarquía fue así. En la fase republicana no puede ser de otro modo. Democracia y burguesía son hoy términos antagónicos. La burguesía necesita la dictadura y da voces desesperadas al fascismo para que acuda a salvarla.
Joaquín Maurín.
Revolución y contrarrevolución en España
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