Al
amanecer del domingo 3 de septiembre de 1939, cerca de 2078 inmigrantes
españoles que habían viajada con un único pasaporte colectivo y para los que no
todo estaba perdido desembarcaron en el puerto de Valparaíso,
Chile. Habían permanecido durante toda la noche anterior en la
cubierta del viejo vapor francés bautizado como Winnipeg, contemplado la
tierra prometida por Neruda. Ante ellos se abría la esperanza de una nueva
vida.
"Que la crítica borre toda mi
poesía, si le parece.
Pero
este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie"
Me gustó desde un comienzo la
palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. La palabra Winnipeg
es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de
Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a
lo largo del tiempo...
Ante mi vista, bajo mi
dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de
campos de concentración, de inhóspitas regiones del desierto. Venían de la
angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a
las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles
que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años.
Yo no pensé, cuando viajé de
Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en
mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad
creadora. Necesitábamos especialistas.
Recoger a estos seres
desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta
aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco
Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y
desesperación.
Mis
colaboradores eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y
última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último
Sí o el último No. Pero yo soy más Sí que No, de modo que dije siempre Sí.
Estábamos
ya a bordo casi todos mis buenos sobrinos, peregrinos hacia tierras
desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis
emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y
combatido, me instaba en un telegrama a cancelar el viaje de los emigrados.
Hablé
con el Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a
larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través
de océanos y cordilleras y el Ministro se solidarizó conmigo Después de una
crisis de gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban
y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso.
Pablo
Neruda, Para
nacer he nacido
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