Lo Último

757. El movimiento revolucionario de 1934



 

La principal confesión estaba implícita en mis primeras palabras, aquellas por las cuales os dije que yo podía ofreceros frutos de experiencia y no síntesis de teorías. He frecuentado poco los libros y deambulado quizá en demasía por la calle. De ello se deduce que me adscribí al so­cialismo por sentimiento, no por convic­ción teórica. Y si esto podía ser de abso­luta legitimidad, porque mis dieciséis años y mi miseria no me habían consentido es­tudiar, acaso no la tenga para vosotros la siguiente afirmación:  sigo siendo socialista por sentimiento, no comparto, en su integridad, todas las teorías socialis­tas y menos aún todos los fundamentos, supuesta o realmente científicos, de ellas. Por consiguiente, brindo a los críticos la ocasión de hundir su escalpelo en cuanto yo pase a decir ahora, por lo que contra­diga las teorías clásicas del colectivismo. No me he arrepentido nunca de mili­tar donde milito. El arrepentimiento, de existir, me habría empujado a marchar­me hacia otras filas que pudieran estar más en consonancia con mis ideas perso­nales. Nunca encontré, ni las busqué, esas agrupaciones. Donde mis ideas han esta­do siempre acopladas, y siguen estándolo, es en el Partido Socialista, acaso no por resplandores de mi inteligencia, sino por afectos de mi corazón, que me dice, que me ha dicho, y creo que me seguirá diciendo hasta la hora de morir,  que  la verdadera justicia está con nosotros, en la igualdad de los hombres, en el socialismo. (Aplausos.) Además, en parte alguna des­cubrí tanta abnegación y tanto sacrificio como entre las huestes socialistas.

Mi segunda confesión viene a un pla­no de relativa actualidad y será más su­gestiva para vosotros y más dolorosa para mí. Aquí he de empalmar mis palabras de hoy con otras que pronuncié en el dis­curso de 21 de abril de 1940, al inaugu­rarse el Círculo Pablo Iglesias, palabras que abarcan, en cierto modo, todo este período trágico de la vida española. Me refiero al movimiento revolucionario de 1934. Me declaro culpable ante mi con­ciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación de aquel movimiento revolucionario. Lo de­claro, como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y des­arrollo. Por mandato de la minoría par­lamentaria socialista hube yo de anunciar­lo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento. Por indicaciones, a las que lue­go aludiré, hube de trazar en el Teatro Pardiñas, el 3 de febrero de 1934, en una conferencia que organizó la Juventud Socialista, lo que creí que debía ser el programa del movimiento. Y yo —al­gunos que me están escuchando desde muy cerca, saben a qué me refiero— acep­té misiones que rehuyeron otros porque tras ellas asomaba, no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más doloroso de perder la honra. Sin embargo, las asumí.

Aquel movimiento pudo haber sido in­necesario. Fue inútil en cuanto a resul­tados prácticos y glorioso por el espíritu de sacrificio de nuestras masas, que se manifestó de manera tan heroica y cruen­ta en las montañas de Asturias. 

Os dije el 21 de abril de 1940 —ahora quienes  me escucháis sois  muchos  más que entonces—, esto que traigo copiado: «El primer error —terrible error— fue el aislamiento en que nos hubimos de  si­tuar los socialistas en las elecciones de 1933, cuando, al producir, en casi todas partes, una desunión profunda con respecto a las fuerzas más sanas del republi­canismo, se dio la paradoja de que, ha­biendo obtenido las izquierdas mayor nú­mero de sufragios que las derechas, éstas lograran mayoría en el Parlamento y se adueñaran del Poder. Los votos  de las izquierdas quedaron repartidos anárquica y estúpidamente en una porción de can­didaturas, cuando, agregados todos ellos a una sola, hubieran afirmado en el nue­vo Parlamento la misma voluntad izquier­dista que estuvo plasmada en las Cortes Constituyentes. Error, tan fácil de evitar, nacido de nuestra petulancia, condujo a que las derechas (período Gil-Robles-Lerroux) se apoderaran del Gobierno y nos llevó a la rebelión de octubre de 1934, que llegó a cuajar heroica y sangrienta­mente en Asturias, y la cual sirvió para hacer más  profundo el  abismo político que dividía a España. Tras la represión de Asturias toda concordia parecía impo­sible. La estela de sucesos de aquella na­turaleza no se disipa en el breve período de unos meses, como no se podrá desha­cer en muchos años la estela del fran­quismo sanguinario. A un régimen que al cabo de año y pico ahorca y fusila —¡año y pico  entonces, ahora  ya  son tres años!— a quienes en lucha abierta se opusieron a él, le asfixiará el oprobio, y durante largo tiempo no podrá extin­guirse el rencor originado por tanta vile­za y tanto crimen decretados desde el Poder. La rebelión de Asturias, el sacri­ficio de Asturias, el desgaste ocasionado por el movimiento revolucionario de 1934 —todo movimiento de ese género ocasio­na quebrantos, aun cuando salga triun­fante, y entonces nos acompañó la derro­ta— pudieron y debieron haberse aho­rrado. Con el ejercicio inteligente del de­recho electoral en noviembre de 1933, se habría asegurado, sin trastornos, el régimen republicano. Aquel absurdo ais­lamiento electoral fue nuestra primera gran culpa.»

De la parte inicial yo me declaro exen­to de culpa porque trabajé hasta donde pude para que la coalición electoral de 1931 se repitiera, como el sentido común exigía, en 1933. Nuestra representación parlamentaria, que en las Cortes anterio­res fue de 110 diputados, bajó a 60; pero el número de sufragios no descendió, porque sólo las candidaturas del Parti­do Socialista recogieron en noviembre de 1933 dos millones de votos. Bien distri­buidos estos sufragios, uniéndolos a los de los republicanos, hubiesen hecho inútil la subversión, a la que apelamos para conseguir lo que habíamos tenido al al­cance de la mano.

No creáis que camino hacia la apostasía, porque la edad o cualesquiera desfa­llecimientos morales me hayan rendido el ánimo. El ideal sigue vibrando dentro de mí con la misma intensidad que en los años mozos; pero tengo experiencia suficiente para asegurar que, a veces, he­mos sido víctimas de engaños que nos han producido la petulancia, la ilusión o la ceguera.

Colaboré en ese movimiento con el al­ma, acepté las misiones a que antes aludí y me encontré —¡hora es ya de confe­sarlo!— violentamente ultrajado. Porque cuando regresé de Asturias —¡noche me­morable en la desembocadura del Nalón y en la playa de Aguilar, querido Belarmino (aludiendo a Belarmino Tomás, que ocupa un asiento en el estrado)—, cuan­do regresé de Asturias después del alijo del «Turquesa», me encontré envuelto en un ambiente de recelo y de desconfianza que suponían para mí la mayor inju­ria, y destituido, sin saber por qué, de mi misión de enlace con los militares. ¡Suspendido yo, un hombre de mi historia, por un advenedizo!


Motivos de disentimiento

Pero yo que, sin motivo, he sido, a veces, tildado de indisciplina, callé mi indignación, sofoqué mi cólera y seguí sirviendo al movimiento. Sólo en una oca­sión, durante mis cuarenta y tres años de socialista militante, marqué públicamen­te mi disensión, dimitiendo del cargo de vocal en la Comisión Ejecutiva. Fue el año 1924, cuando entendí que no le era lícito, moralmente, al Partido Socialista la actitud que parecía señalar cierto sec­tor con respecto a la dictadura del gene­ral Primo de Rivera. Mas cuando la di­sensión se producía como en 1934, cuan­do las cartas estaban echadas, hallándose en juego la vida de miles de correligiona­rios, yo no tenía opción y no debía se­pararme de aquel movimiento con cuyos rumbos estaba ya disconforme, y no, cier­tamente, por ese ultraje que todavía me duele, sino por las razones siguientes: primera, porque se había escamoteado el programa del movimiento, y no se con­cibe ningún movimiento revolucionario sin decir a los partícipes en él por qué de­ben realizarlo, y aunque yo pronuncié un discurso de carácter personal, como este que pronuncio ahora, en el Coliseo Par-diñas, el 3 de febrero de 1934, ni aquel programa tuvo respaldo oficial ni surgió ningún otro con lema claro para saber a dónde y para qué íbamos; segunda, por­que no podía aceptar que, a causa de unas insensatas ilusiones, de las que yo no participaba, se desdeñara, cual se desde­ñó incluso en tono ofensivo, la colabora­ción de sectores republicanos, esencial en aquellos instantes, y, tercera, porque se habían dejado, adrede manos libres a las Juventudes Socialistas a fin de que, con absoluta irresponsabilidad, cometieran to­da clase de desmanes, que, al impulso de frenético entusiasmo, resultaban dañosos para la finalidad perseguida. Nadie ponía coto a la acción desaforada de las Juven­tudes Socialistas, quienes, sin contar con nadie, provocaban huelgas generales en Madrid, no dándose cuenta de que frus­traban la huelga general clave del movi­miento proyectado, pues no se puede so­meter a una gran ciudad a ensayos de tal naturaleza. Además, ciertos hechos que la prudencia me obliga a silenciar, cometi­dos por miembros de la Juventud Socia­lista, no tuvieron reproches, ni se les puso freno ni originaron llamadas a la respon­sabilidad. Y yo digo, ahora que se está gestando aquí la formación de una Juven­tud Socialista, que, o vive dentro de la disciplina del Partido o debe actuar fue­ra, sin conexión alguna con éste.

De aquel glorioso movimiento fracasa­do, en el que nos acompañó, aun siendo repelido, el auxilio moral de muy sanos elementos republicanos, auxilio realzado, con su dimisión de la presidencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, por don Álvaro de Albornoz, aquí pre­sente (aplausos); de aquel movimiento, que pudo y debió evitarse manteniendo por medio del sufragio las anteriores po­siciones políticas y parlamentarias, nacen los daños que padecemos a la hora pre­sente. Cuando el movimiento fracasó y yo hube de refugiarme por tercera vez, en la expatriación, me juré en secreto no ayudar jamás a nada que, según mi criterio, constituya una vesanía o una insen­satez.

Llegó 1936. ¿Es que yo reincidí en­tonces en el mismo pecado antiguo y rec­tifiqué la línea de conducta que me ha­bía trazado de permanecer en discreto apartamiento de quienes me habían ul­trajado y seguían ultrajándome, y con la firme decisión de no secundar nada que mi raciocinio me dijese que constituía una locura? No, no rectifiqué en 1936. Cuando se me requirió para formar par­te del Gobierno, acepté con los ojos ce­rrados, y fui a donde se me mandó, y cuando me echaron del Gobierno, salí sin otras palabras que las de recomen­dar se auxiliase a quien me expulsaba. Las circunstancias eran distintas. Entonces no provocábamos nosotros; se ,nos provoca­ba, sé agredía a la República, se acometía contra nuestras conquistas, Y si to­dos los códigos declaran circunstancia exi­mente la legítima defensa en las peleas individuales entre hombres, la legítima de­fensa es más santa en los regímenes polí­ticos que se dan los pueblos libremente, como, para honra y gloria suya, el pueblo español se dio la República.


Indalecio Prieto, Confesiones y rectificaciones
Discurso en el Círculo Pablo Iglesias de México
1 de mayo de 1942









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