Manuel Vázquez Montalbán - EL PAÍS, 26 / 10 / 1988
Hasta que los historiadores
no descubran el elixir de la historia
total, habida cuenta de que no han dado con su metodología, una reunión de
200 profesionales de la historia dedicados a inventariar la oposición al
franquismo resulta tan necesaria como digna de toda clase de recelos. La
oposición al franquismo está llena de datos y de aromas; los historiadores
pueden llegar a los datos, pero no a los aromas. ¿A qué olía el eco del último
grito de Julián Grimau, resonando de cárcel en cárcel en aquella primavera de
1963? Hace mal el ministro de Cultura en atribuir sólo a los comunistas un orwellianismo que les lleva a
destruir su propia memoria. Tal vez los comunistas que trató Semprún fueran de
este tipo; en cambio, los que crecieron a la sombra del franquismo, convocados
casi exclusivamente por el asalto a la contradicción
de primer plano —es decir, la
lucha contra el fascismo y por las libertades democráticas—, hicieron de la
reivindicación de la memoria un instrumento de combate, y la literatura
española a partir de la generación de los cincuenta no sería comprensible sin
la estrategia de la memoria, la estrategia de la araña que quería retener en la
tela de la memoria prohibida todas las falsificaciones de vida e historia
perpetradas por el franquismo.
La lucha contra el franquismo
desde el estamento intelectual fue un empeño por la reconstrucción de la razón
frente a todos los irracionalismos que sostenían la quimera de la cultura
autárquica. Recuperar la memoria heterodoxa y vencida; reconstruir una vanguardia
crítica asesinada, exiliada o atemorizada como consecuencia de la guerra; todo
eso se hizo tozuda y precariamente, primero en el contexto de un país
aterrorizado y luego en el marco de un país voluntariamente desmemoriado. Los
principales enemigos para la fijación de esa parte de la memoria resistente no
han sido los comunistas que trató Semprún, y mucho menos los comunistas que
crecieron después. Los principales enemigos han sido los palanganeros de la
transición que barrieron bajo las alfombras las memorias más conflictivas y han
reducido una película casi épica a un filme de Manolo Summers, posiblemente
titulado To el mundo es güeno.
Aquí los únicos que se han tirado piedras sobre su propio tejado han sido las
izquierdas más inocentes, las que no tenían pecados de guerra ni posguerra y se
han autoexigido una transparencia que les ha hecho casi invisibles. Los más
beneficiados por esta operación han sido una extraña alianza de ex franquistas
lúcidos y ex izquierdistas pragmáticos que han pasado de puntillas sobre los
cráneos perplejos de una izquierda entre cuyos sueños no figuraba el del poder.
Desde una óptica conductista,
tal vez más afin al proceso que nos ocupa que una óptica dialéctica, la
historia de la lucha contra el franquismo fue la de una serie de movimientos
hacia el éxito, como educa la conducta el niño que de manotazo en manotazo
llega a hacerse con el chupón de menta. Se intentaba publicar un libro con el
mínimo de cortes posibles, recoger firmas en favor de un derecho humano, aunque
fuera pequeñito, publicar un artículo clandestino con nombre supuesto, crear
una aliada alianza de intelectuales aliados, agrupar a los nuevos profesionales
afranquistas o antifranquistas que la Universidad española empezó a producir en
cantidades apreciables a partir de los años sesenta y conectar con una sociedad
civil que cada vez se sentía menos identificada con la liturgia del régimen.
A cambio de eso casi no
existías, pero recibías dividendos importantes de satisfacciones morales y
estéticas y una inmensa capacidad de sueño, nunca concreto; nunca fue un sueño
en el que apareciera una sociedad definitivamente apellidada, pero sí una
sociedad caracterizada por ser la negación a todo lo oprobioso.
Aquella oposición, con todos
los matices ideológicos, tenía una cultura porque tenía una conciencia del
cambio caracterizada por la negación de todas las miserias de un poder
miserable.
Tuvo la suficiente fuerza
como para generalizar la cultura del no, la conciencia del no, cuando la
identificación de la vanguardia con la sociedad civil fue cualitativamente
completa a comienzos de los años setenta. Pero no tuvo un proyecto cultural que
fuera más allá, sobre todo porque el banderín de enganche opositor había sido
algo tan general y abstracto como la conquista de las libertades fundamentales.
Muchos de los que ejercieron como intelectuales orgánicos y permitieron
conquistar espacios de superficie a los que no podían llegar los políticos vieron cómo en plena transición se les
decía: "Se acabó la hora de hacer ideología, ahora hay que hacer
política". Sólo eran dueños, como el personaje del poema de Eliot, de un
puñado de imágenes rotas sobre las que se ponía el sol del franquismo y
empezaba a remontar el sol de la tercera, cuarta o quinta revolución industrial.
Ésa fue la cultura desde entonces dominante y gozó de un cuerpo intelectual
nuevo, de neopositivistas originales o conversos que tenían los mecanismos de
aprehensión de la realidad hechos a la medida de la realidad. Y todo lo que
había sido crítico se consideró obsoleto, y así como el franquismo mutiló la
memoria heterodoxa con las tijeras podadoras, el palanganerismo de la
transición ha mutilado la memoria crítica con el frío cálculo de lo que es
innecesario para conservar una determinada inflación. El resistencialismo no
era una virtud, la virtud de la crítica metódica, sino un vicio heredado del
pasado antifranquista.
Por eso, cuando aparecen
congresos de historiadores convocados para hacer inventario de la oposición al franquismo, hay
que reconocerles su derecho y el derecho a la sospecha de que entre los datos
que manejan está el de su propio interés en la recalificación de la memoria.
Por ejemplo, estos días el frente neoliberal universal ha lanzado al mercado un
nuevo producto ideológico: tal vez ha llegado el momento de considerar que los
buenos en la guerra de Vietnam no fueron los vietnamitas.
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