Por el aspecto de Camacho comprendí que se trataba de algo grave; pensé en alguna catástrofe de aviación o en la complicación de algún asunto amoroso. Éstas eran las únicas cosas graves que yo concebía en aquellos momentos.
Camacho me llevó hacia el
puerto por las calles más solitarias y comenzó muy excitado a decirme que había recibido
el aviso de que todo estaba preparado para dentro de cuatro días y que yo debía
salir aquella misma noche para Madrid. Yo no comprendía nada de lo que me
estaba diciendo. Cuando me explicó que se trataba de una sublevación para
implantar la república en España, me quedé, como es natural, completamente
asombrado. No podía explicarme por qué se dirigía a mí, ni qué tenía yo que ver
con este lío. Durante un gran rato, nuestra conversación parecía un diálogo
entre locos o sordos. A él no le cabía en la cabeza que yo no estuviese enterado
de nada y, naturalmente, no se explicaba mi actitud. Por mi parte, yo no
terminaba de darme bien cuenta de lo que se trataba. Había olvidado
completamente mi conversación del Palacio de Hielo, a la que no le di la menor
importancia. No podía pensar que mis contactos con Ramón Franco, Legorburu y
con otros republicanos me hubiesen comprometido a nada. Era natural que
estuviese asombrado y que me costase mucho darme cuenta de lo que querían de
mí.
Por fin, después de muchas
explicaciones, empecé a comprender algo de lo que se trataba. Camacho había
recibido el aviso y con él una lista de oficiales, entre los que se debían
elegir cuatro para ir a Madrid a tomar parte en la sublevación, y yo era, por
lo visto, uno de los designados para dicho festival. Mi reacción fue inmediata:
le dije que era un absurdo, y que no contase conmigo para nada que se
relacionase con aquello.
Camacho me dijo que los otros
dos oficiales de aviación designados para ir a Madrid conmigo eran el teniente
Mellado y el alférez Valle. Mellado era un oficial muy decidido, de mucho
prestigio en el arma, poseía una fortuna respetable que le permitía vivir
admirablemente. Sus ideas republicanas no las ocultaba y debían ser muy
sinceras por la decisión y entusiasmo con que se metió en esta aventura. El
alférez Valle también era conocido como republicano. Además de buen piloto era
un magnífico radio. También parecía muy dispuesto a tomar parte en la
sublevación.
A Camacho le preocupaba la
reacción de Mellado y Valle cuando se enterasen que yo no iba con ellos.
Además, el cuarto designado para tomar parte en la sublevación de Madrid, según
me dijo, era el teniente coronel Agustín Muñoz Grandes, y tampoco podía ir, pues
se encontraba fuera de Melilla en una revista de inspección y a Camacho no le
había sido posible avisarle. Podía parecer que se les quería embarcar a ellos y
quedarnos los jefes en tierra.
Empezó a preocuparme que los
compañeros que me creían comprometido pensasen que, cuando llegaba el momento
de dar la cara, yo me rajaba y les dejaba solos en el peligro. Comprendía que
por un mal entendido o por una ligereza de mis amigos se contaba conmigo y se
me juzgaría muy mal. Estos pensamientos fueron más fuertes que todos mis
lógicos razonamientos de lo absurdo que era meterme en una aventura que no
sentía y en la que me iba a jugar todo estúpidamente. En una palabra, decidí ir
a Madrid.
Embarcamos la misma noche
para Málaga, Joaquín Mellado, José María Valle y yo. Ninguno sabíamos nada de
lo que teníamos que hacer. Lo único que me había dicho Camacho fue que en
Madrid tenía que ponerme en contacto con el teniente coronel de aviación
Sandino y que él me daría instrucciones.
Durante el viaje pude darme
cuenta que mis compañeros sólo sabían que se estaba organizando una sublevación
para implantar la república. Conocían a varios de los comprometidos. Daban los
nombres de Alcalá Zamora, Prieto, Marcelino Domingo, Miguel Maura y algunos
otros de menor importancia. De los militares metidos en el complot sólo
conocían a algunos tenientes y capitanes, pero lo que les inspiraba más
confianza y les daba un gran optimismo era saber que Ramón Franco sería uno de
los jefes de la sublevación.
El prestigio de Ramón Franco,
en aquellos días, había llegado a límites increíbles con su última aventura,
escaparse de la prisión militar donde estaba detenido. Toda la prensa dedicaba grandes
espacios a comentarla. Los reaccionarios, con indignación, pidiendo medidas
enérgicas. Los de izquierda, con gran simpatía. Se escribieron los relatos más
fantásticos sobre los medios empleados para su fuga. En toda España se hablaba
de Franco. Se recordaba que había sido el primer aviador en el mundo que
atravesó el Atlántico. Su posición clara en contra de la dictadura y del rey,
su valor para declarar públicamente sus ideas, la carta que publicó en un
periódico en contra de su hermano Francisco, metiéndose brutalmente con él,
llamándole fascista y reaccionario, su prisión y otros episodios de su vida,
más o menos ciertos, habían hecho de él un personaje rodeado de un ambiente
romántico, querido por el pueblo y odiado a muerte por la reacción. Ramón
Franco jugó un papel importante en la implantación de la República en España.
Al llegar a Madrid me despedí
de mis compañeros, después de ponernos de acuerdo para estar en contacto, y
empezó mi actuación de revolucionario. La primera duda que se me presentó fue
la de mi alojamiento. Yo tenía un cuarto en casa de mi hermana Rosario, pero no
me parecía muy oportuno, siendo mi cuñado ayudante del rey y un monárquico
fanático, ir a vivir con ellos en aquellas circunstancias. Decidí tomar una
habitación en una especie de hotel para solteros, confortable y tranquilo, de
la plaza de Bilbao, donde había vivido otras veces.
En realidad, desde mi
conversación con Camacho era la primera vez que me encontraba solo y en
condiciones de examinar un poco mi caso. Este examen no era fácil. Lo único que
yo conocía de mi nueva situación era que había llegado a Madrid para tomar
parte en una sublevación contra el rey, pero no tenía la menor idea de cómo se
llevaría a cabo, ni quiénes tomarían parte en ella, ni lo que tendríamos que
hacer. Mi desorientación e ignorancia eran completas.
Quise ver a Legorburu o a
Núñez de Prado, pero habían desaparecido. Lo único que podía hacer en aquellos
momentos era ponerme en contacto con Sandino. Después de varios intentos
conseguí dar con él por teléfono. Estaba en el pabellón que ocupaba Aviación en
el Ministerio de la Guerra. Me pareció que no le hacía mucha gracia mi deseo de
hablarle. Me dio a entender que estaba arrestado y que no podía salir del
Ministerio. Ante mi insistencia convinimos en qué intentaría verlo por la
tarde. Generalmente, después de las dos no quedaba nunca nadie en las oficinas.
A las cinco de la tarde me
presenté en el Ministerio y, sin que nadie me pusiese el menor inconveniente,
llegué al cuarto donde se encontraba Sandino. Lo encontré bastante alicaído y
preocupado. Me dijo que le habían arrestado sin darle explicaciones. Temía que
el motivo fuese alguna denuncia acusándole de contactos con los republicanos.
Le di cuenta de nuestra llegada, pidiéndole que me pusiese al tanto de la
situación y que me diese instrucciones para mí y los otros dos aviadores
llegados conmigo.
Sandino me explicó a grandes
rasgos la situación. El movimiento lo dirigía una Junta presidida por Alcalá
Zamora, de la que formaban parte, entre otros, Azaña, Prieto, Casares Quiroga,
Maura... Esta junta se convertiría en gobierno si triunfaba el levantamiento.
El Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores tomarían parte en la sublevación,
declarando la huelga general en toda España.
Refiriéndose a la parte
militar del movimiento, me dijo que era muy amplio. Se contaba con la
sublevación segura de varias guarniciones. Me dio el nombre de varios generales
comprometidos: Núñez de Prado, Queipo de Llano... En aviación también había un
gran número de jefes, oficiales y clases. El golpe principal debía darse en
Cuatro Vientos, donde el triunfo se daba como seguro y pondría en nuestras manos la radio
del aeródromo, con la que se darían las órdenes a los otros aeródromos y
guarniciones. El panorama que pintó me dio ánimos y la impresión de que el
movimiento estaba bien preparado, que tomaban parte en él personas de prestigio
y que los obreros y la mayoría del pueblo estaría con nosotros.
Una vez que Sandino terminó
de explicar en términos generales la situación, le pedí que concretase algo
sobre lo que teníamos que hacer Mellado, Valle y yo: con quién teníamos que
entendernos, cuándo y adonde teníamos que ir, quién dirigiría lo de Cuatro
Vientos, etcétera, etcétera, es decir, que nos dijese cuál era nuestro papel en
la operación. Pero la euforia de que había dado muestras al explicarme la
situación en términos muy generales, se convirtió en titubeos y en divagaciones
cuando tenía que referirse a cosas concretas. Me dijo que con su arresto había
perdido el contacto con los compañeros y no estaba enterado de las
disposiciones tomadas en los últimos días; que lo mejor que podía hacer era ir
a ver a Miguel Maura, que era en la junta el que se ocupaba de la parte militar
del movimiento y con el que Sandino había estado en contacto hasta su arresto,
es decir, que yo reanudase los contactos con Maura, con Ramón Franco y con el
capitán Fuentes, en cuya casa debía celebrarse al día siguiente una reunión de
militares.
Me dio las señas de la casa
donde Ramón Franco estaba escondido, unas letras de presentación para Maura, al
que yo no conocía, y me indicó lo que tenía que hacer para asistir a la reunión
de militares del día siguiente.
Salí del Ministerio lo mismo
que entré; sin la menor dificultad.
La entrevista con Sandino
había producido en mí impresiones muy diversas. Por un lado me sentía más
tranquilo y optimista por su información del movimiento en general, pero al
mismo tiempo estaba preocupado por una serie de cosas que no veía claras y que
Sandino, que era nada menos que el responsable del movimiento en Aviación, no
me aclaraba. Tampoco comprendía la falta de contacto con los compañeros,
precisamente en aquellos momentos decisivos, pues lo mismo que yo había entrado
en el Ministerio sin ninguna dificultad, podían hacerlo los demás. Tampoco
conseguí que me dijese qué aviadores estaban comprometidos para lo de Cuatro
Vientos, ni cómo se tenía preparada la operación. Empezaba a tener la sospecha
de que lo de Cuatro Vientos estaba sin organizar. Por otra parte, me extrañaba
un poco que me mandase a visitar, nada menos que a un miembro de la Junta
revolucionaria, para ponerme de acuerdo con él casi la víspera de la
sublevación, y por qué tenía que asistir a la reunión de los militares del día
siguiente. Y creía que, no habiéndome ocupado para nada de la organización y
llegando a Madrid sólo tres días antes del golpe, me indicarían concretamente
el puesto que debía ocupar, que lógicamente debían tener designado los
organizadores.
Llegué al hotelito donde
vivía Maura y entregué a un criado las líneas de Sandino. Me introdujeron en un
despacho muy agradable, con un magnífico tresillo de cuero encarnado, en uno de
cuyos butacones habían dejado una guitarra como si la hubiesen estado usando
poco antes. Recuerdo este detalle, pues me pareció completamente fuera de lugar
que en aquellos momentos, para mí tan dramáticos, en el despacho de uno de los
principales dirigentes de la sublevación, y en vísperas de ella, pensase nadie
en tocar la guitarra.
Yo no conocía a Maura, no me
lo figuraba tan joven. Mi primera impresión fue agradable. Daba la sensación de
ser un hombre enérgico, decidido y abierto. Tenía buena pinta, estaba muy bien
vestido, era completamente diferente del tipo de revolucionario que yo tenía en
mi imaginación.
— ¿De modo que usted viene de
Melilla para tomar parte en lo de Cuatro Vientos? —empezó diciéndome, Y en
seguida comenzó a hablarme de la sublevación con un optimismo admirable. Según
él, todo estaba perfectamente preparado y el triunfo era seguro. Yo le
escuchaba feliz. Su optimismo me dio muchos ánimos. Después de un gran rato, en
el que sólo habló él, me dijo: «Ahora hábleme usted de los militares, dígame si
está todo preparado y si responden los comprometidos.» Yo me quedé de una pieza.
Había venido a verle para informarme y resultaba que era yo el que debía
informar. Le recordé que había llegado esa mañana, que no estaba enterado de
nada, que Sandino me había mandado ponerme en contacto con él y con Franco para
saber lo que tenía que hacer. Quedó un poco parado ante mi respuesta, pero
inmediatamente, sin perder nada de su optimismo, me dijo: «Bueno, muy bien,
vaya a ver a Franco y póngase de acuerdo con él.»
La entrevista con Miguel
Maura produjo en mí buena impresión. Me pareció un hombre simpático, decidido y
que inspiraba confianza. Salí de su casa más animado y más tranquilo, a pesar
de que no dejaba de escamarme un tanto que el representante de la Junta para el
contacto con los militares me preguntase cómo iban las cosas y no tuviera la
menor idea de lo preparado en Cuatro Vientos.
Me dirigí a la casa donde
estaba escondido Ramón Franco. Me hacía ilusión verlo y estaba impaciente por
charlar con él.
Desde que Camacho me embarcó
para Madrid, no se me había ocurrido tomar la menor precaución para disimular
mis andanzas. Actuaba con la misma naturalidad que si estuviese disfrutando un
permiso oficial. Entré en el Ministerio, visité a Maura sin pensar que pudiesen
estar vigilados por la policía. Era tan natural mi comportamiento y tan absurdo
en aquellas condiciones, que a nadie podía caberle en la cabeza que un jefe que
se iba a sublevar a los dos días y que estaba visitando a los dirigentes del
movimiento, lo hiciese con aquella inconsciencia.
Cuando entré en la habitación
donde estaba Franco, me quedé sorprendido por su aspecto. Estaba muy pálido por
llevar mucho tiempo sin salir a la calle. Su palidez contrastaba con una gran
barba que se había dejado crecer, muy negra y unos pelos muy largos y
revueltos. Tenía puesto un traje de paisano, bastante estropeado, y una camisa
abierta a cuadros, de franela, que dejaba al descubierto la abundante y negra
pelambrera de su pecho. Era un verdadero tipo de bandido de Sierra Morena, daba
miedo verle. Si sale a la calle en aquella forma, no hubiera dado un paso sin
ser detenido.
Franco y yo teníamos una gran
amistad, habíamos estado mucho tiempo juntos y creo que nos apreciábamos
mutuamente. Conocía sus buenas cualidades y sus defectos: era inteligente, con
una gran facilidad para darse cuenta de las cosas rápidamente, pero al mismo
tiempo tenía una serie de manías y de cosas raras que no había medio de
quitárselas. Una de ellas era ir mal vestido; siempre solía llevar trajes o
uniformes viejos o sucios, a veces le daba por hacer las cosas más inesperadas,
sin preocuparse para nada de las consecuencias. Era un verdadero salvaje y le
iba muy bien el apodo que le habían puesto en Aviación: «El Chacal.» Al
preguntarle por qué estaba disfrazado de aquella manera, me contestó muy serio
que para que no le conocieran. Conseguí convencerle para que se afeitase, se
cortase el pelo y se vistiese de uniforme, pues hubiese sido disparatado
presentarse con aquella pinta en Cuatro Vientos, como tenía pensado. A pesar de
llevar bastante tiempo escondido y de los meses pasados en la prisión, parecía
enterado de las cosas, sus razonamientos eran lógicos y sus planes, prácticos.
En líneas generales me dio una
idea del movimiento. Estaba organizado de la siguiente manera: al amanecer del
día X comenzaría la sublevación en Madrid y en varias guarniciones de
provincias. Ya estaban en sus puestos los generales y jefes que tomarían el
mando de las fuerzas. Por lo que se refiere a los civiles, el día X se
declararía la huelga general en toda España. Estaban movilizados todos los
partidos de izquierda. Los dirigentes políticos tenían cada uno designado su
puesto. Según Franco, el golpe estaba bien preparado y el triunfo era casi
seguro.
La Junta revolucionaria había
asignado a Cuatro Vientos una de las tareas más importantes del movimiento.
Cuatro Vientos debía iniciar la sublevación, teníamos que apoderarnos del
aeródromo en las primeras horas del día X, para tener tiempo de preparar los
aviones encargados de lanzar sobre Madrid las proclamas y los avisos llamando a
la sublevación y armarlos con bombas y ametralladoras. Desde la radio del
aeródromo daríamos a toda España la noticia de la proclamación de la República
y lanzaríamos un llamamiento al pueblo para que apoyase al nuevo régimen.
Al mismo tiempo, la
guarnición de Campamento, núcleo fuerte de la de Madrid, que estaba
comprometida en el movimiento, se dirigiría a la capital para, con ayuda de los
obreros y de una parte del pueblo, apoderarse del palacio real y de los
principales edificios públicos. Un fuerte grupo de estudiantes estaba preparado
para ayudar a las fuerzas republicanas.
La entrevista con Franco me
dio una idea general, pero bastante clara, de lo que se preparaba y produjo en
mí un efecto curioso. Por primera vez me sentí ligado al movimiento y comenzó a
desaparecer, en parte, la desagradable obsesión de haberme metido a la fuerza
en un asunto extraño para mí. Quedamos de acuerdo en vernos al día siguiente
para ultimar detalles.
Otra impresión que saqué de
la entrevista con Franco, y que me alarmó un poco, fue que mi actuación no
sería tan sencilla como yo había imaginado. Seguramente, con afán de
tranquilizarme a mí mismo, había llegado a creer que mi papel se reduciría a
ser uno más de filas. Jamás pensé que pudiesen designarme un puesto de
responsabilidad. Pero en los planes que, sin concretar, había hecho Franco, se
me asignaban tareas muy superiores a las previstas. Esto no me hacía ninguna
gracia, y además creía de buena fe que era un disparate que a una persona tan
poco ducha en cuestiones revolucionarias como yo, le diesen ningún papel
importante.
Cuando salí de la casa de
Franco serían las ocho de la noche. A pesar del viaje y de mis andanzas no me
encontraba cansado. Fui paseando hacia el centro tratando de poner un poco de
orden en mis impresiones; el resultado no fue muy agradable. Sin proponérmelo,
comenzaba a ver otra vez las partes negativas y poco claras de la situación, y
el optimismo que saqué de la entrevista con Franco desaparecía de un modo
alarmante. Empecé a ponerme nervioso y decidí no pensar en nada y dejar venir
los acontecimientos tal como se presentasen. Comprendí que lo primero que tenía
que hacer era no quedarme solo y decidí ir al Aeroclub, donde encontraría un
gran número de amigos y compañeros que me distraerían. Al mismo tiempo podría
ver si en aquel ambiente se sospechaba algo del movimiento que se preparaba.
Ignacio Hidalgo de Cisneros.
Jefe de las Fuerzas Aéreas de la República Española (FARE)
Jefe de las Fuerzas Aéreas de la República Española (FARE)
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