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920. Miguel de Molina

Miguel Frías de Molina (Miguel de Molina)
(Málaga, 10 de abril de 1908 - Buenos Aires, 4 de marzo de 1993)


«Yo sólo fui un señor que nació pobre en Málaga, 
trabajó toda su vida y le gustaron los hombres. 
Y ahí se acaban todos los símbolos»
(Miguel de Molina) 


María Torres / 7 Abril 2014

Miguel Frías Molina decide con tan solo trece años ser artista. Nace en el seno de una familia humilde del barrio de Capuchinos de Málaga, bajo la monarquía de Alfonso XIII y en una Andalucía gobernada por la pobreza, el hambre, el clero, los terratenientes y la ignorancia.

Con esa edad el joven de gitano perfil abandona la miseria del hogar familiar y trata de esconder los turbios recuerdos que acompañaron sus primeros años en un internado de los Salesianos donde su madre le escolariza con una beca para pobres. Recala en Algeciras, y «apoyaó en el quicio de mancebía» de «Pepa la limpia», un burdel más reluciente que los chorros del oro en donde consigue trabajo de limpiador, espera tiempos mejores mientras mira «encenderse la noche de mayo». Después un deambular por distintos tablaos saraos, zambras, y fiestas privadas, cantando y bailando, irán puliendo al artista.

Llega a Madrid en 1930. «Yo quiero ser diferente», dice, y lo es. Debuta con la llegada de la República en el Teatro Romea. Se convierte en Miguel de Molina, un transgresor de la escena que es capaz de salir al escenario con el torso desnudo decorado con monedas de oro pegadas al pecho, o a lomos de un borriquito. Comparte tarima con las figuras artísticas más sobresalientes de la época y es aclamado como rey indiscutible de la copla. («Pasaban los hombres y yo sonreía»). Las camisas de lunares y volantes de manga ancha, las chaquetas floreadas, los chalecos de torero a los que incorporaba crespones de mantón y los ceñidos pantalones que diseñaba y cosía el mismo para su puesta en escena con una máquina Singer que le acompaña hasta el final de sus días, hacen de Miguel de Molina una figura singular, con un estilo único y provocador que cobra por actuación cinco mil pesetas. Alguien dijo que la voz de Miguel de Molina parecía venir de serie con las radios Marconi. 

Cuando el golpe de estado de 1936, se dedica a recorrer los frentes, la retaguardia y los hospitales con una pequeña compañía de varieté cantando y bailando para levantar el ánimo de los soldados republicanos. Francisco Ayala dejó escrito que «hizo más estragos en el ejército de la República que los cañones de Franco». También se le ve en los «fines de fiesta», un invento de la CNT, que se daban en los cines después de las películas y que servían de trabajo a los artistas de variedades en un tiempo en que solo había lugar para las balas. 

Con el fin de la Guerra comienza su calvario y declive.  La copla, género que se forja en el ambiente de libertad de la Segunda República, pasa a denominarse casi por decreto ley "canción española" y la gran mayoría de los artistas de este género se fusionan con el régimen franquista que además, no admite en el Nuevo Estado en construcción ni vencidos ni homosexuales. Tal vez a Miguel de Molina le podrían haber perdonado ser "rojo" incluso olvidar aquella declaración suya de: «Yo solo pido trabajo para todos, libertad y respeto mutuo y eso, solo nos lo garantiza la República» pero lo que jamás le podrían perdonar era su homosexualidad, que como la de tantos fue perseguida durante el franquismo por los "macarras de la moral".

El caché de las cinco mil pesetas republicanas se reduce a las quinientas de la nueva España y Miguel de Molina que no quiere entonar la obligada melodía franquista, se ve abocado a retomar sus orígenes de miseria malviviendo encima de los escenarios y entre copla y copla trata de digerir el amargo sabor del desprecio y las amenazas de los empresarios. Y aparecen los contratos abusivos cuyas solapadas clausulas exigen que por su pasado republicano y su condición sexual debe bajar la cabeza. Como si de un crimen político se tratara, los recaudadores de cuerpos abatidos en las madrugadas le acechan primero para explotarle a cambio de seguridad. Una seguridad que no estaban tampoco dispuestos a ofrecerle.

Un día de noviembre de 1939, al concluir su actuación en el Teatro Pavón de Madrid, tres desconocidos que se identifican como policías aparecen en su camerino y le obligan a seguirles. Le introducen en un vehículo y en los altos de la Castellana le hacen salir y le propinan una brutal paliza. «¡Esto por marica y por rojo! Vamos a terminar con todos los maricones y los comunistas. ¡Uno por uno!»

Por «marica y por rojo» le rapan el pelo, le obligan a beber aceite de ricino mezclado con vaselina líquida, le rompen los dientes y le desfiguraron la cara. Un alto precio para alguien que solo quería seguir sobreviviendo de su arte. («Ná te debo, ná te pido»).

Llegó a identificar más tarde a dos de los agresores. Sus nombres: José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde (Director General de Seguridad y torturador que llegó a ser Alcalde de Madrid, además de ganadero de toros bravos), y el falangista Sancho Dávila, que sería a principios de los años cincuenta presidente de la Federación Española de Fútbol. Ambos murieron protegidos por la más absoluta impunidad.

Días después, en una actuación en el Teatro Cómico, es abucheado por un grupo de falangistas que le gritan «marica, marica ...». Miguel de Molina hace parar la orquesta y responde: «Marica no: Maricón, que suena a bóveda».

La vida en la España de los vencedores se torna insoportable. Se le prohíbe trabajar y se le confina en Cáceres y Buñol. «Cinco meses de destierro sin sentido alguno y, en lugar de abrirse alguna puerta hacia la libertad, me han comentado que el gobernador de Valencia ha pedido informes a la Guardia Civil, para saber ¡qué comportamiento sigo en Buñol! Como si fuera un criminal en libertad condicional». Solo le queda una salida: el exilio y esa letanía convertida en deseo : me voy de tu vera olvídame ya”. Pero el franquismo no le olvida ...

«... y, en un barquito, Miguel de Molina se embarca caminito de ultramar... » En 1942 llega a Buenos Aires con dos pesetas de plata en el bolsillo que tira al agua al entrar en el puerto. Retoma su carrera artística y sorprende con todo su talento. Siempre cuenta con el incondicional apoyo del público que abarrota las salas en las que se presenta y cuando el triunfo comienza a sonreírle de nuevo es reclamado por las autoridades españolas y las argentinas, tras siete días de encarcelación, ordenan su expulsión por "malas costumbres" y su regreso a España, donde se reanuda la persecución, la prohibición y la miseria.

Miguel de Molina es consciente del odio hacia su persona y descubre que el origen de su mala suerte se encuentra en un alto funcionario del gobierno franquista, homosexual y a las órdenes de Serrano Súñer, al que ni tan siquiera conoce personalmente.  Uno de tantos que conserva íntegras sus ansias de venganza, su odio y su fanatismoTal vez la sensatez de Miguel, es la que siempre le hace reaccionar ante tantas miserias y tantas grandezas, pues en esa dualidad transcurre su vida. Todo lo ganó y todo lo perdió, para volver a ganarlo y volverlo a perder.

Un año después se traslada a Mexico. Junto con él viaja la desdicha como una pasajera más. En este país sufre el acoso de Jorge Negrete y Mario Moreno "Cantinflas", dos homófobos que hacen lo posible por desprestigiarle, emitiendo incluso comunicados a la prensa para que sea repudiado. Para ambos, Miguel de Molina es «un traidor que mancha la gloriosa tradición de nuestra raza». El control de los teatros mexicanos lo ejerce un sindicato que preside Negrete, quien no cesa de boicotear cada actuación de Miguel.

Dicen que una llamada de Eva Perón y la invitación a un festival benéfico pone fin a la cadena de desdichas. También dicen que es el propio Miguel el que escribe a Evita pidiendo árnica. Sea como sea, regresa a Argentina, le llueven los contratos y vuelve a ser aquella primera figura de los años treinta. Organiza el mismo hasta el último detalle de sus espectáculos. Cuentan que colocaba una alfombra roja desde la puerta del teatro hasta su camerino y en cada butaca dejaba un ramillete de flores para que después se lo lanzase el público.

En 1957, tras la muerte de su madre, la inestabilidad política de Argentina le anima a viajar a España, pero en su país sigue siendo un proscrito. Habían desaparecido todos sus discos del mercado y cualquier referencia a su persona. 

En 1960, cuando contaba 52 años, decide retirarse. Se refugia en su casa porteña a pelear en solitario con sus recuerdos. Le habían robado los mejores años de su vida, le habían obligado a salir de su tierra. Durante casi treinta años permanece silencioso y escribe su autobiografía: Botín de Guerra. Apenas se acuerdan de él. Varios años después de la muerte del dictador se procura su regreso a España, se le concede la Medalla de la Villa de Madrid, se le ofrece una casa en Málaga, pero ya es demasiado tarde.

En 1992 al chavalillo que había dejado Málaga con trece años y un hatillo al hombro, se le otorga la Orden de Isabel la Católica, pero ya es demasiado tarde. La entrega de la medalla se hace en la embajada española en Argentina. Es su última aparición pública ataviado con un traje de terciopelo negro, una camisa roja con botones de zafiro, un moño y un sombrero de ala ancha. No regresaría jamás. «Gracias a la democracia, a Su Majestad y al pueblo se barrió el fantasma de Caín... Pero yo sentía que esa reparación, que quería simbolizarse en la medallita, me llegaba demasiado tarde. De 1940 a 1992 España tardó cincuenta y dos años en darse cuenta de que habían tronchado la vida de un hombre que hubiera querido crecer artísticamente y desarrollarse en la tierra donde nació, sin ser ingrato con la Argentina que me cobijó».

Tres meses después fallece en su casa de Buenos Aires. Un silencioso infarto pone fin a su vida. («Subiste al caballo/te fuiste de mí,/y nunca otra noche/mas bella de Mayo han vuelto a vivir»). Tenía 84 años. Fue enterrado en el panteón de la Asociación Argentina de Actores del cementerio de la Chacarita en el nicho nº 397.

En el año 2007 se le nombra Hijo Predilecto de Málaga a título póstumo. Un año después, coincidiendo con su centenario, la Diputación de esa ciudad quiere llevarle a su tierra nata, incluso habilita un panteón en el cementerio de San Gabriel, pero la familia se niega a la repatriación de sus restos. 


Demasiado tarde.











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