Pedro Salinas, Ignacio Sánchez Mejias y Jorge Guillén. Detrás Antonio Marichalar,
José Bergamín,Vicente Alexandre, Federico García Lorca y Dámaso Alonso
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A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un
ángel, con un agua ("mi corazón es un poco de agua pura”, decía él en una
carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso,
mágico como una selva. Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y
convivimos con él le vimos siempre el mismo, único y, sin embargo, cambiante,
variable como la misma Naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara,
tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía siempre que
venía de lavarse la cara. Durante el día evocaba campos frescos, laderas
verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión
de paisajes españoles que dependía de la hora, de su estado de ánimo, de la luz
que despidieran sus ojos; quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo le
he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas
misteriosas, cuando la Luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he
sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en
el tiempo, en los siglos, en la raíz remota de la tierra hispánica, hasta no sé
dónde, en busca de la sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba
en sus labios, que encandescía su ceño de inspirado. No, no era un niño
entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué“ antiguo”; qué fabuloso y mítico! Que no
parezca irreverencia: sólo algún viejo cantaor de flamenco, sólo alguna vieja
bailaora, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una
remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.
No hay quien pueda definirle. Su presencia, comparable quizá, sólo y
justamente, con el tifón que asume y arrebata, traía siempre asociaciones de lo
sencillo elemental. Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su
tremenda risa morena como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos como un ser
nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un instinto tan primario
de defensa, que no puede por menos de traerme la memoria de un genio: Goethe.
Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la fría serenidad con que
aquel júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus instintos y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su rendimiento intelectual. En Federico
todo era inspiración, y su vida, tan hermosamente de acuerdo con su obra, fué
el triunfo de la libertad, y entre su vida y su obra hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan apasionado y fecundo,
que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En este sentido, como en
otros muchos, me recuerda a Lope.
En Federico, que pasaba mágicamente por la vida al parecer sin apoyarse;
que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que
dispensa gracias, hace feliz un momento con su presencia y escapa en seguida
como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al
poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría,
conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a
veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto:
al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el
vértigo de su vida de triunfo difícilmente podría adivinarse. He hablado antes
de esa nocturna testa suya, macerada por la Luna, ya casi amarilla de piedra,
petrificada como un dolor antiguo.“ ¿Qué te duele, hijo?”, parecía preguntarle
la Luna.“ Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana,
la mía y la de los demás, que son uno conmigo”.
En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad, o en una
tabernita (como él decía)“, casa de comidas”, con algún amigo suyo, entre
sombras humanas, Federico volvía de la alegría como de remoto país a esta dura realidad de la tierra visible y del dolor visible. El
poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y
largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma sangres,
remembranzas, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo
en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo pero no límite. La hora muda de Federico era la hora del poeta, hora
de soledad, pero de soledad generosa, porque es cuando el poeta siente que es
la expresión de todos los hombres.
Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del
universo. Pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la
alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no
le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y su capacidad de amor y
de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho,
cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que
probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, tiempo
antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no tenía terminada.
Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de
felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor en que la primera
materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción.
Sorprendido yo mismo, no pude menos de quedarme mirándole y exclamar:“
Federico, qué corazón: cuánto ha tenido que amar, cuánto que sufrir.” Me miró y
me sonrió como un niño. Al hablar así, no era yo probablemente el que hablaba.
Si esa obra no se ha perdido, si para honor de la poesía española y deleite de
las generaciones hasta la consumación de la lengua, se conservan en alguna
parte los originales, cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la
capacidad extraordinaria, la hondura y la calidad sin par del corazón de su
poeta.
Vicente Aleixandre, Los encuentros
Publicado en Hora de España N°VII
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