Todos nosotros, bajo palabras contradictorias,
expresamos los mismos impulsos.
Dignidad de hombres, pan de nuestros hermanos. Nos
dividimos por los métodos que son fruto de nuestros razonamientos, no por
nuestras metas. Y vamos a la guerra los unos contra los otros en dirección a
las mismas tierras prometidas.
Para reconocerlo, basta con observarnos desde cierta
lejanía. Entonces se nos descubre en guerra contra nosotros mismos. Entonces,
nuestras divisiones, nuestras luchas, nuestras injurias son las de un solo
cuerpo que se contrae en sí mismo y se desgarra en la sangre del alumbramiento.
Algo nacerá, que sobrepasará esas imágenes diversas, pero apresurémonos a
forjar la síntesis. Hay que ayudar al nacimiento, no sea que acabe en muerte. No
olvidéis que hoy en día la guerra se dirime con la bomba y la yperita. El
cuidado de la guerra no se confía ya a una delegación de la nación, que recoja
los laureles sobre las fronteras y, a un precio más o menos oneroso,
enriquezca, quiero admitirlo, el patrimonio espiritual de un pueblo. La guerra
no es ya más que una cirugía de insecto que inflige sus picaduras en los
ganglios del adversario.
Desde la declaración de una guerra, explotarán
nuestras estaciones, nuestros puentes, nuestras fábricas. Nuestras ciudades
asfixiadas esparcirán su población por el campo. Y, desde el primer instante,
Europa, un organismo de doscientos millones de hombres, habrá perdido su
sistema nervioso, como quemado por un ácido, sus centros de control, sus
glándulas reguladoras, sus canales quilíferos, y sólo constituirá un enorme
cáncer y comenzará a pudrirse allí mismo. ¿Cómo alimentarían ustedes a esos
doscientos millones de hombres? Nunca desenterrarán las suficientes raíces.
Cuando la contradicción se hace tan urgente, hay que
darse prisa para superarla. Pues nada puede vencer a una necesidad que busca su
expresión. Si a falta de otra cosa, encuentra dicha expresión en la ideología
que conduce a la guerra, no dudemos que haremos la guerra. Podemos responder
mejor a las necesidades que atormentan al hombre que a través de la guerra,
pero es estéril que las neguemos. Pueden ustedes gritar sus razones para odiar
la guerra a ese oficial del sur de Marruecos que conocí, pero cuyo nombre no
oso decir, no fuera a molestarlo. Si no se convence, no lo traten como a un
bárbaro. Escuchen primero este recuerdo.
Él estaba al mando, en la guerra del Rif, de un
pequeño puesto situado entre dos montañas disidentes. Una tarde recibió a
parlamentarios provenientes del macizo del Oeste. Y estaban bebiendo té, como
es debido, cuando estalló el tiroteo. Las tribus del macizo Este atacaban el
puesto. Cuando el capitán expulsaba a los parlamentarios enemigos para entrar
en combate, éstos respondieron: “Hoy somos tus huéspedes, Diosno permite que te
abandonemos...”. Se unieron pues a sus hombres, salvaron el puesto y volvieron
a su territorio disidente.
Pero la víspera del día en que, a su vez, se
preparaban para atacar al capitán, volvieron:
“La otra noche, te ayudamos...”
-Es verdad
-Por ti disparamos trescientos cartuchos...
-Es verdad.
-Sería justo que nos los devolvieras”.
Y el capitán, gran señor, no puede aprovechar una
ventaja que obtendría a costa de su nobleza. Les devuelve los cartuchos por los
que quizá él va a morir...
La verdad, para el hombre, es lo que hace de él un
hombre. Cuando aquél, que había visto esa altura de las relaciones, esa lealtad
en el juego, ese don mutuo de una estima que compromete a la vida, compara esa expansión,
que le fue permitida, con la mediocre calidad del demagogo que hubiera
expresado su fraternidad a los mismos árabes con grandes palmetadas en la
espalda, que hubiera halagado, quizá, al individuo, pero humillado al hombre a
través suya, aquél no sentirá ante vuestra mirada, si le culpáis, más que una
piedad un poco despreciativa. Y tendrá razón.
No intentéis explicarle a un Mermoz que se lanza sobre
la vertiente chilena de los Andes, con su victoria en el corazón, que se ha
equivocado, que una carta, de comerciante probablemente, no merecía arriesgar
la vida. Mermoz se reirá de vosotros. La verdad es el hombre que ha nacido en
él cuando atravesaba los Andes.
Y si el alemán, hoy en día, está dispuesto a derramar
su sangre por Hitler, comprendan pues que es inútil discutir sobre Hitler. Es
porque Alemania encuentra en Hitler la ocasión para entusiasmarse y ofrecer su
vida lo que hace que para ese alemán todo sea grande. ¿No comprenden que la
potencia de un movimiento reposa sobre el hombre que éste libera?.
¿No comprendéis que el don de sí, el riesgo, la
fidelidad hasta la muerte, son ejercicios que han contribuido enormemente a
fundar la nobleza del hombre?. Cuando buscáis un modelo, lo descubrís en el
piloto que se sacrifica por su correo, en el médico que sucumbe en la lucha
contra las epidemias, o en el meharista que, a la cabeza de su pelotón moro, se
hunde en la indigencia y la soledad. Algunos mueren cada año. Si incluso
su sacrificio es en apariencia inútil, ¿creéis que no ha servido para nada?
Ellos han tallado en la pasta virgen que somos originariamente una bella
imagen, han sembrado en la misma consciencia del niño pequeño, acunado por los
cuentos nacidos de sus gestos. Nada se pierde y el mismo monasterio cerrado de
clausura resplandece.
¿No comprendéis que en algún momento, nos hemos
desviado de nuestra ruta?.
La termitera humana es más rica que antes, disponemos
de más bienes y de más placeres, y, sin embargo, algo esencial nos falta que no
sabemos definir bien. Nos sentimos menos hombres, hemos perdido en algún lado
misteriosas prerrogativas.
Yo he criado gacelas en Juby. Todos criábamos allí
gacelas. Las encerrábamos en un cercado, al aire libre, pues las gacelas
necesitan el agua corriente de los vientos, y nada es más frágil que ellas.
Capturadas jóvenes, viven sin embargo y pastan en tu mano. Se dejan acariciar y
ponen su húmedo hocico en el hueco de la palma de la mano.
Y uno cree que están domesticadas. Uno cree haberlas
resguardado de la tristeza desconocida que sin hacer ruido extingue a las
gacelas, y les da la más tierna muerte...Pero llega el día en que la
encontráis, haciendo fuerza con sus pequeños cuernos contra el cercado, en
dirección al desierto. Están imantadas. Ellas no saben que os huyen; la leche
que les dais, van a beberla, todavía se dejan acariciar, más tiernamente aún
hunden el hocico en vuestra palma...Pero apenas las dejáis, descubrís que tras
algo parecido a un galope feliz, de nuevo vuelven contra el cercado. Y si no
intervenís más, allí se quedan, sin intentar siquiera luchar contra la barrera,
sino pesando simplemente contra ella, con la nuca baja, y sus pequeños cuernos,
hasta morir. ¿Es la estación del amor, o la sencilla necesidad de un galope
hasta perder el aliento?.
No lo saben. Sus ojos no se habían abierto aún cuando
las capturásteis. Ellas ignoran todo de la libertad en las arenas, como del
olor del macho. Pero vosotros sois más inteligentes que ellas. Lo que ellas
buscan, lo sabéis, es la extensión que las realizará. Quieren ser gacelas y
bailar su danza. A ciento treinta kilómetros por hora, quieren conocer la fuga rectilínea,
cortada por bruscos saltos, como si, aquí y allá, las llamas escaparan de la
arena. ¡Poco importan los chacales, si la verdad de las gacelas es sentir el
miedo que, único, las obliga a sobrepasarse, y saca de ellas las más altas
acrobacias!. Qué importa el león si la verdad de las gacelas es quedar abiertas
de un golpe de garra bajo el sol. Las miráis y pensáis: están ahítas de
nostalgia...La nostalgia es el deseo de no se sabe qué.
Existe, el objeto del deseo, pero no hay palabras para
decirlo.
Y a nosotros, ¿qué nos falta?
¿Cuáles son los espacios que nosotros pedimos que nos
abran?. Buscamos liberarnos de los muros de una prisión que se espesa en torno
nuestro. Han creído que, para hacernos crecer, bastaba con vestirnos,
alimentarnos, responder a nuestras necesidades. Y poco a poco se ha fundado en
nosotros un pequeño burgués de Courteline, el político de pueblo, el técnico
cerrado a toda vida interior. "Se nos educa, me responderán ustedes, se
nos ilustra, se nos enriquece más que antes, con las conquistas de nuestra
razón”.
Pero se hace una flaca idea de la cultura del espíritu
quien crea que ésta reposa en el conocimiento de fórmulas, en la memoria de
resultados adquiridos. El mediocre que ha terminado el último la carrera
politécnica sabe más sobre la naturaleza y sus leyes que Descartes, Pascal y
Newton. Sin embargo, sigue siendo incapaz de una sola de las hazañas
espirituales de las que fueron capaces Descartes, Pascal y Newton. A éstos se
los cultivó en primer lugar. Pascal, ante todo, es un estilo. Newton, ante
todo, es un hombre. Éste se hizo espejo del universo. La manzana madura que cae
en un prado, las estrellas de las noches de julio, las oyó hablar el mismo
lenguaje. La ciencia, para él, era la vida.
Y hete aquí que descubrimos con sorpresa que hay
condiciones misteriosas que nos fertilizan. Ligados a los otros por un fin
común, y que se sitúa fuera de nosotros, solamente entonces respiramos.
Nosotros, los hijos de la era del confort, sentimos un inexplicable bienestar
compartiendo nuestros últimos víveres en el desierto.
A todos los que entre nosotros han conocido la gran
alegría de los rescates saharianos, todo otro placer les parecerá fútil.
Por todo ello, no os asombréis. Aquél que no
sospechaba siquiera el desconocido que dormía dentro de él mismo, pero que lo
ha sentido despertarse, una vez, en una trinchera anarquista, en Barcelona, a
causa del sacrificio de la vida, de la cooperación, de una imagen rígida de la
justicia, ése no conocerá más que una verdad: la verdad de los anarquistas. Y
el que una vez haya hecho guardia para proteger a un grupo de monjitas arrodilladas, aterrorizadas, en los
monasterios españoles, ése morirá por la iglesia de España.
Queremos ser liberados. El que da un golpe de piqueta
quiere conocer un sentido para su golpe de piqueta.
Y el golpe de piqueta del presidiario no es igual ni
mucho menos que el golpe de piqueta del explorador, que engrandece al que lo
da. La prisión no reside allí donde los golpes de piqueta se propinan. No hay
un horror material. La prisión está ahí donde se dan golpes de piqueta sin
sentido, que no ligan al que los da con la comunidad de los hombres.
Y nosotros queremos evadirnos de la prisión.
Hay doscientos millones de hombres en Europa que no
conocen el sentido de sí mismos y que querrían nacer. La industria los ha
arrancado del lenguaje de los linajes campesinos y los ha encerrado en esos
ghettos enormes que parecen cocheras, llenas de trenes de vagones negros. En el
fondo de las ciudades obreras, ellos querrían despertar.
Hay otros, aprisionados en el engranaje de todos los
oficios, a los cuales les están prohibidas las alegrías de un Mermoz, las
alegrías religiosas, las alegrías del sabio, y que también querrían nacer.
Podemos, ciertamente, animarles vistiéndoles de
uniforme. Entonces cantarán sus cánticos de guerra y partirán su pan entre
camaradas. Habrán reencontrado lo que buscan, el sabor de lo universal. Pero,
por el pan que se les ofrece, morirán.
Se pueden desenterrar los ídolos de madera y resucitar
los viejos lenguajes que, mal que bien, han servido, podemos resucitar
las místicas del pangermanismo, o del imperio romano. Se puede embriagar
a los alemanes de ser alemanes y compatriotas de Beethoven. Podemos hincharlos
hasta el sombrero. Desde luego es más fácil que sacar del sombrero un
Beethoven. Pero esos ídolos demagógicos son ídolos carnívoros. El que
muere por el progreso del conocimiento o la curación de las enfermedades, ése
sirve a la vida, al mismo tiempo que muere. Es bello morir por la
expansión de Alemania, de Italia o de Japón, pero el adversario no es ya
entonces esa ecuación que se resiste a ser integrada, ni el cáncer que se
resiste al suero, el enemigo es aquí el hombre de al lado.
Hay que enfrentarse con él, pero ya no se trata, hoy,
de vencerlo. Cada uno se instala al abrigo de un muro de cemento. Cada
uno, a falta de otra cosa, lanza, noche tras noche, escuadrillas que bombardeen
al otro en sus entrañas. La victoria es para el que se pudra el último, como en
España, y los dos adversarios se pudren juntos.
¿Qué necesitaríamos para nacer a la vida?. Darnos.
Hemos sentido oscuramente que el hombre no puede comunicarse con el
hombre más que a través de una misma imagen. Los pilotos se reencuentran
si luchan por el mismo correo. Los hitlerianos si se sacrifican por el
mismo Hitler. El equipo de escaladores, si tienden hacia la misma cima.
Los hombres no se reúnen cuando se abordan directamente unos a otros, sino
cuando se confunden en el mismo dios. Tenemos sed, en un mundo convertido
en desierto, de reencontrar a camaradas: el gusto del pan partido entre
camaradas nos ha hecho aceptar los valores de la guerra. Pero no necesitamos la
guerra para hallar el calor de los hombros vecinos en una carrera hacia
la misma meta. La guerra nos engaña. El odio no ayuda nada a la
exaltación de la carrera.
Dado que basta, para liberarnos, con ayudarnos a tomar
consciencia de un objetivo que nos une los unos a los otros, es mejor buscarlo
en lo universal. El cirujano que pasa consulta no escucha en absoluto las
quejas de aquél a quien ausculta: a través de él, es al hombre al que quiere
sanar. El cirujano habla un lenguaje universal. Con su pulso fuerte, el
piloto de línea aplasta las turbulencias, y es un trabajo de forzudo. Pero
luchando así, sirve a las relaciones humanas. La potencia de ese pulso acerca
unos a otros a quienes se aman y desean reunirse: ese piloto también
ingresa en lo universal. Y el simple pastor mismo que vela a sus ovejas
bajo las estrellas, si es consciente de su papel, se descubre más que un
pastor. Es un centinela. Y cada centinela es responsable de todo el
Imperio.
De qué sirve engañar al marinero echándole, en nombre
de Beethoven, contra el hombre de al lado. Qué estupidez cuando, en un
mismo territorio, se encarcela a Bethoven en un campo de concentración, si no
piensa como el marinero. La meta para éste debe ser crecer y hablar un día,
como Beethoven, un lenguaje universal.
Si nosotros tendemos hacia esa conciencia de lo
Universal, retornaremos al destino mismo del hombre. Sólo lo ignoran los
tenderos que se han instalado en paz a la orilla, y no ven correr el río. Pero
el mundo evoluciona. De una lava en fusión, de una pasta de estrellas, nace la
vida. Poco a poco, nos hemos levantado hasta escribir cantatas o pesar las
nebulosas. Y el comisario, bajo los obuses, sabe que la génesis no está acabada
y que debe proseguir su elevación. La vida marcha hacia la consciencia. La
pasta de estrellas alimenta y compone lentamente su más alta flor.
Pero ya es grande ese pastor que se descubre
centinela.
Cuando marchemos en la buena dirección, la que hemos
tomado desde el origen, despertándonos de entre la arcilla, entonces solamente
seremos felices. Sólo entonces podremos vivir en paz, porque lo que da sentido
a la vida da sentido a la muerte.Es tan dulce a la sombra del cementerio
provincial, cuando el viejo campesino, al final de su reinado, ha devuelto en
depósito a sus hijos su lote de cabras y de olivos, para que ellos lo
transmitan, a su vez, a los hijos de sus hijos. No se muere más que a medias en
un linaje campesino.
Cada existencia se quiebra a su vez como una vaina y
libera sus granos.
Yo he visto de cerca una vez a tres campesinos, frente
al lecho de muerte de su madre. Y ciertamente, era doloroso. Por segunda vez se
rompía el cordón umbilical. Por segunda vez se deshacía un nudo; el que liga
una generación a la otra. Esos tres hijos se descubrían solos, teniendo que
aprenderlo todo, privados de una mesa familiar donde reunirse los días de
fiesta, privados del polo en el que todos se reencontraban. Pero
yo descubrí también, en aquella ruptura, cómo la vida se daba por segunda
vez. Esos hijos, ellos también, a su vez, se harían cabezas de familia, puntos
de reunión y patriarcas hasta la hora en que, a su vez, pasarían el mando a esa
camada de pequeños que jugaban en el patio.
Yo miraba a la madre, aquella vieja campesina de
rostro tranquilo y duro, con los labios apretados, ese rostro cambiado en
máscara de piedra. Y reconocía en él el rostro de los hijos. Esa máscara había
servido para imprimir el de ellos. Ese cuerpo había servido para imprimir esos
cuerpos, esos bellos ejemplares de hombres que se tenían derechos como árboles.
Y ahora ella descansaba rota, pero como una rica cáscara de la que se ha
retirado el fruto. A su vez, hijos e hijas, con su carne, imprimirían hombres
en los pequeños.
Nada moría en la granja. ¡La madre ha muerto, viva la
madre!.
Dolorosa, sí, pero tan sumamente simple aquella imagen
del linaje, abandonando uno por uno, en su camino, sus bellos despojos de
blancos cabellos, marchando hacia no sé qué verdad, a través de sus
metamorfosis.
Antoine de Saint-Exupéry,
"Paz o Guerra", "España
ensagrentada"
Paris-Soir, 4 de octubre
Fotografía: Manifestación de mujeres contra la guerra con el lema "Más vale ser viuda de heroe que mujer de miserable" del Secretariado Femenino del POUM.
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