Lo Último

1093. La forja de un rebelde III - La llama. Capítulo X - No hay cuartel

El reloj de la iglesia española dio las doce campanadas de medianoche justamente cuando el oficial de aduanas levantaba su sello de caucho de la almohadilla pegajosa de tinta. Lo apretó contra la página abierta de mi pasaporte y al mismo tiempo el reloj francés, al otro lado de la frontera, lanzó su respuesta. Si hubiéramos llegado a La Junquera cinco minutos más tarde, podían habernos hecho volver, porque mi permiso de salida de España expiraba el 22 de febrero y aquellas campanadas eran el fin de aquel día. Hubiera tenido que regresar a Barcelona y solicitar una prolongación del permiso. No hubiera tenido fuerzas para ello. Mejor reventar en Barcelona. Nuestros soldados habían perdido otra vez Teruel, estaban siendo rechazados a través de los campos helados. ¿Por qué tenía yo que huir de una imaginada locura?

El oficial estaba estampando el pasaporte de Ilsa.

Ella era quien había encontrado el coche que nos condujera, uno de los coches de la embajada británica. Por días sin fin había sido imposible encontrar otro vehículo, La última semana había estado sacudida por los bombardeos y el hambre. No había pan en Barcelona, ni tampoco tabaco para calmar el vacío consciente en el propio estómago. La mañana antes de partir habíamos pasado los puestos de pescado de la Rambla de las Flores, yendo al puerto en una busca desesperada de cigarrillos para mí; había en uno de ellos un montón raquítico de bogas, esos pececillos que pueden pescarse a millares al lado de los muelles, y sobre ellos un trozo de cartón sostenido por un alambre: «1/4 de kilo, 30 Pts». La paga de un miliciano eran 300 pesetas al mes, y para muchos era el único ingreso de sus familias. Durante las horas de camino en que había visto flamear delante de mis ojos la bandera británica, enhiesta sobre el radiador del enorme coche, había pensado varias veces en el miserable montoncito de pescado con su banderita de cartón.

El oficial de aduanas estaba ahora cerrando las correas de nuestras tres maletas.

El hombre había manejado mis manuscritos, hechos paquetes precintados por el sello de la censura del Ministerio de Estado, con un cuidado y un respeto exquisitos; indudablemente creía que iba a Francia en alguna misión misteriosa, por el prestigio de aquellos sellos y por haber llegado en un automóvil de la policía. Porque a cincuenta kilómetros de la frontera, nuestro hermoso coche británico nos había dejado en el borde de la carretera con una biela fundida, las gentes del garaje más cercano eran impotentes para arreglar aquello. Me había vuelto a sentir derrotado por el destino, me había visto a mí mismo como uno de aquellos soldados huyendo de Teruel, condenado por el fuego y la nieve; pero el propietario del garaje había llamado por teléfono a la policía del pueblo más cercano, la magia de la bandera inglesa, del acento extranjero de Ilsa y del paquete lleno de sellos les había impulsado a ofrecerse a llevarnos a la frontera en su destartalado coche. El azar ciego nos recogía de lo que él mismo había provocado. 

Así llegamos a La Junquera cinco minutos antes de medianoche, después de un viaje entre dos hileras apretadas de árboles surgiendo de la oscuridad bajo el cono de luz de los faros, y a través de pueblos dormidos, donde a veces los escombros de las casas demolidas por las bombas llenaban la carretera. Era verdad que estaba abandonando mi país.

Después, estábamos entre las dos barreras, en la tierra de nadie, un carabinero a un lado, un gendarme al otro. La carretera francesa estaba bloqueada por camiones pesados, sin luces, inmóviles, vueltos de espalda a la frontera española: no armas para España, pensé. Cruzamos la frontera. El gendarme miró por encima nuestros pasaportes y nos dirigió a la Aduana. Tuve que llevar en dos veces nuestras maletas y la máquina de escribir; Ilsa esperó por mí en el lado de España. Era una cuesta pina y ella no podía ayudarme. De uno de los camiones brincó a la carretera helada un puñado de naranjas, alegres en su liberación; dos de ellas pasaron a mi lado, rodando ráudas, de vuelta a España.

Cuando entré en la oficina de aduanas, estrecha y desnuda, me vi envuelto en humo de tabaco y en el tufo de una estufa de hierro encendida al rojo. Dos hombres dormitaban detrás del mostrador, envueltos en capotes. Uno de ellos se movió, estiró los brazos, bostezó y de pronto me dirigió una mirada aguda:

- Acaba de entrar de España, ¿eh? -y me alargó una petaca rebosante de tabaco negro cortado en hebras finas. Di unas chupadas hambrientas al cigarrillo antes de volver a la claridad helada de la noche. No había lámparas encendidas en la calle, al igual que en España; La Junquera había sido bombardeada un par de noches antes y Le Perthus estaba al lado peligrosamente cerca.

Ilsa estaba hablando al centinela español, pero yo no me sentí con ganas de prolongar la conversación. Cogí la pesada maleta, ella cogió la máquina de escribir y volvimos la espalda a España. El centinela nos gritó: 

- ¡Salud! 
- ¡Salud! 

Subimos la empinada cuesta sin hablar. No había posibilidad de dormir aquella noche en Le Perthus, porque los chóferes de los camiones que traían naranjas de España habían ocupado hasta el último rincón posible. Ahora sentía no haber cogido una de aquellas naranjas; estábamos sedientos y hambrientos. El oficial de aduanas, un francés ya viejo con unos bigotes espesos y lacios, negros y blancos, amarillos de nicotina, sugirió que un vecino suyo podría llevarnos en su coche a Perpiñán. Nos hubiera dejado pasar la noche en la oficina, pero a la una la cerraban. Pensé del dinero escaso que teníamos, de la noche helada, y decidí hablar con el vecino. Después de unos minutos de llamar a una puerta y helarnos en su umbral, nos abrió un hombre gordo, adormilado, vestido con unos pantalones desabrochados y una camiseta sin mangas. Sí, nos llevaría a Perpiñán, pero primero echaríamos un trago. Sacó una botella de vino tinto y tres vasos: 

- ¡Por la República española! - brindó. 

Mientras se vestía, él y el oficial me agobiaron a preguntas sobre la guerra. Después, el oficial de aduanas dijo: 

- Yo estuve en la otra guerra, ¡mierda, miseria y piojos! Y ahora nos están empujando a otra. Mi chico tiene justamente la edad. -De una cartera panzuda y grasienta sacó la fotografía de un muchacho espigado embutido en un uniforme mayor que él-. Aquí está. Ese Hitler está revolviendo las cosas y la segunda guerra va a ser peor que la primera. Me da lástima de ustedes, en lo que les han metido. Nosotros no queremos guerras, lo que queremos es vivir en paz, todos, aunque no se viva muy bien. Pero estos políticos, todos debían estar ahorcados. ¿Usted qué es?

-Un socialista. 

-Bueno, yo también, si me entiende usted lo que digo. Pero la política en general es una basura. Si me matan al chico… No nos hemos peleado para tener otra guerra, pero si se empeñan les vamos a tener que romper los huesos otra vez. Sólo que, es lo que yo digo, ¿por qué no pueden dejar a la gente vivir en paz?

Cuando llegamos a Perpiñán eran cerca de las tres. Las calles estaban desiertas, pero el alumbrado encendido. Mirábamos con asombro las farolas que exhibían sus focos tan desvergonzadamente. La luz de una de ellas penetraba en el cuarto de nuestro hotel. Correr la cortina era como dejar la luz fuera, desamparada en el frío de la noche.

Ilsa se había quedado dormida instantáneamente con el sueño del agotamiento. Ya me había advertido que una vez que estuviéramos en Francia, era su turno el dejarse caer. Toda la noche, a través de mi sueño, escuchaba los ruidos de la calle. A las siete estaba completamente despierto y no podía soportar más el estar encerrado en una habitación. Las paredes se me caían encima. Me vestí sin ruido y me marché a la calle, llena ya de gentes que iban a su trabajo y de un sol pálido de helada. Una muchacha con un delantalito blanco, una faldita negra corta y medias de seda, tan bonita como la doncella de una comedia, estaba ordenando los anaqueles del escaparate de una panadería: bollitos y barras, cruasanes y bizcochos, panes grandes de pan blanco sobre bandejas de madera color oro tostado, como si también las hubieran dorado al horno. El aire llevaba hacia mí la fragancia del pan fresco y caliente, como el olor de una mujer empapada de sol. La vista y el olor del pan me hicieron sentirme furiosamente hambriento, voluptuosamente hambriento.

- ¿Puede usted darme algunos cruasanes? -pregunté a la muchacha. 

- ¿Cuántos quiere, monsieur? 

- Todos los que quiera, media docena… 

Me miró con unos ojos claros, amistosos, llenos de compasión. 

- ¿Ha llegado usted de España? Le daré una docena, se los va a comer todos. 

Me comí algunos en la calle y volví a nuestro cuarto con el resto. Ilsa estaba aún profundamente dormida. Puse uno de los cruasanes en la almohada al lado de su nariz. El olor la despertó. 

Íbamos por la calle perezosamente, disfrutando el placer de ver las gentes y las tiendas, aunque nuestro paseo tenía una finalidad urgente. Íbamos al banco donde Poldi había depositado dinero a nombre de Ilsa, como parte de un dinero nuestro que él había necesitado al marcharse de España. La cantidad sería lo suficiente para permitirnos ir a París y tener dos o tres semanas de descanso, sin preocupaciones financieras inmediatas. El futuro nos parecía simple y claro. Lejos de los bombardeos me recuperaría inmediatamente. Mientras tanto, trabajaríamos en París para nuestro pueblo. A ella la aguardaba escribir innumerables artículos; a mí, historias humanas. Después volveríamos a España, a Madrid, y todo acabaría bien. Teníamos que estar en Madrid a la hora de la victoria, y estaríamos. Lo único que aún le dolía a Ilsa era que no habíamos podido quedarnos en Madrid, como era nuestro deber y nuestro derecho. 

Pero en ninguno de los bancos de Perpiñán había un depósito a nombre de Ilsa. Poldi debía de haberlo olvidado; en sus últimos días, parece que su cerebro no funcionaba bien.

Contamos y recontamos nuestro dinero. Al cambio oficial habíamos salido de España con cuatrocientos francos. No era bastante ni para dos billetes de tercera a París, ni para estar una semana en el hotel de Perpiñán. Nos sentíamos estupefactos, sin saber qué hacer. ¿Qué podíamos vender? No teníamos más que unas cuantas prendas de vestir bastante usadas, papeles y un viejo mantón filipino. ¿La máquina de escribir? Pero entonces nos quedábamos sin nuestra herramienta de trabajo.

Dejé a Ilsa en el hotel, buscando refugio en el sueño, y bajé a beber algo al patio del hotel. Cuando vi a Sefton Delmer sentado allí en el centro de un ruidoso grupo, me sentí molesto. No quería que se enterara de nuestra situación. Pero él tomó nuestra estancia en Perpiñán como una cosa natural y comenzó a hablar únicamente del nuevo coche que había venido a buscar para sustituir el viejo Ford de dos asientos, desgastado por la guerra, que había pasado por última vez a través de la frontera antes de licenciarlo. Miré con él el nuevo coche y escuché sus viejas hazañas y pensé si el viejo veterano estaría destinado como la máquina de escribir, que ahora era mía, a morir en la basura. Sentía una amargura y envidia secretas y pregunté a Delmer qué le iba a pasar al coche. Bueno, su colega Chadwick, que era quien había traído el nuevo coche desde París, se iba a quedar con él: ese tipo que está ahí, el de la cabeza apepinada. En un par de horas volvía a París en él.

Temblando de excitación, le pregunté, tan casualmente como pude, si creía que Mr. Chadwick tendría por casualidad sitio para nosotros en el coche. Teníamos poco equipaje y queríamos ir a París. Sí, había el sitio justo si no nos importaba ir incómodos. Le dije que no nos importaba y corrí a despertar a Ilsa, orgulloso como si le hubiera jugado una mala partida al destino. A las cinco de la tarde estábamos en camino de París, donde nuestro conductor tenía que estar al día siguiente a mediodía.

El viaje fue nuestra salvación y mi pesadilla. En la luz del crepúsculo, cada curva del camino sobre el llano era una amenaza de destrucción súbita. Me sentía aterrorizado de la posibilidad de un accidente estúpido y malicioso, de cada torsión de los engranajes del mecanismo triturador de la vida. Cuando comenzamos a trepar al Plateau Central (en el mapa parecía el camino más corto a París), la carretera estaba helada y el coche patinaba en cada curva cerrada. Chadwick era un chófer experto y decidido y yo tenía bastante disciplina de viajero de automóvil para decirle nada, pero tenía a veces que apretarme contra Ilsa para calmar mi temblor. Con la misma gráfica claridad con la que había imaginado muchas veces el curso y efecto de un obús, imaginaba ahora el patinazo, el choque y la mutilación cruel. Paramos una vez en una taberna aislada para confortarnos un poco y cenar rápidamente. Perdimos el camino y volvimos a encontrarlo. El hielo se convirtió en nieve crujiente. Seguíamos sin detenernos, a toda velocidad, mientras yo apretaba el brazo de Ilsa con mis dedos.

Poco antes del amanecer, cuando nos encontrábamos cerca de Clermont-Ferrand, Chadwick detuvo el coche. Estaba agotado y necesitaba descansar algo como una hora. Ilsa se incrustó en el hueco detrás del asiento, bajo la curva baja del techo del coche. Chad-wick se quedó dormido sobre la rueda del volante. Yo traté de hacer lo mismo en un rincón, ahora que tenía más sitio. El frío me agarrotaba, me tenía que mover, no podía dormir. Abrí la portezuela cuidadosamente y me fui a pasear por la carretera. 

Era un amanecer gris, frío y húmedo. La tierra estaba profundamente helada. Unos cuantos árboles a lo largo de la carretera no eran más que esqueletos retorcidos. En la cima de un cerro cercano, una alta chimenea de ladrillo se enseñoreaba sobre los edificios negros de una fábrica y vomitaba oleadas de humo espeso. Pasaban a mi lado los obreros en sus bicicletas, primero sueltos, después en enjambres; sus luces rojas punteaban un camino lateral que iba a la fábrica. De pronto, el alarido de una sirena rasgó el aire; de la base de la chimenea surgió un pulmón espeso de vapor blanco que se enroscaba en la neblina. Me estranguló la náusea cuando no estaba preparado para ello. Vomité en medio de la carretera y me quedé allí helado, temblando, empapado en sudor, castañeteándome los lientes.

¿Es que no había cura para mí? Había estado allí, mirando la chimenea, viendo surgir el chorro de vapor blanco antes de que llegara a mí el sonido; debía saber que el silbido de la sirena iba a llegar a mí; sabía que lo único que significaba era la hora de entrada al trabajo y no el aviso de un bombardeo. Sabía que estaba en Francia, en la paz. Y sin embargo era el muñeco de mi cuerpo y de mis nervios. Hasta que no pasó media hora, no desperté a los otros. Chadwick gruñó un poco porque le había dejado dormir más allá de las seis; le dije que me daba lástima despertarle, tan agotado como estaba. No podía decirle que me hubiera dado vergüenza el que me hubiera visto pálido y temblón.

Hacía una mañana fría y soleada cuando entramos en París. Chadwick, todo prisas, nos dio la dirección de un hotel barato en Montparnasse y nos fuimos allí en un taxi. El ruido de la ciudad me desconcertaba. En broma, dije a Ilsa:

- Hotel Delambre, rue Delambre. Si lo pronuncias como en español, es hotel del hambre y la calle del hambre.

Lo fueron: hotel del Hambre, calle del Hambre, era nuestro destino. 

La pequeña alcoba en el tercer piso olía a guiso pobre y a calle sucia. Sus paredes estaban cubiertas con un papel pintado con rosas rojas y malva descoloridas que parecían repollos sobre el fondo gris azulado; un lecho, desvergonzado de puro grande, llenaba la mitad de la habitación; un armario amarillo que crujía pero no cerraba, una mesa vieja de oficina, un lavabo de esmalte blanco con grifos niquelados, ambos surtiendo agua fría a pesar de sus leyendas, era el resto. Madame, la mujer del propietario, debía de haber sido una gran moza. Ahora era formidable, con unos ojos negros taladrantes y una boca de labios finos apretados. Su marido tenía un bigote flojo de foca y un corpachón blanducho; en cuanto tenía la ocasión, se escapaba de la portería y dejaba a la mujer que hiciera guardia detrás de la mampara de cristal. Era más barato alquilar el cuarto por mes; pero después de pagar un mes adelantado nos quedó dinero bastante para comer tres días. Los pequeños restaurantes del barrio ofrecían comida a siete francos y medio, con pan a discreción incluido en el menú. Después de España, y una vez que nuestra primera hambre se había apaciguado, una comida al día nos parecía bastante. Calculábamos que podíamos vivir con veinte francos al día. Para irnos sacando adelante teníamos algunas pocas cosas -nuestros relojes, mi estilográfica, el mantón filipino- que podíamos empeñar en el Monte de Piedad, por cantidades lo suficientemente pequeñas para darnos la seguridad de recuperarlas. Y yo iba a comenzar a ganar dinero inmediatamente.

Me fui a la embajada de España. El canciller, Jaime Carner, me recibió con mucha simpatía y no menos escepticismo, me dio una carta de presentación para dos periódicos de izquierda, pero me avisó que encontraría dificilísimo el romper el círculo encantado de las peñas literarias sin estar apoyado fuertemente, bien por un partido político o por alguno de los escritores consagrados. Sabía que no podía contar con ello.

Vincéns, al principio el agregado de prensa, después la cabeza de la Oficina de Turismo Española -una de las principales agencias de propaganda-, nos invitó a comer, lo cual era bienvenido, y me dio otra carta de presentación para otro periódico de izquierda.

El profesor Dominois, que había sido un amigo de Poldi -un socialista francés, un partidario ciego de la República española y un experto en la política de Centroeuropa-, nos citó en el Café de Flore, se dejó caer de un taxi, su chaleco manchado y tripudo a medio abrochar, sus lentes de oro colgando de un cordón de seda negra, su cartera de ministro vomitando papelotes, y, con un entusiasmo y una buena voluntad tremendos, comenzó a desarrollar ante nosotros fantásticos planes de nuestro futuro trabajo de propaganda, ¡en la embajada de España!

Con un paquete de traducciones defectuosas de mis historias sobre Madrid me fui a visitar a los editores. Algunas de estas historias fueron aceptadas, para perecer sur le marbre, la mesa de componer, que es el cementerio de todas las contribuciones sin importancia. Algunas fueron publicadas; y dos ¡me las pagaron! Las pruebas de una historia, con todos los sellos de La Nouvelle Revue Française que la había aceptado, impresionó tan profundamente a nuestra patrona que pudimos obtener de ella crédito por una quincena… Ilsa tenía más suerte: colocó algunos artículos de ella y algunas traducciones de mis cuentos en periódicos suizos socialistas que pagaban puntualmente, aunque poco. Más tarde encontramos una muchacha sueca que, llena de entusiasmo (porque reconoció en Ilsa a la heroína de una charla por radio que había dado una periodista sueca a su retorno de Madrid), tradujo dos historietas de Valor y miedo, y las historias, milagrosamente, fueron publicadas y pagadas. La suma total de nuestros esfuerzos en las primeras semanas comenzaba a parecer importante. Nos decíamos a nosotros mismos y uno al otro que solos, sin ayuda de nadie, habíamos obligado a leer a gentes de fuera sobre nuestra guerra, precisamente cuando ya comenzaban a sentirse cansados de ella y que para los mismos periódicos no tenía importancia. Pero aunque había consumido todas nuestras energías combinadas el hacer tanto, era sin embargo muy poco, poquísimo, para lo que había que hacer, y no satisfacía nuestra ansia de trabajar, ni nos proporcionaba más que un poquito de dinero ocasionalmente. Muy pronto nos vimos entrampados con el hotel, encadenados a un sitio en el que odiábamos hasta el mismo aire, sin contar las minúsculas hormigas rubias que invadían nuestro cuarto a millares. A menudo pasábamos hambre.

Ilsa no estaba en mejores condiciones que yo de hacer trabajo sistemático. Por las tardes estaba febril y casi inmovilizada por dolores reumáticos; media hora de paseo la agotaba hasta casi hacerla llorar. Cuando llegamos a Francia, me había pedido que le diera tiempo para recuperar sus fuerzas. Ahora me ponía furioso y deprimido el ver que tenía que ir ella en busca de trabajo o de un amigo que nos prestara una pequeña suma para poder ir sosteniéndonos. Encontró algunas lecciones, pero ninguno de sus discípulos podía pagar más que sumas modestas; uno de ellos no podía pagar más que un café con leche y un bollo cada vez que recibía una lección de inglés. Yo encontré un centro de traducciones que pagaba un franco por cada cien palabras, con un mínimum garantizado de tres francos. Tenía centenares de traductores esperando en sus listas, sobre todo para traducciones del y al alemán, pero ocasionalmente le mandaban a Ilsa textos cortos para traducir al francés de uno de los idiomas escandinavos y a mí me daban trabajo en español. La mayoría de ellos eran anuncios o instrucciones para usar productos; no valían más de cinco francos, lo bastante para comprar pan y queso. Pero una vez me dieron el texto de una patente para traducir al español. Cuando comencé a escribir, una de las palancas de los tipos se rompió. Era casi un desastre, porque la patente era lo suficientemente larga para asegurarnos la comida caliente de lo menos cinco días. Me senté a pensar una solución, mientras Ilsa trataba de dormir. En un sentido me llenaba de excitación el tener que entendérmelas con una adversidad puramente mecánica. Cuando al fin encontré mi gran invento y arreglé la palanca sustituyéndola con cuerda de piano, me sentí feliz durante días. Aún siento orgullo de ello; y la palanca aún sigue funcionando.

Sin embargo, por muchos días en semanas interminables, vivíamos exclusivamente de pan y café negro. Hasta que pudimos comprar una estufilla de alcohol, una cacerola y una sartén, sin detenernos a pedir permiso a Madame para guisar en nuestro cuarto. La doncella, una semiprostituta que limpiaba la habitación, nos había dicho que Madame no permitía que se lavaran platos en el lavabo y éramos demasiado conscientes de nuestra deuda para atrevernos a pedir favores. Pero unos pocos días consecutivos de dieta de pan y café en el mostrador del bar -donde era más barato, y más claro, que en el salón-, nos debilitaba demasiado. Ninguno de nosotros dos nos habíamos recuperado de los efectos de los tiempos de privación en España, y cuando mi estómago estaba vacío, mi cerebro funcionaba más febrilmente aún, a la vez que me sentía apático. A menudo me parecía más razonable quedarme en la cama dormitando que salir a la calle y empeñar el reloj una vez más o tratar de obtener cinco francos de gentes que tenían poco más que nosotros mismos, pero a quienes era aún preferible pedir que a gente que vivía una vida normal y confortable. Había sido mucho más fácil pasar hambre en España, al igual que todo el mundo y por una razón que valía la pena, que tener hambre en París por no encontrar trabajo y no tener dinero, mientras las tiendas desbordaban de comida.

Algunas veces Ilsa tenía un arranque de valor desesperado y se iba a pedir ayuda a alguno de sus amigos en buena posición, temerosa de que la avergonzaran. Pero tenía tanto miedo de encontrarse con la mirada hostil de Madame y de que le preguntara cuando pensábamos pagar la renta del cuarto, que generalmente era yo quien espiaba y se escurría a escondidas a través de la maldita vidriera con su timbre destemplado, en busca de dinero al menos para pan y cigarrillos. Si esperaba bastante en la esquina de nuestra calle fuera del Café du Dome, era seguro que viera a alguien a quien conocía de España o uno de los refugiados amigos de Ilsa, gentes pobres como nosotros, pero siempre dispuestas a dar parte de lo que tuvieran, tan fácil y naturalmente como en Madrid los camareros y yo hacíamos un fondo común de cigarrillos en los días de escasez, seguros de que a cada uno le llegaba su turno de dar y de tomar. 

Si la única persona a quien encontraba tenía suficiente dinero para pagarme un café en el recién abierto y deslumbrante bar del du Dome, me quedaba allí agradecido, aceptaba un cigarrillo del camarero y escuchaba sus historias; cruzaba bromas con la muchachita alemana que pretendía ser la única modelo «con un trasero a lo Renoir», miraba descaradamente a los turistas ingleses y americanos que venían a echar una ojeada a la vida bohemia, y me volvía al hotel, derrotado, para no volver a salir hasta ya entrada la noche. Cuando tenía suerte, me llevaba a Ilsa, protegiéndola con mi cuerpo al cruzar la vidriera del portal, y nos íbamos a comer salchichas cocidas al bar, con un humor alegre y travieso porque Madame no nos había dicho nada y porque estábamos aún vivos, no enterrados en nuestra alcoba maloliente.

A Ilsa no le agradaba estar en el bar. El ruido la ponía inquieta. En general se enzarzaba en conversación con la florista de la puerta, una mujer imperiosa, gruesa y frescachona con la que discutía sus flores y los artículos de L'Humanité, o se iba a la vuelta de la otra esquina, a una tiendecilla de libros usados a la que se entraba por una puertecilla estrecha pintada de azul chillón; allí, la mujer del lánguido y bonito propietario, una muchacha diminuta con ojos negros siempre rodando en guiños picaros y el pelo teñido de un rubio amarillo, le dejaba husmear entre los libros y llevarse uno alquilado por un franco, o en días de riqueza comprar uno, en la seguridad de que pagaría la mitad de precio cuando lo devolviera. En la tienda de libros se cultivaba el surrealismo, en la guisa primitiva de la absurdidad, con juguetes de cartón metidos en la caja de un loro o colgando del techo enfrente de un daguerrotipo de la época del terciopelo, los pantalones ceñidos, levita y sombrero de copa. Pero había buenos libros. Lo único realmente surrealista para mí eran los dos gatos: una gata enana siamesa y un enorme gato negro persa que estaba castrado y que se sentaba inmóvil, mientras la gata, en celo, se revolcaba por el suelo en su frenesí, exhibiéndose frente a él y acabando por atacarle furiosa.

Mientras las mujeres hablaban, me aburría en la trastienda; no lo remediaba ni aun la lectura de André Gide, que me parecía hermosa, pero con una austeridad irreal, remota y fría. Prefería moverme en la calle o en el bar entre las gentes. Era una escena inagotable.

Cada día, exactamente al oscurecer, llegaba al bar del Dome un hombre chiquitín y ocupaba uno de los taburetes al extremo del mostrador en herradura. Llevaba siempre el mismo traje oscuro brillante sobre su cuerpecito redondo y el mismo sombrero hongo, descolorido, en su cabecilla redonda, como remate de una cara también redonda, sin más rasgos que un bigote verdaderamente francés. Parecía un viejo empleado de confianza de uno de esos notarios a la antigua de provincias, que viven en casas centenarias, ya un poco ruinosas, y tienen un despacho sombrío y polvoriento, donde los legajos se amontonan en cada rincón atados con balduque rojo descolorido y donde una tribu de ratas crece y se multiplica feliz y respetable, sometida a una dieta de papeles amarillentos y de migajas de pan y queso.

El hombrecillo levantaba el índice, lenta y deliberadamente, lo doblaba en gancho y llamaba con él al camarero dentro de la herradura del bar. El camarero acudía y ponía un vaso lleno de un líquido incoloro enfrente del hombrecillo, dejaba caer dentro unas pocas gotas de una botella, y una nube verde amarillenta se elevaba del fondo en el fluido transparente hasta que todo ello quedaba teñido. Era pernod. El hombrecillo colocaba un codo sobre el mostrador, doblaba su mano hacia fuera en ángulo recto, descansaba la barbilla en la mano y se sumergía en la contemplación del líquido verdoso. De repente se arrancaba de su meditación; su cabeza se liberaba con una sacudida, su brazo se extendía rígido, su índice señalaba acusador en el vacío, sus ojos surgían hacia fuera y rodaban en sus órbitas en una revisión rápida de los clientes acodados al mostrador del bar. Hasta que sus ojos y su dedo se detenían y apuntaban directamente a la cara de alguien. La víctima solía hacer gestos y sonreír, y entonces el índice acusador trazaba signos en el aire, afirmativos y negativos, preguntando y persuadiendo, mientras las facciones vacías del hombrecillo se contraían en una serie de muecas rápidas ilustrando la retórica del dedo. Pero su cuerpo se mantenía inmóvil y las palabras y exclamaciones que formaban sus labios nunca se convertían en sonidos. La gesticulante cabeza parecía uno de esos juguetes de goma que consisten en una cabeza que se deforma y gesticula cuando se le aprieta el cuello. De pronto se interrumpía la actuación, el hombrecillo bebía un traguito de su pernod y volvía a sumergirse en meditación por unos cuantos minutos, para reanudar su soliloquio en una clave distinta, con el mismo vigor mudo.

Se pasaba así horas, sin moverse jamás de su asiento, agitando de tiempo en tiempo su dedo para pedir otro pernod. Las gentes le embromaban y trataban de hacerle hablar, pero nunca he oído salir una palabra de sus labios. Cuando sus ojos miraban directamente a los vuestros, os dabais cuenta de que no os veían. Eran las ventanas de una casa vacía; dentro de la piel de su cuerpo no había nadie.

Pero yo había perdido ya mi miedo de volverme loco. Mi enfermedad había sido miedo de destrucción y miedo de la lucha dentro de mí mismo. Era una enfermedad que atacaba igualmente a todos los demás, a no ser que estuvieran vacíos de pensamiento y de voluntad, muñecos gesticulantes como el hombrecillo del bar. Cierto, los otros se habían construido más defensas que yo, o poseían mayores poderes de resistencia, o habían vencido en la lucha abriéndose un camino a una claridad mayor. Pero yo podría también abrirme mi propio camino a una claridad, y al fin podría ayudar a otros en su batalla si lograba trazar mi enfermedad mental -esta enfermedad que no era únicamente mía- hasta sus raíces más profundas.

En aquellas ruidosas tardes de verano, cuando estaba solo entre extranjeros, me daba cuenta de que no podía escribir más artículos ni más historias de propaganda, sino dar forma y expresar mi visión de la vida de mi propio pueblo, y que para aclarar esta visión tenía primero que entender mi propia vida y mi propia mente.

En la guerra conmigo mismo no existía liberación, ni excusa, ni cuartel. Esto sí lo sabía. ¿Cómo podía haberlo, cuando la guerra que galopaba sobre mi país quedaba empequeñecida por las fuerzas que se alineaban para otra guerra, amenazando mortalmente toda libertad del espíritu?

El tronar de los aviones de pasajeros llevaba siempre consigo la amenaza; me recordaban sin cesar el Junkers gigante, cuyos sillones tapizados era tan fácil sustituir por los aparatos lanzabombas. Esperaba que las bombas alemanas cayesen sobre París. Entonces, las asociaciones de todos serían las mismas que las mías.

Cada jueves, las sirenas de París bramaban durante un cuarto de hora, comenzando a mediodía. Mucho antes de que comenzara este ensayo de alarma, me preparaba para su choque, aunque nunca llegara a evitar que el jugo amargo de la náusea me llenara la boca. Una vez esperaba un tren en la plataforma del metro, hablando tranquilamente con Ilsa, cuando vomité inesperadamente; y sólo en plena arcada me di cuenta del ruido del tren que pasaba sobre nuestras cabezas. En las bóvedas brillantes, cubiertas de azulejos blancos, de la estación de Chátelet, me obsesionó la visión de la multitud entrampillada allí durante un bombardeo aéreo combinado con un ataque con gas. Miraba los grandes edificios calculando su potencial resistencia a las bombas.

Estaba sentenciado a una realización constante del choque que se avecinaba, en su forma física, y estaba sentenciado a sentir la impotencia y la violencia turbia de sus víctimas y de sus luchadores dentro de mi propia mente. Pero de estas cosas no podía hablar a nadie más que a Ilsa.

Los franceses que conocía apenas si disimulaban su impaciencia, llena de miedos, hacia la lucha en España; resentían el escrito en la pared, porque aún se agarraban a su esperanza de paz para ellos mismos. Los refugiados políticos de Austria, a quienes encontraba a través de Ilsa, estaban desconcertados por los acontecimientos de su país, recientemente ocupado por Hitler, y de la amenaza que se cernía sobre Checoslovaquia; pero aun así encontraban refugio en sus doctrinas de grupo, en sus ambiciones y en sus querellas. Uno solo entre ellos, el joven Karl Czernetz, se daba cuenta de que el socialismo internacional tenía mucho que aprender del caso histórico que ofrecía el cuerpo sangrante de España y nos agobiaba con preguntas acerca de los movimientos de masas, los partidos políticos, los factores sociales y psicológicos de nuestra lucha; los demás parecían tener sus opiniones hechas. En cuanto a los españoles con quienes me encontraba en lugares oficiales o semioficiales, deberían estar sacudidos por nuestra guerra como yo lo estaba, pero de lo único que tenían miedo era de desviarse de la línea oficial o del Partido que les proporcionaba tan buen refugio. Yo era mucho más extranjero, o al menos tanto para ellos como para los otros, aunque estaba muy lejos de gloriarme de este aislamiento que limitaba mi radio de acción. La alternativa, sin embargo, era peor, porque significaba tener que chalanear con mi independencia de pensamiento y de expresión a cambio de una ayuda condicional y de una etiqueta de partido que hubiera sido una mentira.

Aun en mis propios oídos mis intenciones sonaban locamente audaces: obligar a gentes extrañas a ver y entender bastante de la sustancia humana y social de nuestra guerra, para que se dieran cuenta de la medida en que estaba encadenada a su propia guerra, latente aún, pero que se acercaba irremisible. Mientras trataba de controlar y definir mis reacciones mentales, fue naciendo en mí la convicción de que los conflictos internos detrás de estas reacciones torturaban no sólo a mí, el individuo, sino también las mentes de innumerables españoles como yo; y que también torturarían las mentes de innumerables hombres a través del mundo en el momento en que el conflicto los absorbiera.

Si otros no sentían la urgencia de buscar la causa y el encadenamiento de causas, yo la sentía. Si ellos se contentaban con hablar de la culpabilidad del fascismo y del capital y de la victoria final del pueblo, yo no. No era bastante; estábamos todos remachados a la misma cadena y teníamos que luchar todos para liberarnos de ella. Me parecía que podía entender mejor lo que estaba pasando a mi pueblo y a nuestro mundo si descubría las fuerzas que me habían forzado a mí, el hombre solo, a sentir, actuar, errar y luchar como lo había hecho.

Comencé a escribir un libro sobre el mundo de mi niñez y juventud. Al principio lo quería titular Las raíces, y describía en él las condiciones sociales entre los trabajadores de Castilla al comienzo del siglo, en los pueblos y en los barrios pobres que yo había conocido. Pero me encontré escribiendo demasiadas declaraciones y reflexiones, que creía necesario suprimir porque no brotaban de mi propia experiencia ni de mi propio ser.

Traté de limpiar la pizarra de mi mente, dejándola vacía de todo razonamiento, y tratar de retroceder a mis orígenes, a las cosas que había olido, visto, palpado y sentido, y cuáles de estas cosas me habían forjado con su impacto.

Al principio de mi vida consciente me encontré con mi madre. Con sus manos roídas por el trabajo, hundiéndose en el agua helada del río. Con sus dedos suaves enredándose en mis cabellos revueltos. El viejo puchero, tapizado de negro, en el que ella cocía y recocía su café de posos. En el fondo de mi memoria encontré la pintura del arco, para mí inmenso, visto desde el río, del puente del Rey, con el coche real, escoltado por los jinetes vestidos de blanco y rojo, pasando sobre nuestras cabezas; las lavanderas golpeando la ropa con sus palas; los chiquillos pescando pelotas de goma en el agua negra ymaloliente de la alcantarilla de Madrid; y la voz de la mujer asturiana que cantaba:

Por debajo del puente no pasa nadie, 
tan sólo el polvo que lleva el aire…

Así empecé. Titulé el libro La forja, y lo escribí en el idioma, las palabras y las imágenes de mi niñez. Pero tomó mucho tiempo escribirlo porque tenía que ahondar profundamente en mí mismo. 

Por aquella época tuvimos un golpe de buena fortuna: Ilsa ganó una libra esterlina, que valía 180 francos al cambio de aquella semana. Compramos la estufilla de alcohol y la sartén de que tanto habíamos hablado, y dos platos, dos tenedores, dos cucharas y un cuchillo. Yo me acordaba del olor y del crepitar de la sartén de mi madre en la buhardilla y me puse a tratar de hacer guisos españoles para nosotros. Eran guisos de pobre, pero a mí me sabían a mi país: sardinas fritas, patatas, albondiguillas, todo frito en un aceite cantarín, aunque no fuera aceite de oliva. No había guisado en mi vida, pero me acordaba de los movimientos de las manos de mi madre: «Ahora, ella cogía esto y hacía así…». 

Era algo de alquimia y de magia blanca. Mientras freía sardinas frescas y hermosas delante de la chimenea negra y fuera de uso, hablaba a Ilsa sobre la buhardilla, el pasillo, la escalera, la calle, los ruidos y los olores de Lavapiés. Se imponían y apagaban los ruidos y olores de la rue Delambre. Después, antes de volver a sentarme a la máquina, me tiraba a lo largo de la alfombra, la cabeza en el regazo de Ilsa y sus dedos entre mis cabellos, y escuchaba su voz cálida. 

Al final de nuestra calle se abría una plaza en la que se instalaba el mercado del barrio. Nos íbamos allí juntos a buscar vegetales para una ensalada y el pescado más barato que hubiera en el mármol de los pescadores. Muchas veces nos salvábamos de otro día de hambre gracias a los calamares, que muy poca gente compraba y que el pescadero estaba siempre dispuesto a vender por unos céntimos. Su aspecto era repugnante: feos, sucios y escurridizos. Pero les arrancaba paciente sus varias capas de piel hasta que no quedaba más que la carne fresca llena de reflejos de nácar; preparaba una salsa deliciosa con su propia tinta, aceite, laurel, ajo y vinagre, y cocinaba en ella lentamente las tiras de carne blanca. El cuarto entero olía como la cocina de Miguel al pie del Peñón de Ifach. Otros días Ilsa tenía un ataque nostálgico e insistía en preparar por una vez un plato vienés, bajo mis ojos críticos. Tarde en la noche, cuando ya no me atrevía a teclear en la máquina, temeroso de las quejas de otros huéspedes, nos íbamos a dar un paseo hasta Saint-Germain-des- Prés, a mirar la luminosidad azul del cielo y mantener intacta la frágil burbuja de nuestra alegría. 

Cuando teníamos un poco más de dinero del que necesitábamos para el día, perdíamos la cabeza. En lugar de gastarlo cuidadosamente, celebrábamos cada pequeña victoria con un nuevo desafío a nuestra existencia, pagándonos una comida completa en un verdadero restaurante -doce francos-, con una botella de vino barato incluida en el precio. Usualmente nos sentábamos bajo el toldo a tiras del restaurante Boudet en el bulevar Raspail, porque me gustaba la mezcla de sus clientes, estudiantes americanos ruidosos, disecados chupatintas parisienses y familias provincianas apaletadas, a la busca de París; y porque me gustaba mirar el espacioso bulevar con su aire de aristócrata en decadencia y la hilera de cuadros - puestas de sol, lilas en floreros azules, doncellas vergonzosas con mejillas rosadas- que se exponían en la acera opuesta. También, porque Boudet daba un buen cubierto por ocho francos o platos sustanciosos a la carta, y eran generosos con su pan blanco que circulaba libremente en cestos llenos y vueltos a llenar inmediatamente por las camareras.

En las tardes bochornosas, cuando me ahogaban las cuatro paredes de nuestro cuarto y quería ver gentes y luces, oír voces anónimas y sentir el ligero fresco del crepúsculo, íbamos a Boudet aunque todo nuestro capital no fuera más que cinco francos. Pedíamos un solo plato, rechazábamos dolorosamente la garrafa de vino que la camarera ponía automáticamente sobre la mesa, y nos adueñábamos de uno de los cestos de pan que estuviera bien lleno. Pero al principio del verano nos ocurrió un día que cuando pedíamos un plato de macarrones para el uno y otro plato para el otro - una combinación que nos permitía hacer comida de dos platos, dividiendo nuestra ración respectiva-, la camarera, una mujer ya madura de abundantes carnes, se inclinó sobre nosotros y dijo: 

- Deben ustedes comer más, esto no es bastante. 

Ilsa se quedó mirando la cara amistosa de la mujer y dijo: 

- No importa mucho. Hoy no podemos gastarnos más dinero. Otro día tal vez. 

Pero la próxima vez que volvimos a pedir un solo plato, la camarera se plantó, sólida y firme, y dijo: 

- Les voy a traer dos cubiertos; hoy hay un buen menú. Madame me ha dicho que tienen ustedes crédito y que pueden comer lo que quieran. 

Me fui a dar las gracias a Madame, balbuceando como un colegial. Estaba sentada detrás de su registradora, en un traje negro, con un gato blanco y negro al lado; pero al contrario de la mayoría de las propietarias de restaurantes francesas atrincheradas en la caja, no era llamativa ni su escote pródigo, ni tampoco llevaba su traje de satén negro ceñido como un guante a un cuerpo encorsetado. Era pequeña, delgada y vivaracha, rápida de frase, como una madre con muchos chicos. ¡Oh, sí, todo estaba arreglado! ¡Que no sabía cuándo y si podría pagar! No importa, ya pagaríamos. Interrumpió mis francas explicaciones de nuestra situación financiera: nosotros cenaríamos a crédito todo lo que nos hiciera falta y pagaríamos cuando tuviéramos dinero. Quien arriesgaba su dinero era ella, y era muy dueña de hacerlo.

Comenzamos a racionar nuestras visitas a Boudet; pero aun así, íbamos bastante a menudo cuando no teníamos dinero para guisar en nuestro cuarto o cuando queríamos animarnos un poco. Hacia el fin de septiembre habíamos acumulado una deuda de casi seiscientos francos. El cariño cálido de las dos mujeres no cambió nunca, ni nunca asumieron un aire protector. Algunas veces íbamos a comer allí para confortarnos en su acogida tan llena de calor humano. Cuánto me ayudó a mí a seguir trabajando sin la preocupación del momento próximo en que tendría que salir a escondidas a la caza de unas monedas, no puedo decirlo. Pero era, ciertamente, mi ambición secreta pagar un día mi deuda moral -la deuda en dinero la pagué, absurdamente, con dos mil francos ganados en la lotería, con el único vigésimo que compré en Francia y que compré con una desesperación cínica, con mis últimos diez francos, un día gris y lluvioso- y pagarla públicamente, ante el mundo, en letras impresas, como ahora lo hago.

Aquel septiembre, azul y oro, fue el septiembre de Munich.

Durante semanas, los franceses alrededor nuestro habían estado discutiendo la posibilidad de una paz pagada a cualquier precio, pagada por otros que no fueran ellos. Comenzaron a mirar de mala manera a los extranjeros que personificaban un aviso desagradable del futuro y la amenaza de complicaciones políticas. Comenzaba a extenderse el despectivo insulto, sale métèque. Fuera cual fuera su origen, su alcance era claro y hería por la espalda a todos los extranjeros que no fueran ingleses o americanos. Oí una vez a un borracho escupir un «¡puerco negro!» en la cara amarillagris de un mulato que llevaba en su solapa dos cintas, condecoraciones preciadas de la última guerra. Los trabajadores, cuyas conversaciones escuchaba en los bistrots, estaban inseguros y confundidos; ¿por qué tenían ellos que pelear por una burocracia que se volvía fascista o por un gobierno de grandes negocios? Mirad a España. España mostraba claramente lo que ocurría al pueblo que arriesgaba sus vidas por defender su libertad: «¿No es verdad, español?». Era para mí muy difícil contestar aquello; su odio a la guerra no era mayor que el mío; desconfiaba de su Gobierno tanto como ellos. Lo que dijera acerca de la necesidad de luchas por un orden social mejor, se había dicho tantas veces que sonaba a hueco; la palabra libertad sonaba irónica. 

Un número cada vez mayor de refugiados solicitando en la Prefectura de Policía la prolongación mensual o bimensual de su permiso de estancia recibían la respuesta de que tenían que abandonar el país en ocho días. En la esquina del Café du Dome oía las historias de muchos que abandonaban París y se iban a pie por las carreteras, huyendo al sur, antes de que los arrestaran y los obligaran a cruzar la carretera belga o la alemana, abandonados al destino. 

Los republicanos españoles también tropezábamos con el antagonismo oficial. Los ejércitos de Franco habían cortado la España leal en dos partes que disminuían rápidamente, y el grueso de sus fuerzas amenazaba Cataluña. Cuando, a nuestra vez, tuvimos que ir a la prefectura (a pie, porque teníamos el dinero justo para pagar los derechos de prolongación), discutimos sobriamente lo que haríamos si nos negaban el permiso de estar más tiempo en el país. ¿Volver a España - mi libro casi terminado, mi salud casi restablecida- con la seguridad de que no nos darían trabajo? Teníamos una invitación para ir a Inglaterra e Ilsa hablaba de marcharnos como si fuera nuestro propio país. Pero ¿cómo podíamos encontrar en ocho días el dinero necesario para el viaje? Era un callejón sin salida. Después, cuando el empleado aburrido nos prolongó el permiso sin el más ligero comentario, bajamos las escaleras cogidos de la mano como chiquillos que salen de la escuela; pero me flaqueaban las piernas. 

En las tardes, las gentes se agrupaban en los bulevares, esperando, después leyendo y comentando, las últimas noticias de la última edición de Paris-Soir. Hitler había hablado. Chamberlain había hablado. ¿Y qué con Checoslovaquia? Era guerra o no guerra. En nuestro barrio, una de las tiendas de comestibles apareció cerrada: el propietario se había ido a provincias con toda su familia. Al día siguiente, dos tiendas más de la rue Delambre estaban cerradas porque sus propietarios se habían ido con su familia. Era una pesadilla el pensar lo que iba a ocurrir en este París si estallaba la guerra; lo primero, sería el caos en el suministro de víveres, porque las gentes no tenían más pensamiento que escapar de las bombas. Era amargo, a la vez que confortante, pensar de nuestra gente en Madrid que aún seguía resistiendo, cuando se acercaba al fin su segundo año de sitio. 

El 14 de julio, cuando la ciudad crepitaba con las explosiones de los fuegos artificiales de la fiesta y el cielo estaba lleno de luces de color, me había ido a una estación del metro porque no podía soportar el ruido y la trepidación de la tierra; en la calle las gentes habían cantado y bailado, en un esfuerzo cansino y pobre de recuperar la alegría de una victoria por la libertad que ya estaba medio olvidada. Ahora, cuando sabía que el peligro era real y no una fantasía de mi cerebro, podía soportarlo, porque la guerra era inevitable y una guerra contra el agresor en aquel momento salvaría a España, la vanguardia medio destruida del mundo. Y si había guerra, lo mejor era estar en el centro de ella y tomar parte. Los franceses comenzarían metiendo a todos los extranjeros en campos de concentración, pero después nos admitirían a nosotros, que éramos los veteranos de su propia guerra. Me parecía a mí, entonces, que estaba recuperando el control de mí mismo. Había aprendido muchas lecciones. 

El día en que aparecieron los grandes anuncios movilizando varias quintas francesas y ensuciando fachadas y paredes con su fealdad, el propietario del hotel Delambre me invitó a entrar en su sala de recibir: 

- Como usted ve, esto significa guerra. Si el resto de su deuda no está pagado el domingo, me voy a la policía. No podemos mantener extranjeros que no tienen dinero. En todo caso, ya he hablado sobre usted a la policía. El lunes cierro el hotel y nos vamos a mi tierra. A París lo van a bombardear inmediatamente; es la ciudad que primero van a bombardear. 

Ilsa estaba en cama con un ataque de gripe. Me fui a pasear por las calles de París sin idea alguna de dónde ir. En la Puerta de Orléans, una masa compacta de automóviles particulares, cargados al máximo con maletas y bultos, avanzaba lentamente, estorbándose unos a otros en su afán de escapar cuanto antes de la ciudad. Las estaciones del ferrocarril estaban sitiadas por multitudes silenciosas, malhumoradas y tensas. Hileras completas de tiendas estaban cerradas a piedra y lodo. Aquello era pánico en el borde de desatarse incontrolable. 

Volví a nuestro cuarto para ver a Ilsa y tratar de preparar algo de comida. Lo único que teníamos eran unas pocas patatas y medio pan infestado en todos sus poros por las pequeñas hormigas rojas que resistían cualquier intento de echarlas de su mesa de banquete. Volví a la calle y le pedí al camarero del Dome que me diera un vaso de vino que me bebí de un trago. Volví a llenarlo sin decir palabra mirando por encima de mi hombro, distraído, la avalancha de coches en el bulevar, grandes automóviles con enormes maletas amontonadas en sus traseras. 

- ¡Los cerdos! Para nosotros, el cuartel y ellos… Bien, tendremos que cortarles el cuello a muchos, como hicieron ustedes en España.

Alguien me golpeó el hombro:

- Caramba, caramba, Barea, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está Ilsa? Ven a ver mi coche nuevo. Pero ¿dónde está Ilsa? ¿Y cómo va la vida? 

Era Miguel, el cubano rico que se había ido al Madrid sitiado por curiosidad, por simpatía y por la necesidad de escapar de su propia vida vacía. En España solía decir que quería a Ilsa como si fuera una hermana suya; ahora insistía en verla inmediatamente. Se asustó de la miseria de nuestra habitación y de nuestras caras consumidas, y me llenó de reproches por no haber pensado en él en París durante los pasados meses en que había derrochado el dinero. Como si fuera un castigo por mi constante miedo de un destino ciego, cruel y sin sentido, este encuentro casual nos salvó de una policía hostil. Miguel nos dio el dinero necesario para liquidar totalmente nuestro hotel. Teníamos dónde ir. Una periodista noruega había dejado su piso al cuidado de unos íntimos amigos nuestros, refugiados de Hitler, y les había dado el derecho de alquilar habitaciones para ayudarse a vivir; y hacía tiempo que nos habían ofrecido una habitación increíblemente clara, limpia y alegre, que no habíamos podido aceptar por estar atados por nuestra deuda en el hotel. Nos mudamos al día siguiente, aunque el dueño nos pidió de pronto que nos quedáramos. Se había firmado el pacto de Munich y ya no creía necesario abandonar el hotel que, sin nosotros, se quedaba casi vacío. 

Munich destruyó la última esperanza de España. Era claro, sin duda posible, que ningún país de Europa movería un solo dedo para ayudarnos contra Hitler y sus amigos españoles. Rusia tendría que retirar completamente su ayuda, que ya era mísera; una intervención descarada de su parte significaría que el conjunto de Europa se levantaría contra Rusia y la destruiría. El sacrificio de Checoslovaquia y la vergonzosa sumisión de las grandes potencias al ultimátum de Hitler no había provocado una ola de ira y desprecio para el dictador, sino una ola monstruosa de miedo, miedo crudo de guerra y destrucción que atizaba el deseo de desviar la guerra y la destrucción sobre las cabezas de otros. 

Los franceses con quienes hablaba eran brutalmente francos. Eran gente ordinaria, con pequeños sueldos y pocas ambiciones, tratando de acumular ahorros para su vejez, odiando hasta el recuerdo de la última guerra. Estarían encantados si, después de Checoslovaquia, fuera posible lanzar a la furia del dictador contra otro país que le hiciera frente y a quien pudiera aplastar, dejando así tranquila a Francia. Porque Francia era inocente. Francia quería vivir en paz con el mundo entero. La Francia verdadera repudiaba a los políticos culpables, los buitres de guerra, los socialistas activos, los comunistas, los rojos españoles que intentaban arrastrar a Europa en su guerra. La Francia verdadera, la que había firmado el pacto de Munich. 

También yo, por unas pocas semanas, me sentía culpable del alivio de que la guerra hubiera sido propagada y me forcé a mí mismo a olvidar el olor a putrefacción en el país que aún -¿por cuánto tiempo?- nos daba hospitalidad. Era también una alegría tan grande encontrarse en la nueva habitación; aprender cómo tres francos podían producir una comida para Truddy, nuestra generosa y trabajadora patrona; escribir a placer, poder pensar sin que los miedos le golpearan a uno el cerebro. Era la primera vez desde que habíamos llegado a París que podía dejar a Ilsa descansar tanto como quisiera. Muy pronto comenzó a trabajar de nuevo con su antigua energía, forzándome a evocar los más brillantes colores y los dolores más agudos de mi niñez, sacándolos del fondo de lo más secreto de mi mente y dándoles forma en mi libro. 

El otoño sumergió a París en un reflejo de oro. Después de comer, solíamos irnos al jardín del Luxemburgo, lentamente, como dos convalecientes, para sentarnos allí en un banco donde diera el sol. Teníamos que ir pronto, porque los bancos se llenaban rápidamente con niñeras, chiquillos y ancianos. No hablábamos mucho, porque el hablar de lo que llenaba nuestros pensamientos era provocar pesadillas. Era mejor sentarse quietos y mirar la danza de las hojas muertas de los castaños en la avenida moteada de sol. 

En el banco opuesto al nuestro vino a sentarse una pareja ya vieja, ella chiquitita y vivaracha, golpeando la arena del paseo con la contera de su bastón; él, tieso y huesudo, con una perilla blanca y bigotes también blancos, puntiagudos y cuidadosamente encerados. Antes de permitirla sentarse, limpió el banco meticulosamente con su pañuelo de seda. Llevaba ella un traje de seda bordada y él llevaba un bastón con puño de plata bajo el brazo, como el bastón de mando de un oficial. Hablaban uno a otro con un murmullo suave, con inclinaciones corteses de cabeza. Cuando ella movía sus dedos, que surgían libres de los mitones de encaje, parecían las alas de un pájaro sacudiéndose de las gotas de lluvia. 

Ilsa dijo: 

- Cuando seamos tan viejos como ellos, podríamos ser lo mismo. Sería bonito. Tú de todas maneras te convertirías en un viejo flaco y yo voy a hacer todo lo posible por convertirme en una viejecilla pequeña y arrugadita. Nos iremos de paseo por las tardes a un jardín, y nos calentaremos al sol, contándonos historias de los viejos tiempos y las cosas horribles que pasaron cuando éramos jóvenes. 

- Pero ¿cómo te vas a convertir tú en una vieja pequeñita?

- Igual que otras lo hacen. Mi madre, por ejemplo, era de joven tan redondita como yo… 

- No te creo. 

- Bueno, para su estatura. Es verdad, era regordeta y ahora se está haciendo una cosa frágil y arrugada muy agradable, aunque la verdad es que lo sé más que nada por sus fotografías… 

El hombre se levantó, se quitó el sombrero y alargó su mano derecha: 

- Mira, ¡ahora van a bailar un minué! 

Pero el viejo se inclinó, besó la punta de los dedos de la dama y se marchó lentamente, paseo abajo, su bastón de plata bajo el brazo. Los dedos de ella, escapándose de los mitones negros, se movieron como las alas de un pájaro que no puede volar. 

- ¡Oh, pero eso no me lo harás a mí! -exclamó Ilsa; y los ojos se le humedecieron. 

- Claro que lo haré. Me iré al café y me sentaré con los amigos y tú te puedes quedar con todo el jardín para ti. 

Pero entonces vi que una gota se había estrellado en su falda y se extendía en un círculo: parpadeé como si los ojos se me hubieran llenado de polvo. Sin ninguna razón. Le tuve que contar historias de hadas como a los niños, hasta que las comisuras de sus labios se arrugaron en sonrisas y se ahondaron en las dos interrogaciones que me hacen feliz. 

Recibí un paquete de libros de España; Valor y miedo se había publicado. Pero pensé que los editores no podrían mandar ejemplares a Madrid, que era la cuna del libro: Madrid estaba cortado de Barcelona. Leí lo que había escrito con el sonido de las bombas en mis oídos; todavía me gustaba algo de ello, aunque ahora la mayoría me parecía ingenuo. De todas formas me alegraba y me enorgullecía pensar que había sacado algo simple y claro del torbellino de la guerra. 

Uno de los primeros ejemplares que regalé -el primero de todos fue para Ilsa- fue para Vicente, el dependiente de uno de los fruteros españoles. Su patrón, como la mayoría de los fruteros españoles de París, no tenía ninguna inclinación hacia los republicanos que querían intervenir el negocio de exportación, favorecer las cooperativas, aumentar los jornales de los trabajadores españoles y reducir así los beneficios suyos. Y por idénticas, pero opuestas razones, todos sus dependientes eran pro-republicanos. Vicente me había invitado a la buhardilla donde vivía con su esposa, una francesa, tipo clásico de la buena ama de casa; me había llevado después a los grandes almacenes del mercado -Les Halles-, donde cargadores y dependientes españoles manejaban la fruta y los vegetales que venían de Valencia y de las Canarias; y me contó su miedo secreto de que Francia llevara la misma marcha que España, camino de un fascismo o de una guerra civil. Cuando le di mi libro, se sintió tan orgulloso como si le hubiera hecho partícipe de nuestra guerra. Me arrastró a un pequeño café cerca del mercado donde se reunían todos los españoles. Solían recoger dinero para ayuda de la España republicana; la mayoría de ellos eran comunistas. 

Los hombres estaban chillando y jurando, fumando y bebiendo, discutiendo a gritos la marcha del mundo, con tanto entusiasmo como las gentes en la taberna de Serafín durante los meses antes de la guerra. Ninguno de ellos admitía que las cosas pudieran ir mal en España; en Francia, sí; Francia iba al desastre, porque los franceses no tenían reaños, pero los españoles iban a enseñar al mundo… Repasaron las páginas de mi libro, miraron en él en busca de palabras que les confirmaran sus opiniones, me dieron cachetes en la espalda. Sí, aún hablaba el mismo lenguaje que ellos, pero mientras me encontraba entre ellos a mis anchas, pensaba en el otro libro, el que estaba escribiendo para tratar de explicarme a mí mismo por qué estábamos condenados a ir de actividades locas a pasividades suicidas, de fe a violencia, de entusiasmo a pesimismo. Y la escena me desconcertaba.

Otro de los ejemplares fue una especie de soborno de nuestro portero. El administrador de la casa donde vivíamos -un edificio enorme, moderno, con calefacción central y alquileres exorbitantes- estaba irritado contra nosotros, los habitantes de nuestro piso, porque todos éramos extranjeros. Una vez vino a visitarnos y trató de provocar una bronca. Estaba entonces viviendo allí un matrimonio noruego y el administrador dijo que aquello no le gustaba. «Las autoridades harían muy bien en tener a los extranjeros bajo la vigilancia más estricta en estos tiempos turbulentos en los que se dedicaban a provocar conflictos.» Tuvimos la suerte de que el portero se puso de nuestra parte y le dio los mejores informes de nosotros, afirmándole que ya tenía él mucho cuidado de qué gentes vivían en la casa. Naturalmente, a primero de mes, su propina era sagrada, porque era para nosotros más importante el mantenerle a nuestro lado que el comer. Y sobre mí recaía, además, el hacer lo que para él era tanto o más esencial que la propina: escucharle. Solía hacerse el encontradizo conmigo en el patio y comenzaba a contarme la historia de su mala suerte. Había perdido una pierna en la otra guerra, los pulmones no estaban fuertes, su mujer no tenía simpatía para sus ambiciones fracasadas, tenía que beberse un vasito de vino para consolarse. 

- Los tiempos son malos… ¡Los políticos, monsieur! Si yo hubiera querido ensuciarme… -Me empujaba en la portería y me confrontaba con un diploma colgado en la pared-. ¿Ve usted? Yo estaba destinado para la judicatura. Sí, señor. Aunque ahora no sea más que un simple portero, soy un hombre con educación, con un título. Pero ¡la maldita guerra! -Ésta era la señal para remangarse la pernera del pantalón y enseñarme su pierna artificial, rosada como la de una muñeca-: Aquí me tiene usted, pudriéndome. Esta maldita pierna se llevó mis últimos mil francos. Me duele cuando pienso lo que yo podría ser. -Éste era el momento en que esperaba ser invitado a un vaso de vino en el bistrot de al lado. Si me desentendía, comprendía que andaba mal de dinero y me invitaba él a mí, para no perder la ocasión de exhibir su desdicha y solicitar la admiración y la compasión del oyente. Hacia el fin de mes, cuando se había ya bebido todas las propinas de todos los inquilinos del inmenso edificio, saltaba sobre mí cuando entraba o salía y comenzaba a hablar con los ojos suplicantes de un perro sediento. Solía exhibir un libro lleno de recortes de periódicos, describiendo las batallas en las que había estado como un soldado forzoso; al final abría el estuche donde tenía su Croix de Guerre. La cruz había desgastado ya el terciopelo del estuche. Ante ella, invariablemente, exclamaba-: Y ahora, ¿qué me dice usted? 

Cuando le di mi libro, lo sopesó ceremoniosamente en sus manos y dijo: 

- ¡Ah, la libertad del pueblo! Pero, perdóneme que lo diga, somos nosotros los franceses los que hemos traído la libertad a este mundo. Fue con nuestra sangre que se firmó la liberación de… -Se calló, se retorció el bigote que inmediatamente volvió a caerse blandamente en su sitio, y agregó-: Bueno, usted sabe lo que quiero decir. -Su mujer le estaba mirando con el asombro y los ojos castaño oscuro de una vaca. 

A medida que pasaba el tiempo, nuestro portero comenzó a hablar de ciertas dificultades, no muy claras, con el administrador. El caso era que, en realidad, había muchos extranjeros en París. Esto no quería decir nada contra nosotros como individuos, pero él no creía que nos prolongarían el alquiler del piso después del primero de marzo. El verdadero inquilino no estaba nunca allí en persona y muchos de los vecinos no creían que era justo que en la casa hubiera un centro de gentes extranjeras. Al fin y al cabo teníamos muchos amigos que nos visitaban, ¿no? ¿No sería mejor si volviéramos a España? 

En vísperas de Navidad comenzó el colapso del frente en las orillas del Ebro. El camino de Barcelona estaba abierto. Madrid aún se sostenía. El enemigo no lanzó ningún ataque sobre la ciudad sitiada; la dejó en las garras del hambre y del aislamiento. Niní Haslund vino de su trabajo de ayuda a los niños en España y nos habló de la desesperación de las madres, de su desesperación sorda, furiosa, sin esperanza. Pero nadie estaba dispuesto a rendirse. 

París estaba ahora oscuro, lleno de nieblas y frío. Estábamos solos en el piso, porque nuestros patrones se habían ido a provincias, luchando su propia batalla con la miseria. Había terminado mi nuevo libro, trabajando a ratos cuando la máquina no estaba esclava de mis traducciones o de las copias que Ilsa hacía de manuscritos incorrectos de otras gentes, que era lo que nos ayudaba a vivir. Pero cuando estuvo terminada la primera versión cruda de La forja, me descorazoné. Me parecía insolente esperar que aquello llegaría y emocionaría a un público que lo único que quería era escapar de sus miedos y de las luchas sociales de su propio mundo. Seguramente, nunca se imprimiría. ¡Había oído tan a menudo que nadie quería oír hablar de lo que pasaba en España! Así, mi contribución a la batalla iba a ser estéril; porque escribir era para mí parte de la lucha, parte de nuestra guerra contra la vida y la muerte, y no sólo una expresión de mí mismo. 

Había luchado para fundir forma y visión, pero mis frases eran crudas porque había tenido que salirme de los ritmos convencionales de nuestra literatura, para poder evocar los sonidos y las imágenes que me habían formado a mí y a tantos de mi generación. ¿Lo había conseguido? No estaba seguro. Era otra vez más un aprendiz, tenía que aprender a contar mi propia verdad. Las concepciones de arte de los escritores profesionales no me ayudaban; apenas me interesaban. Un escritor francés me había llevado dos veces a una peña literaria, pero las manifestaciones de los reunidos, girando exclusivamente alrededor de u n maître aquí y otro allá, me llenaban de un aburrimiento asombrado y un disgusto vergonzoso.

Ahora me deprimía pensar que no pertenecía a grupo alguno y que esto podía otra vez condenarme a una solitaria inactividad; y sin embargo, era imposible obrar sobre las creencias de otros y no sobre las mías propias, a no ser que quisiera perder la virtud que existiera en mí. 

Cuando estaba más deprimido, un español a quien no conocía me visitó. Había leído el manuscrito de La forja, como lector de la editorial francesa a quien lo había sometido, y quería discutirlo conmigo. El hombre era un hombre débil, dividido dentro de sí mismo, con sus raíces en la vieja España y su mente atraída por la nueva, asustado del dolor que el choque final de las dos ideologías había producido en él y en los demás. No le gustaba mucho mi manera de escribir, porque, como él decía, le asustaba mi brutalidad; pero había recomendado la publicación del libro porque encontraba que contenía fuerza de liberar cosas que él, y otros como él, mantenían cuidadosamente enterradas dentro de ellos. Vi su excitación, el alivio que mi libertad de lenguaje le había proporcionado, y vi con asombro que me envidiaba. El editor retuvo el libro y nunca dio una respuesta. Pero no importaba mucho. Otro hombre había dicho que el libro era una cosa viva. 

En los últimos días del año 1938, cayó sobre París una tremenda helada. Las cañerías se helaron en muchas casas. Tuvimos suerte, porque la calefacción central de nuestra casa siguió funcionando. Y cuando un joven polaco, con quien había hecho amistad -estaba en camino de convertirse en un talentoso escritor realista de buena prosa francesa, restringida por la influencia de André Gide-, me llamó para preguntarme si no podíamos recogerle a él y a su esposa de la prisión en que se había convertido su casa inundada, helada y sin agua corriente, me alegré de poder invitarle a pasar las Navidades con nosotros. A la mañana siguiente, dos agentes de policía se presentaron en el piso preguntando por nuestros huéspedes. No habían informado a la comisaría de su distrito de que iban a pasar la noche fuera del domicilio en que estaban registrados; y no se los llevaron detenidos gracias a que el joven polaco poseía documentos de haber servido en el ejército y estar sujeto a movilización. Todo esto, en un pomposo lenguaje oficial y en las peores maneras posibles. Y a nosotros se nos avisó severamente que no dejáramos dormir en nuestra casa a extranjeros sin conocimiento de la policía, siendo extranjeros nosotros mismos. Nuestros huéspedes tendrían que presentarse ante la prefectura y esto se tendría en cuenta contra ellos. No, no podían quedarse hasta que se deshelaran las cañerías sin un permiso especial de la comisaría de su distrito. 

Cuando salí a la calle aquel día, mi portero me invitó a entrar en la portería. 

- Lo siento mucho, pero tenía que comunicar a la policía que había gentes extranjeras en su cuarto toda la noche sin que se me hubieran dado sus documentos. ¿Sabe usted?, si yo no lo hubiera hecho, alguien hubiera ido con el cuento. Hasta el administrador está en contra mía con todas estas historias. Ya le he dicho que las cosas se estaban poniendo difíciles y ¡cada uno tiene que mirar por sí mismo! 

Unos pocos días más tarde me encontré con un muchacho vasco a quien conocía ligeramente del bar del Dome. Me contó que la policía le había pedido sus documentos tres veces en una sola noche, la última cuando estaba con una amiguita en un hotel meublée. Tenía un salvoconducto del Gobierno de Franco que su padre -un famoso fabricante de San Sebastián- había obtenido para él a fin de que escapara de la guerra. 

El documento no tenía validez más que para la policía de frontera en Irún, pero viéndolo, uno de los agentes de la policía francesa le había dicho: «Usted perdone, contra usted no va nada, pero ¿sabe?, es hora que limpiemos Francia de todos los rojos». 

Cuando fuimos a la prefectura para pedir la prolongación de nuestros récépissés, el oficial nos sometió a un largo interrogatorio. ¿No éramos refugiados? No, teníamos pasaportes legales del Gobierno de la República y podíamos volver a España. Pero ¿no sería mejor que nos registráramos como refugiados? Porque volver a España no íbamos a volver, ¿no? No, no queríamos registrarnos como refugiados; insistíamos en nuestro derecho como ciudadanos españoles. Al fin, malhumorado, nos dijo que, quisiéramos o no, tendríamos que registrarnos muy pronto como refugiados y entonces se revisaría nuestro caso. Pero por aquella vez, nos prolongaría el permiso de estancia.

En el pasillo escuálido y maloliente me encontré con varios españoles que esperaban su turno. Me contaron que a la mayoría se les había expulsado de París y se les había ordenado fueran a las provincias del norte de Francia. Entonces vi una cara familiar: 

- Parece que el pobre está desesperado -dije. 

-Anda, ¿no sabes que le arrestaron y le han tenido encerrado unos cuantos días, precisamente por haber sido un ministro de la Generalitat de Cataluña?

Era Ventura i Gassols, el poeta catalán a quien el París intelectual había festejado unos pocos años antes. Se escurrió escaleras abajo, como un animal perseguido. 

Todo el edificio gris olía a podre. 

¿Cómo había sido tan estúpido para creer que esta gente, estos agentes y sus amos, nos iban a admitir para cooperar en la guerra que se echaba encima de Francia? No. Estaban preparando la Línea Maginot de su casta, y nosotros éramos sus enemigos. Intentarían usar la guerra como su instrumento. Al final, la guerra los devoraría a ellos, y a su país, pero primero seríamos nosotros los que pagaríamos el precio. Pero yo no quería ser carne de cañón de un fascismo francés. No quería que nos cogieran en una trampa, derrotados dos veces. 

Si queríamos vivir y luchar, y no pudrirnos y ser cazados como alimañas, teníamos que abandonar Francia, huir de la ratonera. Huir a Inglaterra -un esfuerzo desesperado podría proporcionarnos el dinero, aunque hubiera que pedirlo a amigos otra vez-, y quedarnos allí. No a la América latina, porque nuestra guerra iba a resolverse en Europa, pero sí fuera de esta podredumbre. 

Allí mismo, dentro de las desconocidas paredes, olientes a moho, de la prefectura, me asaltó la urgencia de escapar donde hubiera libertad. 

Los ruidos de la gran ciudad, amortiguados por los gruesos muros, me golpeaban en el fondo del cerebro, y los horrores de la destrucción estúpida volvían a volcarse sobre mí.

El agente de la policía se inclinó y dijo: 

- Pasaportes, hagan el favor. 

Mientras buscaba en mi bolsillo, sentía que la frente y las palmas de las manos se me cubrían de sudor. El miedo de las últimas semanas, cuando la jauría cazaba en plena furia, lo sentía en los tuétanos. Y aquél era nuestro último encuentro con la policía francesa. 

El hombre miró por encima de los documentos y puso su sello de caucho en ambos pasaportes. Después nos los devolvió, nos dio las gracias muy atento, y cerró la puerta del compartimento con exquisito cuidado. Las ruedas del expreso sonaban isócronas. Ilsa y yo nos mirábamos uno a otro en silencio. Esta vez pertenecíamos al grupo de los afortunados; las leyes y los tratados internacionales estaban aún del lado nuestro. La visión de miles y miles de los otros, de los desgraciados, llenaba el compartimento hasta nublar mi vista. 

Desde el fin de enero la frontera española era un dique roto a través del cual una ola de refugiados y soldados en derrota inundaba Francia. El 26 de enero Barcelona había caído en manos de Franco. En la misma fecha comenzó el éxodo en todas las ciudades y pueblos de la costa. Mujeres, chiquillos, hombres y bestias, marcharon a lo largo de los caminos, a través de campos helados, sobre la nieve mortal de las montañas. Sobre las cabezas de los huidos, los aviones sin piedad; un ejército borracho de sangre empujando detrás; una pequeña banda de soldados luchando aún para contenerlo, retirándose sin cesar y luchando cara al enemigo, para que pudieran salvarse algunos más. Pobres gentes con petates míseros, gentes más afortunadas en coches sobrecargados abriéndose camino en las carreteras congestionadas, y a las puertas de Francia una cola sin fin de fugitivos agotados, esperando que les dejaran entrar y estar seguros. Seguros en los campos de concentración que esta Francia había preparado para hombres libres: alambradas de espino, centinelas senegaleses, abusos, robo, miseria y las primeras oleadas de refugiados admitidos, encerrados entre el alambre en rebaños como borregos, peor aún, sin techo sobre sus cabezas, sin abrigo contra los vientos helados de un febrero cruel. 

¿Es que Francia estaba ciega? ¿Es que los franceses no veían que un día -muy pronto- iban a llamar a estos mismos españoles a luchar por la libertad de su Francia? ¿O es que Francia había renunciado de antemano a su libertad?

La cubierta del pequeño barco estaba casi desierta. El mar estaba revuelto y la mayoría de los pasajeros había desaparecido; Ilsa se había tumbado en una cabina. Un inglés flaco y despreocupado se había sentado sobre una de las escotillas, los pies colgando, y parecía disfrutar con la espuma que el viento le lanzaba a la cara. Yo, y dos marineros, nos habíamos refugiado de la furia del viento contra uno de los mamparos. Nos ofrecíamos unos a otros cigarrillos y charlábamos. Comencé a hablar, a hablar, tenía que hablar. Hablé de la lucha en España, y me llenaron de preguntas. Al final me dejé llevar de la ira que me abrasaba y volqué sobre ellos todas mis quejas contra Francia. 

- ¿Es que vosotros, los franceses, estáis ciegos o es que ya habéis renunciado a ser libres? 

Los dos hombres me miraron gravemente. Uno de ellos tenía ojos claros, azules y una cara fresca de muchacho rubio; el otro tenía ojos negros, profundos, facciones talladas rudamente por el mar y un pecho desnudo lleno de vello fuerte. Los dos hablaron a la vez, de un tirón, casi con idénticas palabras:

- Oh, no. Nosotros lucharemos. Los otros son los que no lucharán. -Y en su énfasis sobre las palabras «los otros» marcaban el abismo profundo entre las dos Francias. El viejo agregó: 

- Mire, amigo, no se vaya amargado de Francia. Aún lucharemos juntos. 

Detrás de nosotros, la costa de Dieppe se fundía en la bruma del mar.

Otoño 1944
Rose Farm House, Mapheclusham, Oxfordshire


Arturo Barea
"La Forja de un rebelde" III -  La Llama
Segunda parte  - Capítulo X - No hay cuartel


"La llama" (The clash), se publicó el 22 de febrero de 1946, a través de la editorial inglesa Faber & amp; Faber concluyendo la trilogía "La forja de un rebelde". Se vendieron cerca de 6000 ejemplares en sólo seis meses. 








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