Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (Pablo Neruda) (12 de julio de 1904 - 23 de septiembre de 1973) |
Pablo Neruda, a quien llamamos, en el
escalafón consular de Chile, Ricardo Reyes, nos nació en la tierra de Parral, a
medio Llano Central, en el año 1904, al que siempre contaremos como de
Natividades verídicas. La ciudad de Temuco le tiene por suyo -y alega el
derecho de haberle dado las infancias que “imprimen carácter” en la criatura
poética. Estudió Letras en nuestro Instituto Pedagógico de Santiago y no se
convenció de la vocación docente, común en los chilenos. Algún Ministro que
apenas sospechaba la cosa óptima que hacía, lo mandó en misión consular al
Oriente a los veintitrés años, poniendo mucha confianza en esta brava mocedad.
Vivió entre la India Holandesa y Ceylán y en el Océano Indico, que es una zona
muy especial de los Trópicos, tomó cinco años de su juventud, trabajando su sensibilidad
como lo hubiesen hecho veinte años. Posiblemente las influencias mayores caídas
sobre su temperamento sean esas tierras oceánicas y supercálidas y la
literatura inglesa, que él conoce y traduce con capacidad prócer.
Antes de dejar Chile, su libro “Crepusculario” le había hecho cabeza de su generación. A su llegada de provinciano a la capital, él encontró un grupo alerta, vuelto hacia la liberación de la poesía, por la reforma poética, de anchas consecuencias, de Vicente Huidobro, el inventor del Creacionismo.
La obra de los años siguientes de Neruda acaba de ser reunida con un precioso esmero por la editorial española Cruz y Raya, en dos muy dignos volúmenes que se llaman “Residencia en la Tierra”. La obra del capitán de los jóvenes ofrece, desde la cobertura, la gracia no pequeña de un título agudo.
“Residencia en la Tierra” dará todo gusto a los estudiosos, presentándoles una ligazón de documentos donde seguir, anillo por anillo, el desarrollo del formidable poeta. Con una actitud de lealtad a sí mismo y de entrega entera a los extraños, él ofrece, en un orden escrupuloso, desde los poemas -amorfos e iniciales- de su segunda manera hasta la pulpa madura de los temas de la Madera, el Vino y el Apio. Se llega por jalones lentos hasta las tres piezas ancladamente magistrales del trío de las materias. Recompensa cumplida: los poemas mencionados valen no sólo por una obra individual; podrían también cumplir por la poesía entera de un pueblo joven.
Un espíritu de la más subida originalidad hace su camino buscando eso que llamamos “la expresión”, y el logro de una lengua poética personal. Rehúsa las próximas, es decir, las nacionales: Pablo Neruda de esta obra no tiene relación alguna con la lírica chilena. Rehúsa también la mayor parte de los comercios extranjeros: algunos contactos con Blake, Whitman, Milosz, parecen coincidencias temperamentales.
La originalidad del léxico en Neruda, su adopción del vocablo violento y crudo, corresponde en primer lugar a una, naturaleza que por ser rica es desbordante y desnuda, y corresponde en segundo lugar a cierta profesión de fe antipreciosista. Neruda suele asegurar que su generación de Chile se ha liberado gracias a él del neogongorismo del tiempo. No sé, si la defensa del contagio ha sido un bien o un mal; en todo, caso la celebráremos por habernos guardado el magnífico vigor del propio Neruda.
Antes de dejar Chile, su libro “Crepusculario” le había hecho cabeza de su generación. A su llegada de provinciano a la capital, él encontró un grupo alerta, vuelto hacia la liberación de la poesía, por la reforma poética, de anchas consecuencias, de Vicente Huidobro, el inventor del Creacionismo.
La obra de los años siguientes de Neruda acaba de ser reunida con un precioso esmero por la editorial española Cruz y Raya, en dos muy dignos volúmenes que se llaman “Residencia en la Tierra”. La obra del capitán de los jóvenes ofrece, desde la cobertura, la gracia no pequeña de un título agudo.
“Residencia en la Tierra” dará todo gusto a los estudiosos, presentándoles una ligazón de documentos donde seguir, anillo por anillo, el desarrollo del formidable poeta. Con una actitud de lealtad a sí mismo y de entrega entera a los extraños, él ofrece, en un orden escrupuloso, desde los poemas -amorfos e iniciales- de su segunda manera hasta la pulpa madura de los temas de la Madera, el Vino y el Apio. Se llega por jalones lentos hasta las tres piezas ancladamente magistrales del trío de las materias. Recompensa cumplida: los poemas mencionados valen no sólo por una obra individual; podrían también cumplir por la poesía entera de un pueblo joven.
Un espíritu de la más subida originalidad hace su camino buscando eso que llamamos “la expresión”, y el logro de una lengua poética personal. Rehúsa las próximas, es decir, las nacionales: Pablo Neruda de esta obra no tiene relación alguna con la lírica chilena. Rehúsa también la mayor parte de los comercios extranjeros: algunos contactos con Blake, Whitman, Milosz, parecen coincidencias temperamentales.
La originalidad del léxico en Neruda, su adopción del vocablo violento y crudo, corresponde en primer lugar a una, naturaleza que por ser rica es desbordante y desnuda, y corresponde en segundo lugar a cierta profesión de fe antipreciosista. Neruda suele asegurar que su generación de Chile se ha liberado gracias a él del neogongorismo del tiempo. No sé, si la defensa del contagio ha sido un bien o un mal; en todo, caso la celebráremos por habernos guardado el magnífico vigor del propio Neruda.
Imaginamos que el lenguaje poético de
Neruda debe hacer el escándalo de quienes hacen poesía o crítica a lo
“peluquero de señora”.
La expresividad contumaz de Neruda es
una marca de, idiosincrasia chilena genuina. Nuestro pueblo está distante de su
grandísimo poeta y sin embargo, él tiene la misma repulsión de su artista
respecto a la lengua manida y barbilinda. Es preciso recordar el empalagoso
almacén lingüístico de “bulbules”, “cendales”, y “rosas”
en que nos dejó atollados el modernismo segundón, para entender esta ráfaga
marina asalmuerada con que Pablo Neruda limpia su atmósfera propia y quiere
despejar la general.
Otro costado de la originalidad de
Neruda es la de los temas. Ha despedido las empalagosas circunstancias poéticas
nuestras: crepúsculos, estaciones, idilios de balcón o de jardín, etc: También
eso era un atascamiento en la costumbre empedernida, es decir, en la inercia, y
su naturaleza de creador quema cuanto encuentra en estado de leño y cascarones.
Sus asuntos deben parecer antipáticos a los trotadores de senderitos
familiares: son las ciudades modernas en sus muecas de monstruosas criaturas;
es la vida cotidiana en su grotesco o su mísero o su tierno de cosa parada o de
cosa usual; son unas elegías en que la muerte, por novedosa, parece un hecho no
palpado antes; son las materias, tratadas por unos sentidos inéditos que sacan
de ellas resultados asombrosos, y es el acabamiento, por putrefacción, de lo
animado y de lo inanimado. La muerte es referencia insistente y casi
obsesionante en la obra de Neruda, el cual nos descubre y nos entrega las
formas más insospechadas de la ruina, la agonía y la corrupción.
Pocos sabores españoles se sacarán de
la obra de Neruda, pero hay en ella esta vena castellanísima de la obsesión
morbosa de la muerte. El lector atropellado llamaría a Neruda un antimístico
español. Tengamos cuidado con la palabra mística, que sobajeamos demasiado y
que nos lleva frecuentemente a juicios primarios. Pudiese ser Neruda un místico
de la materia. Aunque se trata del poeta más corporal que pueda darse (por algo
es chileno), siguiéndole paso a paso, se sabe de él esta novedad que alegraría
a San Juan de la Cruz: la materia en la que se sumerge voluntariamente, le
repugna de pronto y de una repugnancia que llega hasta la náusea. Neruda no es
un adulador de la materia, aunque tanto se restrega en ella; de pronto la
puñetea, y la abre en res como para odiarla mejor... Y aquí se desnuda un germen
eterno de Castilla.
Su aventura con las Materias me
parece un milagro puro. El monje hindú, lo mismo que M. Bergson, quieren que
para conocer veamos por instalarnos realmente dentro del objeto. Neruda, el
hombre de operaciones poéticas inefables, ha logrado en el canto de la Madera
este curioso extrañamiento en la región inhumana y secreta.
El clima donde el poeta vive la mayor
parte del tiempo con sus fantasmas habrá que llamarlo caliginoso y también
palúdico. El poeta, eterno ángel abortado, busca la fiebre para suplirse su
elemento original. Ha de haber también unos espíritus angélicos de la
profundidad, como quien dice, unos ángeles de caverna o de fondo marino, porque
los planos de la frecuentación de Neruda parecen ser más subterráneos que atmosféricos,
a pesar de la pasión oceánica del poeta.
Viva donde viva y lance de la manera
que sea su mensaje, el hecho de contemplar y respetar en Pablo Neruda es el de
la personalidad. Neruda significa un hombre nuevo en la América, una
sensibilidad con la cual abre otro capítulo emocional americano. Su alta
categoría arranca de su rotunda diferenciación.
Varias imágenes me levanta la poesía
de Neruda cuando dejo de leerla para sedimentarla en mí y verla tomar en el
reposo una existencia casi orgánica. Ésta es una de esas imágenes: un árbol
acosado de líneas y musgos, a la vez quieto y trepidante de vitalidad, dentro
de su forro de vidas adscriptas. Algunos poemas suyos me dan un estruendo
tumultuoso y un pasmo de nirvana que sirve de extraño sostén a ese hervor.
Las facultades opuestas y los rumbos
contrastados en la criatura americana se explican siempre por el mestizaje;
aquí anda como en cualquier cosa un hecho de sangre. Neruda estima blanco puro,
al igual del mestizo común que, por su cultura europea, olvida fabulosamente su
doble manadero. Los amigos españoles de Neruda sonríen cariñosamente a su
convicción ingenua. Aunque su cuerpo no dijese lo suficiente el mestizaje, en
ojo y mirada, en la languidez de la manera y especialmente del habla, la poesía
suya; llena de dejos orientales, confesaría el conflicto, esta vez
bienaventurado, de las sangres. Porque el mestizaje, que tiene varios aspectos
de tragedia pura, tal vez sólo en las artes entraña una ventaja y da una
seguridad de enriquecimiento. La riqueza que forma el aluvión emotivo y
lingüístico de Neruda, la confluencia de un sarcasmo un poco brutal con una
gravedad casi religiosa, y muchas cosas más, se las miramos como la
consecuencia evidente de su trama de sangres española e indígena. En cualquier
poeta el Oriente hubiese echado la garra, pero el Oriente ayuda sólo a medias y
más desorienta que favorece al occidental. La arcilla indígena de Neruda se
puso a hervir al primer contacto con el Asia. “Residencia en la Tierra”
cuenta tácitamente este profundo encuentro. Y revela también el secreto de que
cuando el mestizo abre sin miedo su presa de aguas se produce un torrente de
originalidad liberada. Nuestra imitación americana es dolorosa; nuestra
devolución a nosotros mismos es operación feliz.
Ahora digamos la buena palabra
americanidad. Neruda recuerda constantemente a Whitman mucho más que por su
verso de vértebras desmedidas por un resuello largo y un desenfado de hombre
americano sin trabas ni atajos. La americanidad se resuelve en esta obra en
vigor suelto, en audacia dichosa y en ácida fertilidad.
La poesía última (ya no se puede
decir ni moderna ni ultraísta) de la América, debe a Neruda cosa tan importante
como una justificación de sus hazañas parciales. Neruda viene, detrás de varios
oleajes poéticos de ensayo, como una marejada mayor que arroja en la costa la
entraña entera del mar que las otras dieron en brazada pequeña o resaca
incompleta.
Mi país le debe favor extraordinario:
Chile ha sido país fermental y fuerte. Pero su literatura, muchos años regida
por una especie de Senado remolón que fue clásico con Bello y seudo clásico
después, apenas si en uno u otro trozo ha dejado ver las entrañas ígneas de la
raza, por lo que la chilenidad aparece en las Antologías seca, lerda y pesada.
Neruda hace estallar en “Residencia” unas tremendas levaduras chilenas
que nos aseguran porvenir poético muy ancho y feraz.
Gabriela Mistral
Conferencia durante su visita a
Montevideo en Abril de 1936
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