El viejo estaba sentado en una silla baja al lado de la camilla. Alrededor, silenciosos, los compañeros del caído. Aún estaba caliente el cuerpo. Una bala explosiva le había tirado sobre el talud de la trinchera. En su misma chabola dormía el padre. Le despertaron al pasar y siguió detrás del cuerpo sin despegar los labios. Se sentó allí, en la salita de la Comandancia, y tomó entre las suyas una de las manos del hijo. Así llevaba más de una hora. La entrada del Comandante, no le sacó de su muda inmovilidad. Respetaban todos el dolor, que sentían, hondo e intenso.
Sin cambiar de postura, comenzó a hablar. Comenzó a hablar bajito, como al oído del muerto:
Sin cambiar de postura, comenzó a hablar. Comenzó a hablar bajito, como al oído del muerto:
—Cavaba yo muy hondo, me
acordaba de ti. Quería que fuera tan alta la trinchera que no te
llegaran las balas, ni tuvieras que agacharte. Podían creer que tenías miedo.
Estaba la tierra dura de la helada. Igual que aquella tierra que yo trabajaba
de mozo, siempre dura, helada o reseca por el sol.
«Todo en balde. Entonces se me
negó a mantener a tu madre y a tus hermanos a quienes no conociste. Se los
comió la tierra y nos quedamos tú y yo. Yo hui de allí con tu mano en las mías,
como ahora. Aquí vinimos, a Madrid. Tú no conociste la tierra. Yo nunca
te hablé de ella, porque para mí no era más que dolor. Los domingos tú
jugabas, yo miraba los campos. Me acordaba de todos y a la vez la quería».
«Abres un surco, echas un grano
de trigo y sale una espiga. Sudas y te hielas durante meses, pero cuando
siegas, es como el vino; te emborrachas y te sientes pagado. Cuando la tierra
está seca y no llueve, no hay espigas. Entonces sientes la rabia de no poder
coger una nube y romperla y sacar el agua de dentro con los dientes y las
manos».
«Los que queremos a la tierra,
cuando no llueve, rabiamos. Los que no quieren la tierra, se ríen».
«Pasó así: Yo rabié dos años
ante la tierra seca. Tuve que pedir prestado. El que me dio el dinero, no
quería a la tierra, quería la tierra y se quedó con el arriendo. Perdí las
tierras y sólo quedaste tú. Salí contigo, porque eras lo que me quedaba y
porque quería conquistar a la vez la tierra perdida y volver
a ella».
«Te he perdido a ti. Sólo me
queda volver a la tierra».
Cayó otra vez en silencio y
cayeron las horas pesadas de la noche. Al amanecer, desapareció el viejo. El
Comisario se mostraba preocupado ante el Comandante:
—No sé si el viejo habrá hecho
algún disparate. Quería al chico a cegar. Es toda una historia: Este hombre,
tenía en no sé cuál pueblo de la Mancha, unas tierras de sus padres. Tú conoces
esos pueblecillos perdidos en medio de la llanura de tierra seca en verano
e invierno. De hombres secos desde niños. Cuando hacía poco que se había
casado, vinieron los años de sequía y las tierras pasaron a manos del usurero.
Se le murieron dos hijos que tenía y cuando ya eran viejos, él y su mujer,
tuvieron éste; pero la mujer murió en el parto. El hombre se vino a Madrid y
crió al chico como pudo, ayudado de las vecinas. Él era albañil de los buenos,
en aquellos tiempos de Pablo Iglesias. Y claro, cuando estalló el
movimiento se marchó con el chico. Luego cuando se formó el Ejército, no
admitimos al padre por ser demasiado viejo y él se metió en Fortificaciones. Yo
mismo le ayudé para que viniera a nuestra Brigada y estuviera al lado del
chico. Hasta le había dado permiso para dormir en la misma chabola que
él.
—En fin, esperaremos un par de
horas y si no aparece tampoco en la brigada de Fortificaciones que
se lleven al chico.
Al despuntar el día, se había
marchado el viejo. Los compañeros que velaron el cadáver dormitaban. Salió sin
hacer ruido y enderezó sus pasos hacia la capital. Iba lentamente. Vació el
cerebro de ideas a excepción del objeto de su excursión. Llegó a la casa vacía
y sola. Abrió. Toda la casa hablaba del muerto: aún sobre la mesa, había un
libro abierto y otros sobre los muebles, dispersos aquí y allá; donde los dejó
el muerto. En una silla un par de pantalones. La tartera de la comida. Un
retrato de la novia sobre la cómoda. Miraba el viejo todas aquellas cosas, tal
vez sin verlas. Abrió la cómoda y rebuscó en lo hondo de su cajón profundo.
Sacó en la mano la navaja. Una
navaja de aquellas antiguas que se ven aún en algunas casas, como recuerdo de
familia. Una de aquellas navajas que inmortalizó Goya en sus pinturas de majos.
Era de las llamadas de «lengua de vaca» con una hoja ancha y fuerte algo
oxidada. Con muelles, cuyo estridor, al abrirse, era escalofriante. La hoja
montada sobre cachas de asta, medía casi dos palmos.
La acarició e hizo funcionar
sus articulaciones. No cabía en el bolsillo. Hubo de meterla entre el pantalón
y la camisa. Cerró la puerta tras él y volvió a la trinchera.
—Salud, señor Juan. Le acompaño
en el sentimiento.
—Gracias, hijo.
Empuñó el pico, como siempre, y
trabajó duro y firme. Comió mecánicamente y volvió a la tarea, hasta que el sol
desapareció en el horizonte. El ramal estaba terminado. Con su paso lento de
campesino, volvió a la chabola y se tumbó en el camastro.
Allí habían dormido los dos
juntos muchos meses. Quedó el viejo, tripa arriba, con los ojos abiertos a la
oscuridad, como si esperase el regreso del hijo después del relevo.
Ya noche cerrada, se levantó y
se lanzó por el laberinto de la trinchera que tan bien conocía. Llegó al ramal
de ataque y siguió por él hasta el fin. Allí se sentó sobre la negrura de la
tierra. Esperaba a los dinamiteros.
Los dinamiteros son unos
hombres que vinieron de allá, de Asturias y de Almadén, mineros todos. Se
criaron entre la dinamita. Tratan este explosivo como a un amigo de la
infancia. Una mecha corta, dos centímetros o tres. Un cigarro en la boca y
un brazado de cartuchos preparados bajo el brazo. Encienden la mecha
pausadamente y lanzan el cartucho. El cartucho estalla, exacto, al terminar su
parábola. Al estallar, siembra la muerte. Los dinamiteros, sembrando, van en
cabeza, detrás los soldados a todo correr. Delante las ametralladoras enemigas.
Mal oficio, el de dinamitero.
Una vez, de cien hombres, cayeron ochenta y seis, muertos o heridos. Los
segó una ametralladora. Los catorce restantes entraron en la trinchera enemiga
y la trinchera quedó abierta en bolsas, rota, destruida. Detrás, entraron los
milicianos.
Cuando los dinamiteros saltaron
el parapeto, el señor Juan se levantó de su rincón. Nadie le vio. Saltó con
ellos, a la cabeza de ellos. Estallaba la dinamita y le alumbraba. Algunos
mineros extendían la fuerza de su brazo para que el cartucho no estallara en
su cara.
Cayó en la trinchera enemiga
con la navaja abierta. Con la navaja de lengua de vaca, con la cual tal vez un
majo de 1808, destripó caballos de mamelucos de Napoleón. Con la navaja que,
igual que hiciera un siglo antes, destripó moros y más moros de los que
llenaban la trinchera. La navaja abrió camino al ataque.
Al final, quedó hincada en
tierra sujeta por la mano crispada del viejo que con ella
pretendía abrirse camino a través de esta tierra, suya, tan suya.
Le enterraron aparte, en una
loma iluminada por el sol, allá en la Casa de Campo.
Cerraron la navaja, roja de
sangre y, sin secarla, se la metieron entre el pantalón y la camisa.
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938
Capítulo I - La tierra
Capítulo I - La tierra
Valor y miedo fue el primer
libro publicado por Arturo Barea. Escrito en 1938, refleja la realidad social de la ciudad de
Madrid cercada por las tropas franquistas.
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