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1319. La toma de Sevilla y la Guerra

Tropas franquistas entrando en Sevilla (L'Illustration, Agosto de 1936)


Durante esa noche, Queipo de Llano llega a Sevilla para encabezar el Alzamiento Nacional y dejar, como hizo tras el éxito, el camino libre a las tropas que venían de África. La Guerra Civil, que sangró a España durante 3 años, en Sevilla terminó antes de comenzar. Siendo Sevilla una ciudad “tan roja”, con unos movimientos obreros consolidados, con la CNT luchando bien asentada, yo creo que fue la ciudad que menos problemas causó a los nacionales, la ciudad se tomó en unas horas, y la resistencia apenas duró un par de días. En esa resistencia nos encontramos Pablo y yo.

Estábamos en el patio de casa tomando un café cuando Malele se presentó para darnos noticias. Nos habló del alzamiento de los militares contra el legítimo gobierno de la República. Me puse en marcha inmediatamente. Con un beso le prometí a mi madre que volvería por la noche para ver cómo estaba. Mi hermano se quedó en la puerta un poco desconcertado, no había entendido bien lo que pasaba, y como salí corriendo tampoco pudo preguntarme qué significado tenían las palabras de Malele. Las calles de la ciudad en ese primer momento parecían tranquilas, nada dejaba adivinar  que se estaba produciendo un acto de ese calibre, un golpe de estado, una lucha contra el poder. El levantamiento de Queipo de Llano fue una chapuza que tuvo un milagroso desenlace. Los republicanos nos dejamos arrebatar la ciudad por flojos, por crédulos. Queipo de Llano se levantó sin ningún apoyo de los militares ni de la guardia civil, él esperaba contar con 1.500 falangistas que debía proporcionarle un torero de poca monta, pero a la hora de la verdad fueron sólo 15 individuos los que estaban prestos a ayudar ya que la mayoría estaban en la cárcel o de vacaciones de verano al ser estudiantes. Queipo de Llano era temerario, con unos pocos soldados se hizo con el control de Artillería, de Telefónica y de los puntos neurálgicos de la ciudad, hizo prisioneros al general Villa Abrille jefe de la 2ª División quien duda y duda, no se une al Alzamiento pero tampoco hace oposición, Queipo lo arresta sin contemplaciones, después va al Regimiento Granada 6 y como  su coronel sí se opone lo detiene, los oficiales también dudan y no saben qué hacer. Entre tanto militar dubitativo, sin agallas para unirse o luchar, Queipo de Llano sin tirar ni un tiro se hace con el mando militar, yo pienso que no se creía tanta suerte. Queipo además manejó de forma magistral la propaganda; si bien la radio el día 18 nos arengó y movilizó para una huelga, al día siguiente ese medio de comunicación tan magnífico estaba ya en sus manos. Se hicieron famosos los monólogos donde levantaba la moral de la derecha y a nosotros nos iba minando. A partir del 18 empezamos a levantar barricadas en algunos barrios como La Macarena, San Julián, Triana y San Marcos. Yo ayudé a montar la de Triana, en el Altozano. Después me dediqué a una de mis actividades favoritas: me fui con un grupo a quemar iglesias y casas de gente rica. Ése fue nuestro error, o por lo menos uno de ellos, en vez de ponernos con todas nuestras fuerzas a luchar, nos dedicamos a quemar. Sevilla ardió por los cuatro costados. Todas esas noches, poniendo en riesgo mi vida, cruzaba la ciudad para ver a mi madre. Lo sentía como un juego. Pablo se marchó la segunda noche, mi madre estaba muy nerviosa, no había encendido ni la luz.

Las vecinas le habían contado que la ciudad estaba en pie de guerra que había gente muriendo, que los enfrentamientos se estaban generalizando. Temía por mí, temía por Pablo. ¿Adónde había ido? Llevaba la sotana y el ambiente no era propicio para pegarse paseos vestido así. Me pidió y me rogó que fuese a buscarlo y lo trajera a casa. Se lo prometí sabiendo que no iba a cumplir la promesa, que no tenía ninguna intención de recorrerme la ciudad para ir en busca de ese loco. Total, pensé, los enfrentamientos no eran tan graves, no iba a morir nadie y menos él. Habría ido al seminario o a alguna iglesia, lo más que le podría pasar era que presenciara cómo ardían los muros de su refugio. No le vendría mal ver que la obra de Dios en la tierra era perecedera, frágil. Recuerdo que sonreí pensando en su cara delante de las cenizas de algún templo. Me sentí fatal por esa preocupación tan grande de mi madre, ¡malditos celos! Yo podía sobrevivir solo, luchando en las barricadas, cruzando el puente de Triana para colocar alguna de mis bombas, pero mi hermano parecía un niño de pecho, yo tenía que arriesgar mi vida para que al niño de mamá no le pasara nada. ¡Malditos celos de hermanos! Ni me molesté en preguntar por él, de todas formas no se me ocurrió que fuera directo al corazón de la batalla. El santurrón no tuvo otra idea que cruzar la barricada de San Julián para dar apoyo a los que allí luchaban, fue mala suerte que se lo encontrara uno de sus antiguos conocidos, de aquellos que conoció en las reuniones clandestinas cuando me espiaba. Manolo, que así se llamaba, lamentaba después haberle dejado traspasar la barricada. ¿Qué quería hacer allí? Dar consuelo, curar heridas a los que menos le querían, eso les dijo. Manolo, para que le dejaran pasar comentó que era buen enfermero y que era “casi uno de los suyos”.

En esos primeros días cayeron las ciudades de Cádiz, Algeciras, La Línea y Jerez de la Frontera. El camino para que pasaran los legionarios de África estaba abierto. Los primeros llegaron a Sevilla el día 20, no eran muchos pero Queipo puso a varios a dar vueltas por la ciudad y si eran 20 parecía que fueran 2.000. La gente se asustó, nos creímos su mentira. Mi hermano permaneció en San Julián hasta ese fatídico día. Los enfrentamientos se recrudecieron. El reducto de San Julián fue donde más duro se combatió. Conforme los otros puntos de la ciudad: Plaza Nueva, Triana, Macarena cayeron los que nos íbamos salvando nos replegamos a San Julián, pero no llegué a tiempo. Pablo en esos dos días puso vendajes, taponó heridas durante horas y, a escondidas, bendecía a los muertos. Muchos vieron sus gestos pero en el último momento, casi todos dudamos y ellos también, aunque no quisieran reconocerlo ante la cercanía de la muerte sentían el consuelo que les daba el movimiento de la cruz. No tuvo descanso, muchos fueron los heridos y muertos ahí, también en otras partes de la ciudad. Su sotana estaba hecha jirones. Pablo no durmió, ni comió, no paró hasta que una bala le fue directa al corazón. La bala llegó desde el otro lado de la barricada, algún legionario, algún fascista, ¿qué importa? Se supone que ellos no mataban curas, pero esta vez se equivocaron, mataron al mejor. Le estalló ese corazón tan grande que nunca dejó de amar. Me enteré el mismo 20 de julio por la tarde, al anochecer, a esa hora llegué a San Julián. Entré por las calles de detrás dispuesto a seguir montando bombas y a disparar a todo el que se moviera. Una mano temblorosa me cogió del codo y me arrastró hasta una puerta donde habían apilado varios cadáveres, al principio me costó entender, reconocer entre ese amasijo de brazos y piernas el cuerpo ensangrentado de mi hermano. Todo el ruido de los disparos, los gritos, todo se borró, me sentí como si algo me hubiera abducido, un silencio sepulcral me envolvió. Me mareé, las piernas me flaquearon y tuve que apoyarme en su pecho muerto y ensangrentado para no caer de boca, creo que también vomité. Su cara estaba muy pálida pero la expresión no era de sufrimiento. Dudo mucho que cuando yo muera mi cara refleje esa paz. A lo mejor es verdad y después de muerto se encontró con su Dios, vio el paraíso, pues no tengo ninguna duda, si ese lugar existe, allí está él. Dicen que cuando estás a punto de morir ves las imágenes de tu vida pasar delante de tus ojos lentamente; no estaba yo frente a mi muerte, pero lo que se me vino encima en aquel momento, viendo el cadáver de mi hermano, fueron todos los momentos buenos que perdí, todos los momentos buenos que pudieron ser y yo no quise vivir. Se me ahogaron tantas risas que no compartimos, tantos abrazos que no nos dimos. Fui consciente de golpe de que el tiempo se había agotado, que cuando la vida decide que llega el fin no hay segundas partes, no hay más posibilidades. Vi ahí en el suelo al hermano que siempre quiso acercarse a mí y al que yo evité por torpeza, porque es de torpes tener un hermano como él y no aprovecharlo, pasar mi infancia y juventud sólo pendiente de que sufriera un poco. ¡Los celos, los malditos celos fraternales!

La barricada cayó poco después, los legionarios entraron barriendo todo y yo hice algo, que cincuenta años después, aún me da pudor contar. En mi descargo decir que debió actuar el instinto de supervivencia. Somos animales, y así me comporté. Desnudé a mi hermano, me costó por la rigidez del cuerpo y me vestí su sotana, juro que a pesar de la pólvora, de la sangre, de la suciedad, aún olía a él. Como pude le eché encima una camisa, y en ropa interior, desnudo a los ojos de cualquiera, me lo cargué al hombro y me encaminé a casa de mi madre. Con la confusión reinante me costó horas llegar, pero nadie molestó a un cura lleno de sangre que acarreaba un cuerpo. Por el camino, le pedí perdón cien veces, mil por lo menos, también me enfadé con él por cómo se lo iba a tomar mi madre, me daba más miedo presentarme ante ella que enfrentarme a los legionarios. Es justo decir que recuerdo aquellas horas como si le hubieran pasado a otro. Esa sensación de flotar en una dimensión paralela fue la que se instauró en mi vida en los siguientes 9 años. 9 años cercado por la muerte.

Cuando mi madre sintió abrirse la puerta de casa y me vio entrar, ella ya era otro cadáver. No me habló, no me preguntó si había ido a buscarlo, sabía que no lo había hecho. Mi altanera mirada no podía ocultar mi desasosiego, mi pesadumbre, mi remordimiento. Pero no lo iba a reconocer, ¡eso nunca! Le conté a mi madre que habían sido los que ella consideraba buenos los que le habían matado, que los míos no. No me contestó, yo me convencí de que no tenía la culpa, que aunque hubiera pasado la noche y el día buscándolo no lo hubiera encontrado pues no se me había ocurrido que estuviera tras una barricada. Si ya odiaba a los fascistas, ahora tenía otro motivo más pues me habían matado a mi hermano, a mi único hermano. Durante años no asumí que a lo mejor podría haberlo salvado, que tal vez lo hubiera encontrado. Tardé años en asumir que no fui a buscarlo por celos, por esos celos que siempre me consumieron, celos infantiles, celos asesinos.

Pasados unos minutos, mi madre, con una voz que no parecía suya me ordenó que me quitara la sotana. La abrazó y se sentó en el suelo acariciando la cara de Pablo. Su boca emitía un lamento que más parecía el aullido de un perro. Cogía la cabeza de Pablo y se acunaba con ella. Yo desnudo la contemplé, pero unos golpes en la puerta me despertaron de esa ensoñación. Debía huir, huir de casa, huir de la ciudad. En Sevilla no había refugio seguro para los republicanos, y mucho menos para mí, experto en explosivos de la CNT. Mi cabeza tenía un precio muy elevado. Subí a mi cuarto, me puse ropa limpia. Escuché a mi madre hablar con los vecinos abajo, no podía ir con ellos. No podía despedirme de ella. Salté por la ventana de mi dormitorio al patio del vecino y por los patios traseros, como de adolescente me escapaba para ir con Malele, me fui alejando de mi hogar, de mi familia, de todo lo conocido, de Estrella la madre más buena del mundo. No volví a verla hasta 3 años después. Me crucé con ella y la reconocí al momento, iba con tu madre de la mano, esperaba paciente entre una muchedumbre que hacía cola para montar en camiones y huir hacia los Pirineos. Me sorprendió encontrarla allí, dudé si me había equivocado, me acerqué y al oír su nombre se volvió. No entendía por qué estaba allí, yo la hacía en casa, en la tranquilidad de su hogar de Sevilla. Mis padres jamás se metieron en política, no entendía por qué había tenido que huir también. No estaba preparado para escuchar lo que me contó en esas cinco horas que pasamos juntos hasta que dejé a las dos montadas en un camión de un amigo mío. Volví a verlas en Francia, y después nos carteamos durante el resto de su vida. Me había perdonado, de hecho nunca me culpó de la muerte de Pablo, yo en cambio no me perdono. Entonces me dijo una frase que jamás he olvidado:

-Tú te preocupas de ti mismo, por eso siempre saldrás adelante. Tu hermano sólo se preocupaba de los demás.

Lo más complicado en aquellos primeros momentos de confusión fue salir de la ciudad. Aunque mi casa estaba cerca de los límites de Sevilla, pocas casas había más allá del cementerio, me costó llegar hasta allí. Había patrullas por todas partes, se estableció el toque de queda, pero en aquellos momentos ni se sabía. Tuve la mala suerte de que a punto de cruzar y traspasar los muros del cementerio donde quería ocultarme hasta que fuera noche cerrada, un hombre me dio el alto y me cogió por el brazo. No sé cómo me giré y con la mano que no me tenía agarrada saqué la navaja que me acompañó la mitad de mi vida y se la clavé en el cuello. No emitió ningún grito, la sangre salió a borbotones y me manchó la cara, las manos, las ropas. Empecé a correr mientras el cuerpo aún estaba cayendo con las manos en el cuello, un corro de gente se fue formando alrededor del caído, perdí la oportunidad de refugiarme en el cementerio, mi primera idea, y me tuve que ocultar en medio de la marabunta de la ciudad. Otra vez para dentro cuando a un tiro de piedra veía el campo que me llevaba hacia la libertad. No me quedó más remedio que volver a meterme en las calles de Sevilla. Se iba haciendo de noche, ocultándome entre las sombras, me dirigí hacia la salida de Madrid. Toda la noche me costó alcanzar la carretera que llevaba hacia mi destierro. Había patrullas, camiones con fascistas que llamaban a las puertas de conocidos republicanos, cenetistas, ugetistas, en fin de los del otro bando, del mío. La sangre del muerto se fue pegando al cuerpo y a mis ropas endureciéndolas. Era la primera vez que mataba conscientemente. Hasta entonces mis bombas habrían matado pero yo no estaba presente, no sabía con seguridad si alguien había perdido la vida por su culpa. La mayoría de ellas sólo habían causado desperfectos. Pero a partir de ese momento, todo cambió. Maté una y mil veces. Maté para salvar mi vida, como un animal que lucha por seguir en este mundo, por instinto, como esa primera vez. Maté por convicciones políticas, durante la guerra española y la mundial,  y menos mal que nunca llegué a matar por dinero. Matar es más fácil de lo que pensamos. Lo peor es sentir las convulsiones del cuerpo agónico. Pero no quiero que tú sepas estas cosas. Esos movimientos aún me despiertan por la noche. Despertar es una forma de hablar, apenas duermo desde hace años. Matar en tiempos de guerra es lo normal, es lo que todo el mundo espera. Así que nunca nadie me ha mirado mal, nadie me ha retirado el saludo, al contrario siempre tuve fama de valiente, leal, hombre de palabra. ¡Qué irónico! Proseguiré el relato sin meterme en estas profundidades, pero no deseo mentirte. Esta carta me está sirviendo para exorcizar mis fantasmas. Tal vez debí haberlo escrito todo hace tiempo. No quiero mentir, pero tampoco deseo asustarte.

Conseguí dejar atrás Sevilla y el camino se hizo fácil. En esos días más de la mitad de España seguía siendo leal al gobierno del Frente Popular, al gobierno legal, elegido democráticamente. En mi camino a Madrid, sólo tuve que bordear Córdoba capital donde el Alzamiento también había tenido éxito. Viajé en coches, en camiones. Llegué a Madrid antes del cerco. Contacté con mis compañeros de la CNT pero no me gustó cómo se estaban organizando. El feudo fuerte de la CNT-FAI era Barcelona y hacia allí proseguí.

Llegar a Barcelona fue como llegar al Paraíso. En Barcelona se pusieron en marcha todos los sueños anarquistas. El pueblo no necesitó ni siquiera que lo dirigieran, se colectivizaron fábricas, transportes, empresas. Todo pasó a manos de sus legítimos dueños, “la tierra para quien la trabaja”, pues las empresas, igual, y los trenes, los autobuses. Todo. ¡Qué algarabía! Las personas se tuteaban, se llamaban por su nombre, nadie era más que nadie. No había soldados, eran milicianos. Las paredes estaban tapizadas con el rojo y negro, color de la CNT- FAI. Los tranvías llevaban impresos los logos de la CNT. Todo me resultó fácil nada más llegar. Vivía con varios compañeros cerca de Montjuit, conseguí trabajo en una fábrica de bombas. La gente al principio estaba exultante, íbamos a poner en práctica nuestros sueños, la vida iba a ser más fácil, justa y agradable para los trabajadores. Podrás ver fotos de aquella época de hombres y mujeres sonriendo en camiones que iban al frente a luchar, que paseaban por las calles con rifles y armas contentos de luchar. Sólo era el principio.

Al poco tiempo me aburrí, la vida de la fábrica me resultaba insustancial. Parecía que no hubiera salido de Sevilla, los turnos, la fábrica era como ir a la Fábrica de Artillería donde tantos años había estado. Yo quería emoción. Había una guerra, la gente vivía intensamente, y yo quería verlo todo, ser protagonista de todo. ¡Qué aburrimiento en Barcelona! Era joven, la guerra me parecía emocionante y yo desperdiciando el tiempo en lo mismo de siempre, así que dejé la fábrica y me alisté en una de las famosas columnas anarquistas. Estuve en Teruel, allí sí que supe lo que es la guerra. Lo cruel y sórdida que es la guerra. Lo que es el hambre y el frío. Sobre todo el frío. Teruel es una tierra dura. Supongo que los estrategas militares sabían lo que hacían pero ¿a quién se le ocurre atacar Teruel en pleno mes de diciembre? Las temperaturas bajaron esas Navidades a 20 grados bajo cero, hubo muchos soldados que murieron congelados, las granadas las teníamos que abrir con los dientes porque las manos no respondían. Había conductores que se quedaron aferrados a sus volantes convertidos en un cubito de hielo. No hace falta que te explique que apenas teníamos ropas de abrigo, matábamos por una manta. La batalla fue encarnizada y además muchos perdieron dedos y pies por congelación. Teruel era nacional, siempre había triunfado la derecha en las elecciones. A mitad de diciembre atacamos y conseguimos tras más de un mes de encarnizada batalla hacernos con la ciudad. La lucha fue casa a casa. La poca gente que quedaba en la ciudad se escondió y cientos por decir un número murieron de hambre. Cuando tomamos Teruel, las tropas nacionales que habían ido llegando de otras partes de España alentadas por Franco nos presionaron desde fuera. Para explicarte la situación imagínate dos círculos uno dentro del otro, avanzamos y nos convertimos en el círculo de dentro, quedamos sitiados. A mitad de febrero la situación se hizo insostenible, las bajas se contaban por miles en ambos bandos. Los muertos se apilaban congelados en almacenes y lo que es peor en las esquinas. Tuvimos que romper el cerco para huir, yo lo conseguí, miles de compañeros no tuvieron esa suerte y al rendirnos cayeron apresados. Es duro decir que la sangre de los muertos resultaba reconfortante al sentirla caliente. Clavabas la bayoneta y el cuerpo del otro al morir te daba un poco de aliento con su calor.

Del cerco de Teruel salí siendo un experto en minas. De Teruel marché hacia Cataluña y volví a dar clases sobre el montaje de bombas, minas y demás explosivos. A veces mis alumnos por las noches me llevaban a dar “paseos”. Las patrullas iban de casa en casa buscando nacionales y luego los fusilaban. Es de lo que más me arrepiento con el tiempo. Supongo que muchos no tenían ni inclinaciones políticas pero, como pasó en el otro bando, las delaciones sirvieron para saldar viejas cuentas y así se vengaban toda clase de ofensas, desde éste que me ha quitado unas tierras, a aquel que dejó preñada a mi hermana. Las guerras son injustas. Esas excursiones nocturnas fueron frecuentes en los dos bandos y ocurren en todas las guerras. ¡Las malditas guerras! También había fascistas, gente de derechas, curas como mi hermano. Participé en esos paseos convencido entonces de que luchaba por la libertad, no renegué de mis ideales hasta muchos años después. Bueno, de mis ideales no he renegado nunca, creo firmemente en la igualdad, en los derechos humanos, en un mundo más igualitario y mejor para todos. Un mundo sin abusos, un mundo donde todos seamos más felices. En mi juventud creí que el anarquismo haría realidad la utopía, ahora sé que es una utopía.

Viví esos tres años en medio de una nube de adrenalina. Con treinta años luchas con saña, los ideales prevalecen sobre la razón. Por eso la derrota me dejó, como a todos, desorientado. Echo la vista atrás y me parece que un puente me lleva desde mi casa de Sevilla, el día que hui, hasta la arena mojada del Campo de Concentración de Argéles en el sur de Francia. Los tres años de en medio fueron como un río revuelto amenazando con salirse del cauce. Una riada de aguas marrones que bajan llenas de cañas, barros y deshechos. El frío de Teruel me hizo soportar mejor que a algunos de mis compañeros el frío de aquel invierno de 1939, a la intemperie en aquella playa cercada por alambradas. Barcelona cayó en enero de ese año. Para entonces Barcelona era una ciudad a punto de estallar de gente, era el centro de reunión al que todos los republicanos españoles iban llegando conforme sus pueblos y ciudades eran tomados por los nacionales. Ante la llegada de los vencedores, la población asustada por las posibles represalias huyó, miles y miles de personas avanzaban en una lenta y larga caravana hacia el país vecino. En una plaza mientras esperaban subir a algún camión que las llevara fuera de esa tierra extraña, me encontré a tu madre y a Estrella. Creí que mis ojos me jugaban una mala pasada pues en esos tres años siempre pensé que lo que quedaba de mi familia estaría en Sevilla. Su recuerdo había venido pocas veces a mi mente, los creí a salvo en sus casas, quizás con un poco de hambre, como todos, pero nada más, ni en la peor pesadilla hubiera soñado con la realidad que les tocó vivir. Mis ojos miraron a aquella mujer pequeñita, delgada muy delgada, y lo primero que pensé es “cómo se parece a mi madre. Me estoy volviendo un sentimental, esto de perder la guerra está haciendo que mi cerebro se vuelva blandengue”. Y seguí adelante, pero algo hizo que volviera y me di la vuelta. La plaza era un follón, un hervidero de gente que hablaba a gritos, se tapaban con mantas en los hombros, y se peleaban buscando un hueco en algún camión, taxi, coche, carro, lo que fuera antes que tener que empezar la marcha a pie. Francia quedaba lejos, muy lejos, y los Pirineos asustan hasta a los más valientes. Mi idea era estar todavía un poco más en Barcelona, sabía que me tenía que ir, pero con otros de la CNT queríamos dejar algunos regalitos en forma de bombas en algunos lugares estratégicos. Queríamos salir de los últimos y así lo hicimos. Mi cuerpo se giró, quizás la llamada de la sangre. Volví a posar mis ojos en aquella buena mujer vestida de riguroso negro, como la mitad de las mujeres españolas. Pañuelo negro en la cabeza, abrigo negro, medias negras. De su mano cogida una niña pequeña rubita. Las dos esperaban pacientemente en una larga cola de la que no se veía el final y que no avanzaba. Me concentré en el rostro tan amado y fui poniendo cada rasgo recordado encima de aquel rostro que tenía enfrente, las cejas, el pelo, la peca de la sien, los ojillos pequeños, la nariz chatita. Todos los rasgos encajaban a la perfección, sólo la cara era más delgada y arrugada de lo recordado. Me quité la idea de nuevo de la cabeza. “¿Cómo iba a estar mi madre en Barcelona?” Automáticamente me entró un gran remordimiento y si buscándome a mí, la habían obligado a huir. Y si por mi culpa había sufrido estos tres años y si... No, no podía ser. La miré y ella ante tanta insistencia debió de notar algo y giró la cabeza como buscando esa otra mirada que le producía desazón. Las trayectorias se cruzaron y su mirada sin vida se paró. Mi boca preguntó muy bajito “¿Mamá? ¿Estrella?” Y ella se abalanzó hacia mí. ¿Qué sensación, qué dolor y qué alegría a la vez? ¡Qué añorado el roce de ese diminuto cuerpo tan querido! Creo que el calor del seno materno no se nos olvida nunca, que si alguien nos preguntara cómo querríamos morir contestaríamos que morir debe ser volver al interior del vientre de la madre, ese calor, ese flotar en una nada cálida y amorosa. Me abracé como queriendo fundirme con ella. No hay milicianos, ni terroristas, ni lo que quieran llamarnos que valgan ante el amor incondicional de una madre. Ni novia, ni esposa, ni amante. La única mujer que te quiere es una madre. Bueno, una madre normal, algunas como mi hermana no lo fueron, pero eso son casos excepcionales. En medio del derrumbe de todas mis esperanzas libertarias, en medio del caos de estar en el bando perdedor de una guerra, en medio de los bombardeos, del hambre, del sueño, me vi premiado con el regalo más maravilloso que nadie pueda recibir: el abrazo de una madre, de una madre perdida, olvidada incluso por egoísmo. Cuando dejamos de llorar y nos dimos cuenta de que todo el mundo nos miraba, el pudor tan propio de esta familia hizo que paráramos y nos sentamos un poco alejados de la plaza. Preguntaba como si llevara una ametralladora en la boca, la niña se reía al verme hablar con tanta prisa. Mi madre cogida a mi brazo tuvo fuerzas también para sonreír. En voz baja comenzó a hablar, mientras besaba la mano que aferraba con fuerza. Al principio no entendía sus palabras de tan bajito como hablaba. Poco a poco mi oído se hizo a ese sonido tan familiar, ese acento suave sevillano que tanto había echado de menos. Su voz hablando de tonterías mientras cocinaba, su voz regañando a mi hermana, su voz orgullosa pronunciando el nombre de Pablo. Aferrado a su mano comencé a llorar como un niño. Lloré por tanta sangre derramada, por tanto odio vivido. Lloré y lloré. Rosa, la niña que hoy es tu madre, me cogió la otra mano y me daba besitos preguntándome si me había hecho pupa en algún lado. Así aferrado a las dos únicas mujeres que me quedaban en el mundo pasé un buen rato hasta que me fui tranquilizando. Más sereno, volví a preguntar y esta segunda vez presté atención  a la historia que Estrella me contó, así supe la razón por la que tuvo que abandonar su conocida vida en Sevilla, me dejó los vellos de punta. Cogí a Rosa en mis brazos y la besé con cariño. ¡Qué poco hice por mi familia! Yo siempre pendiente de mi lucha, de mis cosas. Qué poco me importaron nunca los demás. La vida es justa y, si en mi juventud abandoné de una forma tan egoísta a mi familia, luego llegó la venganza y mi vejez ha sido un largo camino oscuro y solitario. Estrella como siempre me reconfortó, quitó importancia a mis defectos, a mis culpas. “La vida es así, no sabemos qué nos quiere decir o enseñar” me dijo. Me hubiera gustado seguir con ellas mucho más rato, pero no era el momento. Ellas debían huir de Barcelona y yo tenía todavía trabajo que cumplir. Para algo iba a servir mi larga militancia en la CNT-FAI, por primera vez hice uso y abuso de mis contactos y pocos minutos después Estrella y Rosa estaban sentadas en la cabina de uno de los camiones que salían rumbo a Francia. Quedamos en que nos buscaríamos allí. Las vi alejarse a las dos por la ventanilla, la niña me decía adiós con su manita roja por el frío. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

La frontera permaneció cerrada hasta los primeros días de febrero, pero era imposible retener más tiempo al medio millón de personas que pasamos por la frontera francesa en esos días. Medio millón de personas que sólo teníamos lo puesto, sin futuro, con demasiado pasado. Francia tuvo que organizarse y no se le ocurrió otra cosa que hacer campos de concentración donde ir metiéndonos a todos, sin condiciones sanitarias, sin un techo donde refugiarnos. En la frontera iban separando a las mujeres y niños, a los ancianos y a los hombres. A mí me tocó Argèles sur Mer, un infierno. Ni en la trinchera más horrible de Teruel las condiciones eran peores que en aquella playa. Tuvimos que excavar como pudimos letrinas, había disentería, tifus y sarna, no había comida, dormíamos en la arena mojada. Mis huesos se resintieron desde entonces y el reúma no me ha abandonado. Tropas senegalesas y argelinas nos custodiaban. Éramos animales en un cercado, muchos cerdos viven mejor que nosotros allí.  No había nada qué hacer, sólo sobrevivir. Los piojos no me dejaban vivir. El frío era terrible, dormíamos enterrados en la arena, en grupo para darnos calor. Por las noches, a veces se escuchaba una corneta tocar silencio. El doliente sonido elevándose por el aire, sólo interrumpido por el murmullo o el bramido de las olas según el día, me dejaba sumido en una gran tristeza, no he podido oír nunca más una corneta sin empezar a temblar. Allí, rodeado de gente a todas horas, descubrí lo que era de verdad la soledad. 


Pilar Lahuerta








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