Tropas franquistas entrando en Sevilla (L'Illustration, Agosto de 1936) |
Durante esa noche, Queipo de Llano llega a Sevilla para encabezar el Alzamiento Nacional y dejar, como hizo tras el éxito, el camino libre a las tropas que venían de África. La Guerra Civil, que sangró a España durante 3 años, en Sevilla terminó antes de comenzar. Siendo Sevilla una ciudad “tan roja”, con unos movimientos obreros consolidados, con la CNT luchando bien asentada, yo creo que fue la ciudad que menos problemas causó a los nacionales, la ciudad se tomó en unas horas, y la resistencia apenas duró un par de días. En esa resistencia nos encontramos Pablo y yo.
Estábamos en el patio de casa tomando un café cuando
Malele se presentó para darnos noticias. Nos habló del alzamiento de los
militares contra el legítimo gobierno de la República. Me puse en marcha
inmediatamente. Con un beso le prometí a mi madre que volvería por la noche
para ver cómo estaba. Mi hermano se quedó en la puerta un poco desconcertado,
no había entendido bien lo que pasaba, y como salí corriendo tampoco pudo
preguntarme qué significado tenían las palabras de Malele. Las calles de la
ciudad en ese primer momento parecían tranquilas, nada dejaba adivinar
que se estaba produciendo un acto de ese calibre, un golpe de estado, una lucha
contra el poder. El levantamiento de Queipo de Llano fue una chapuza que tuvo
un milagroso desenlace. Los republicanos nos dejamos arrebatar la ciudad por
flojos, por crédulos. Queipo de Llano se levantó sin ningún apoyo de los
militares ni de la guardia civil, él esperaba contar con 1.500 falangistas que
debía proporcionarle un torero de poca monta, pero a la hora de la verdad
fueron sólo 15 individuos los que estaban prestos a ayudar ya que la mayoría
estaban en la cárcel o de vacaciones de verano al ser estudiantes. Queipo de
Llano era temerario, con unos pocos soldados se hizo con el control de
Artillería, de Telefónica y de los puntos neurálgicos de la ciudad, hizo
prisioneros al general Villa Abrille jefe de la 2ª División quien duda y duda,
no se une al Alzamiento pero tampoco hace oposición, Queipo lo arresta sin
contemplaciones, después va al Regimiento Granada 6 y como su coronel sí
se opone lo detiene, los oficiales también dudan y no saben qué hacer. Entre
tanto militar dubitativo, sin agallas para unirse o luchar, Queipo de Llano sin
tirar ni un tiro se hace con el mando militar, yo pienso que no se creía tanta
suerte. Queipo además manejó de forma magistral la propaganda; si bien la radio
el día 18 nos arengó y movilizó para una huelga, al día siguiente ese medio de
comunicación tan magnífico estaba ya en sus manos. Se hicieron famosos los
monólogos donde levantaba la moral de la derecha y a nosotros nos iba minando.
A partir del 18 empezamos a levantar barricadas en algunos barrios como La
Macarena, San Julián, Triana y San Marcos. Yo ayudé a montar la de Triana, en
el Altozano. Después me dediqué a una de mis actividades favoritas: me fui con
un grupo a quemar iglesias y casas de gente rica. Ése fue nuestro error, o por
lo menos uno de ellos, en vez de ponernos con todas nuestras fuerzas a luchar,
nos dedicamos a quemar. Sevilla ardió por los cuatro costados. Todas esas
noches, poniendo en riesgo mi vida, cruzaba la ciudad para ver a mi madre. Lo
sentía como un juego. Pablo se marchó la segunda noche, mi madre estaba muy
nerviosa, no había encendido ni la luz.
Las vecinas le habían contado que la
ciudad estaba en pie de guerra que había gente muriendo, que los
enfrentamientos se estaban generalizando. Temía por mí, temía por Pablo.
¿Adónde había ido? Llevaba la sotana y el ambiente no era propicio para pegarse
paseos vestido así. Me pidió y me rogó que fuese a buscarlo y lo trajera a
casa. Se lo prometí sabiendo que no iba a cumplir la promesa, que no tenía
ninguna intención de recorrerme la ciudad para ir en busca de ese loco. Total,
pensé, los enfrentamientos no eran tan graves, no iba a morir nadie y menos él.
Habría ido al seminario o a alguna iglesia, lo más que le podría pasar era que
presenciara cómo ardían los muros de su refugio. No le vendría mal ver que la
obra de Dios en la tierra era perecedera, frágil. Recuerdo que sonreí pensando
en su cara delante de las cenizas de algún templo. Me sentí fatal por esa
preocupación tan grande de mi madre, ¡malditos celos! Yo podía sobrevivir solo,
luchando en las barricadas, cruzando el puente de Triana para colocar alguna de
mis bombas, pero mi hermano parecía un niño de pecho, yo tenía que arriesgar mi
vida para que al niño de mamá no le pasara nada. ¡Malditos celos de hermanos!
Ni me molesté en preguntar por él, de todas formas no se me ocurrió que fuera
directo al corazón de la batalla. El santurrón no tuvo otra idea que cruzar la
barricada de San Julián para dar apoyo a los que allí luchaban, fue mala suerte
que se lo encontrara uno de sus antiguos conocidos, de aquellos que conoció en
las reuniones clandestinas cuando me espiaba. Manolo, que así se llamaba,
lamentaba después haberle dejado traspasar la barricada. ¿Qué quería hacer
allí? Dar consuelo, curar heridas a los que menos le querían, eso les dijo.
Manolo, para que le dejaran pasar comentó que era buen enfermero y que era
“casi uno de los suyos”.
En esos primeros días cayeron las ciudades de Cádiz,
Algeciras, La Línea y Jerez de la Frontera. El camino para que pasaran los
legionarios de África estaba abierto. Los primeros llegaron a Sevilla el día
20, no eran muchos pero Queipo puso a varios a dar vueltas por la ciudad y si
eran 20 parecía que fueran 2.000. La gente se asustó, nos creímos su mentira.
Mi hermano permaneció en San Julián hasta ese fatídico día. Los enfrentamientos
se recrudecieron. El reducto de San Julián fue donde más duro se combatió.
Conforme los otros puntos de la ciudad: Plaza Nueva, Triana, Macarena cayeron
los que nos íbamos salvando nos replegamos a San Julián, pero no llegué a
tiempo. Pablo en esos dos días puso vendajes, taponó heridas durante horas y, a
escondidas, bendecía a los muertos. Muchos vieron sus gestos pero en el último
momento, casi todos dudamos y ellos también, aunque no quisieran reconocerlo
ante la cercanía de la muerte sentían el consuelo que les daba el movimiento de
la cruz. No tuvo descanso, muchos fueron los heridos y muertos ahí, también en
otras partes de la ciudad. Su sotana estaba hecha jirones. Pablo no durmió, ni
comió, no paró hasta que una bala le fue directa al corazón. La bala llegó
desde el otro lado de la barricada, algún legionario, algún fascista,
¿qué importa? Se supone que ellos no mataban curas, pero esta vez se
equivocaron, mataron al mejor. Le estalló ese corazón tan grande que nunca dejó
de amar. Me enteré el mismo 20 de julio por la tarde, al anochecer, a esa hora
llegué a San Julián. Entré por las calles de detrás dispuesto a seguir montando
bombas y a disparar a todo el que se moviera. Una mano temblorosa me cogió del
codo y me arrastró hasta una puerta donde habían apilado varios cadáveres, al
principio me costó entender, reconocer entre ese amasijo de brazos y piernas el
cuerpo ensangrentado de mi hermano. Todo el ruido de los disparos, los gritos,
todo se borró, me sentí como si algo me hubiera abducido, un silencio sepulcral
me envolvió. Me mareé, las piernas me flaquearon y tuve que apoyarme en su
pecho muerto y ensangrentado para no caer de boca, creo que también vomité. Su
cara estaba muy pálida pero la expresión no era de sufrimiento. Dudo mucho que
cuando yo muera mi cara refleje esa paz. A lo mejor es verdad y después de
muerto se encontró con su Dios, vio el paraíso, pues no tengo ninguna duda, si
ese lugar existe, allí está él. Dicen que cuando estás a punto de morir ves las
imágenes de tu vida pasar delante de tus ojos lentamente; no estaba yo frente a
mi muerte, pero lo que se me vino encima en aquel momento, viendo el cadáver de
mi hermano, fueron todos los momentos buenos que perdí, todos los momentos
buenos que pudieron ser y yo no quise vivir. Se me ahogaron tantas risas que no
compartimos, tantos abrazos que no nos dimos. Fui consciente de golpe de que el
tiempo se había agotado, que cuando la vida decide que llega el fin no hay
segundas partes, no hay más posibilidades. Vi ahí en el suelo al hermano que
siempre quiso acercarse a mí y al que yo evité por torpeza, porque es de torpes
tener un hermano como él y no aprovecharlo, pasar mi infancia y juventud sólo
pendiente de que sufriera un poco. ¡Los celos, los malditos celos fraternales!
La barricada cayó poco después, los legionarios
entraron barriendo todo y yo hice algo, que cincuenta años después, aún me da
pudor contar. En mi descargo decir que debió actuar el instinto de
supervivencia. Somos animales, y así me comporté. Desnudé a mi hermano, me
costó por la rigidez del cuerpo y me vestí su sotana, juro que a pesar de la
pólvora, de la sangre, de la suciedad, aún olía a él. Como pude le eché encima
una camisa, y en ropa interior, desnudo a los ojos de cualquiera, me lo cargué
al hombro y me encaminé a casa de mi madre. Con la confusión reinante me costó
horas llegar, pero nadie molestó a un cura lleno de sangre que acarreaba un
cuerpo. Por el camino, le pedí perdón cien veces, mil por lo menos, también me
enfadé con él por cómo se lo iba a tomar mi madre, me daba más miedo
presentarme ante ella que enfrentarme a los legionarios. Es justo decir que
recuerdo aquellas horas como si le hubieran pasado a otro. Esa sensación de
flotar en una dimensión paralela fue la que se instauró en mi vida en los
siguientes 9 años. 9 años cercado por la muerte.
Cuando mi madre sintió abrirse la puerta de casa
y me vio entrar, ella ya era otro cadáver. No me habló, no me preguntó si había
ido a buscarlo, sabía que no lo había hecho. Mi altanera mirada no podía
ocultar mi desasosiego, mi pesadumbre, mi remordimiento. Pero no lo iba a
reconocer, ¡eso nunca! Le conté a mi madre que habían sido los que ella
consideraba buenos los que le habían matado, que los míos no. No me contestó,
yo me convencí de que no tenía la culpa, que aunque hubiera pasado la noche y
el día buscándolo no lo hubiera encontrado pues no se me había ocurrido que
estuviera tras una barricada. Si ya odiaba a los fascistas, ahora tenía otro
motivo más pues me habían matado a mi hermano, a mi único hermano. Durante años
no asumí que a lo mejor podría haberlo salvado, que tal vez lo hubiera
encontrado. Tardé años en asumir que no fui a buscarlo por celos, por esos
celos que siempre me consumieron, celos infantiles, celos asesinos.
Pasados unos minutos, mi madre, con una voz que no
parecía suya me ordenó que me quitara la sotana. La abrazó y se sentó en el
suelo acariciando la cara de Pablo. Su boca emitía un lamento que más parecía
el aullido de un perro. Cogía la cabeza de Pablo y se acunaba con ella. Yo
desnudo la contemplé, pero unos golpes en la puerta me despertaron de esa
ensoñación. Debía huir, huir de casa, huir de la ciudad. En Sevilla no había
refugio seguro para los republicanos, y mucho menos para mí, experto en explosivos
de la CNT. Mi cabeza tenía un precio muy elevado. Subí a mi cuarto, me puse
ropa limpia. Escuché a mi madre hablar con los vecinos abajo, no podía ir con
ellos. No podía despedirme de ella. Salté por la ventana de mi dormitorio al
patio del vecino y por los patios traseros, como de adolescente me escapaba
para ir con Malele, me fui alejando de mi hogar, de mi familia, de todo lo
conocido, de Estrella la madre más buena del mundo. No volví a verla hasta 3
años después. Me crucé con ella y la reconocí al momento, iba con tu madre de
la mano, esperaba paciente entre una muchedumbre que hacía cola para montar en
camiones y huir hacia los Pirineos. Me sorprendió encontrarla allí, dudé
si me había equivocado, me acerqué y al oír su nombre se volvió. No entendía
por qué estaba allí, yo la hacía en casa, en la tranquilidad de su hogar de
Sevilla. Mis padres jamás se metieron en política, no entendía por qué había
tenido que huir también. No estaba preparado para escuchar lo que me contó en
esas cinco horas que pasamos juntos hasta que dejé a las dos montadas en un
camión de un amigo mío. Volví a verlas en Francia, y después nos carteamos
durante el resto de su vida. Me había perdonado, de hecho nunca me culpó de la
muerte de Pablo, yo en cambio no me perdono. Entonces me dijo una frase que
jamás he olvidado:
-Tú
te preocupas de ti mismo, por eso siempre saldrás adelante. Tu hermano sólo se
preocupaba de los demás.
Lo más complicado en aquellos primeros momentos de
confusión fue salir de la ciudad. Aunque mi casa estaba cerca de los límites de
Sevilla, pocas casas había más allá del cementerio, me costó llegar hasta allí.
Había patrullas por todas partes, se estableció el toque de queda, pero en
aquellos momentos ni se sabía. Tuve la mala suerte de que a punto de cruzar y
traspasar los muros del cementerio donde quería ocultarme hasta que fuera noche
cerrada, un hombre me dio el alto y me cogió por el brazo. No sé cómo me giré y
con la mano que no me tenía agarrada saqué la navaja que me acompañó la mitad de
mi vida y se la clavé en el cuello. No emitió ningún grito, la sangre salió a
borbotones y me manchó la cara, las manos, las ropas. Empecé a correr mientras
el cuerpo aún estaba cayendo con las manos en el cuello, un corro de gente se
fue formando alrededor del caído, perdí la oportunidad de refugiarme en el
cementerio, mi primera idea, y me tuve que ocultar en medio de la marabunta de
la ciudad. Otra vez para dentro cuando a un tiro de piedra veía el campo que me
llevaba hacia la libertad. No me quedó más remedio que volver a meterme en las
calles de Sevilla. Se iba haciendo de noche, ocultándome entre las sombras, me
dirigí hacia la salida de Madrid. Toda la noche me costó alcanzar la carretera
que llevaba hacia mi destierro. Había patrullas, camiones con fascistas que
llamaban a las puertas de conocidos republicanos, cenetistas, ugetistas, en fin
de los del otro bando, del mío. La sangre del muerto se fue pegando al cuerpo y
a mis ropas endureciéndolas. Era la primera vez que mataba conscientemente. Hasta
entonces mis bombas habrían matado pero yo no estaba presente, no sabía con
seguridad si alguien había perdido la vida por su culpa. La mayoría de ellas
sólo habían causado desperfectos. Pero a partir de ese momento, todo cambió.
Maté una y mil veces. Maté para salvar mi vida, como un animal que lucha por
seguir en este mundo, por instinto, como esa primera vez. Maté por convicciones
políticas, durante la guerra española y la mundial, y menos mal que nunca
llegué a matar por dinero. Matar es más fácil de lo que pensamos. Lo peor es
sentir las convulsiones del cuerpo agónico. Pero no quiero que tú sepas estas
cosas. Esos movimientos aún me despiertan por la noche. Despertar es una forma
de hablar, apenas duermo desde hace años. Matar en tiempos de guerra es lo
normal, es lo que todo el mundo espera. Así que nunca nadie me ha mirado mal,
nadie me ha retirado el saludo, al contrario siempre tuve fama de valiente,
leal, hombre de palabra. ¡Qué irónico! Proseguiré el relato sin meterme en
estas profundidades, pero no deseo mentirte. Esta carta me está sirviendo para
exorcizar mis fantasmas. Tal vez debí haberlo escrito todo hace tiempo. No
quiero mentir, pero tampoco deseo asustarte.
Conseguí dejar atrás Sevilla y el camino se hizo
fácil. En esos días más de la mitad de España seguía siendo leal al gobierno
del Frente Popular, al gobierno legal, elegido democráticamente. En mi camino a
Madrid, sólo tuve que bordear Córdoba capital donde el Alzamiento también había
tenido éxito. Viajé en coches, en camiones. Llegué a Madrid antes del cerco.
Contacté con mis compañeros de la CNT pero no me gustó cómo se estaban
organizando. El feudo fuerte de la CNT-FAI era Barcelona y hacia allí proseguí.
Llegar a Barcelona fue como llegar al Paraíso. En
Barcelona se pusieron en marcha todos los sueños anarquistas. El pueblo no
necesitó ni siquiera que lo dirigieran, se colectivizaron fábricas,
transportes, empresas. Todo pasó a manos de sus legítimos dueños, “la tierra
para quien la trabaja”, pues las empresas, igual, y los trenes, los autobuses.
Todo. ¡Qué algarabía! Las personas se tuteaban, se llamaban por su nombre,
nadie era más que nadie. No había soldados, eran milicianos. Las paredes
estaban tapizadas con el rojo y negro, color de la CNT- FAI. Los tranvías
llevaban impresos los logos de la CNT. Todo me resultó fácil nada más llegar.
Vivía con varios compañeros cerca de Montjuit, conseguí trabajo en una fábrica
de bombas. La gente al principio estaba exultante, íbamos a poner en práctica
nuestros sueños, la vida iba a ser más fácil, justa y agradable para los
trabajadores. Podrás ver fotos de aquella época de hombres y mujeres sonriendo
en camiones que iban al frente a luchar, que paseaban por las calles con rifles
y armas contentos de luchar. Sólo era el principio.
Al poco tiempo me aburrí, la vida de la fábrica me
resultaba insustancial. Parecía que no hubiera salido de Sevilla, los turnos,
la fábrica era como ir a la Fábrica de Artillería donde tantos años había
estado. Yo quería emoción. Había una guerra, la gente vivía intensamente, y yo
quería verlo todo, ser protagonista de todo. ¡Qué aburrimiento en Barcelona!
Era joven, la guerra me parecía emocionante y yo desperdiciando el tiempo en lo
mismo de siempre, así que dejé la fábrica y me alisté en una de las famosas
columnas anarquistas. Estuve en Teruel, allí sí que supe lo que es la guerra.
Lo cruel y sórdida que es la guerra. Lo que es el hambre y el frío. Sobre todo
el frío. Teruel es una tierra dura. Supongo que los estrategas militares sabían
lo que hacían pero ¿a quién se le ocurre atacar Teruel en pleno mes de
diciembre? Las temperaturas bajaron esas Navidades a 20 grados bajo cero, hubo
muchos soldados que murieron congelados, las granadas las teníamos que abrir
con los dientes porque las manos no respondían. Había conductores que se
quedaron aferrados a sus volantes convertidos en un cubito de hielo. No hace
falta que te explique que apenas teníamos ropas de abrigo, matábamos por una
manta. La batalla fue encarnizada y además muchos perdieron dedos y pies por
congelación. Teruel era nacional, siempre había triunfado la derecha en las
elecciones. A mitad de diciembre atacamos y conseguimos tras más de un mes de
encarnizada batalla hacernos con la ciudad. La lucha fue casa a casa. La poca
gente que quedaba en la ciudad se escondió y cientos por decir un número
murieron de hambre. Cuando tomamos Teruel, las tropas nacionales que habían ido
llegando de otras partes de España alentadas por Franco nos presionaron desde
fuera. Para explicarte la situación imagínate dos círculos uno dentro del otro,
avanzamos y nos convertimos en el círculo de dentro, quedamos sitiados. A mitad
de febrero la situación se hizo insostenible, las bajas se contaban por miles
en ambos bandos. Los muertos se apilaban congelados en almacenes y lo que es
peor en las esquinas. Tuvimos que romper el cerco para huir, yo lo conseguí,
miles de compañeros no tuvieron esa suerte y al rendirnos cayeron apresados. Es
duro decir que la sangre de los muertos resultaba reconfortante al sentirla
caliente. Clavabas la bayoneta y el cuerpo del otro al morir te daba un poco de
aliento con su calor.
Del cerco de Teruel salí siendo un experto en minas.
De Teruel marché hacia Cataluña y volví a dar clases sobre el montaje de
bombas, minas y demás explosivos. A veces mis alumnos por las noches me
llevaban a dar “paseos”. Las patrullas iban de casa en casa buscando nacionales
y luego los fusilaban. Es de lo que más me arrepiento con el tiempo. Supongo
que muchos no tenían ni inclinaciones políticas pero, como pasó en el otro bando,
las delaciones sirvieron para saldar viejas cuentas y así se vengaban toda
clase de ofensas, desde éste que me ha quitado unas tierras, a aquel que dejó
preñada a mi hermana. Las guerras son injustas. Esas excursiones nocturnas
fueron frecuentes en los dos bandos y ocurren en todas las guerras. ¡Las
malditas guerras! También había fascistas, gente de derechas, curas como mi
hermano. Participé en esos paseos convencido entonces de que luchaba por la
libertad, no renegué de mis ideales hasta muchos años después. Bueno, de mis
ideales no he renegado nunca, creo firmemente en la igualdad, en los derechos
humanos, en un mundo más igualitario y mejor para todos. Un mundo sin abusos,
un mundo donde todos seamos más felices. En mi juventud creí que el anarquismo
haría realidad la utopía, ahora sé que es una utopía.
Viví esos tres años en medio de una nube de
adrenalina. Con treinta años luchas con saña, los ideales prevalecen sobre la
razón. Por eso la derrota me dejó, como a todos, desorientado. Echo la vista
atrás y me parece que un puente me lleva desde mi casa de Sevilla, el día que
hui, hasta la arena mojada del Campo de Concentración de Argéles en el sur de
Francia. Los tres años de en medio fueron como un río revuelto amenazando con
salirse del cauce. Una riada de aguas marrones que bajan llenas de cañas,
barros y deshechos. El frío de Teruel me hizo soportar mejor que a algunos de
mis compañeros el frío de aquel invierno de 1939, a la intemperie en aquella
playa cercada por alambradas. Barcelona cayó en enero de ese año. Para entonces
Barcelona era una ciudad a punto de estallar de gente, era el centro de reunión
al que todos los republicanos españoles iban llegando conforme sus pueblos y
ciudades eran tomados por los nacionales. Ante la llegada de los vencedores,
la población asustada por las posibles represalias huyó, miles y miles de
personas avanzaban en una lenta y larga caravana hacia el país vecino. En una
plaza mientras esperaban subir a algún camión que las llevara fuera de esa
tierra extraña, me encontré a tu madre y a Estrella. Creí que mis ojos me
jugaban una mala pasada pues en esos tres años siempre pensé que lo que quedaba
de mi familia estaría en Sevilla. Su recuerdo había venido pocas veces a mi
mente, los creí a salvo en sus casas, quizás con un poco de hambre, como todos,
pero nada más, ni en la peor pesadilla hubiera soñado con la realidad que les
tocó vivir. Mis ojos miraron a aquella mujer pequeñita, delgada muy delgada, y
lo primero que pensé es “cómo se parece a mi madre. Me estoy volviendo un
sentimental, esto de perder la guerra está haciendo que mi cerebro se vuelva
blandengue”. Y seguí adelante, pero algo hizo que volviera y me di la vuelta.
La plaza era un follón, un hervidero de gente que hablaba a gritos, se tapaban
con mantas en los hombros, y se peleaban buscando un hueco en algún camión,
taxi, coche, carro, lo que fuera antes que tener que empezar la marcha a pie.
Francia quedaba lejos, muy lejos, y los Pirineos asustan hasta a los más
valientes. Mi idea era estar todavía un poco más en Barcelona, sabía que me
tenía que ir, pero con otros de la CNT queríamos dejar algunos regalitos en
forma de bombas en algunos lugares estratégicos. Queríamos salir de los últimos
y así lo hicimos. Mi cuerpo se giró, quizás la llamada de la sangre. Volví a
posar mis ojos en aquella buena mujer vestida de riguroso negro, como la mitad
de las mujeres españolas. Pañuelo negro en la cabeza, abrigo negro, medias
negras. De su mano cogida una niña pequeña rubita. Las dos esperaban
pacientemente en una larga cola de la que no se veía el final y que no
avanzaba. Me concentré en el rostro tan amado y fui poniendo cada rasgo
recordado encima de aquel rostro que tenía enfrente, las cejas, el pelo, la
peca de la sien, los ojillos pequeños, la nariz chatita. Todos los rasgos
encajaban a la perfección, sólo la cara era más delgada y arrugada de lo
recordado. Me quité la idea de nuevo de la cabeza. “¿Cómo iba a estar mi madre
en Barcelona?” Automáticamente me entró un gran remordimiento y si buscándome a
mí, la habían obligado a huir. Y si por mi culpa había sufrido estos tres años
y si... No, no podía ser. La miré y ella ante tanta insistencia debió de notar
algo y giró la cabeza como buscando esa otra mirada que le producía desazón.
Las trayectorias se cruzaron y su mirada sin vida se paró. Mi boca preguntó muy
bajito “¿Mamá? ¿Estrella?” Y ella se abalanzó hacia mí. ¿Qué sensación, qué
dolor y qué alegría a la vez? ¡Qué añorado el roce de ese diminuto cuerpo tan
querido! Creo que el calor del seno materno no se nos olvida nunca, que si
alguien nos preguntara cómo querríamos morir contestaríamos que morir debe ser
volver al interior del vientre de la madre, ese calor, ese flotar en una nada
cálida y amorosa. Me abracé como queriendo fundirme con ella. No hay milicianos,
ni terroristas, ni lo que quieran llamarnos que valgan ante el amor
incondicional de una madre. Ni novia, ni esposa, ni amante. La única mujer que
te quiere es una madre. Bueno, una madre normal, algunas como mi hermana no lo
fueron, pero eso son casos excepcionales. En medio del derrumbe de todas mis
esperanzas libertarias, en medio del caos de estar en el bando perdedor de una
guerra, en medio de los bombardeos, del hambre, del sueño, me vi premiado con
el regalo más maravilloso que nadie pueda recibir: el abrazo de una madre, de
una madre perdida, olvidada incluso por egoísmo. Cuando dejamos de llorar y nos
dimos cuenta de que todo el mundo nos miraba, el pudor tan propio de esta
familia hizo que paráramos y nos sentamos un poco alejados de la plaza.
Preguntaba como si llevara una ametralladora en la boca, la niña se reía al
verme hablar con tanta prisa. Mi madre cogida a mi brazo tuvo fuerzas también
para sonreír. En voz baja comenzó a hablar, mientras besaba la mano que
aferraba con fuerza. Al principio no entendía sus palabras de tan bajito como
hablaba. Poco a poco mi oído se hizo a ese sonido tan familiar, ese acento
suave sevillano que tanto había echado de menos. Su voz hablando de tonterías
mientras cocinaba, su voz regañando a mi hermana, su voz orgullosa pronunciando
el nombre de Pablo. Aferrado a su mano comencé a llorar como un niño. Lloré por
tanta sangre derramada, por tanto odio vivido. Lloré y lloré. Rosa, la niña que
hoy es tu madre, me cogió la otra mano y me daba besitos preguntándome si me
había hecho pupa en algún lado. Así aferrado a las dos únicas mujeres que me
quedaban en el mundo pasé un buen rato hasta que me fui tranquilizando. Más
sereno, volví a preguntar y esta segunda vez presté atención a la
historia que Estrella me contó, así supe la razón por la que tuvo que abandonar
su conocida vida en Sevilla, me dejó los vellos de punta. Cogí a Rosa en mis
brazos y la besé con cariño. ¡Qué poco hice por mi familia! Yo siempre
pendiente de mi lucha, de mis cosas. Qué poco me importaron nunca los demás. La
vida es justa y, si en mi juventud abandoné de una forma tan egoísta a mi
familia, luego llegó la venganza y mi vejez ha sido un largo camino oscuro y
solitario. Estrella como siempre me reconfortó, quitó importancia a mis defectos,
a mis culpas. “La vida es así, no sabemos qué nos quiere decir o enseñar” me
dijo. Me hubiera gustado seguir con ellas mucho más rato, pero no era el
momento. Ellas debían huir de Barcelona y yo tenía todavía trabajo que cumplir.
Para algo iba a servir mi larga militancia en la CNT-FAI, por primera vez hice
uso y abuso de mis contactos y pocos minutos después Estrella y Rosa estaban
sentadas en la cabina de uno de los camiones que salían rumbo a Francia.
Quedamos en que nos buscaríamos allí. Las vi alejarse a las dos por la
ventanilla, la niña me decía adiós con su manita roja por el frío. Mis ojos
volvieron a llenarse de lágrimas.
La frontera permaneció cerrada hasta los
primeros días de febrero, pero era imposible retener más tiempo al medio millón
de personas que pasamos por la frontera francesa en esos días. Medio millón de
personas que sólo teníamos lo puesto, sin futuro, con demasiado pasado. Francia
tuvo que organizarse y no se le ocurrió otra cosa que hacer campos de
concentración donde ir metiéndonos a todos, sin condiciones sanitarias, sin un
techo donde refugiarnos. En la frontera iban separando a las mujeres y niños, a
los ancianos y a los hombres. A mí me tocó Argèles sur Mer, un infierno. Ni en
la trinchera más horrible de Teruel las condiciones eran peores que en aquella
playa. Tuvimos que excavar como pudimos letrinas, había disentería, tifus y
sarna, no había comida, dormíamos en la arena mojada. Mis huesos se resintieron
desde entonces y el reúma no me ha abandonado. Tropas senegalesas y argelinas
nos custodiaban. Éramos animales en un cercado, muchos cerdos viven mejor que
nosotros allí. No había nada qué hacer, sólo sobrevivir. Los piojos no me
dejaban vivir. El frío era terrible, dormíamos enterrados en la arena, en grupo
para darnos calor. Por las noches, a veces se escuchaba una corneta tocar
silencio. El doliente sonido elevándose por el aire, sólo interrumpido por el
murmullo o el bramido de las olas según el día, me dejaba sumido en una gran
tristeza, no he podido oír nunca más una corneta sin empezar a temblar. Allí,
rodeado de gente a todas horas, descubrí lo que era de verdad la soledad.
Pilar Lahuerta
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