como
el mar de ola en ola,
de
color de amapola el alma tengo,
de
amapola sin suerte es mi destino,
y
llego de amapola en amapola
a
dar en la cornada de mi sino.
Criatura
hubo que vino
desde
la sementera de la nada,
y
vino más de una
bajo
el designio de una estrella airada
en
una turbulenta y mala luna.
Cayó
una pincelada
de
ensangrentado pie sobre mi herida,
cayó
un planeta de azafrán en celo,
cayó
una nube roja enfurecida,
cayó
un mar malherido, cayó un cielo.
Vine
con un dolor de cuchillada,
me
esperaba un cuchillo en mi venida,
me
dieron a mamar leche de tuera,
zumo
de espada loca y homicida,
y al
sol el ojo abrí por vez primera
y
lo que vi primero era una herida
y
una desgracia era.
Me
persigue la sangre ávida y fiera,
desde
que fui fundado,
y
aun antes de que fuera
proferido,
empujado
por
mi madre a esta tierra codiciosa
que
de los pies me tira y del costado,
y
cada vez más fuerte, hacia la fosa.
Lucho
contra la sangre, me debato
contra
tanto zarpazo y tanta vena,
y
cada cuerpo que tropiezo y trato
es
otro borbotón de sangre, otra cadena.
Aunque
leves los dardos de la pena
aumentan
las insignias de mi pecho:
en
él se dio el amor a la labranza,
y
mi alma de barbecho
hondamente
ha surcado
de
heridas sin remedio mi esperanza
por
las ansias de muerte de su arado.
Todas
las herramientas en mi acecho:
el
hacha me ha dejado
recónditas
señales,
las
piedras, los deseos y los días
cavaron
en mi cuerpo manantiales
que
sólo se tragaron las arenas
y
las melancolías.
Son
cada vez más grandes las cadenas,
son
cada vez más grandes las serpientes,
más
grandes y más cruel su poderío,
más
grandes sus anillos envolventes,
más
grande el corazón, más grande el mío.
En
su alcoba poblada de vacío
donde
sólo concurren las visitas,
el
picotazo y el color de un cuervo,
un
manojo de cartas y pasiones escritas,
un
puñado de sangre y una muerte conservo.
¡Ay
sangre fulminante,
ay
trepadora púrpura rugiente,
sentencia
a todas horas resonante
bajo
el yunque sufrido de mi frente!
La
sangre me ha parido y me ha hecho preso,
la
sangre me reduce y me agiganta,
un
edificio soy de sangre y yeso
que
se derriba él mismo y se levanta
sobre
andamios de huesos.
Un
albañil de sangre, muerto y rojo,
llueve
y cuelga su blusa cada día
en
los alrededores de mi ojo,
y
cada noche con el alma mía
y
hasta con las pestañas lo recojo.
Crece
la sangre, agranda
la
expansión de sus frondas en mi pecho
que
álamo desbordante se desmanda
y
en varios torvos ríos cae deshecho.
Me
veo de repente
envuelto
en sus coléricos raudales,
y
nado contra todos desesperadamente
como
contra un fatal torrente de puñales.
Me
arrastra encarnizada su corriente,
me
despedaza, me hunde, me atropella,
quiero
apartarme de ella a manotazos,
y
se me van los brazos detrás de ella,
y
se me van las ansias en los brazos.
Me
dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya
que así se lo ordenan a mi vida
la
sangre y su marea,
los
cuerpos y mi estrella ensangrentada.
Seré
una sola y dilatada herida
hasta
que dilatadamente sea
un
cadáver de espuma: viento y nada.
Miguel Hernández
de Otros Poemas, 1936
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