Abrí los ojos y nací a las cinco de la mañana. Desde
hacía una hora, más o menos, mi sueño no era definitivo. Tenía la sensación de
estar haciendo esfuerzos para quitarme un fardo de encima. Para quitarme la
noche. Grandes y pequeños ruidos asediaban mi cabeza perfectamente
incontrolable. A las cinco fue la lucidez. Desde que estoy en Madrid no había
oído estruendo igual. Tan constante. Nada, posiblemente ni los tanques ni los
aviones pueden ser tan impresionante como los obuses que, esos sí, no se sabe ni
de dónde vienen ni adónde van.
A las siete de la mañana de ese día –11 de mayo– perdí
la cuenta. Pensaba: hay quienes en este momento trazan rayas en un papel por
cada obús que llega. Hay quienes recogen a los heridos y a los muertos. Hay
quienes les dan entrada en los hospitales y en los cementerios; en esos libros
manoseados que la historia suele revisar después. Tal vez haya muerto una mujer
que vi en la cola del tabaco. O un ex jefe de Negociado –que siempre se le
conoce–. O el niño que cantaba en Santo Domingo: “Cuando viene la aviación, la
aviación, la aviación...” con música de “Los Tres Chanchitos”. O aquel hombre
que dijo: “El obús que me toque tendrá que llevar esta inscripción: Gregorio
García.” Mejor así: “Para Gregorio García”. Es más correcto.
De pronto la habitación era sacudida por un viento
atronador. Todo se estremecía: mi cama, los dos o tres libros desvelados, las
fotografías de la gente que ocupaba esta casa, intrusas hoy, la recomendación
(para ordenanza de Banco), la tarjeta del abate Jean, la casa, en fin, la vieja
casa del conde, los cristales, las sonatas dormidas en los pianos amarillos y
muertos, el “schottis” de Don Quintín últimamente colocado en la pianola: el
retrato del Papa y el de Joselito, ambos con dedicatoria a la Condesa, ya
acabada como ellos: la gran Biblioteca, así como los relojes, los muebles en
cuyos cajones yacen las cartas, las recomendaciones, otras tarjetas de visita,
el balance del año ‘35; y luego las tulipas, las pantallas, las flores
pintadas, los cortinados, los ceniceros, las alfombras. Ese buen gusto
desagradable de comedia fina, ese, a veces, agradable mal gusto y delicioso
ridículo que recuerdan la presencia en esta casa de alguien que tuvo cierto
ángel, pero cuyos descendientes bajaron después a la cursilería frívola, al
clero, a la novela rosa, a lo que no subirá más a la superficie de España
ardida y desgarrada y poderosa.
Porque sucede que la guerra trae consigo a la
revolución y lo único que quedará de esta casa será la Biblioteca, el retrato
de Joselito, por ser auténtico, y tal vez la guardarropía de los condes y de la
capilla donde se amontonan disfraces tan parecidos a los que se ven en los
escenarios dados vuelta cuando se marcha la compañía y que irán a parar, sin
duda, a manos de los utileros de un posible teatro de la Alianza.
Hacia las diez de la mañana pasaron los aviones. Ya
estaba en pie y corrí a la ventana. Todavía seguían cayendo los obuses en el
corazón de Madrid, de heridas y latidos universales. Casi en seguida dejaron de
caer. Nuestros aviones habían detenido al crimen. Y como los aviones fascistas
no ofrecen nunca combate, los cañones fascistas, por temor a ser localizados,
fueron silenciados y escondidos otra vez en la tierra ofendida por la zapa
cobarde. (Esto no es demagogia, es un documento.) Pero después en la calle, con
el sol, con la gente, con los niños, con las pipas, con las colas, con la
Puerta de Alcalá, con Cibeles, con la Granja –había cerveza–, consumiéndome de
amor, de ternura y de coraje, recobré otra vez a Madrid y a su reloj de
Gobernación donde se da la hora de España. Y unas piernas rígidas y un niño
corriendo hacia los escombros me emocionaron hasta llorar. (La poesía no es sólo
experiencia, como decía Rilke. ¡También los sentimientos!)
En el frente de la Gran Vía me aguardaban el polvo
amontonado, las vidrieras rotas, los comentarios de la indignación y el humor
popular. La huella del crimen, casi borrada ya por la sonrisa de Madrid. Porque
lo que no pudo conseguir la aviación no lo lograrán los obuses. ¿A qué este
tremendo golpe súbito, este humo, este estruendo, estas muertes, estos letreros
sobre las piedras, “peluquero de señoras”. “Las señas en la casa vecina”, estas
sastrerías desplomadas, estos incorrectos maniquíes? ¿Y estos obuses lanzados
ciegamente, sin objetivo militar, por lo que detrás de nuestros parapetos, más
allá de nuestras trincheras, aunque lanzaran sobre Madrid toda la metralla de
los países fascistas no podrían siquiera conquistar la ceniza que sigue a toda
muerte? Madrid, de sangre o polvo, no sería jamás conquistada por los bárbaros.
El corazón de Madrid, crecido inmensamente por noviembre, nació del toro y la
paloma. Tiene el secreto del valor y de la gracia.
Raul González Tuñón
"Las puertas del fuego. (Documentos de la Guerra de España)" Editorial Ercilla, 1938
Crónica publicada en La Nueva España, Buenos Aires, y recogida en el libro "Las puertas del fuego"
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