Eran las ocho de la mañana del día siguiente cuando su Excelencia el Jefe
del Estado y Generalísimo Franco, Victorioso Caudillo de los Ejércitos de
Tierra, Mar y Aire, se encontraba en su despacho privado. Acariciaba una raída
pluma de ganso traída de Salamanca, donde había sido utilizada para firmar
cientos de condenas a muerte. Ya no la usaba para tal menester, pero le gustaba
conservarla. Ahora las firmaba con una pluma alemana regalo del Führer y
escribía de su puño y letra el enterado y el método: fusilamiento o garrote.
También decidía qué ejecuciones debían ser publicitadas para que sirvieran de
escarnio. El General era un hombre implacable hasta la crueldad que recurría a
la violencia más descarnada. La máquina de matar trabajaba sin descanso y el quinto
mandamiento «No matarás» fue sustituido por «Matarás con justicia» para
justificar la represión institucionalizada.
El centinela de Occidente, cuyo nombre era Francisco Paulino Hermenegildo
Teódulo Franco Bahamonde estaba angustiado. Un miedo intangible, pero tan real
como la conspiración masónica-izquierdista en contubernio con la subversión
comunista-terrorista, le impedía conciliar el sueño desde hacía tres meses. Se
sentía espiado en la paz de su hogar, los objetos cambiaban de sitio por arte
de magia, escuchaba voces, insultos, pasos, llantos y gritos desgarradores.
Transmitió su preocupación a su consejero espiritual y confesor, que le
recomendó buscara refugio en la oración. Antes de llegar al poder el Caudillo
carecía de pasión religiosa, pero tras la victoriosa cruzada decidió echarse en
brazos de la Iglesia, que no dejaba de rendirle pleitesía.
En su último viaje a Galicia, además de pescar un imponente salmón de torso
plateado y degustar lacón con grelos, había consultado en secreto a una bruxa,
como se llaman en aquella tierra a las que hacen el bien y son capaces de
deshacer los conjuros y el mal de las meigas. La bruxa,
una mujer tan entrada en años como en carnes y experiencia, le preparó un
amuleto de azabache compostelano, ámbar, castañas pilongas y cuernos de vacaloura,
advirtiéndole que la justicia y el sentido de la equidad siempre estaban de
parte de las bruxas, pero la injusticia no se apartaba nunca de las meigas.
No era la primera vez que el glorioso caudillo buscaba asesoramiento en
videntes. En Tánger, un cabalista y judío sefardita le confeccionó el «Víctor»,
símbolo elegido como talismán protector. Durante la guerra de África le gustaba
frecuentar a una hechicera magrebí de nombre Mérsida, y en España, Ramona Llimargas, una monja bilocada, se
convirtió en su consejera hasta que desapareció en 1940.
El caudillo rezaba cada noche el rosario en compañía de su esposa. Después
se arrodillaba con gran devoción en un oratorio de palo santo que en la parte
superior sostenía una urna de cristal con las puertas abiertas. Dentro de la
urna se encontraba su talismán de la suerte: La mano (izquierda) incorrupta de
Santa Teresa de Ávila, una pieza de plata dorada con incrustaciones de piedras
preciosas de la que nunca se separaba y a la que pedía siguiera guiándole en la
conducción de la Patria como lo había hecho desde que llegó a su poder de forma
milagrosa en 1937.
Ni el amuleto ni los rezos le aportaban tranquilidad. Pensaba que un hombre
que había conducido a la patria al más alto de sus destinos gracias al poder
recibido por Dios para gobernarla no podía haber perdido la razón, por lo que
descartada por él mismo la enfermedad mental, y no siendo capaz de encontrar
una explicación a los desagradables sucesos que le causaban tanto malestar,
intentó relajarse con una de sus aficiones favoritas: la pintura. Fernando
Álvarez de Sotomayor, director del Museo del Prado, era su maestro.
«La espada más limpia de Europa», apelativo con que le distinguió Pétain
tras la batalla de Alhucemas, aumentó el número de salidas a los montes de El
Pardo. Unos días cazaba, otros pintaba paisajes o piezas de caza. Mientras esto
sucedía, los papeles se iban amontonando en su escritorio. Lo único que llevaba
al día eran los extensos consejos de ministros y la firma de las sentencias de
muerte.
«No hay mal que por bien no venga», se decía el hombre que había acumulado en su persona
las más altas dignidades del Estado, pero nada aplacó su
desasosiego. Necesitaba identificar esa voluntad oscura, perversa y dañina que
le intranquilizaba e impedía dormir. Él era España, y cualquier ataque a su
persona era un ataque a la Patria.
María Torres
"Los vivos y los muertos" (extracto)
del libro "Franco la muerte": 20 nouvelles contre l'oubli
Editions Arcane 17, 2015
María Torres
"Los vivos y los muertos" (extracto)
del libro "Franco la muerte": 20 nouvelles contre l'oubli
Editions Arcane 17, 2015
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