Durruti junto al sargento José Manzana, minutos antes de que Durruti cayera herido de muerte |
No tarda en producirse otro acalorado encuentro entre
Miaja y Largo Caballero. El Presidente del Gobierno ordena que tres brigadas y
cierto número de baterías sean retiradas de la defensa de Madrid y se unan al
Ejército del Centro bajo el mando del General Pozas, quien va a iniciar una
ofensiva en la provincia de Toledo.
«¡Imposible!», exclama Miaja. «¡Sería lo mismo que
entregar la capital al enemigo!».
Hay una pausa momentánea, y entonces Largo Caballero
continúa: «Se ha decidido seguir un plan que hará posible que usted prescinda
de esos hombres y materiales. Vamos a llevar a cabo una diversión estratégica.
La ofensiva del General Pozas obligará al enemigo a retirar tropas de su
frente».
Llega el día en que, con las defensas notablemente
mermadas, Miaja solo tiene en la reserva a 100 milicianos. Caballero aspira a
ser el libertador de Madrid —aunque desde fuera— y sus órdenes han sido
imperativas.
El Ejército del Centro, bajo el mando de Pozas, inicia
la ofensiva en la zona de Toledo. Pozas, sin embargo, no logra alcanzar sus
objetivos. De manera que el enemigo no se ve forzado a retirar tropas del
frente de Madrid tal como se había previsto, y se pierden varias importantes
posiciones en las proximidades de la capital. A pesar de todo, Miaja, aun con
su ejército mermado, logra hacer milagros, y el propio Pozas le muestra en
mensajes su admiración.
«Hoy sus hombres han huido como cobardes. ¿Dónde están
los valerosos soldados de los que tanto he oído hablar? ¿Dónde están los héroes
de la Columna Durruti?». Miaja, enfurecido y en un tono lleno de desprecio,
escupe estas palabras al temido líder anarquista Buenaventura Durruti,
obligándolo a enfrentarse al hecho de que sus hombres se han retirado de
posiciones estratégicas en el sector de la Ciudad Universitaria.
Durruti es de todos los anarquistas españoles el que
posee más alta reputación. Aun así, permanece avergonzado y confuso mientras
Miaja se pasea de un lado a otro por su oficina y ruge: «¿Eso es todo lo que
los hombres de la FAI saben hacer como soldados?».
Durruti intenta defender a sus hombres y responde
entre dientes: «No son unos cobardes. La lucha en la Ciudad Universitaria ha
sido atroz. Nunca se había visto nada parecido en el frente catalán».
«¡Antes que retirarse tendrían todos que haber
muerto!», Miaja vuelve a rugir. «¡Sigo diciendo que sus hombres han sido unos
cobardes!».
Hay un destello de ira en los ojos de Durruti al
responder: «Mañana mis hombres demostrarán de lo que están hechos». «Muy bien»,
dice Miaja, «¿me garantiza entonces personalmente que mañana se mantendrán
firmes en la batalla?». «Se lo garantizo». Un apretón de manos que equivale a
un desafío pone fin a la entrevista.
A la mañana siguiente, la columna de Durruti
contraataca furiosamente en el sector de la Ciudad Universitaria. Los rebeldes
defienden las posiciones que acaban de ganar con un fuego devastador y los
anarquistas caen en gran número. Durruti se dirige rápidamente a la primera
línea de fuego, donde se coloca a la cabeza de sus hombres animándolos al grito
de «Viva la FAI».
De repente, se lleva la mano al pecho. Una bala le ha
atravesado el corazón. Es trasladado a la retaguardia y llevado en una camilla
al Ministerio de la Guerra.
Miaja lo ve y recuerda sus últimas palabras, pues el
apasionado anarquista ha muerto con la misma expresión desafiante con la que
respondió: «Sí, se lo garantizo».
Miaja está furioso. Ha sido objeto de la burla y el
desprecio de los rebeldes. Queipo de Llano, el famoso general radiofónico de
Radio Sevilla, sabe que Miaja es sensible en cuanto concierne a su honor
profesional. Y este se burla de la heroica defensa de Miaja en sus discursos.
Miaja cae en la trampa. Su natural es demasiado franco
como para saber afrontar estos ataques, y en sus propias emisiones radiofónicas
reconoce los méritos del enemigo.
«Estamos siendo atacados», dice un día, «por un
ejército profesional extraordinariamente organizado a las órdenes, entre otros,
de Varela, Yagüe, Castejón, Telia y Monasterio, quienes constituyen la élite
del antiguo Ejército Regular».
Queipo de Llano inmediatamente responde: «Miaja sabe
quiénes son los hombres a los que se enfrenta… y por eso los teme. Incluso
cuando habla en la radio podemos oír cómo le tiembla la voz».
De nuevo Miaja comete un error garrafal. Se apresura a
emitir una respuesta a De Llano diciendo: «Apelo a mis colegas oficiales, que
ahora son mis adversarios, para que con sinceridad digan lo que piensan de mí.
Las emisoras de radio rebeldes han dicho que tengo miedo y que mi temor es
perceptible en mis emisiones. Todos los generales rebeldes saben que no soy un
cobarde y yo les pido que lo digan ahora».
Este candor infantil es quizá uno de los rasgos más
admirables de Miaja.
Por el momento, el frente se ha estabilizado. Los
improvisados parapetos se han convertido en auténticas fortalezas. La sórdida y
horripilante guerra de galerías y minas, la guerra soterrada, ha comenzado.
«Podemos defender Madrid durante más de un año igual que lo hemos defendido en
las últimas semanas», explica Miaja a un grupo de periodistas extranjeros.
Ellos no creen que hable en serio, pues nadie excepto
Miaja ha pensado nunca, en realidad, que las defensas pudieran resistir un mes
tras otro. El enemigo intensifica los bombardeos. Cada tarde, entre las tres y
las cinco, su artillería causa estragos en las calles del centro.
Cuando alguien menciona el horror de los bombardeos,
Miaja responde: «Es una buena señal, pues demuestra la impotencia del enemigo».
A pesar de sus veinte horas diarias de trabajo, Miaja
tiene un momento de paz. Contempla Madrid desde su balcón, y la ciudad, que se
extiende ante él envuelta en la neblina de diciembre, parece desierta. Pero la
presencia del ejército que constantemente rodea la capital, aguardando el
momento del ataque definitivo, obliga a la mente de Miaja a volver a la
realidad. El coste de su defensa ha sido hasta el momento de treinta mil
hombres. Y Miaja, recorriendo con la vista la ciudad, murmura: «No perderé
Madrid. Ya he pagado un precio demasiado alto por su libertad».
Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capitulo X
La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.
María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.
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