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1795. Los trastos en la calle: el desahucio y sus consecuencias




El drama de todos los días

Primer acto

Primero pasa una pareja de guardias de a caballo… Luego una pareja de guardias a pie… Más guardias a caballo… En pocos minutos se ha concentrado en una calle próxima al paseo de las Delicias eso que se llama un alarde de fuerza pública… Toda esta fuerza se ha situado frente a una casa y en seguida, no se sabe de dónde, han empezado a salir chiquillos, grandes cantidades de chiquillos que pugnan todos por colocarse en primera fila, como si se tratase de presenciar una capea. Algunas mujeres que van a la compra y algunos obreros sin trabajo se han agregado también al grupo. Todos miran a los guardias con mal reprimida hostilidad. 

—Pero bueno, ¿qué pasa?… 

—Pues ya lo verá usted, si es que tiene ese gusto… 

La que me contesta es una mujer del pueblo, jamona y tal, que lleva al brazo un capacho lleno de hortalizas. 

—¡Se habrá visto estos tíos!… ¡Si a una le valiera!… 

—Pero ¿qué es?… ¿qué es?… 

—¡Pues qué va a ser, señora!… ¡Parece usted tonta!… ¿Pues no lo ve usted? ¿No ve usted los guardias?… ¿No ve usted los camiones del Ayuntamiento?… ¿No ve usted a esos «tíos» del «Jurgo», que mal rayo los parta?… Pues ya sabe usted lo que es… De desahucio… Total «na»… Que a los pobres vecinos del segundo derecha les van a poner los trastos en la vía pública de un momento a otro. ¿Se ha enterado usted ya?

Sí, de eso se trata. Por eso han venido los señores del Juzgado, que son el secretario, un oficial y el alguacil. Las mujeres, los hombres y los chiquillos los miran con odio y hasta hay quien se atreve a silbarles. 

—Dejarlos, hombre… Al fin y al cabo ellos son unos «mandaos». 

—¡Ni «mandaos» ni «na»! —chilla la jamona que me puso en antecedentes —. «Me se» caería a mí la cara de vergüenza si tuviera que echar a la calle a un pobre… «Mandaos»… «mandaos»… Que busquen otro oficio… 

—Son los representantes de la ley. 

—Con que la ley, ¿eh?… ¡La ley!…

Estamos «apañaos» con la ley. ¿De modo que es ley que esa pobre gente se vea sin tener dónde meterse y con su pobreza en medio de la calle, mientras él… (aquí un durísimo calificativo) del casero se pasea bien «forrao» de billetes en automóvil?… 

En la misma actitud que esta mujer se encuentra el resto de la concurrencia. Una vieja que ha intentado solidarizarse con la justicia ha tenido que salir corriendo ante la amenaza de un serio descalabro. Se suceden los adjetivos de todas marcas, siempre intranscribibles, que van dirigidos, ora a los guardias, ora al casero, ora a los señores del Juzgado, ora a las familias respectivas. Y yo, un poco alarmada por esta incontinencia verbal, he aprovechado un descuido de mi interlocutora la jamona para «pasarme al enemigo». Me he presentado a las autoridades, y el secretario del Juzgado, un buen señor, que se encuentra altamente molesto por tener que desempeñar tan penosa función, me ha dicho amablemente: 

—Créame…, es terrible esto de verse por mandato de la ley en el caso de tener que poner en la calle a una pobre familia que por su triste situación no puede pagar al casero.

—Sí…, es desagradable… Y luego… la actitud del público.

—Esa es otra… Aquí, el público nunca presta su ayuda a la justicia, sino todo lo contrario. Claro que en cierto modo es muy humano que ocurra esto… Pero a mí lo que más me entristece es la familia desahuciada. 

—Antes no acudían los guardias a los desahucios, ¿verdad?

—Es reciente, en efecto, esa medida de la Dirección General de Seguridad de enviar guardias al lugar del suceso para que faciliten la acción de la justicia y para evitar las posibles alteraciones del orden. Nosotros, hasta la fecha, llevamos realizados muchos desahucios, casi todos con normalidad. Solo nos ha ocurrido un incidente, hace poco, en el paseo de Yeserías, que pudo ser grave.

El público se amotinó y hasta trató de agredirnos. Pero, afortunadamente, la fuerza intervino con gran prudencia y habilidad, simulando una carga, y los amotinados se disolvieron sin que ocurriera nada lamentable. 

—¿Y esas camionetas del Ayuntamiento qué objeto tienen?

—Eso obedece a una medida de todo punto digna de elogio del Ayuntamiento. Antes, el Juzgado acordaba el lanzamiento a la calle, y el pobre inquilino desahuciado se quedaba con sus muebles en la vía pública. Ahora, estas camionetas llevan los muebles a los almacenes de la Villa, previo inventario, y allí quedan hasta que el desahuciado mejora de situación y se hace cargo de ellos… 

—¿Y si esto no ocurre?… 

—Entonces, pasado cierto tiempo, los muebles se subastan.


Los vecinos se han marchado

El representante de la ley no puede seguir hablando conmigo porque es preciso concluir la desagradable diligencia. Y hemos podido hablar este ratito gracias a que el alguacil había subido a prevenir a la familia que dentro de unos momentos se verá en la calle.

—El inquilino ha abandonado la casa o no quiere abrir —dice el alguacil, que ya está de vuelta en la portería. 

—¿Esto ocurre con frecuencia?… 

—Casi siempre —me contesta el secretario. 

—¿Y qué se hace?… 

—Se hacen unas cuantas cosas, entre otras, llamar a un cerrajero y levantar un acta que firma la Comisión y el portero de la finca.

El cerrajero ha abierto la puerta. La casa es humilde, pero no del todo pobre. Hay muchas cosas que no nos explicamos cómo están allí, puesto que vendidas hubieran podido remediar por unos días la triste situación de esta pobre familia que ha huido para no presenciar el desmoronamiento de su casa. 

—Era un matrimonio —me dice el portero—. Gente decente. Antes vivían bien; pero él se quedó sin trabajo hace un año. Era grabador, y creo que ahora andan mal los de ese oficio. Cuando vinieron a vivir aquí tenían buenos muebles y buena ropa, pero ya hace unos meses que la mujer salía todas las mañanas con un hatillo a vender o a empeñar…

Los mozos de las camionetas han comenzado a deshacer el comedor. Este comedor de comedias de Arniches, tan cuidadito y tan en orden. Sobre el aparador, cubierto con unos pañitos blancos muy limpios y muy recosidos, solo se ve un vaso y un fanal que contiene una virgen y unas flores de trapo. En el testero principal hay colgado un retrato de bodas. La mujer está de pie, vestida de negro y con mantilla, apoyando su mano sobre el hombro del marido, que está sentado. La portera se enjuga una lágrima con el mandil, mientras nos dice: 

—Los pobres… no han tenido humor ni de llevarse el retrato de boda… 

Sobre la mesa camilla, cubierta con un tapete deslucido, hay un despertador viejo, parado en las nueve y media.

—Antes —continúa la portera— tenían un reloj muy bueno, de esos de pared… Pero se conoce que lo han vendido. 

Sí lo han vendido. Allí está el clavo donde estuvo colgado el reloj orgullo de la que era dueña de la casa, y en la pared se ve un rectángulo de pintura más fuerte, menos deslucida que la del resto del comedor. 

La portera, que a pesar de encontrarse afectadísima no ha perdido las ganas de hablar, me cuenta algunos detalles del matrimonio, protagonista invisible de este drama de todos los días. 

—No tenían hijos… Menos mal, porque los hijos no sirven más que para aumentar las desazones… Antes, cuando estaban bien, solían venir a comer con ellos los domingos unos sobrinitos… Pero ya hacía un año que por aquí no venía nadie. El otro día, cuando mi marido les dijo que iba a venir el Juzgado a echarlos de la casa, la pobre mujer se echó a llorar. «Y luego dicen que la gente se suicida» —me decía ella —. «Hágase usted cargo de lo que va a ser de mí y de este pobre hombre… Sea usted honrao…, trabaje toda su vida como un burro… pórtese bien con todo el mundo…, para que luego llegue un día en que le dice el amo que no hay trabajo y téngase usted que ver a la vejez pidiendo limosna»

Después me dijo que ella se iba antes que pasar por la vergüenza de ver a la justicia en su casa. Y esta mañana, bien temprano, han salido los dos con un lío de ropa. Ella pensaba ponerse a servir porque, aunque no es muy joven, todavía está fuerte para trabajar. Pero ¿y el hombre? Porque a un hombre no se le coloca así como así… Está todo muy malo… 

—¿Y ocurre con mucha frecuencia esto de los desahucios?…

—Ya lo creo que ocurre, y es un dolor, no crea usted… En esta casa hemos visto tres en los últimos dos meses… Y eso que en esta casa no suelen vivir pobres… lo que se dice pobres… Aquí casi todos son gente de buenos jornales y hasta algunos trabajan en oficinas… Mire usted… Si yo fuera casero no tendría casas más que de ricos. De cincuenta duro» para arriba. Esos pagan siempre y si no pagan, pues no importa nada ponerles los trastos en la calle.


Segundo acto: la subasta

Ya está todo fuera. Las sillas, la mesa redonda del comedor, el retrato de boda, un lavabo… Hasta el fanalito con la virgen y una ampliación al carboncillo que representa al grabador cuando era joven… 

Todo esto va ahora a los almacenes de la Villa, que como todo el mundo sabe están en la calle de Santa Engracia. 

Yo me he ido detrás de la camioneta. A la puerta de los almacenes también hay mucho público. Es que ahora, precisamente se va a celebrar una subasta de muebles. Llevan ya aquí mucho tiempo. Su dueño ya los ha dado por perdidos, y esta gente viene a ver si por un precio razonable se hace con una mesa camilla, con un despertador o con una lámpara de flecos, que son los objetos que más abundan.

La gente se agolpa en el salón donde va a celebrarse la subasta. Es un público heterogéneo, pero en el que abundan las mocitas que van a celebrar próximamente un matrimonio no muy ventajoso y que tienen que valerse de estas «gangas» para poner la casa. También hay algunas señoras que tímidamente se colocan en el rincón más discreto, temiendo encontrarse con alguien conocido. Y mezclado con este público no pocos «aprovechados», que vienen con ánimo de pintar y adobar un poco las cosas que se lleven de aquí para luego vendérselas como nuevas a los incautos. 

Tres concejales se sientan en la mesa presidencial, y un guardia, de pie, a su lado, va a hacer de «spiker». 

—Un reloj despertador —dice el guardia—. Dos reales… 

—¡Setenta céntimos!… —grita uno del público. 

—Setenta céntimos… ¿No hay quién dé más?… 

—Una peseta —contesta resuelta una muchachita joven. 

—Una peseta… ¿No hay quién dé más?… 

No hay quien dé más de una peseta, y es natural, porque hay que ver el relojito en cuestión… 

Una vez adjudicado, alguien dice a su nueva propietaria:

—Has sido tonta, porque eso no sirve para nada… Mujer, para algo servirá… Ultimamente…, en caso de bronca…, es un buen proyectil…, y vajilla que se ahorra una… 

—Una mesa camilla… —grita de nuevo el guardia. 

—¡Ocho!… —grita la muchacha que se quedó con el despertador. 

—¡Ocho pesetas… una mesa camilla!… ¿No hay quién dé más?… 

—Diez pesetas… —dice tímidamente una señora. 

La muchacha que pujó primero se vuelve indignada hacia su amiga. 

—Mira la bruja esa… ¡Me ha hecho polvo!… Pues ahora verá… ¡Once pesetas doy yo!… Pero la señora, que se «ha picado», añade vivamente antes de que el guardia tenga tiempo de gritar de nuevo: 

—¡Tres duros!… 

Y, claro, se lleva la mesa camilla… 

Después se subasta una lámpara de flecos. Hay otro pugilato desesperado entre la señora y la muchacha; pero por fin vence esta última… 

—Te digo que estaba decidida a llevarme la lámpara aunque me hubiera costado cinco duros… 

La subasta ha durado largo rato, y más de una vez el presidente ha tenido que agitar la campanilla porque el orden ha estado a punto de alterarse. Por fin ha terminado todo, y la gente se ha marchado a su casa, llevando a cuestas los muebles de una pobre familia que fue lanzada a la calle por mandato de la ley, y que nadie sabe a dónde habrá ido a parar.


Tercer acto

A veces la cosa termina bien. El desahuciado encuentra trabajo o encuentra un amigo propicio a dejarse sablear. Entonces buscan otro cuarto, recogen sus muebles en la calle de Santa Engracia y siguen viviendo. 

Pero a veces la cosa termina muy mal. A veces, cuando estamos leyendo el periódico nos salta a la vista la noticia escueta que dice así: 

«LOS DESESPERADOS. 

Hacia las ocho de la mañana de hoy, un hombre mal vestido se arrojó al paso del Metro en la estación de Antón Martín. 

»Inmediatamente fue trasladado al equipo quirúrgico, donde ingresó, falleciendo poco después. 

»El Juzgado ha conseguido identificar al suicida. Se trata de Antonio Sánchez, obrero grabador, domiciliado en la calle de tal, número tantos.

»Parece que el móvil del suicidio ha sido la mala situación económica en que se encontraba el desgraciado Antonio, despedido hacía más de un año del taller donde trabajaba.

»El portero de la casa donde vivía el suicida ha manifestado que precisamente ayer se realizó la diligencia del desahucio en el piso que habitaba este.»


Josefina Carabias
La Voz, 22 de enero de 1934






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