Fotografía de Serrano |
«Van a bombardear el campo.» La segunda noche
Los pocos víveres que llevaron al día siguiente algunas mujeres eran
insuficientes. Por su poquedad era inútil pensar en una distribución equitativa. Los dieron a las mujeres
y a los hombres enfermos. Por otra parte, las noticias que las mujeres llevaron tenían más importancia. Las víctimas caídas en la aldea eran parientes próximos, compañeros de trabajo o de miseria de todos los
fugitivos. Además de esos informes, las mujeres añadían noticias recogidas en el terror de la aldea:
—Van a venir a bombardear el campo.
La Prensa de Cádiz y la de Madrid hablaba de órdenes del Ministerio de la
Guerra para que salieran aviones militares a bombardear a los rebeldes. Las mujeres, en lugar de
«los rebeldes», decían «el campo». El campo es rebelde en esa rinconada de Jerez, con la protesta
constante de las chumberas reunidas en mitin. El campo es rebelde porque quiere ser roturado y
producir. Que bombardearan el campo, como en Marruecos, en nombre del alambre espinoso y de la bandera de
las plazas de toros, que bombardearan las chumberas en nombre del recortado y sumiso boj de los
jardines del Escorial, era natural. Algunos campesinos decían:
—¡Pero esto es la guerra!
Claro que es la guerra. La mayor parte habían hecho el servicio militar y
habían estado en África.
Ahora veían con sorpresa que todo el aparato guerrero, todos los
procedimientos de agresión y de combate que estando en Marruecos dé su parte les esclavizaban, seguían
esclavizándolos hoy en manos del enemigo. Acordaron que las mujeres y los niños regresaran a la aldea.
Los hombres esperarían las granadas de los aviones o de la artillería. No había que pensar en regresar
y entregarse, porque tenían la seguridad de ir a parar a la corraleta de «Seisdedos».
Ese acuerdo se cumplió. La mayor parte de las personas que regresaron
fueron detenidas. A algunos de los detenidos se les golpeó bárbaramente para sacarles noticias sobre el
lugar donde estaban los fugitivos y sus medios de defensa. Los que quedaron en el campo se
internaron más en la serranía buscando posiciones seguras. Anduvieron a la desesperada todo el día. La
misma desesperación indujo a algunos a entregarse; pero no en Casas Viejas, sino en Medina Sidonia, que
está 30 kilómetros más al Sur. En su camino tuvieron que dar grandes rodeos,
porque si se acercaban a la carretera eran tiroteados y perseguidos por las fuerzas que prestaban servicio de vigilancia.
Al caer la tarde, los fugitivos hicieron alto en un lugar que les pareció a
propósito para pasar desapercibidos de los aviones. Había leña para la noche. Lo que no
encontraron era nada que llevarse a la boca. Sentados en grupos junto al fuego, esperaban. Ya nadie hablaba. Cada
cual se hacía sus reflexiones.
Miraban la tierra estéril a su alrededor. El hambre protestaba:
—¡Esta tierra maldita! ¡Todo yermo! ¡Tierra de hambres y de miserias!
La tierra parecía responderles:
—Aradme. Sembrad.
Porque aquella tierra —aun dentro de la montaña— es fértil. Los campesinos
replicaban en silencio:
—Por eso, por querer roturarte, estamos aquí. Por eso han muerto en la
aldea tantos compañeros.
Por eso nos morimos de hambre aquí si no nos das tus frutos. ¡Tierra
maldita, de hambres y miserias!
—Yo no puedo daros nada si no me abrís en surcos y sembráis.
El diálogo continuaba en la desesperación de los campesinos y en el
silencio de la noche.
—Te roturaríamos y sembraríamos. Todo estaba previsto por el Sindicato.
Pero nonos dejan. No eres nuestra. Los que pueden disponer de ti no te roturan, porque no tienen
hambre. No eres nuestra.
La tierra clamaba:
—No soy de nadie. Soy libre.
La tristeza de los rostros al fuego de las hogueras se animaba con sombras
cambiantes. Seguía en la fiebre del hambre la voz de la tierra yerma:
—¿Quién puede llamarse mi dueño, ni siquiera mi aliado, sino el arado y la
lluvia?
—Te cercan con alambre. Los ricos te esclavizan sin hacerte producir.
La sierra respondía en lo alto por la voz del viento o de las aves
nocturnas:
—No me esclavizan. Si me rodean de alambre para dejarme yerma, quienes se
encarcelan son ellos.
Fuera de mí, el hambre se levantará y los arrollará. En definitiva, yo sólo
soy del arado y de la lluvia. Soy libre.
El fuego retorcía sus brazos rojos en el aire. Los campesinos no
comprendían.
—Si eres libre, no nos dejes morir de hambre.
—Roturadme.
—Por quererte roturar nos fusilan.
A vueltas con estas contradicciones sólo quedaban en pie tres evidencias en
lo hondo de la noche de Ronda: el hambre —un hambre siniestra, de lobos en la nieve de enero—, el
frío que entumecía y el sueño imposible de cuatro noches en vela. Imposible porque esperaban las
primeras granadas, los primeros tiros de ametralladora por cualquier lado y en cualquier momento.
Ramón J. Sender
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