Eugen Berthold Friedrich Brecht
(Augsburgo, 10 de febrero de 1898 - Berlín, 14 de agosto de 1956)
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El que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el discernimiento indispensable para difundirla.
Tales dificultades son enormes para los que escriben
bajo el fascismo, pero también para los exiliados y los expulsados, y para los
que viven en las democracias burguesas.
I. El valor de escribir la verdad
Para mucha gente es evidente que el escritor debe
escribir la verdad; es decir, no debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla.
No debe doblegarse ante los poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es
difícil resistir a los poderosos y muy provechoso engañar a los débiles.
Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale a la renuncia, y
renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de los
poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo
ello se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de
cosas grandes y nobles. Es entonces cuando se necesita valor para hablar de las
cosas pequeñas y vulgares, como la alimentación y la vivienda de los obreros.
Por doquier aparece la consigna: «No hay pasión más noble que el amor al
sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay
que hablar de máquinas y de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza.
Cuando se clama por todas las antenas que el hombre inculto e ignorante es
mejor que el hombre cultivado e instruido, hay que tener valor para plantearse
el interrogante: ¿Mejor para quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas
imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la
guerra no crean taras
También se necesita valor para decir la verdad sobre
sí mismo cuando se es un vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de
reconocer sus errores, la persecución les parece la injusticia suprema; los
verdugos persiguen, luego son malos; las víctimas se consideran perseguidas por
su bondad. En realidad esa bondad ha sido vencida. Por consiguiente, era una
bondad débil e impropia, una bondad incierta, pues no es justo pensar que la
bondad implica la debilidad, como la lluvia la humedad. Decir que los buenos
fueron vencidos no porque eran buenos sino porque eran débiles requiere cierto
valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero
la verdad no debe ser algo general, elevado y ambiguo, pues son estas las
brechas por donde se desliza la mentira. El mentiroso se reconoce por su
afición a las generalidades, como el hombre verídico por su vocación a las
cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un gran valor para deplorar
en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad, ni para anunciar
con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía
concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de
teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de
amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido
nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte
habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en
cifras y en hechos, y exige ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad
no les exalta. Del hombre veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es
que no conocen la verdad.
II. La inteligencia necesaria para descubrir la verdad
Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la
que es fecunda. Así, según opinión general, los grandes Estados caen uno tras
otro en la barbarie extrema. Y una guerra intestina que se desarrolla
implacablemente puede degenerar en cualquier momento en un conflicto
generalizado que convertiría nuestro continente en un montón de ruinas.
Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que llueve hacia abajo:
numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como el pintor que
cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba hundiendo. El haber
resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta dificultad de conciencia.
Es cierto que no se dejan engañar por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos
de los torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud absurda les sume en un
profundo desconcierto, del que no dejan de sacar provecho; en su lugar otros
buscarían las causas. No creáis que sea cosa fácil distinguir sus verdades de
las vulgaridades referentes a la lluvia; al principio parecen importantes, pues
la operación artística consiste precisamente en dar importancia a algo. Pero
mirad la cosa de cerca: os daréis cuenta que no dejan de decir: no se puede
impedir que llueva hacia abajo.
También están los que por falta de conocimientos no
llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a
los poderosos ni a la miseria. Pero viven de antiguas supersticiones, de
axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el mundo es demasiado
complicado: se contentan con conocer los hechos e ignorar las relaciones que
existen entre ellos.
Me permito decir a todos los escritores de esta época
confusa y rica en transformaciones que hay que conocer el materialismo
dialéctico, la economía y la historia. Tales conocimientos se adquieren en los
libros y en la práctica si no falta la necesaria aplicación. Es muy sencillo
descubrir fragmentos de verdad, e incluso verdades enteras. El que busca
necesita un método, pero se puede encontrar sin método, e incluso sin objeto
que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden dificultar la
explicación de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar esa
verdad en acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos
no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad
no tiene otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura
de su misión.
III. El arte de hacer la verdad manejable como arma
La verdad debe decirse pensando en sus consecuencias
sobre la conducta de los que la reciben.
Hay verdades sin
consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión tan extendida sobre la
barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha abatido
sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por encima del
capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el fascismo.
Para mí, el fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por
consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista el capitalismo
existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y bajo
su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.
Entonces, ¿de qué sirve decir la verdad sobre el
fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo
origina? Una verdad de este género no reporta ninguna utilidad práctica.
Estar contra el fascismo sin estar contra el
capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a
reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo.
Los demócratas burgueses condenan con énfasis los
métodos bárbaros de sus vecinos, y sus acusaciones impresionan tanto a sus
auditorios que éstos olvidan que tales métodos se practican también en sus
propios países.
Ciertos países logran todavía conservar sus formas de
propiedad gracias a medios menos violentos que otros. Sin embargo, los
monopolios capitalistas originan por doquier condiciones bárbaras en las
fábricas, en las minas y en los campos. Pero mientras que las democracias
burguesas garantizan a los capitalistas, sin recurso a la violencia, la
posesión de los medios de producción, la barbarie se reconoce en que los
monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia declarada.
Ciertos países no tienen necesidad, para mantener sus
monopolios bárbaros, de destruir la legalidad instituida, ni su confort
cultural (filosofía, arte, literatura); de ahí que acepten perfectamente oír a
los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas
comodidades. A sus ojos es un argumento suplementario en favor de la guerra.
¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan:
«Guerra sin cuartel a Alemania, que es hoy la verdadera patria del «mal», la
oficina del infierno, el trono del anticristo»? No. Los que así gritan son
tontos, impotentes gentes peligrosas. Sus discursos tienden a la destrucción de
un país, de un país entero con todos sus habitantes, pues los gases asfixiantes
no perdonan a los inocentes.
Los que ignoran la verdad se expresan de un modo
superficial, general e impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el
«mal», y sus auditorios se interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará
con que seamos buenos para que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus
tópicos sobre la barbarie salida de la barbarie resultan impotentes para
suscitar la acción. En realidad no se dirigen a nadie. Para terminar con la
barbarie se contentan con predicar la mejora de las costumbres mediante el
desarrollo de la cultura. Eso equivale a limitarse a aislar algunos eslabones
en la cadena de las causas y a considerar como potencias irremediables ciertas
fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las fuerzas que
preparan las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de las
catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el
destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una plaga que tendría su origen en
la «naturaleza» del hombre. Por lo demás, es un modo de presentar las
catástrofes naturales que restituyen al hombre su dignidad porque se dirigen a
su fuerza combativa.
El que quiera describir el fascismo y la guerra
grandes desgracias, pero no calamidades «naturales» debe hablar un lenguaje
práctico: mostrar que esas desgracias son un efecto de la lucha de clases;
poseedores de medios de producción contra masas obreras. Para presentar
verídicamente un estado de cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables.
Cuando se sabe que la desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.
IV. Cómo saber a quién confiar la verdad
Un hábito secular, propio del comercio de la cosa
escrita, hace que el escritor no se ocupe de la difusión de sus obras. Se
figura que su editor, u otro intermediario, las distribuye a todo el mundo. Y
se dice: yo hablo, y los que quieren entenderme, me entienden. En la realidad,
el escritor habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus palabras jamás
llegan a todos, y los que las escuchan no quieren entenderlo todo.
Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las
suficientes. Transformar la «acción de escribir a alguien» en «acto de
escribir» es algo que me parece grave y nocivo. La verdad no puede ser
simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A alguien que sepa
utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien
escuchado, pero la verdad debe ser dicha con astucia y comprendida del mismo
modo. Para nosotros, escritores, es importante saber a quién la decimos y quién
nos la dice; a los que viven en condiciones intolerables debemos decirles la
verdad sobre esas condiciones, y esa verdad debe venirnos de ellos. No nos
dirijamos solamente a las gentes de un solo sector: hay otros que evolucionan y
se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los verdugos son accesibles, con
tal que comiencen a temer por sus vidas. Los campesinos de Baviera, que se
oponían a todo cambio de régimen, se hicieron permeables a las ideas
revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver de una larga guerra,
quedaban reducidos al paro forzoso.
La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo.
Ordinariamente se adopta un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer
daño a una mosca». Esto tiene la virtud de hundir en la miseria a quien lo
escucha. No trataremos como enemigos a quienes emplean este tono, pero no
podrán ser nuestros compañeros de lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y
no sólo es enemiga de la mentira, sino de los embusteros.
V. Proceder con astucia para difundir la verdad
Orgullosos de su valor para escribir la verdad,
contentos de haberla descubierto, cansados sin duda de los esfuerzos que supone
el hacerla operante, algunos esperan impacientes que sus lectores la
disciernan. De ahí que les parezca vano proceder con astucia para difundir la
verdad.
Confucio alteró el texto de un viejo almanaque popular
cambiando algunas palabras: en lugar de escribir «el maestro Kun hizo matar al
filósofo Wan», escribió: «el maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan». En el
pasaje donde se hablaba de la muerte del tirano Sundso, «muerto en un
atentado», reemplazó la palabra «muerto» por «ejecutado», abriendo la vía a una
nueva concepción de la historia.
El que en la actualidad reemplaza «pueblo» por
«población», y «tierra» por «propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas
mentiras, privando a algunas palabras de su magia. La palabra «pueblo» implica
una unidad fundada en intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural,
puesto que únicamente existen «intereses comunes» entre varios pueblos. La
«población» de una misma región tiene intereses diversos e incluso antagónicos.
Esta verdad no debe ser olvidada. Del mismo modo, el que dice «la tierra»,
personificando sus encantos, extasiándose ante su perfume y su colorido,
favorece las mentiras de la clase dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la
fecundidad de la tierra, el amor del hombre por ella y su infatigable ardor al
trabajarla!: lo que importa es el precio del trigo y el precio del trabajo. El
que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y «el gesto
augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad
rural».
Cuando reina la opresión, no hablemos de «disciplina»,
sino de «sumisión» pues la disciplina excluye la existencia de una clase
dominante. Del mismo modo, el vocablo «dignidad» vale más que la palabra
«honor», pues tiene más en cuenta al hombre. Todos sabemos qué clase de gente
se precipita para tener la ventaja de defender el «honor» de un pueblo, y con
qué liberalidad los ricos distribuyen el «honor» a los que trabajan para
enriquecerlos.
La astucia de Confucio es utilizable también en
nuestros días. También la de Tomás Moro. Este último describió un país utópico
idéntico a la Inglaterra de aquella época, pero en el que las injusticias se
presentaban como costumbres admitidas por todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso
dar una idea de la explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó
Rusia por el Japón y Sajalín por Corea. La identidad de las dos burguesías era
evidente, pero como Rusia estaba en guerra con el Japón la censura dejó pasar
el trabajo de Lenin.
Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a
un Estado receloso. Voltaire luchó contra las supersticiones religiosas de su
tiempo escribiendo la historia galante de «La Doncella de Orleans»:
describiendo en un bello estilo aventuras galantes sacadas de la vida de los
grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que hasta entonces
tenían por caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los
propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que
defendía sus privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión
ilícita de las ideas del escritor entre el público burgués, hacia el que
precisamente apuntaba Voltaire.
Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus
versos para la propagación de su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de
una obra pueden favorecer su difusión clandestina. Pero hay que reconocer que a
veces suscitan múltiples sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas
deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se
introdujera en una novela policíaca -género literario desacreditado- la
descripción de condiciones sociales intolerables. A mi modo de ver, esto
justificaría completamente la novela policíaca.
En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo
de verdad propagada por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de
César. Afirmando constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y
la pintura que hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal.
Dejándose dominar por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción
mucho más que de su propio juicio.
Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de
los pobres fueran puestos a la venta en las carnicerías para que reinara la
abundancia en el país. Después de efectuar cálculos minuciosos, el célebre
escritor probó que se podrían realizar economías importantes llevando la lógica
hasta el fin. Swift jugaba al monstruo. Defendía con pasión absolutista algo
que odiaba. Era una manera de denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar
una solución más sensata que la suya, o al menos más humana; sobre todo,
aquellos que no habían comprendido a dónde conducía este tipo de razonamiento.
Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la
forma que éste adopte, sirve la causa de los oprimidos. En efecto, los
gobernantes al servicio de los explotadores consideran el pensamiento como algo
despreciable. Para ellos lo que es útil para los pobres es pobre. La obsesión
que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo
menospreciar los honores militares cuando se goza de este favor inestimable:
batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os
conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa
es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se
impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a
los hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no
tienen confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la
fuerza, de vagos a los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo
semejante régimen, pensar es una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde
ir para aprender a pensar? A todos los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos
dominios en que resulta indispensable para la dictadura. En el arte de la
guerra, por ejemplo, y en la utilización de las técnicas. Resulta indispensable
pensar para remediar, mediante la invención de tejidos «ersatz», la penuria de
lana. Para explicar la mala calidad de los productos alimenticios o la
militarización de la juventud no es posible renunciar al pensamiento. Pero
recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al que nos
incitan los nuevos maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la
guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a
preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear
esta cuestión en público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a
dar eficacia a la verdad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es posible que un sistema de
opresión permita a una minoría explotar a la mayoría, la razón reside en una
cierta complicidad de la población, complicidad que se extiende a todos los
dominios. Una complicidad análoga, pero orientada en sentido contrario, puede
arruinar el sistema. Por ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran
susceptibles de poner en peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se
inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo.
Los últimos descubrimientos físicos implican
consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de juicio los
dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el
dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria,
Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias
entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es
incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar
terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es
enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de
sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las
transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible
durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera.
Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando
ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.
Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale
a ayudar a los oprimidos. No olvidemos jamás recordar al vencedor que toda
situación contiene una contradicción susceptible de tomar vastas proporciones.
Semejante método -la dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser
aplicado al examen de materias como la biología y la química, que escapan al
control de los poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la
familia; no se corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de
una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las
dictaduras.
Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas
narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a la miseria
quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De
ahí que hablen de destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la
responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a
las causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al
Gobierno.
Pero en general es posible reclinar los lugares
comunes sobre el destino y demostrar que el hombre se forja su propio destino.
Ahí tenéis el ejemplo de esa granja islandesa sobre la que pesaba una
maldición. La mujer se había arrojado al agua, el hombre se había ahorcado. Un
día, el hijo se casó con una joven que aportaba como dote algunas hectáreas de
tierra. De golpe, se acabó la maldición. En la aldea se interpretó el
acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre de la
joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios de la granja
comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un paisaje puede
servir a la causa de los oprimidos si incluye en la descripción algún detalle
relacionado con el trabajo de los hombres. En resumen: importa emplear la
astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo,
pero ignorarla equivale a impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad
importante- es ésta: nuestro continente se hunde en la barbarie porque la
propiedad privada de los medios de producción se mantiene por la violencia. ¿De
qué sirve escribir valientemente que nos hundimos en la barbarie si no se dice
claramente por qué.
Los que torturan lo hacen por conservar la propiedad
privada de los medios de producción.
Ciertamente, esta afirmación nos hará perder muchos
amigos: todos los que, estigmatizando la tortura, creen que no es indispensable
para el mantenimiento de las formas actuales de propiedad.
Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país;
así será posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de
producción. Digámoslo a los que sufren del statu quo y que, por consiguiente,
tienen más interés en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados
posibles de la clase obrera, a los que colaboran en este estado de cosas sin
poseer los medios de producción.
Bertolt Brecht, 1934
"Escritos políticos". Traducción León Mames. Caracas. Ed. Tiempo Nuevo, 1970
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