Mujeres trabajando con máquinas de coser, acompañadas de sus hijos. Barcelona, 1926 - Foto: Branguli |
Con
motivo de la creación, en Madrid, de un Club femenino, el siempre ecuánime
Andrenio publicó, hace pocos días, un artículo en La Voz, hablando del cambio
de costumbres, mejor dicho, de la evolución de las costumbres, que ha permitido
a un núcleo de mujeres cultas españolas fundar un Lyceum femenino sin peligro
de servir de protagonistas a sainetes y a chascarrillos, con más frecuencia
estúpidos que graciosos.
El
hecho de que Andrenio haya visitado ese Club en compañía y por invitación de
Victoria Kent, joven abogada madrileña, parece demostrar que no se trata de un
«Sólo para mujeres» prolongación femenil y voluntaria de los gineceos
trasladados a la vida colectiva y de sociedad.
Pero
el objeto del Lyceum está aún ajustado a la rancia moral española. Es un
apartado femenino, responde al mismo espíritu que separa los sexos en las
iglesias y que pretendió separarlos en los cines, teatros y casi, casi, en las
calles. El Club se ha creado para que las señoras tengan un hogar social suyo,
un punto de reunión discreto y a salvo de los celos del marido, los temores del
padre y la susceptibilidad propia, muy interesada en guardar las formas. No sé
si entre sus estatutos entra la prohibición de entradas varoniles en este hogar
social. Creo que no. Pero, desde luego, la sola creación de este Club femenino
español, genuinamente español, demuestra que harían mal en ridiculizarlo los
clásicos que mantienen la buena tradición de «la mujer, la pierna quebrada y en
casa», de que hablaba Andrenio.
La
promiscuidad, la fraternidad, la franca camaradería de los sexos, es algo que
está fuera de la mente de las españolas y lejos de la mollera de los españoles.
Quizá sea de ello causa la raza, el sol nuestro, que calienta más que el pálido
sol norteño. Preguntad a una muchacha estudianta, a cualquier fémina que haya
hecho vida común con hombres, sin tener al lado la clásica «carabina», si ha
podido poner en práctica la camaradería de sexos, y os informará,
contenta, indignada o escéptica, según sus ideas y su temperamento, del natural
tenoriesco de los varones de raza hispana.
Estas
mujeres, la mayoría mujeres de mundo, que han viajado y vivido, unidas para
fundar en Madrid el Lyceum que me ocupa, quizá saben el terreno que pisan.
Quizá no hay en ellas tampoco audacia ni franqueza suficientes para fundar un
Club bisexual, un Club libre, un Club que brinde un momento de expansión
cordial, de verdadera y bella camaradería de sexos, a hombres y a mujeres,
camaradería que es el único factor que establecerá un conocimiento íntimo, que
descubrirá los sexos el uno al otro en sus matices diversos, superiores,
insospechados. Íntimos y morales; que los descubrirá noblemente, fuera del
brutal descubrimiento que una moralidad salvaje y profundamente inmoral impone.
Porque
los sexos aún se han de descubrir mutuamente. El hombre es el enigma de la
mujer y la mujer el enigma del hombre. Lo es hoy aun más que ayer. ¿Ha de ser
así siempre?, ¿Tan diferentes son los hombres de las mujeres y las mujeres de
los hombres, para que jamás pueda llegar la identificación total, el absoluto
conocimiento, para que jamás los secretos de las dos esfinges sean descifrados?
Por el contrario, la ciencia nos demuestra las analogías, la misma
superposición de los sexos; cuán difícil es establecer, fuera del dominio
externo, la diferenciación interna de los dos géneros. Moral y prácticamente,
se ha demostrado también la identidad de capacidades, que iguala a los dos
sexos para el disfrute de idénticas libertades e idénticos derechos.
No
hay enigma. No hay, no puede haber enigma. Y, sin embargo, el enigma existe. Se
ha planteado distintamente en la época moderna al adquirir la mujer
personalidad propia. No nos comprendemos, quizá porque no sabemos explicarnos,
porque en ningún hombre ni en ninguna mujer ha habido la suprema franqueza y la
suprema audacia de ser francos.
Y
el problema no es sólo español. Es universal. Hasta Francia, la gaie Francia;
la Francia que tiene nombre de mujer y sonrisa femenina, la Francia cuyos
cetros intelectuales, morales y políticos han estado siempre intervenidos por blancas
manos de mujer, Francia también, en el teatro, en la novela, en el libro,
discute el extraño problema que es la mujer moderna para el hombre
Se
llevan a la literatura las diferentes manifestaciones de la nueva personalidad
femenina. Abogadas y doctoras son pasto de las plumas que sobre ellas
emborronan cuartillas, después de haberse ensañado a su gusto en las femmes de
lettres. Estos son los tipos ridiculizables y discutibles para los
hombres. Pero de la crítica y de la voracidad literaria tampoco escapan las
pobres mujeres que se ganan la vida valerosamente, que conquistan el pan propio
y el de sus hijos; otras una libertad harto restringida y dolorosa.
Una
mujer que trabaja, estudia, cura, enseña o escribe, para los hombres es
compleja; desde luego poco femenina. Anatole France se burlaba de los dedos
sucios de tinta de las hadas literarias que dejaban de ser hadas al convertirse
en «literatas». Mme. Arman de Caillavet, su exquisita amiga, hubo de publicar
en secreto, bajo un pseudónimo y con auxilio de un amigo discreto e
incondicional, un cándido volumen, acción que sólo resultaba delictiva porque
el pobre fruto de su ingenio era harto insignificante. Mme. Arman de Caillavet
fué el guía, el consultor literario de Anatole France. Pero sólo continuaría
siéndolo a condición de que permaneciese amante y musa. Los dedos de rosa
podían mancharse de tinta con los borradores de su insigne amigo; escribiendo
obras propias, ¡jamás!
Hoy
Paris asiste, en el teatro de la Renaissance, a las representaciones de una
obra, La Vocation, que es un tono nuevo, modernizado y parisienizado[sic], es
decir, hecho más amable y más piadoso y más humano, en el fondo quizá más
cruel, de los cuentos y obrillas que el ingenio de Taboada ayer, de Fernández
Flórez hoy, basaron en ese tema inagotable de la mujer llamada, despectiva y
con frecuencia injustamente, «intelectual». Una «intelectual» o un
«intelectual» son, en realidad, seres perfectamente ridículos, algunas veces
abominables. Una o un «intelectual» son entes esmirriados, que llevan gafas
ahumadas, carecen de sexo y están cargados de vanidad. De inteligencia,
frecuentemente ayunos. Pero no es posible llamar intelectuales a los hombres ni
a las mujeres de verdadero talento, que engalanan a la especie humana con sus
figuras y que han servido a la causa de la Humanidad, poniendo muchas veces
junto a los oprimidos su prestigio y su esfuerzo.
Tampoco
es posible llamar intelectuales a estas mujeres generosas y esforzadas,
desbrozadoras del camino humano, que han llevado a la ciencia, al trabajo
cotidiano, a las especulaciones filosóficas, a la labor de forja de la
enseñanza su nota amable, su actividad y su instinto embellecedor y materno,
que sólo pueden ser ridiculizadas por seres de baja condición moral, figuras
femeninas que merecen el nombre de bienhechoras, de heroínas, de madres del
presente y del porvenir.
Y,
sin embargo, encuentran en el hombre en general, en todo el ambiente masculino,
una animosidad inconsciente y secreta. Y, cuando no, una actitud de expectación
y reserva, quizá una incomprensión aun agrandada. Vense convertidas
en nuevos enigmas, o en un enigma renovado y prolongado. Para el hombre,
la mujer que cuida a sus hijos, le cose la ropa, le lava los platos, le hace la
cama; la otra mujer que le vende sus caricias; hasta la misma coqueta que juega
con su corazón, no son tan enigmas como esta mujer medianamente clara, que se
gana la vida, que la emplea en un fin que tiende al bienestar y al adelanto
social, que ha conquistado valerosamente, con frecuencia dolorosamente, su
independencia, el derecho a disponer de sí.
Hace
pocos días, una abogadita parisién intentó suicidarse. Por fortuna, su cobardía
no fué coronada por un triste éxito. En el fondo de ese intento de suicidio se
percibe un pobre drama de amor; un episodio, que pudo ser trágico, de ese
problema que cada día adquiere nuevos aspectos. La abogadita, al conquistar con
su carrera su independencia económica, perdió el derecho a ser feliz. Como
ella, ¡cuántas otras! Poco valientes para sobreponerse al ambiente, poco
audaces para despojarse de la rémora obscura, de las influencias burguesas,
apréstanse a crear una nueva categoría de mujeres: las que plantearán el problema
en su aspecto más angustioso y más absurdo.
He
titulado este artículo «La mujer, problema del hombre». Sobre este tema pienso
desarrollar otros. Puede desarrollarse todo un estudio, todo un tratado de
humanidades.
La
mujer es hoy el problema del hombre. Es el hombre mismo el que lo convierte en
problema. El enigma, en vez de simplificarse, se complica, se hace más
hermético; indescifrable, quizá.
Hasta
ahora la mujer habla sido «lo que el hombre quería que fuese». Hoy es, ha de
ser, será cada día más, lo que ella quiera ser. ¿Qué importa que al principio
su paso sea vacilante, su personalidad confusa, la vida libremente vivida por
ella con frecuencia errónea, sus mismas ideas sobre sí misma equivocadas? Está
aprendiendo a andar sin andaderas. Hasta ahora, sus andaderas, andaderas
forzadas, contra las cuales se rebelaba como podía, habían sido el hombre.
Una
mujer hecha al gusto masculino, forjada por él, muñeca en sus manos, imbuida de
las ideas que el hombre le inoculó desde la cuna, cohibida por una religión y
unas costumbres y unas morales por hombres creadas, para él elásticas y
vulnerables, despiadadas e inflexibles para la mujer, sólo era enigma y
problema por sus rebeliones impotentes, por sus venganzas con frecuencia
terribles, que con las propias manos del hombre se tomaba. Venganzas de débil,
venganzas traidoras, pero humanas y legítimas. ¿Hay más humana y más legítima
venganza para una mujer joven y bella, casada con un viejo decrépito, sujeta a
él, esclava de él por una ley y una moral inhumanas,
que el adulterio, «la más sabrosa venganza»? La coquetería, la hipocresía, que
tomaron para disfrazarse el nombre de feminidad, son otras manifestaciones de
su rebelión. Pero así la mujer era mujer. Es decir, una gata voluptuosa, con
frecuencia rabiosa, que ronroneaba y clavaba las rosadas uñas en el corazón.
Así era femenina. Feminidad, ya lo sabemos, se llamó a la coquetería y a la
hipocresía. Cuanto más coqueta y más hipócrita una mujer, más femenina. Las
mujeres sencillas y valerosas y las que poseían y poseen un relieve personal,
eran y son temperamentos varoniles.
Hombres
de izquierda usan aún un ditirambo hiperbólico, hablando de una mujer muy
inteligente : «Tiene un talento macho». En la literatura, una mujer que posea
estilo precio y vigor y originalidad, que no sea cursi, en una palabra, «tiene
un estilo macho». El estilo hembra es la cursilería y la vulgaridad.
Recuerdo
estos detalles, insignificantes y que diariamente podemos comprobar, que
corroboran la existencia de este problema grave, de este problema que cada día,
a cada nueva afirmación de la personalidad femenina, se agrava. Del problema
que es la mujer para el hombre. Del problema que debemos esforzarnos en
solucionar, porque de su solución depende que se subsanen y eviten errores
dolorosos, depende la dicha futura y el futuro desenvolvimiento de toda la
especie, que está compuesta de hombre y mujer, y no de hombres y mujeres
separados.
Federica
Montseny
La Revista Blanca. Sociología, Ciencia y Arte
Barcelona, 15 de diciembre de 1926
Muchas gracias por tu labor!! es una maravilla poder acceder a este material. Leí tres veces ese último párrafo donde Federica Montseny ya en 1926 nos paraba en ese nudo que como sociedad aún no hemos sabido solucionar. Totalmente premonitorio, profundamente triste. _()_ Otra vez gracias
ResponderEliminarGracias por tus palabras Silvia. Salud!
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