Si Pearl Harbor fue un terrible golpe para los
americanos, podrá figurarse el lector lo que significó para los vascos la
destrucción de Guernica, símbolo viviente de todo lo que era más querido por
ellos. Era dar en el corazón mismo de la pequeña nación vasca y en el corazón
de todos sus hijos, aun en el de aquellos que vivían en las más apartadas
regiones del globo. Pero entre Pearl Harbor -objetivo puramente militar- y
Guernica -objetivo puramente civil existe una íntima relación, que se hace más
palpable después de vividos los cinco años que los separan; ambos son jalones
dolorosos de una nueva táctica bélica, salvaje y cobarde, pues si Guernica fue
el primer ensayo de destrucción totalitaria, Pearl Harbor ha sido el último,
principio y fin de un trágico eslabón de matanzas colectivas, perpetradas por
quienes se valieron de la cobardía y egoísmo de las naciones poderosas, para
atacar primeramente a los débiles, y por último a los fuertes.
Los resplandores de Guernica arrasada anunciaron al
mundo que había comenzado la conquista del continente europeo por la violencia
totalitaria; los escombros ensangrentados de Pearl Harbor han sido el anuncio
de la conquista de otras partes del mundo. Por muchas millas que separen
Guernica de Pearl Harbor, ambas tienen la misma significación histórica,
ambas han sido víctimas de los mismos errores suicidas, y ambas marcan con sus
cicatrices palpitantes el camino que ha de seguir la humanidad si no quiere
verse abyectamente subyugada en una nueva esclavitud. Los hombres de hoy tienen
que aprender a leer en ruinas y cadáveres si han de adquirir la ciencia que
enseña que tardar es perecer, y más si a la tardanza van unidas las
contemplaciones. Muy lejos estaban Guernica y Pearl Harbor, de América o de la
India, pero la mística de la historia las ha llevado hasta la puerta misma de
todos los hogares. Para la injusticia no hay fronteras ni distancias, y cuando
ésta se produce, sea donde sea, es preciso ayudar a extirparla a los que la
padecen, pues nadie sabe quién va a ser víctima de su próximo brote. Si quienes
debían hubiesen madrugado para no permitir que se perpetrase la inmolación de
Guernica, es muy probable que los Estados Unidos no hubiesen tenido que contar
los cadáveres de sus hijos asesinados en Pearl Harbor.
Quienes amaban la libertad y la veían amenazada,
pronto se dieron cuenta de lo que significaba la destrucción de Guernica. La
humanidad empezaba a reaccionar ante aquel aldabonazo macabro que anunciaba al
mundo una era de dolor y de lágrimas. Y contemplaba con horror aquel espectáculo
de espanto, que al mostrarlo al pueblo americano había hecho decir al senador
Borah: "Aquí el fascismo presenta al mundo su obra maestra. Ha colgado en
las paredes de la civilización un cuadro, que jamás será descolgado ni se
borrará de la memoria de los hombres".
Aquel clamor de indignación que se levantó por
doquier, hizo meditar y preocuparse a quienes se habían confabulado para
terminar con la libertad en el mundo. El ensayo para perpretar sucesivos
asesinatos colectivos les había resultado excesivo. Además, no hay que olvidar
que Franco era el paladín de una cruzada que pretendía monopolizar la defensa
del orden y la civilización cristiana en oposición al comunismo.
Por eso se produjeron entonces algunos hechos que, a
pesar de su importancia, no han sido tratados hasta ahora en ningún libro. Como
solamente los conocemos las personas que intervinimos en ellos, voy a
permitirme relatarlos sucintamente.
Los actores principales son personas tan venerables
como el actual Papa pío XII, y otras dos que, aunque menos venerables, son
bastante conocidas: Mussolini y el Conde Ciano. Toda la documentación referente
a estos asuntos se halla en uno de los archivos de la Presidencia del Gobierno
Vasco en un lugar de Europa que no conviene mencionar. Pero mi memoria es lo bastante
fiel para que la confrontación que en su día se haga sea tan exacta como han
sido siempre mis afrrmaciones.
Hacia mediados de mayo de 1937, dos semanas después
del bombardeo de Guernica, llegó a Bilbao por los aires una personalidad vasca.
Nosotros teníamos organizada una linea se servicio aéreo, de un solo avión, que
nos unia con el mundo civilizado a los vascos que luchábamos cercados por todas
partes. Dicha persona era de mi absoluta confianza y podía prestar oído al
enemigo sin comprometer nada. En aquella ocasión traía un encargo delicado y
espinoso.
Un diplomático italiano, el Conde Cavaletti de Sabina,
había llegado al sur de Francia, tal vez con el pretexto de descansar en alguno
de aquellos deleitosos parajes tan codiciados por los italianos, pero en
realidad con un encargo del Conde Ciano para mí como Presidente del Gobierno
Vasco. Se trataba de una proposición que nacía del propio Mussolini y venía
expresada en una nota verbal y en unas ampliaciones que serian ratificadas
asimismo de palabra.
La nota verbal expresaba en primer término el deseo
del Duce de llegar a una paz separada con los vascos, mediante la entrega -reza
textualmente- de Bilbao, a sus tropas, verificada la cual, Italia garantizaba
el cumplimiento de unas cláusulas muy humanas para tranquilidad del País Vasco,
y de garantía para los miembros de nuestro Gobierno, jefes políticos y militares
vascos. Terminaba la nota señalando el procedimiento a seguir para iniciar las
negociaciones; yo, como Presidente Vasco, dirigiría a Mussolini un telegrama
pidiéndole su intervención, basándome para ello en motivos puramente
humanitarios. Se me ofrecia la clave oficial secreta italiana, que podria
utilizar libremente.
-¿Qué sucede en Roma? -me pregunte extrañado; mi
perplejidad hubiese aumentado de haberme enterado entonces, que al mismo tiempo
que del Quirinal se me enviaba aquella proposición, salía telegráficamente del
Vaticano un ofrecimiento de paz también dirigido a mi, por el
Cardenal-Secretario de Estado monseñor Paccelli, en la actualidad Su Santidad
Pío XII. De ello hablaré más adelante.
El amigo vasco me dijo:
-El Conde pide una respuesta lo más rápida
posible.
A mí me extrañó que un diplomático interesase la
urgencia en asunto tan trascendental, pero a pesar de ello di la respuesta a mi
amigo inmediatamente:
-Conteste usted a ese señor -le dije- que los vascos
no admitirnos ninguna proposición donde se mencione la palabra rendición.
Y mi amigo se marchó en el avión a Francia, y por el
mismo conducto volvió a los pocos días. Vino a verme a la Presidencia.
-El Conde Cavaletti me ha pedido ser recibido
por usted aquí -me dijo.
-¿En Bilbao? -le interrogué asombrado.
-Vendría en un avión italiano -continuó-, pero sin
colores ni señales de ninguna clase.
-No, por favor -le interrumpí-, ya tenemos bastante
con los aparatos italianos que nos bombardean todos los días. Si ese señor lo
cree necesario, que venga, pero con usted, y en nuestro avión. Yo garantizo que
no le pasará nada.
Tal vez extrañe a alguien esta complacencia mía con el
enviado de un Jefe de Estado que nos atacaba sin que nosotros le hubiésemos
hecho nada. Pero siempre ha sido norma mia no rechazar una plática, cuando en
ella puedo oír algo interesante. Siendo el tema de importancia, acepto parlamento
con personas de la más diversa condición. Como yo creo fIrmemente en lo que
creo, no tengo miedo a las opiniones ajenas, y en más de una ocasión me han
proporcionado útiles enseñanzas. Además, siempre suele quedar algo en el ánimo
del contrincante con quien se conversa.
-La proposición italiana -me dijo mi compatriota- es
más importante de lo que la nota refleja.
-¿Más inportante que un ofrecimiento de paz
separada? -le argüí.
-Sí -añadió el emisario-, el mismo conde me ha
manifestado que, una vez enviado por usted el telegrama al Duce, podrán
comenzar las conversaciones en las que se estudiará incluso la posibilidad de
un protectorado italiano sobre Euzkadi.
-¡Pero si eso no lo consiguió ni la Roma de Augusto!
-le dije sonriendo.
-Pues el Duce pretende intentarlo -continuó el amigo-,
y el ensayo vasco le servirá para llegar a idénticas conclusiones con los
catalanes, y luego a la paz con la República.
Soy hombre poco inclinado a expansiones de
indignación, y como tampoco estaban las cosas para soltar carcajadas, opté por
responderle lo más serenamente posible:
-Dígale al conde de mi parte, que mi respuesta
anterior queda en pie, y que, en caso de que persista en su idea de venir a
Bilbao, que mantengo con la misma firmeza las garantías para su seguridad
personal.
Pero todo quedó en nada. Cavaletti de Sabina afirmó al
intermediario vasco que le había impresionado la sinceridad de nuestra
garantía, aunque él -le dijo- "no hubiera podido garantizarnos lo
mismo". Y yo me quedé con las ganas de escuchar de labios del discípulo de
Maquiavelo -supongo que lo sería-la explicación de la pintoresca tesis de un
protectorado italiano sobre los vascos.
La destrucción de Guernica y la execrable matanza de
vascos que había sido perpetrada, tuvo derivaciones de una mayor trascendencia.
Se trataba de un pueblo cristiano, de un pueblo ordenado y laborioso poseedor
de una vigorosa constitución social, y de un tesoro de tradición democrática y
de auténtica libertad. El mito de la Cruzada se venía abajo, amenazando dejar
al descubierto a los muchos diablos que se escondían detrás de la Cruz. Había
que evitar a todo trance tamaño desastre, que de ocurrir hubiese sumido en
desprestigio, más que a los falsos cruzados, a quienes, por ayudarlos,
resultaban cómplices de los crímenes de aquéllos. Y para ello, no había otra
solución que hacer desaparecer la causa que podía originar el descalabro, lo
que podía realizarse de dos maneras: exterminando al pueblo vasco, o
apartándolo de la lucha.
El Vaticano, en un noble afán de pacificación, intentó
la segunda solución. El Cardenal-Secretario de Estado redactó un mensaje
telegráfico que iba dirigido a mí como Presidente Vasco, a juzgar por el
tratamiento. Y esto no era de extrañar, por ser yo católico de profundas convicciones
que a Dios agradezco.
Invocaba el documento la conveniencia de poner fin a
la contienda en beneficio de los altos intereses espirituales comprometidos. La
proposición de paz que se me hacia -a la cual calificaba el documento de
generosa o humanitaria-, contaba con la aquiescencia de los generales Franco y
Mola, según se hacía constar explícitamente en el preámbulo. Se exigia de
nosotros la rendición y entrega de Bilbao y del resto del territorio vasco, tal
como se hallaba, sin ser destruido. A cambio se nos prometía el respeto de
vidas y haciendas para todos los vascos, y la salida al extranjero de los
dirigentes políticos y jefes militares. "Las provincias vascas -decia el
documento-, disfrutarán del régimen administrativo que tenga la provincia de
España más privilegiada" (sic). Terminaba con unas reflexiones redactadas,
como todo el documento, en términos pacificadores.
Para un jefe católico, de un país en su casi totalidad
católico, la prueba hubiera sido dura, aun cuando la justicia de nuestra causa
y nuestra firmeza y lealtad eran suficiente satisfacción para nosotros. Y digo
"hubiera", porque yo no me enteré de la existencia de dicho
documento telegráfico hasta mucho tiempo más tarde -nada menos que tres años
más tarde-, cuando me hallaba en París en el exilio. Un violento artículo
-falso desde el principio hasta el fin contra los vascos y concretamente contra
mí, debido a la pluma del Padre jesuita J. de Bivort de la Saudee, aparecido en
la "Revue de Deux Mondes", del 10 de febrero de 1940, nos descubrió
su existencia, así como la de unos hechos absolutamente desconocidos para
nosotros.
Lo relatado en el artículo era lo siguiente: Monseñor
Valerio Valeri, Nuncio Apostólico en París, fue encomendado por el Vaticano de
una misión extremadamente delicada: la de "favorecer unas negociaciones de
paz entre el General Franco y el Gobierno de Euzkadi, en vista de que yo no contestaba
a un mensaje que se me había enviado desde el Vaticano". "El Quai
d'Orsay, así como varios miembros del cuerpo diplomático y algunas
personalidades residentes en París prestaron su benévolo concurso. Entre ellas
un antiguo jefe de Estado -el ex Presidente de Méjico señor de la Barra-jugó un
papel de primer plano." Fue a fines de febrero y en el curso del mes de
marzo de 1937, tiempo en que el Cardenal Gomá actuaba oficiosamente de Nuncio
cerca del General Franco. Algunas semanas más tarde (por aquellos días Guernica
fue arrasada) el Primado de España hizo cuanto estuvo de su parte para que el
Generalísimo de los Ejércitos Españoles propusiera al Gobierno Vasco unas condiciones de paz aceptables, y elaboró con el General Mola un proyecto que
fue sometido al General Franco.
Tres eran los puntos que se proponían al señor Aguirre
para que la paz fuese aceptada: 1.º, se respetarían vidas y bienes a todos
aquellos que depusieran sus armas; 2.°, se facilitaría la huida de los jefes;
3.º, serían sometidos a los Tribunales Militares Ordinarios únicamente los
autores de crimenes de derecho común.
No solamente el General Franco dio su aquiescencia
para que dichas proposiciones fuesen hechas al Gobierno Vasco, sino que en un
gesto de magnanimidad añadió otras dos más: 1.º, las Provincias Vascas
disfrutarían de los mismos privilegios económicos, políticos y jurídos que
Navarra, la provincia más privilegiada de España; 2.º, las mejoras económicas
y sociales de las Provincias Vascas serian respetadas y aplicadas siguiendo las
directrices de la Encíclica Rerum Novarum, a medida que la situación financiera
de España lo permitiese.
Si estas condíciones no eran aceptadas antes de la
ruptura del cinturón de Bilbao, el ejército nacional entraría en esta villa en
plan de conquista.
Este proyecto fue oficialmente comunicado al señor
Aguirre. Una alta personalidad eclesiástica española partió inmediatamente para
San Juan de Luz y Biarritz con intención de entrevistarse con el Canónigo
Onaindia, cuya influencia sobre el Gobierno Vasco podía ser factor importante
para la aceptación de las proposiciones. Después de quince días, éste (sic)
pidió que dos cláusulas fuesen añadidas a las proposiciones del General Franco:
1.º, El Presidente del Gobierno de Euzkadi no sería considerado como un
traidor, y 2.°, se guardaría un secreto diplomático sobre estas negociaciones y
condiciones de rendición.
El General Franco respondió que él no trataba sino
sobre condiciones generales de rendición y no de intereses particulares. Por
otra parte, él había prometido actuar para favorecer la huida de los
jefes. En respuesta a la segunda demanda se comprometía a guardar el secreto.
El señor Aguirre exigió todavía una condición más.
Pretendía que todas las cláusulas fuesen garantizadas oficialmente por una
potencia extranjera. Esta condición fue rechazada por los jefes nacionales como
deshonrosa para ellos. Era ya el mes de mayo de 1937 ...
He aquí el relato que nos dejó petrificados.
Estábamos ya en febrero de 1940, y yo, el principal personaje de todas estas
supuestas negociaciones, nada sabía de todo ello. Llamé al Canónigo señor
Onaindia. Tampoco él sabía nada. ¿Qué persona o grupo de personas habían
cometido la incorrección de suplantar mi autoridad? ¿Quién les había autorizado
a enviar unas contraproposiciones reñidas con mi dignidad y mi honor? O si no,
¿qué es lo que se tramaba en las sombras? ¿Quién había inventado toda esta
burda historia?
Pero algo más importante había aún; era un telegrama
que el Cardenal Paccelli me había enviado directamente a mí, en vista
del fracaso de las mencionadas "negociaciones". Con el fín de aclarar
la verdad, rogué al señor Onaindia visitara al Nuncio en mi nombre para pedirle
una entrevista. Tenía verdadero empeño en desentrañar todo este misterio. El Nuncio
contestó que "siendo yo para él una personalidad política oficiosamente
reconocida en París", tendria que consultar al Vaticano antes de aceptar
mi visita. Encargó también al señor Onaindia que me comunicara que creía en
absoluto en mi ignorancia sobre el asunto en cuestión. Le mostró entonces el
texto del telegrama dirigido a mí por el Cardenal Paccelli en los primeros días
de mayo de 1937 del cual no quiso entregar una copia al señor Onaindia, quien
lo retuvo en la memoria casi íntegro.
Hicimos toda suerte de averiguaciones para dar con el
paradero del citado telegrama y al fin dimos con la explicación. Había sido
enviado por el Vaticano a Barcelona vía Roma, en lugar de hacerlo, como supongo
que sería su intención, por el cable submarino Londres-Bilbao, pues en
Barcelona funcionaban los servicios telegráficos del Gobierno de la República
Española. Además se trataba de un mensaje abierto, sin clave alguna, es decir,
fácil de comprender por cualquiera que lo leyera. Cuando nos enteramos de ello
-habían ya transcurrido tres años- no podíamos comprender que la diplomacia
vaticana, siempre tan previsora y sutil, hubiese actuado tan ligeramente en un
asunto de semejante transcendencia.
Es fácil comprender lo que había sucedido con el
telegrama. Tan pronto como llegó a Barcelona, el telegrafista que lo recibió
dio cuenta de su contenido al Gobierno de la República Española, que a la sazón
se encontraba en Valencia. Hubo consultas y hasta secreto jurado entre los
miembros del Gabinete que conocieron su texto. Se reunieron secretamente con
excepción del ministro vasco señor Irujo, el catalán señor Ayguadé, el señor
Prieto, según me lo aseguró él mismo, y quizá algún otro ministro, por no haber
sido convocados. Acordaron silenciar el telegrama sin darme traslado del mismo,
colocándome en situación de conciencia en que me habían dejado quienes se
comportaban de manera tan poco digna. Entre la desvergüenza de quienes se
atribuyeron mi autoridad para tratar de unas condiciones de paz que yo
desconocía, y la deplorable conducta de los que interceptaban telegramas
dirigidos a personas de responsabilidad, consiguieron que los vascos y más
concretamente yo, apareciésemos ante el Vaticano como un pueblo incivil, que ni
siquiera tenia la cortesía de contestar, aunque no fuera más que para agradecer
la intervención y rechazar las ofertas.
El Nuncio, Monseñor Valerio Valeri, que anteriormente
había demostrado su afecto hacia los vascos en ocasiones de tribulación para
éstos, no solamente aceptó nuestras explicaciones y reconoció la veracidad de
las pruebas que le sometimos, sino que admitió también que en la visita que el
ex Presidente mejicano señor de la Barra había hecho al Delegado del Gobierno
Vasco en París, aquél se limitó a una exploración diplomática tan vaga que ni
siquiera nombró a la persona que le enviaba, ni mostró documento alguno. Hizo
lo que otras muchas personas de buena intención, que con autoridad o sin ella
se acercaban a nosotros en aquella época, para hacernos preguntas de este
tenor: "¿Pero no creen ustedes que ya es hora de que termine esta terrible
guerra?". "¿Cómo podría llegarse a encontrar una fórmula de
paz?", etc.
Herido en mis más íntimos sentimientos, redacté
entonces un largo escrito dirigido al Cardenal Maglione, Secretario de Estado
del Vaticano, para que fuese entregado al Santo Padre. En él hacía una historia
documental de los hechos acaecidos, poniendo en claro la conducta correcta de
los vascos, al mismo tiempo que pedía con apremio se me diesen los nombres de
aquellas personas que habían suplantado mi personalidad, manchando mi honor de
hombre y de vasco. Este escrito fue entregado en la Nunciatura de París el 7 de
mayo de 1940. No hubo posibilidad de una respuesta, porque la catástrofe de
Francia se produjo pocos días después, y, con ella, mi desaparición aparente
del mundo de los vivos.
He traído conjuntamente a colación estos dos episodios
en que intervienen las dos Romas, la cristiana y la pagana, para mostrar cómo
ambas en competencia quisieron llegar a una paz con los vascos. La causa que
motivó ambos intentos de pacificación fue la misma: la enorme repercusión que
tuvo en el mundo la destrucción de Guernica. Pero las razones psicológicas eran
diferentes: por un lado, un Duce que hacía la merced de brindar la paz a un
pueblo injustamente agredido por él, y por otro lado, un Papa que percibe
claramente todo el significado de la lucha de un pueblo que defiende su
libertad aun cuando haya sido atacado en nombre de la civilización cristiana,
siendo ese pueblo un pedazo auténtico de dicha civilización.
Las claras mentes del anciano Papa y del Cardenal
Pacelli comprendieron con certera visión de futuro el drama de nuestro pueblo,
pero mal pudo tener eficacia su afán de pacificación que, como queda expuesto,
ni llegó siquiera a conocimiento del Gobierno de Euzkadi.
Fue tal vez providencial, además de ser ejemplar y
edificante, que un pueblo auténticamente religioso, como es el vasco, se
mantuviese en la lucha al lado de la libertad y la democracia, demostrando así
a los recelosos y a los equivocados que la libertad y la fe caben juntamente en
el corazón de los hombres. Para que la humanidad no olvide esta verdad, han
luchado y siguen luchando los vascos. Toda la sangre y lágrimas que vertieron,
todos los dolores y amarguras que padecieron y padecen los darán por bien
empleados, si con ello han contribuido a que la fe y la libertad puedan vivir
hermanadas en el alma humana, evitando así la destructora labor de quienes se
arrogan la representación de Dios, al mismo tiempo que niegan a Cristo.
José Antonio Agirre
De Guernica a Nueva York pasando por Berlín, 1942
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