El recuerdo de su instauración inunda el espíritu de gratas e impresionantes emociones, sobre todo en quienes, como La Tierra, pusieron su esfuerzo y su fervor en la conquista de la República.
Habíanse celebrado con ejemplar civismo las elecciones municipales el 12 de abril. En todas las capitales de importancia los escrutinios asignaban gran mayoría a las fuerzas enemigas de la dinastía borbónica, cuyo derrumbe era fatal e irremediable. El entusiasmo republicano aumentaba por momentos y suplía con creces el lamentable efecto de las indecisiones y cobardías de los que luego, a la hora del triunfo, habían de encaramarse sobre el pueblo para adueñarse del Poder.
España en pie se aprestaba a convertir en eficaz y definitiva realidad el gran avance que el resultado de los elecciones municipales había significado.
Transcurrió el día siguiente en medio de un ambiente de honda fe revolucionaria. Aquella tarde, como ayer recordábamos, La Tierra pedía con virilidad y energía el cambio de poderes a favor del Gobierno provisional. Y a partir de entonces el pueblo, congregado en las calles céntricas de Madrid, se pronunciaba espléndidamente por la República.
La noche del día 13 la fuerza monárquica había ensangrentado el paseo de Recoletos. Era la última sangre que los Borbones hacían derramar, eligiendo víctimas propiciatorias en un grupo de jóvenes republicanos que, con afanes incontenibles, se preguntaban dónde estaban y qué hacían los hombres que a la tarde siguiente se constituían en Gobierno provisional.
Llegó el día 14. Un día espléndido. De sol radiante y luminoso. Durante la mañana hubo en los barrios populares de Madrid múltiples y entusiastas manifestaciones. El ocaso de la secular monarquía se dibujaba, con todo el recio perfil precursor de su desplazamiento para siempre.
Y mientras el Gobierno que presidía el fallecido almirante Aznar intentaba en vano aplicar emplastos al cuerpo cadavérico monárquico, el pueblo, sin previa consigna, pero con delirante frenesí, se congregaba ante el Ministerio de la Gobernación, vitoreando clamorosamente a la República.
A las tres de la tarde, los funcionarios de Correos y Telégrafos izaron en el Palacio de Comunicaciones la primera bandera tricolor que ondeó en Madrid, y con decisión no exenta de riesgo circularon a toda España la noticia de que el régimen republicano se hallaba triunfante.
Horas después, un grupo de republicanos, sin reparar en las entonces todavía posibles consecuencias, irrumpía en Gobernación, y mientras ciertos personajillos, que luego se autodeclararon "héroes", titubeaban y buscaban al conde de Romanones para efectuar una jurídica transmisión de poderes, izaban también la bandera republicana -federal por más señas- en el balcón central del Ministerio y entre ovaciones ensordecedoras.
¡Magnífico e inolvidable espectáculo aquel del 14 de abril en Madrid!
¡Espléndida expresión de la voluntad de un pueblo que depositaba toda su fe en la República!
Fue ya mucho después, cuando la República estaba proclamada y el pueblo había impuesto su decisión, cuando los políticos que a sí mismos se habían nombrado ministros se decidieron a salir de sus escondites.
Entonces ya no había riesgos. Entonces ya su labor era fácil.
Jamás se habrá dado en la historia de las revoluciones un caso más manifiesto de falta de colaboración al triunfo por parte de los que afanosamente se repartieron luego el botín que no habían conquistado.
Quienes vivimos íntimamente el episodio de la proclamación de la República sabemos bien del grado de temor y de cobardía que revelaron los que hoy, en declaraciones tan falsas como pintorescas, se atribuyen una gloria que correspondió única y exclusivamente al pueblo.
De entonces a ahora.
Dos años. ¡Y en dos años, qué descenso se ha operado en el espíritu público! Mantiene el pueblo español la fe en la República. Tiene adquirido el pleno convencimiento de que "lo otro", aquello "otro", oprobioso e indigno, no volverá a España. No puede volver. Se fue demasiado saturado de podredumbre como para que puedan tomarse ni medianamente en serio los delirios histéricos de las totalmente mermadas huestes monarquizantes.
Y, sin embargo, forzoso es reconocer que en el ánimo del pueblo no palpitan ya aquellos fervores y aquellos entusiasmos que hoy hace dos años se exteriorizaban con intensidad sin precedentes.
¿Por qué?
Sencillamente, porque República es un concepto abstracto que adquiere su concreción en el Gobierno. Y el Gobierno de la República, con sus errores, con sus torpezas y con sus deslealtades para con la revolución, ha hecho posible ese entibiamiento de afectos, ese desmayo que se percibe en la opinión, que no se siente satisfecha, ni interpretada, ni atendida, por quienes han hecho del régimen un coto cerrado para sus apetencias y ambiciones.
Porque República es revolución. Este sentido dio al régimen el pueblo hoy hace dos años. La República por sí es un término ambiguo. Define, a lo más, un régimen. Denomina un sistema político. Pero, evidentemente, la República, para que sea amada por el pueblo, precisa de un contenido de justicia social, de autoridad, de rectitud y de abnegación que hasta ahora no se ha manifestado por los que la vienen rigiendo desde que fue instaurada.
Dijo D. José Ortega y Gasset, hace muchos meses, que la República estaba triste. Y triste continúa.
De que lo esté hay un directo y único responsable: el Gobierno.
Es necesario, pues, en estos momentos de tantas y tantas evocaciones inolvidables y gloriosamente cívicas, exaltar la fe republicana. Alentar en el pueblo sus afanes revolucionarios. Reavivar aquel entusiasmo que ha decaído por culpa de crímenes como los de Arnedo, Sevilla y Casas Viejas, y de persecuciones ensañadas que tienen en las cárceles cientos y cientos de proletarios y campesinos.
La República ha de reconquistar sus prestigios mediante una política honesta, justiciera, cordial, honrada y generosa.
En otro caso, subsistirá, pero sin contar con el calor de la opinión, que ojalá no hubiese decrecido nunca.
República es revolución.
Quien así no lo entienda debe resignarse a un ostracismo voluntario o impuesto, sin perjuicio de que sea en su día implacablemente responsabilizado por sus actos.
Y en ese caso se hallan los actuales e impopulares políticos que rigen el régimen.
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