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Discurso de Melquíades Álvarez en el acto político del Teatro de la Comedia, de Madrid, el día 14 de mayo de 1933
Debemos
apoyar con entusiasmo a la República
Acabáis
de oír, señoras y señores, las conclusiones formuladas en la Asamblea, en la
cual el partido Republicano Liberal Demócrata ha dado una prueba espléndida de
su vigor y de su prestigio. En esa Asamblea se han discutido, casi con carácter
provisional, las bases de una nueva organización. Se abrió, por exigencias del
momento, el que pudiéramos llamar cuadro de defensa del Partido, para facilitar
el ingreso del elemento femenino, que tiene una gran importancia en la vida
política actual, porque es probable que de su decisión y de su voto dependa el
porvenir de la República española.
Hemos
fijado, como habréis visto, las relaciones con los demás partidos, manteniendo
nuestra afinidad, por las concomitancias que existen, principalmente, con el
partido Radical, y reiterándole una vez más nuestra colaboración leal y
desinteresada. Y hemos también reformado en parte –es cuestión de
detalle más que de esencialos elementos doctrinales de nuestro programa-.
Conviene advertir, señoras y señores, que este programa, que es el evangelio
político del partido, es el mismo del partido Reformista, el cual, por una
especie de metempsicosis política, y con una simple transmutación de nombre, ha
venido a encarnarse en este otro, del que llevo la representación. En este
partido, correligionarios y amigos, aparte de una juventud entusiástica y de
una sección femenina, que se caracteriza por su conciencia republicana y por la
virtud del proselitismo, existe un estado mayor lucidísimo, integrado por
grandes capacidades de la política, hombres de reputación profesional
reconocida, muy superiores en méritos a quien os dirige la palabra, algunos
de ellos veteranos ya en el partido, otros incorporados recientemente,
estimulados por una mancomunidad de ideas y por el anhelo patriótico de servir
noblemente los intereses de España. No necesito deciros, no debo
decirlo siquiera, que en todas estas ideas diseminadas en nuestro programa, por
lo que se refiere a su difusión y propaganda, el partido, en nombre del cual
hablo, mantiene la fe acendrada de siempre, sin que hayan logrado quebrantarla
ni los ataques de los adversarios, ni los apetitos del Poder, esa especie de
Dios infernal, ante el cual muchos hombres, arrivistas de la política, con olvido de su decoro, descubren a cada instante sus debilidades y sus
flaquezas.
El
lema de nuestro partido lo conocéis todos: es un lema consagrado en recientes
aguas bautismales, y por él comprenderéis que el partido que represento es
netamente republicano sin reservas ni distingos,
pues aunque hay algunos correligionarios –yo entre ellos- que hemos negado
siempre el valor sustancial y permanente de las formas de Estado, todos,
absolutamente todos, sin divergencias de matices, reconocemos que la República,
en el orden doctrinal, es infinitamente superior a la Monarquía, y además, que cuando no se bastardea en la práctica por las
corruptelas de los Gobiernos, representa la plenitud de la capacidad política
en la vida de los pueblos libres, y encarna, por efecto de su naturaleza, las
esencias más puras de la libertad y de la democracia. De modo, señoras y
señores, que esto que reconocen absolutamente cuantos han penetrado con
sagacidad en el problema de la morfología del Estado, bastaría, desde luego,
para encender en nuestra conciencia la fe republicana. Pero es que, además, no
hay que olvidar que la República advino a España por el voto casi unánime de la
opinión, sin pasar por el oprobio vergonzoso de una sedición militar, ni por un
golpe de Estado, y los que somos verdaderamente demócratas, los que rendimos
culto a la voluntad soberana del pueblo, tendremos, por efecto de esto, que
reconocer la legitimidad inmaculada de la República y santificar su
advenimiento, prestándola, con el máximo entusiasmo, toda la energía de nuestra
voluntad y nuestra inteligencia. Por si esto no fuera bastante,
correligionarios y amigos, para justificar una aptitud resuelta de apoyo a la
República, tendremos que invocar, como última ratio, el supremo interés
nacional. Es el interés de la nación –no os quepa duda-, el que por imperio de
las circunstancias viene asociado a la obra de la República, y cuando en
contraposición queremos examinar la perspectiva hipotética de
una inverosímil restauración monárquica, dado el recuerdo de su
infortunio, la desaparición casi absoluta de las fuerzas sociales y políticas
que le servían de apoyo, y la efervescencia natural de la cólera del pueblo
ante su triunfo tras de esa restauración no podríamos ver la paz que apetecen
todos los españoles, sino, sencillamente, el caos, en el cual se hundirían
definitivamente las energías nacionales.
No
creo necesario insistir más en este asunto. Por la superioridad de la
República, como forma de gobierno, por la pureza inmaculada de su origen, por
el supremo interés nacional, estamos en el deber de apoyar con entusiasmo la
forma republicana. Parodiando una frase de Thiers, yo podría decir ante
vosotros, que la República es lo que menos nos divide, y con esta frase yo me
atrevería a invocar, en nombre de mi partido, a todos los españoles, a todos,
para que depusieran sus diferencias políticas y aceptaran esta legalidad
republicana, a la cual deben llevar sus ideas y sus opiniones para colaborar en
la vida del Estado, bajo una forma de gobierno común al futuro de España y al
engrandecimiento y prosperidad de la Patria.
Nuestro
partido es garantía de todos los intereses nacionales
Nosotros
somos un partido, señoras y señores –hay que decirlo también-, que en esta
clasificación, un tanto arbitraria y convencional, de derechas o izquierdas, no
figuramos en ninguna de ambas categorías. En las derechas se incluyen todos los
elementos que aparecen como idolatras de la tradición; en la izquierda, todos
los fanáticos del porvenir, que sueñan con reformas, muchas veces fantásticas y
casi siempre precipitadas e imprudentes. La zona de nuestra política, la zona
en que puede fructificar el partido republicanoliberaldemócrata, es el centro
de la política española, porque nos separa de la derecha el criterio –oídlo
bien- de que sólo respetamos de la tradición aquello que las mudanzas del
tiempo han dejado con vida, y por lo que se refiere al futuro, no nos dejamos
seducir por abstracciones y por utopías, sino por ideales verdaderos y
progresivos, es decir, ideales que han fecundado previamente en la conciencia
pública, y que sin peligro puedan traducirse en realidades positivas y
prácticas. Y esto es lo que hemos sostenido siempre; esto es lo que
sostenemos ahora, no teniendo temor alguno a las ideas, por avanzadas que
parezcan; pero dando a nuestro partido un sentido gubernamental, que tiene que
ser necesariamente garantía y amparo de todos los intereses de la vida
nacional. Con estas ideas hemos venido luchando; con estas ideas
seguiremos luchando, ofreciendo este programa que yo no tengo necesidad de
esbozar, ni de comentar al presente, por lo mismo que impreso y difundido lo
conocen a estas horas la inmensa mayoría de los españoles. Está determinada,
pues, la posición del partido RepublicanoLiberal-Demócrata, y están fijadas las
relaciones con todos aquellos partidos que sirven, precisamente, los intereses
de la República.
No
es culpa del régimen la actual decepción nacional, sino de la labor desacertada
de los gobernantes.
¿Qué
os debo decir ahora? Esta cautela que nosotros recomendamos ¡ha sido seguida y
adoptada en bien de España y de la República por los hombres que la gobiernan!
¿Hay algo de pasión en nuestra conducta que nos obligue a criticar, porque esta
es la palabra, la gestión que desde las alturas del Poder, pretendiendo salvar
los intereses republicanos, han llevado a la práctica los hombres que nos
gobiernan? Vamos a examinarlo sin pasión.
Cuando
se contempla, queridos correligionarios, el panorama social y político de
España, se observa un contraste, un singular contraste, entre aquellas
esperanzas jubilosas que produjo la proclamación de la República y las
decepciones amargas que a la hora presente se están cosechando. ¿Decepciones fantásticas? ¡Decepciones caprichosas! No. Lo dicen los enemigos; pero no es
verdad. No son decepciones creadas por el temperamento atrabiliario de los
enemigos de la República, no son decepciones fantásticas, son decepciones
legítimas y verdaderas, fundadas en la realidad que nos ofrece, señoras y
señores, el triste espectáculo de un país que vive en constante y perpetua
agitación anárquica, abandonado además de las autoridades, con la
economía en ruinas, sin garantías para la defensa de sus intereses legítimos,
con todos los derechos y todas las libertades amenazadas. Y esta
decepción, que engendra odio y disgusto, esta decepción se va agudizando en
muchas provincias y en algunas ya soplan verdaderos aires de fronda. ¿A qué se
debe? Vamos a discurrir con entera imparcialidad acerca de estos hechos.
El
entendimiento simplista de las gentes, cuando pretende adivinar las causas de
semejante decepción, dejándose llevar de una cierta lógica del raciocinio,
formula su juicio en los términos de un dilema, y dice lo siguiente, con una
apariencia indestructible de verdad: O la causa de esta decepción es
congénita a la República, y entonces la responsabilidad es del régimen, o las
causas generadoras de semejantes daños son debidas exclusivamente a la labor de
los gobernantes, que no han atinado a realizar una gestión acertada y prudente.
Lo primero, señores que me escucháis, me parece disparatado y absurdo, porque
no es posible que se pueda atribuir a la naturaleza de un régimen político, que
podrá tener sus ventajas o sus inconvenientes en relación con otros regímenes,
pero que o produce fatalmente, por una ley de su vida, todos los daños de que
se queja, con justicia, la opinión pública. Lo que pudiera suceder, porque yo
no quiero recatar en nada mi juicio, lo que pudiera suceder es que el país no
estuviera en condiciones, o por su falta de cultura, o por sus medios
económicos, de ser regido por una democracia republicana.
Pero
entonces no será la culpa de la institución que se pretende implantar; será del
pueblo, que, por no haber hecho oportunamente el aprendizaje debido de la
libertad, cae con exceso en las violencias de la demagogia. Mas,
no; no puede ser que se atribuya a incapacidad del pueblo para ser regido
democráticamente, porque España no se halla en un estado tal que necesite estar
sometida a tutela o regulada por la política verdaderamente abominable del
caudillaje. No; el pueblo español, desde una larga tradición, tiene conciencia
esclarecida de sus deberes y comprende que puede regirse con acierto, mediante
una democracia, sin que se produzcan trastornos ni perturbaciones, que casi
siempre son debidos a la deficiencia con que se ejerce la autoridad por parte
de los Gobiernos que la representan.
La
culpa no es del régimen, y el país se halla en condiciones de ser regido por
instituciones republicanas; la culpa es del Gobierno (hay que decirlo con
franqueza), la culpa es del Gobierno, y nada más que del Gobierno, por efecto
de su labor a todas luces desacertada y torpe.
La
República no advino por la revolución ni se conquistó la confianza del país con
programas revolucionarios.
Creo
yo, queridos correligionarios, que la labor del Gobierno hay que apreciarla
desde luego por sus resultados, no por las ideas que represente ni por la
fidelidad con que ha podido servir los intereses más o menos bastardos de un
partido. No; son los resultados de la política del Gobierno los que hay que
pesar y medir, utilizando, al efecto, si fuera preciso, la simbólica balanza de
Astrea; pero hay que pesarlos y medirlos poniéndolos en relación, como contraste, primero con el orden
social, que por ser una exigencia recíproca del derecho y del instinto de la
vida colectiva constituye la más apremiante de las necesidades del Estado;
poniéndolos en relación, después, con las realidades económicas del país, que
por ser el cimiento de la riqueza y del trabajo determinan casi siempre el
bienestar material del pueblo; y poniéndolos en relación, en fin, con el
prestigio y la existencia de la República misma, a la que hay que enaltecer
constantemente, asociándola a las ideas puras de la libertad y del derecho y a
la que hay que servir en todo momento con el acierto en las obras de gobierno,
conquistándole todos los días falanges enteras de nuevos colaboradores y de
nuevos entusiastas correligionarios. No digo yo nada de particular
con esto. No hago otra cosa que recoger una experiencia, repitiendo lo que han
hecho todos los pueblos que han querido regirse por instituciones democráticas
y que han tenido la fortuna de contar con gobernantes inteligentes y
esclarecidos; pero aquí, amigos que me escucháis, estos gobernantes homúnculos
que se encuentran en el Poder han creído, por lo visto, que seguir una
política semejante podía constituir un delito de apostasía revolucionaria y
para evitarlo a todo trance han olvidado en el ritmo, un tanto atropellado, de
su conducta las normas esenciales del credo democrático, y han apartado a la
República de los hontanares de la libertad y de la justicia. Esto es lo grave.
Una preocupación revolucionaria, de carácter más bien verbalista, sin contenido sustancial; política que no es revolucionaria, que no tiene de ello más que la
frase, porque no ha sabido crear intereses, que si los hubiera creado podríamos
calificarlos de injustos o arbitrarios, pero, al fin y al cabo, constituirían
un objetivo que habían conseguido con su labor perseverante de Gobierno los
partidos que se hallan en el Poder una política revolucionaria,
digo, consistente sólo en palabras truculentas y en afirmaciones sectarias que
asustan a las gentes, pero que carecen de valor ideal, es la que ha sido y
continúa siendo explotada por los partidos, que hoy, para desgracia de la
República, dirigen el país. Es una preocupación revolucionaria, la de estos
hombres que dicen a grito tendido que es la revolución la que ha traído la
República, y que a ella, por lealtad y por deber, tienen que permanecer fieles
en el Poder. Claro es que no se encuentra por parte alguna esa revolución que
tanto pregonan, y que cuantas veces se intentó de buena fe, en contra del
régimen monárquico, fracasó con estrépito. No necesito aducir pruebas.
Me
basta con invocar el testimonio del revolucionario de mejor prosapia que es el
Sr. Lerroux, el cual ha reconocido noblemente que sus correligionarios no le habían
entregado una preparación revolucionaria seria cuando ingresaron por orden de
la autoridad en la cárcel. Y es verdad, porque la República no la trajo una
conmoción revolucionaria, violenta y armada, no; la República la trajo el
pueblo, que ha querido convertir un acto comicial de renovación de
Ayuntamientos en un acto verdaderamente constituyente y ha liquidado con sus
votos en esta forma, de un modo conjunto, lo mismo las responsabilidades de la
Dictadura, que las graves faltas padecidas por la Monarquía.
Dispensadme
ahora una jactancia: en esta labor de transformación política, el que os habla,
unido precisamente a los llamados constitucionalistas, ha tenido una parte que
es muy superior comparativamente a la de todos esos vocingleros revolucionarios
que figuran hoy en las avanzadas de la República.
De
modo que ya lo sabéis. Atemperándonos a la realidad y formulando nuestro
juicio, tenemos necesariamente, no tan sólo que vindicar nuestro prestigio,
sino que censurar la conducta de los adversarios.
No
solamente no ha venido por la revolución, queridos correligionarios; es que los
partidos que representan a los hombres que están en el Poder, no han hecho ante
la opinión una propaganda revolucionaria. Yo recuerdo que una personalidad
ilustre que no necesito mencionar, pregonaba la conveniencia de una República
casi católica, regida por un sistema bicameral en cuyo Senado tendrían asiento
los Obispos y Arzobispos, como elementos representativos de la Iglesia. Yo recuerdo todavía más: que otro ministro radical, de matiz
socialista que se halla en el Poder, para no alarmar, sin duda, a los
timoratos, manifestaba que la República que iba a establecerse en España era
una República conservadora y burguesa, y yo recuerdo, haciendo
crítica objetiva e imparcial, que los mismos socialistas, al referirse a un
programa de Gobierno, no hablaban para nada de la lucha de clases ni de
socializar la propiedad, ni mucho menos de establecer una República espléndida
de trabajadores. No, no hubo nada de esto, y, por consiguiente, si no
es la revolución la que ha engendrado la República y no se ha conquistado
tampoco la confianza del país con programas revolucionarios, yo pregunto: ¡En nombre
de quién y con qué títulos se está pregonando desde el Poder una obra
revolucionaria, que compromete por su solo anuncio los intereses de la vida
nacional!
El
triunfo de las audacias perturbadoras de un conglomerado electoral dio vida a
esta obra revolucionaria insospechada
No,
no hubo nada de esto; hay que decirlo con absoluta claridad. La obra
revolucionaria comenzó a surgir cuando por efecto de un conglomerado electoral,
a mi juicio absurdo, se encontraron ciertos partidos políticos con una
representación parlamentaria que rebasaba sus ilusiones y sus fuerzas, partidos
algunos de ellos que se habían creado hacía pocos días y estaban todavía en el
período de la infancia; partidos, otros de una organización más provecta,
pero que no contaban, según las estadísticas que todo el mundo conoce, con
masas considerables de obreros; entonces comenzó –repito- la obra
revolucionaria, y cuando empezó a preparase el proyecto de Constitución,
surgieron en el Parlamento, ya que o habían surgido en el país, esas audacias
perturbadoras.
Yo
he leído hace poco tiempo un libro de un diputado que figuraba en la fracción
que capitaneaba entonces el Sr. Alcalá-Zamora, que nos da cuenta, y una cuenta
imparcial y detallada, de cómo se fue preparando poco a poco, en su mayor
parte, el proyecto de Constitución que ahora rige, y nos dice,
correligionarios, que el partido socialista, aprovechándose de su imprevista y
numerosa representación parlamentaria, unido, además, a otro partido que parecía
tener empeño en sobrepujar su programa, presentó por medio de enmiendas una
serie de reformas al proyecto constitucional, elaborado por la Comisión
jurídica, y esas enmiendas fueron aceptadas por algunos, por miedo a no parecer
demasiado avanzado –es un temor del que adolecen no pocos políticos en nuestro
país-, por otros, que no tenían precisamente aquel temor, por snobismo
científico, ya que se les había presentado, una célebre Constitución, que era
la Constitución de Weimar, considerada como el modelo más acabado y perfecto de
las democracias avanzadas. Así se fue aprobando la Constitución. Olvidaron, sin
duda, estos Licurgos a los que me estoy refiriendo que aquella ley de
la imitación, que Tarde calificaba como una ley biológica de la política, no es
aplicable nunca a la Constitución, que es el Código fundamental del Estado,
porque la Constitución necesita ante todo acomodarse a las realidades de la
vida nacional para que se implanta, y reflejar, casi con escrupulosidad, sus
ideas, sus prejuicios, sus sentimientos y hasta sus aberraciones, todo, en fin,
lo que imprime la naturaleza de su carácter y constituye la sustancia de su
alma. De no hacer esto, queridos correligionarios, la Constitución
será lo que llamaba Lassalle, y yo quiero invocar el testimonio y la autoridad
de un socialista, una Constitución ridícula, de papel, en la cual se
consignarán hermosos principios, pero en la que no germinará nunca,
absolutamente nunca, la vida, por lo mismo que se prescinde de los factores
sociales y verdaderos del Poder. También es el a, b. c, del derecho público lo
que estoy diciendo. No creáis que descubro un nuevo horizonte; lo saben todos
los que han saludado estas nociones del derecho Constitucional. Pero conviene
fijarse en una particularidad muy significativa: cuando la Constitución que se
elabora, por desconocimiento del espíritu del país, lesiona ideas, la lesión
apenas produce dolor y se puede corregir y curar fácilmente y en poco tiempo;
cuando la Constitución que se elabora lesiona sentimientos vivos, hondos y,
además, destruye intereses que constituyen el patrimonio, el desgarrón que se
produce en el alma del pueblo es tremendo, y sus lamentos y sus quejas,
por lo mismo que son legítimas, perturban indefinidamente la conciencia
pública. Y esto, correligionarios, es lo que
ha ocurrido. Estamos señalando desde aquí una pauta de gobierno, que o han
querido seguir los que se llaman pomposamente defensores de la República, y los
que, con sus imprudencias o sus desvaríos la están comprometiendo a diario. Así creo yo que es como se gobierna. Se ha hecho precisamente todo
lo contrario, queridos correligionarios, al discutir el proyecto Constitución,
sobre todo en lo que se llama la cuestión religiosa y en todo lo que afecta el
derecho de propiedad.
La
separación de la Iglesia y el Estado no es obstáculo a la celebración de un
Concordato
Se
ha querido, desde luego, separar la iglesia del Estado; es una exigencia
necesaria en toda democracia laica y bien organizada. Eso es
legítimo y nadie se puede oponer a ello. Donde se han cometido verdaderos
errores ha sido en la táctica para llevar a cabo esta separación y en el
desconocimiento que al hacerlo revelaban, los gobiernos de la vida colectiva.
No lo olvidéis; el alma de los pueblos no se modifica súbitamente, como
por arte mágico, mediante disposiciones de carácter legislativo. No; el alma de
los pueblos está formada por creencias y sentimientos ancestrales que se vienen
elaborando a través de los siglos y que constituye la labor silenciosa de cien
generaciones ya fenecidas. Y cuando se quiere, mediante una decisión del Poder
público, que no cuenta con más autoridad que su fuerza coactiva, corregirla de
raíz, o modificarla fundamentalmente, la ineficacia del intento, sobre ser
manifiesta, y a veces ridícula, es casi siempre perturbadora. Y esto es lo que ha pasado aquí. A un pueblo se le puede conquistar,
se le puede esclavizar, se le puede destruir, pero no se conoce un poder tan
omnipotente que logre modificar súbitamente su alma. Esto no se ha dado nunca
en la Historia. Y es que el alma del pueblo, por las ideas y los
sentimientos que la informan tiene una raigambre de siglos y representa una
fuerza casi indestructible. De aquí el que ciertos psicólogos hayan dicho que
cuando se discuten cuestiones religiosas, es el alma de los muertos la que habla
por la voz de los vivos ¡Sí! ¡Es así! Y yo que no respeto la
tradición más que en lo que ésta tenga de sana y de fecunda, cuando miro hacia
tras y veo como se forma el alma del pueblo español digo: Querer con
persecuciones descatolizarle es un dislate, es una insensatez. No tenéis por qué aplaudir; al decir lo que digo es que
tengo la fortuna de recoger todas las ideas que están en la conciencia del
pueblo español para el que se debe gobernar, no para una tertulia de
amigos, ni a favor de los intereses siempre mezquinos de los partidos; El gobernante que no haga esto, no será tal gobernante, será un
detentador del Poder. Me parece que no puedo ser más
claro. No puedo ser más claro. Os lo dice un hombre que está del
otro lado de la barricada, que no quiere además hacer ante vosotros
una confesión de su alma y porque en este momento está hablando alentado por la
ilusión de que algún día, contando con la confianza de la opinión y con otras colaboraciones pueda gobernar a su país. Por eso
pedimos una República laica, que supone, desde luego, en cuantos la defiendan,
la virtud de la tolerancia, de gran respeto para todas las creencias,
cualesquiera que estas sean; una virtud que no tienen todos los que se llaman
precisamente laicos. Ahora bien; cuando se hace una política en contradicción
con estas ideas, yo digo que es una política funesta, contraproducente, perjudicial.
Lo es en primer término por su inoportunidad. A estas horas el Pontífice
augusto que representa los intereses de la iglesia católica, utilizando
una política previsora y sagaz, convencido, por lo visto, de que los tiempos
actuales no son de intransigencia, se aviene, desde luego, en beneficio de la
paz social, a concordar con todos los regímenes, aún con los más avanzados, sin
debilitar en lo más mínimo la autoridad soberana del Estado como órgano vivo de
la sociedad civil. Os lo voy a demostrar con sólo referir un hecho.
Si tendéis la vista hacia el país vecino, Francia, observaréis que, a pesar de
la ley de separación, que Pío X calificaba en su encíclica Vehementes nos de
inicua, hoy los periódicos católicos, los que con mayor ardor defienden los
intereses del Papado, están trabajando incesantemente por un régimen
concordatorio que permita a la Iglesia reconocer oficialmente la República y
trabajar a su vez en el campo republicano, sin destruir con ello la más
insignificante partícula de la autoridad soberana del Estado. Y se trata,
amigos míos, de una República que tiene sesenta años largos de vida, y que está
regentada por hombres de ideas ultrarradicales, que acreditaron su genio y su
experiencia en una labor prolongada de gobernantes. ¡Ah!, pero aquí... Aquí, los hombres que asimismo se califican de estadistas o a quienes llama así
una Prensa interesada en apoyar la vida del Gobierno, estiman que eso es una
cosa anticuada y anacrónica. Un Concordato y un modus vivendi con la Iglesia
dicen que es inservible y propio solo de los políticos reaccionarios, a pesar
de que un Ministro tan reaccionario como don Fernando de los Ríos lo defendía
al discutir precisamente la Constitución. Y yo os digo, señoras y señores,
hablar siempre sobre la base de una separación indeclinable del Estado y de la
Iglesia, siempre sobre el criterio de la secularización completa de la vida del
Estado, hablar, repito, de un modus vivendi con la Iglesia, es una fórmula
política hábil y eficaz, propia de verdaderos gobernantes, con la que se podrá
poner término satisfactorio a este problema que viene atormentando desde hace
siglo el alma de España. Además, queridos correligionarios y amigos, ¿no
conocieron a tiempo estos hombres la disposición favorable que la Nunciatura,
representante del Papado, tenía respecto de la República? No quiero hacer el
elogio de nadie; pero es un tributo obligado de justicia manifestar que quien
lo reconoció y estuvo al habla con la Nunciatura, y sabía perfectamente cómo
pensaba la Iglesia, fue el antiguo Ministro de Estado, el señor Lerroux.
Probablemente si él hubiera continuado en la cartera de Estado hubiera ocurrido
otra cosa; pero al abandonarla, el señor Lerroux ha venido..., ha
venido un antiguo correligionario a ocuparla, y, por lo visto, no ha tenido la
fortuna de que el éxito coronara sus esfuerzos y sus trabajos. ¡Ah! Si hubiera
hecho lo que siempre predicamos y defendimos, si se hubiera aprovechado de la
disposición de la Iglesia, el modus vivendi o el Concordato, llamadlo como
queráis, que entonces se hubiese elaborado sobre la base de los principios
avanzadísimos del régimen republicano, habría consolidado la República, habría
matado en germen las protestas de los fanáticos, habría resuelto estos
problemas delicados y vidriosos, yendo de la mano del Romano Pontífice, que
creo que es una autoridad inconmensurable cuando se trata de la Iglesia; y
entonces nadie, en el campo católico, podría protestar de que la República
fuera lo que necesariamente tenía que ser, dada su naturaleza y las exigencias
políticas de los actuales tiempos.
La
expropiación forzosa sólo deberá realizarse mediante indemnización
Lo
que ocurre con la cuestión religiosa, ocurre también con la cuestión de la
propiedad. Nosotros, los profesionales de la Abogacía, somos , al decir de
estos revolucionarios de ahora, gente anticuada y misoneísta, ya que tenemos,
inspirados en la tradición romana, un concepto del derecho de propiedad,
anacrónico y falso, que no se compadece con los postulados de la ciencia
moderna ni con los anhelos de la vida actual. Invocan para demostrarlo la
autoridad de los jurisconsultos alemanes. Yo creo dicho sea con toda
reverencia, que una buena parte de esa nueva ciencia jurídica que infunden hoy
los jurisconsultos alemanes, es una ciencia jurídica adulterada y sin derecho,
donde casi todo en el en fuerza de sutilezas y mixtificaciones, resulta
arbitrario y convencional; pero, en fin, yo miro hacia Alemania, faro luminoso,
que alucina a los que presumen de innovadores, y veo allí unos jurisconsultos
gloriosos, que tienen alta autoridad, que son –permitidme esta excursión
pedantesca por la ciencia-, los más profundos conocedores del derecho clásico,
del derecho romano, me refiero a Savigny, el feje de la escuela histórica, y a
Ihering, el filósofo creador y a la vez jurista, que con más arte y sagacidad
ha descubierto y analizado las instituciones jurídicas del pueblo Rey. Pues,
bien; tanto uno como otro han reconocido que en el derecho había siempre una
parte ósea, pétrea, casi indestructible, y una parte nerviosa y vivaz, que, por
lo mismo que recibía todos los impulsos de la conciencia pública se modificaba
a su compás y a cada instante, obedeciendo a las palpitaciones de la realidad.
La parte nerviosa es lo que llamamos nosotros el derecho penal y el
Derecho Político; la parte ósea es el Derecho civil, especialmente en lo que se
refiere a los derechos reales. Como el Derecho de propiedad es el derecho real
por antonomasia, y nosotros decimos que está integrado por un sinnúmero de
derechos particulares, también de naturaleza real, pretender destruirla o
modificarlo caprichosamente por una labor impremeditada del Gobierno, olvidando
las evoluciones de la ciencia, es otro dislate que no puede menos de producir
perturbaciones en la vida de las instituciones jurídicas del país. Hay algunos
que se visten con el disfraz de una democracia católica, al suscribir estas
decantadas reformas; pero yo creo que no conocen bien el alcance de sus
palabras, cuando dicen: No; el Derecho de propiedad no es el antiguo Derecho de
propiedad, aquello que nosotros, en las Cátedras y en los Tribunales, estamos
definiendo como jus utendi, abutendi, fruendi, disponendi et vindicandi; no;
ese Derecho supone implícita una función social, que es la que le regula y
condiciona, y cuando el Derecho de propiedad, por egoísmo o por abuso del
titular, no sirve a la función social, el Derecho de propiedad debe
desaparecer. Yo me he asombrado muchas veces en la vida oyendo cosas peregrinas
y absurdas; ahora no sólo me asombro, sino que llego a los límites de la
estupefacción. ¿Creéis que esto de que la propiedad es, ante todo, una
función social es cosa nueva? No; aquí me están oyendo ilustres colegas que se
reirán por dentro, como yo me río, de las novedades que ahora se están
explotando, por algunos petulantes pseudocientíficos. ¡Una función
social! Pero si ya en la tradición clásica del pueblo rey, del pueblo romano,
se decía siempre que aquel jus abutendi no había de interpretarse nunca en el
sentido de que el propietario titular de los derechos dominicales hiciera sobre
la cosa objeto del dominio lo que tuviera por conveniente. No. Hay un interés
colectivo que lo impide, y cuando el interés colectivo está en
contraposición con el derecho de propiedad individual, el interés colectivo
prevalece, originando y legitimando la expropiación de la propiedad, pero
indemnizando siempre al propietario, porque si no fuera así, ¡ah!,
entonces la propiedad no sería un derecho, la propiedad sería una cosa
deleznable y precaria que el Poder público podía confiscar cuando tuviera por
conveniente, sin respetar el título legítimo de adquisición, que la hace en
cierto modo invulnerable y sagrada. Esto no puede ser so pena de cometer una
iniquidad. Y siendo la propiedad así, y predicando nosotros avances y
modificaciones muy radicales en el derecho de propiedad, decimos que no se
puede hacer sin realizar un verdadero despojo, lo que hacen esos señores
gobernantes, ni lo que sancionan las Cortes, ni lo que se ha hecho, olvidando
normas elementales de justicia en la Constitución, porque no sé si habréis
olvidado que en el Código fundamental del Estado no se ha querido reconocer
categóricamente, como era el deber de los legisladores, siguiendo la tradición
revolucionaria francesa el derecho de propiedad con todos sus efectos; sólo se
ha dicho, casi de un modo vergonzante, que la propiedad podrá expropiarse con
indemnización, pero inmediatamente, y para dar satisfacción a los elementos
colectivistas, se añade: “Se podrá expropiar sin indemnización por el voto de
la mayoría absoluta”. Resulta, pues, con este precepto, consagrada la
socialización de la propiedad, y consagrada la socialización de la propiedad en
una forma que sólo depende de lo que acuerde la voluntad de la mayoría, que no
siempre, por desgracia, es una mayoría de hombres imparciales e inteligentes. No, no siempre lo es, sino que por efecto de la corriente
popular y de una corriente a veces turbia y apasionada pueden (estoy hablando
hipotéticamente) ostentar la representación parlamentaria muchas personas que
por su incultura o por prejuicios de clase crean que esto del Derecho de
propiedad es una frase que no tiene sentido, y que pueden perfectamente, con
sus votos, desde el Poder, destruirla o adulterarla. Y esto es lo que ha pasado
con muchas leyes que todos conocéis y en las cuales por este olvido del Derecho
se ha llegado a una verdadera expoliación sin beneficio alguno para la clase
campesina, a quien se pretendía redimir. Es esto lo que se ha hecho.
Crítica
de la actuación gubernamental
Me
fijaba yo en los dos puntos salientes que pueden herir en este momento la
conciencia pública, y que están suscitando la protesta en todos los ámbitos
sociales. En la Constitución, por otra parte, hay muchas disposiciones que, no
voy a analizar ahora detalladamente, pero que revelan cómo se han elaborado y
las consecuencias que puede producir. En la Constitución se ha dicho,
consagrando un dogma procesal de nuestros tiempos, que nadie puede ser detenido
sino durante veinticuatro horas como máximo, poniéndolo después en conocimiento
del Juez y decretando éste su libertad si no encuentra en el término de setenta
y dos horas motivos para su procesamiento. No tendréis noticia de que la
República haya detenido a nadie cumpliendo escrupulosamente este precepto. En la Constitución se dice también que la República es una
República de trabajadores, y que es indispensable proteger y apoyar
el trabajo. Por si esto fuera poco, hay un precepto de ella que tiene un cierto
sabor soviético. Se dice en ese artículo –no recuerdo el númeroque la República
asegurará a cada trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna.
La gente ha votado con el corazón ligero este precepto; ¿qué quiere significar
esto? O quiere significar que el Estado tiene la obligación de proporcionar
trabajo al obrero, al que lo pida, rememorando así en la política española algo
de aquello que fracasó con los talleres nacionales el año 1848 en Francia; o es
un engaño, y por serlo, a estas horas millares de obreros hambrientos están
discurriendo por las calles de Madrid, exhibiendo sus lacerías y acreditando
con este espectáculo de miseria afrentosa cómo protege su dignidad de
trabajadores la República española.
¿Es
que se puede hacer esto? ¿Es que se debe hacer esto? ¿No se presienten acaso
los odios que inmediatamente tienen que producirse en la vida social?
En
la Constitución se ha dicho que los jueces ejercen su función con absoluta
independencia, y por si esto no fuera bastante, ya que no se ha
querido hablar de la independencia del Poder judicial, se declara
categóricamente que los jueces y magistrados no pueden ser jubilados ni
suspendidos, ni trasladados en sus puestos sino con sujeción a las leyes, que
contendrán las garantías necesarias para que sea efectiva la independencia de
los Tribunales. ¿Qué quiere decir eso? Que al Juez y a los Tribunales de
Justicia hay que respetarlos, en tanto no incurran en alguna de las faltas que
pueda motivar un castigo o su destitución, pero a los Jueces no se les puede
destituir a capricho o por las ideas que profesen, y sin embargo, a pesar de
todas estas garantías, hemos visto que una República, que aseguraba la
independencia del Poder judicial al socaire de una ley que parecía ser de
defensa y era en rigor persecutoria trasladaba a todos los Jueces que no
tenían, a juicio del Gobierno, convicciones republicanas. Una justicia
republicana, lo mismo que una justicia monárquica, es una justicia degradada y
envilecida. La justicia no tiene más normas que la ley que ha de
aplicar, atemperándola precisamente al caso que es objeto de la contienda, y
santificando el derecho de la parte a quien asista. Pero si los Tribunales,
para fallar una contienda, tienen que ahogar la voz de su conciencia y mirar a
la cara del Ministro, o de los servidores del Ministro, entonces yo
os digo que la justicia no existe, y esto –no lo olvidéis-, para los pueblos es
peor mil veces que el despotismo más vil, porque todavía en un pueblo regido
por un déspota se puede vivir, ya que a lo mejor el déspota tiene resplandores
de acierto en su gestión, que le obligan a no divorciar su conducta de las
normas jurídicas; pero cuando en un pueblo la Justicia es un simulacro, un vano
nombre, vacío y hueco, huíd y huíd rápidamente de ese pueblo, porque en su seno
no hay garantía para nadie, y en su consecuencia, el honor, los intereses, la
vida, todo estará en peligro.
Después
de la disección sintética y a la ligera que ante vosotros acabo de hacer, no
podrá extrañaros que cada vez más se acentúe la protesta del país y llegue en
ocasiones a tener clamores de ira que asustarían a cualquier persona que,
estando en el Gobierno, tuviera conciencia del deber, la más insignificante
sensibilidad política.
Las
Cortes que se divorcian del sentir nacional, son facciosas
Tuve
yo la desgracia, o la fortuna –permitidme que hable de mí-, de haber vaticinado
lo que tenía que acontecer. No es que yo pretendiera imitar a aquellos
aurúspices romanos que predecían el porvenir examinando el vuelo de las aves y
las entrañas de las víctimas –yo no tengo víctima alguna a mi disposición, ni he examinado tampoco el vuelo de las aves-; yo me limitaba a
estudiar los hechos y a enunciar un juicio: Cuando en un país se convocan unas
Cortes Constituyentes, su labor constituyente, digan lo que quieran ciertos
comentaristas de escasa enjundia, termina en el momento mismo en que se elaboró
la Constitución, porque de no ser así se corre el riesgo de que si
prosiguen estas Cortes la labor legislativa, dada la confusión y la forma en
que han venido a ellas las representaciones parlamentarias que la integran,
perdieran, desde luego, autoridad y eficacia divorciándose del país, y cuando
unas Cortes se divorcian del país, no empleemos eufemismos, las Cortes son
facciosas. Tenedlo presente. Son facciosas, no tan sólo
porque usurpan un Poder, sino porque perturban con sus actos el ejercicio del
Gobierno y la vida normal del país. Todas estas significaciones tienen la
palabra, por mí empleada y que tanto soliviantó a los defensores de la
situación actual. Presentía yo, al emplearla, que como la realidad se impone
siempre a todos los prejuicios y a todos los intereses, habría de venir muy
pronto el momento en que otras minorías parlamentarias, tanto las afines como
las más distanciada del partido Republicano Liberal Demócrata
reconocerían al fin este divorcio de las Cámaras con la opinión. La
persona de mayor autoridad entre los republicanos, por su historia, el Sr.
Lerroux, lo está reconociendo todos los días, lo está declarando todos los
días; y manifiesta, a su vez, con acierto , que a él lo que menos le importa es
que en este juego, un poco raro, de la obstrucción, tenga dos votos o nueve el
Gobierno, sino que lo que le importa es el saber si el Gobierno está conforme
con la opinión o si actúa, por el contrario, disociado de ella. Con ello
acredita el Sr. Lerroux una gran visión de gobernante; en primer término,
porque aprecia mejor que nadie la realidad de su país; en segundo lugar, porque
los hechos le han dado la razón, pues acaba de celebrarse un plebiscito más o
menos limitado, y este plebiscito en esos burgos podridos, que antes
eran esclavos de la autoridad constituida, se declara resueltamente, por dos
tercios contra uno, en contra de todos los partidos gobernantes.
Lo
reconoce también el Sr. Maura; lo manifiestan todas las demás minorías; desde la
progresista hasta la agraria, de manera que parecía natural que atendiendo a
esta communia opinio parlamentaria y cumplida su misión constituyente se
disolvieran las Cortes. Ya encontramos, sin embargo, un pretexto para sostener
la tesis contraria. Se dice: hay dos leyes complementarias que son
absolutamente indispensables para que la Constitución haga su juego: una, la de
Congregaciones religiosas; la otra, muy necesaria, la del Tribunal de Garantías
Constitucionales. ¿Por qué serán necesarias? También el Sr. Lerroux,
coincidiendo en éste con nosotros, declara que sin estas leyes él gobernaría.
Tiene razón, y está en lo cierto. Son necesarias, porque estas Cortes han dicho
que eran leyes que tenían que aprobar las Cortes mismas, y ante esta declaración
se detienen los sabios modernos, y con escrúpulos leguleyescos añaden:
“Como precisamente estas leyes tienen que aprobarse por las Cortes
Constituyentes, mientras no se aprueben, ese que se llama el Poder moderador o
el Poder republicano supremo, no puede disolverlas sin infringir la
Constitución.” ¡Ah! Entonces, ¿todo va a depender de la voluntad de las Cortes?
Qué sofística y absurda resulta toda esta argumentación. Si las Cortes
quisieran retardar la discusión de estas leyes meses y meses, prevaliéndose de
la mayoría, las Cortes seguirían en una vida lánguida de esterilidad política
funcionando en divorcio patente y peligroso con la opinión pública. ¿Y si las
Cortes hubieran dicho que todas las leyes complementarias de la Constitución tenían
que elaborarse en ellas? ¡Ah! Pues entonces las célebres Cortes del año 1931
tendrían que durar aproximadamente medio siglo.
Sí,
porque leyes complementarias señaladas en la Constitución hay más de 40, lo
decía el otro día con gran desenfado el señor presidente del Consejo de
Ministros y si todas son leyes complementarias, no hay por qué establecer una
excepción entre aquellas leyes que las Cortes dijeron que se aprobarían
inmediatamente, y aquéllas otras que, siendo también complementarias, resultan
indispensables para el funcionamiento del código fundamental; por lo tanto, no
habría posibilidad de que terminaran las Cortes.
La
obstrucción de las minorías responde a que la actuación del Gobierno es
contraria a los intereses nacionales
Tienen
razón todos los que en este momento, inspirándose en las corrientes de la
opinión pública, declaran que el Gobierno está divorciado del país, y los que
al propio tiempo afirman que si no es posible aprobar esas dos leyes
rápidamente, fulminantemente, por un acuerdo con las oposiciones, se deben
disolver las Cortes.
Al
convencimiento de que existe este divorcio entre el Gobierno y el país –y nada
más que a esto-, responde la obstrucción. La primera que la inició, con un
certero instinto político, fue la minoría radical; las otras entonces
vacilaban, y aunque convencidas de los desaciertos del Gobierno, no colaboraban
de una manera franca y eficaz en la obstrucción anunciada. Sin embargo, la
razón triunfa siempre en política como en todas las manifestaciones de la vida,
y fue la razón la que impulsó a todos los demás grupos parlamentarios a
identificarse con la actitud de la minoría radical. Y yo también dije, tuve la
desgracia de decir, que vendría la unión y la solidaridad de todas las minorías
parlamentarias en la obstrucción, y por eso alguien me atribuyó la paternidad
de una idea en la cual no tengo intervención alguna. Fueron las circunstancias,
fueron los hechos, fue la realidad misma la que impuso la obstrucción, la
obstrucción frente a un Gobierno desatentado que se aferra con desesperación al
Poder, que no quiere, bajo ningún pretexto, plantear la crisis y que a juicio
de algunos órganos en la Prensa, por cierto de opinión avanzada, no debe
plantear la crisis.
El
problema político actual
Aquí
empieza de nuevo mi estupefacción. Yo siempre creí que cuando una minoría
parlamentaria –que representa por su número y por su calidad la oposición más
importante- adoptaba fundadamente una aptitud de obstrucción, el Gobierno,
que debe saber que el Parlamento significa colaboración, y colaboración sobre
todo con los partidos afines debía sentir necesidad de plantear la cuestión de
confianza. ¡Ah, no! Nada de plantear la crisis. La actitud de la minoría
radical era una torpeza política, sin justificación alguna a juicio del
Gobierno; hubo quien la calificó de criminal, y no había por tal motivo que
hacerle caso alguno. Comprended que esta falta de sensibilidad en el Poder,
rayana en el quebranto del propio decoro, era lo que provocaba mi
asombro.
Pero
no basta la actitud de la minoría radical, y vienen después todas las demás
minorías, todas, a identificarse con ella, sin que haya ninguna que permanezca
fuera de la obstrucción; y a pesar de la gravedad excepcional de esta actitud,
los partidos gobernantes declaran, sin ruborizarse, que sería una indignidad
plantear la cuestión de confianza. ¡A qué debilidades conduce el amor al Poder! Escuchad como contraste con esta falta de sensibilidad, algunos
recuerdos de mi vida parlamentaria:
Estaba
Maura en el Poder con 300 diputados en la mayoría, con un prestigio en la
opinión, que ya quisieran para sí muchos gobernantes pasados, presentes y
futuros; tenía todo esto, y una tarde, con motivo de un proyecto
en que el Gobierno anunció su criterio, el jefe del Partido Liberal, que
era entonces el Sr. Moret, al frente de 62 o 63 Diputados, le dijo,
recriminándole: “con esa política nosotros no estamos de acuerdo”. Y a las dos
horas estaba en Palacio presentando la cuestión de confianza ante
un Rey que decía de Maura que era entonces el Bismarck de la Restauración. Otro
detalle de la vida política: Con motivo de un debate que no tenía importancia,
en el Senado se cruzó una proposición de un Senador de matiz republicano, de D.
José Fernando González. Se trataba de una proposición presentada como por
sorpresa –no era ésta la intención del Senador que la redactó- en las
incidencias del debate, y sobre ella recayó votación. La mayor parte de los
Senadores liberales estaban ausentes de la Cámara Alta, y la votación se ganó
por el Gobierno, sino recuerdo mal, por tres votos. Cuando llegó la noticia al
Congreso, Sagasta, que no tenía ciertas susceptibilidades que ahora tanto
se ridiculizan, ya había presentado la dimisión. Y yo pregunto: ¿pero cómo
puede ocurrir eso ahora, en contraposición con lo antiguo? Hay quien contesta:
“Son métodos nuevos, son nuevos estilos antes eran gentes dóciles, sin
carácter, que, como muñecos, obedecían ciegamente la voluntad del Monarca, y
ahora somos representantes legítimos del pueblo hombres firmes y enérgicos que
no obedecemos más que al mandato popular. ¡Cá! ¡No puede haber crisis!”
Puede que tengan razón, puede que sean métodos nuevos, aunque sorprendan
todavía a los que sientan algún pudor, pero son métodos que si los utilizara
otro Gobierno, a los Ministros actuales y a cuantos se singularizan por un
vocabulario de plazuela les parecerían verdaderamente criminales. Pero, en fin,
esto no puede pasar. Concibo que ni hubieran presentado la dimisión, ni planteado
la cuestión de confianza, cuando el Sr. Lerroux, con su minoría era el único
que sostenía la obstrucción; pero ahora son los radicales, los federales, los
progresistas, los conservadores, los de Al Servicio de la República, la minoría
agraria y la minoría vasconavarra –que en el fondo también están conformes-,
son, en fin, todas las oposiciones, y yo digo: cuando el Jefe del Gobierno
examine esta espectáculo, se hará inevitablemente la reflexión de que todos
estos señores republicanos, agrarios y vasconavarros unidos representan en el
pueblo español una mayoría muy superior a la gubernamental. ¿Puede alguien
tener duda? ¿Y cómo ante este espectáculo no se plantea la crisis? La actitud
del Gobierno sólo cabe explicarla por un olvido del deber o por una carencia
absoluta de escrúpulos políticos. Pero es que el asombro de la gente va
adquiriendo grados extraordinarios cuando observa que este Gobierno no se apoya en votos republicanos para mantenerse en el Poder, sino votos
socialistas, que son, ante todo, por sus ideas, internacionalistas, y en votos
de la Unión Regional Catalana, más preocupados de los intereses de su región
que de España. ¡Y así estamos! La idolatría política es la más
funesta de todas. Por eso, yo deseo que prescindáis de la
simpatía que pueda inspiraros quien os dirige la palabra y atendáis tan sólo a
sus razonamientos. Si no tuviera razón, no deberíais aplaudir. ¡Es que la
tengo! ¡Es que la tiene conmigo el país, la víctima de este desgobierno! ¡Es que el país está asqueado de esta falta de dignidad
política.
Y
así planteado el problema político. Con una particularidad digna de ser
destacada. En el período álgido de la obstrucción logra el Gobierno nueve votos
de mayoría, que son los nueve votos de los Ministros. Se dice en el Salón de
conferencias, invocando los nuevos estilos: Es que no se trata de un voto de
confianza. Pero, ¿qué era en el fondo esta protesta contra la guillotina , sino
un voto de desconfianza para el Gobierno? ¿Quién lo puede negar? ¿Cómo son tan
ciegos o tan torpes de entendimiento que no han visto, por efecto de la pasión
o de un sórdido egoísmo, que aquello era una ratificación de la confianza, caso
de obtener mayoría el Gobierno, o un voto en el caso contrario privándole de la
confianza, para que se alejara del Poder? Y en esas cuestiones, el decoro más
elemental aconseja que los propios interesados no se voten asimismos; pero es que, además, se repite por otra incidencia de la discusión el voto al
día siguiente, y entonces los nueve votos disminuyen a uno, votando también los individuos que componen el Gobierno. Y yo
pregunto: ante este espectáculo vergonzoso, que sería grotesco si no se
vislumbrara en su fondo una verdadera tragedia para la República, ¿se puede
continuar en el Poder? ¿Se puede permanecer así? El gran
facedor de las Constituciones, que era Sieyes, con un gran conocimiento de la
realidad, decía que en todos los regímenes representativos de carácter
democrático, en la cumbre del poder está el gran Elector, que atalaya desde su
sito, con mayor acierto que nadie, todos los movimientos de la opinión, todo su
flujo y reflujo, y cuando el Gran Elector se encuentra con conflictos como
éste, a que acabo de referirme, en que de un lado está la esterilidad del
Parlamento y de otro la impotencia del Gobierno, lo lógico es que lo resuelva,
estableciendo aquella armonía que exige el régimen parlamentario y el prestigio
mismo de las instituciones fundamentales. Yo así lo espero.
Hay
quien cree que basta para permanecer igualmente en el Gobierno con ostentar la
mayoría parlamentaria. No. Ya decía mi maestro, el fundador del partido
reformista, el Sr. Azcárate, que eso era como confundir la representación con
la delegación; que esa idea, propagada por Rousseau, de que los ciudadanos no
tenían más que un momento en que actuaban como soberanos, que era el de depositar
el voto, era un anacronismo y un error. Es verdad; la opinión en la democracia
actúa permanentemente, por medio de la Prensa, de los mítines y de las
elecciones parciales, y cuando la opinión pública, que actúa constantemente,
como digo, se manifiesta en contra del Gobierno, éste por acatamiento a la
soberanía del pueblo tiene que caer o el Gran Elector debe hacerlo caer.
La
dictadura parlamentaria es siempre funestísima
Otra
cosa equivale a llegar a la Dictadura parlamentaria que es funesta,
funestísima. Recuerdo que en ese precioso libro del Sr. Azcárate, “El Régimen
parlamentario en la práctica”, que hemos leído todos en nuestra época de
estudiantes de Doctorado, cuando se hablaba de la Dictadura parlamentaria
se decía que no era posible sostenerla bajo ningún pretexto, y al efecto citaba
una frase de Voltaire, el cual ya manifestaba en su tiempo: “Prefiero ser
gobernado por un león de buena raza a serlo por doscientos ratones de mi
especie. Sí. Sí; la Dictadura parlamentaria puede engendrar en la vida
pública esta gobernación de los doscientos ratones a que aludía Voltaire.
¡Que
diferencias además tan profundas con otros ejemplos entresacados de tiempos
pretéritos! En Bélgica lo registra también en su libro el Sr. Azcárate. Docker
presentó una vez la dimisión al Rey Leopoldo, diciendo: “Tengo toda la
confianza de la Cámara; no estoy seguro de tenerla de la opinión, y me creo en
el deber de plantear la crisis”. Ricassoli es otro de los que se citan;
presentó también la dimisión del Gobierno con una Cámara en la que tenía, no la
mayoría, sino casi la unanimidad, y dijo: “Tengo, en efecto, casi la unanimidad
de la Cámara, y me saludan con aplauso fervoroso y entusiasta todos los
correligionarios; lo que pasa es que cuando voy a la calle, en contraste con
aquel fervor, observo la indiferencia de los ciudadanos.” Yo pregunto ahora
desde aquí: ¿Los señores Ministros liberales de la República encuentran fervor,
clamores de júbilo respecto a su conducta en todo el país? ¿Lo observan? Tendría
yo que recordaros que incluso en las visitas a los pueblos donde asisten los
Ministros con carácter oficial han querido hacer objeto de agravios a quien
está por encima de la política del Gobierno y ocupa la cúspide del Poder? ¿No
les dice esto nada? Señores que me escucháis: Aquí y en casi todos los mítines
que se celebran en España se clama por la caída del gobierno, considerándola
como una necesidad para la vida de la República y la salvación de España.
Debe
producirse la crisis
En
esta lucha entre el egoísmo político de los Ministros y la realidad que está
pidiendo a gritos la crisis, no hay otra solución que abandonar el Gobierno. Lo
exige el decoro, lo demanda la justicia, lo pide el país. No sé si provocada la
crisis, será posible una combinación parlamentaria, para aprobar una o dos
leyes más; yo lo creo difícil, casi imposible. Cuando alguien salga del Poder,
veréis cómo su patriotismo se exacerba y se solivianta, fijándose
principalmente en los intereses de la Nación. Todas las combinaciones que se
inventen para prolongar la vida de este Gobierno, y de estas Cortes, serán
estériles y además perjudiciales. La opinión tiene decretada la caída del
Gobierno, y este fallo de la opinión hay que ejecutarle rápidamente. Si no
cayeran, si alguien, desviándose de la opinión, considerase necesario la
continuación en el Poder de los actuales gobernantes, temo hacer una profecía,
y hasta quisiera equivocarme, pero si tal cosa sucediera, repito, el daño
inferido a la República sería irreparable. Cuando se celebren nuevas
elecciones, la opinión, encrespada por la cólera e identificando la República
con sus gobernantes actuales, aquéllas constituirán un plebiscito contra el
régimen. Para evitarlo, en unión y en colaboración con todos esos
republicanos a quienes antes aludí, estamos nosotros, defendiendo las esencias
liberales y democráticas y un programa netamente republicano, diciéndole al
país que hay que colocarse al lado de la República, por lo mismo que representa
y encarna el futuro de España; pero diciéndoles a los gobernantes que hay que
dimitir, en bien de la República, porque, de lo contrario, comprometerán para
siempre, con sus notorios desaciertos, la vida de las instituciones.
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