Claude Avelíne junto a André Malraux en el II Congreso Internacional de Escritores |
Camaradas: El hecho de que el escritor tome un partido, no quiere decir siempre que tenga razón. De este modo, y a menudo, para honrar su espíritu, se deja llevar —con la mejor buena fe— por pasiones personales, en las que hay poco lugar para el espíritu. Dibuja una línea recta, con un punto de salida y otro de llegada. Pero si observamos esta línea detenidamente, la vemos formada como el filo de una sierra.
Un partido, que ve en las cosas
lo blanco y lo negro, lo mejor y lo peor, Dios y el Diablo, y sólo tiene la
preocupación de mantener entre ellos el fiel de la balanza. Para él no puede
existir nunca razón, cuando toma un partido. Le parece incompatible marcarse a
sí mismo una elección, menos aún una inclinación; ha de planear. En esto la
línea que traza puede no revelar ninguna deformación; pero ya no es una línea
recta: forma un círculo, en cuyo centro está el escritor.
Si el escritor escribe una frase corta, como, por ejemplo, «Todo es
vano» —frase en la que puede, a veces, acomodarse perfectamente, llegando
incluso a extraer de ella una alegría completa—, ¿qué consecuencia provocará en
un espíritu propenso a la desesperación? Hay, sin embargo, algunos casos en
los que la resistencia, la negativa, pueden ofrecer una conclusión positiva. El
más típico es, seguramente, el de la guerra.
Si consideramos, por ejemplo, las guerras que han estallado en el
mundo desde principios de siglo —dejando a un lado las guerras coloniales—, no
veremos una sola en la que uno de los adversarios haya podido motivar la
adhesión total del espíritu. Unos y otros imponían dudas, prevenciones, esto
es, imposibilidad de tomar parte en el juego. La más larga, y terrible de ellas,
la de 1914, ha demostrado a los hombres de buena fe, por la masa de documentos
que posteriormente se publicaron sobre sus orígenes, que únicamente los
escritores que le negaron su adhesión habían permanecido al lado de lo real y
de lo justo. No cayendo en la trampa, no solamente se dieron satisfacción a sí
mismos, sino que cumplieron un deber.
Pues bien; he aquí que hace un año dio comienzo en Occidente una
guerra que ha transtornado todos los principios. Una guerra tan simple, tan
pura, que ha obligado al intelectual a intervenir, que ha exigido de él que
intervenga; una guerra que no hace pensar en ninguna otra, sino en uno de esos
errores judiciales, como el que conoció mi país hace cuarenta años.
Por una parte, un pueblo tranquilo y valeroso obtiene, dentro de la
legalidad, el poder necesario para conquistar su verdadero sitio en el mundo. A
pesar de los llamamientos, llenos de amenazas, a pesar de una opresión general,
se expresa libremente, transforma con su voto el rostro de la nación, o, mejor
dicho, descubre este rostro bajo la máscara gesticuladora de sus «malos
dueños». Pero éstos no capitulan. Vencidos, empuñan las armas, quieren hacer
creer que hay una revolución de masas, cuando en realidad se trata de una
rebelión militar. Atacan en nombre de aquello que quieren destruir. Hablan de
la Cruz, y se sirven de la Media Luna. Hablan de la Patria, y sirven a los
intereses extranjeros más visibles.
El pueblo, atacado, se defiende. Con todo empeiio. El, que tiene
todos sus derechos, tanto legales como morales, piensa que proclamarlos una vez
más ante el mundo libre bastará para poner término a la injusticia. Nosotros
sabemos cómo ha respondido el mundo libre, excepción hecha de la U. R. S. S.
y México.
Pero también sabemos de qué manera han respondido por su parte, desde
hace un año, los intelectuales conscientes de los deberes del espíritu. Este
Congreso es una prueba de ello, no tanto por sus trabajos —que, a mi juicio,
hubieran podido ser más numerosos y de mayor envergadura—, como por su
existencia misma. Además, es excusable. El por qué hemos tomado partido hace un
año en nuestros respectivos países, se nos ha revelado ahora, como una realidad
mucho más bella que todas nuestras imaginaciones. Algunos episodios de las
sesiones de Madrid —y Madrid mismo— han producido el milagro, tan raro en el
intelectual, de hacer renacer en él al hombre total, es decir, al hombre entre
los hombres. Esos episodios han logrado romper esta soledad interior que, según
parece, es nuestra fuerza, esa soledad que alguno de nosotros reconocía como
una necesidad, pero que la mayoría de las veces es pesada y desesperante.
Acabamos de vivir momentos que justifican, no solamente la adhesión, sino la
existencia. Casi todos los discursos que hemos oído —y éste no es una
contravención de la regla— han estado inspirados por esta prodigiosa
revelación, han sido gritos de pasión y de amor. No nos lo reprochemos. Tomemos
simplemente la resolución de emprender, a nuestro regreso, el trabajo con
nuestros propios medios, para servir a aquello que sabemos es lo verdadero.
Lo digo, no con orgullo, sino con la más perfecta humildad: España
necesita aun de nosotros. El error judicial prosigue entre sangre y muerte. En
medio de los odios y de los intereses conjugados, debemos continuar nuestra
tarea. A pesar de que la victoria no es dudosa, aún hay que ponerlo todo en
marcha, para que aparezca por el horizonte cuanto antes. Los intelectuales
tienen una misión a seguir de bastante iniportancia. La victoria no es dudosa.
Quiero recordar aquí la frase de un escritor francés, que nos ha dado muchos
ejemplos y que merece ser citado cada vez que el escritor cumple su deber
social: Anatole France. En una reunión, a propósito del asunto Dreyfus,
precisamente, Anatole France concluyó su discurso entregándose por entero con
estas palabras: «Tendremos razón, porque tenemos razón.» Camaradas españoles:
vosotros también tendréis razón, porque tenéis razón. Pronto nos encontraremos
en una España liberada. ¡Adelantemos esa hora! Ella debe ser para todos
nosotros la finalidad más importante.
Claude Aveline (Francia)
Madrid, Julio 1937
Publicado en Hora de España VIII
Valencia, Agosto 1937
Madrid, Julio 1937
Publicado en Hora de España VIII
Valencia, Agosto 1937
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