que
beba la luz y el aire su herida.
(...) Desde que salí de la cárcel, he tratado
de vivir cada día al máximo, tal vez en un intento de recuperar aquellos años
que me robaron.
Cuando
obtuve mi anhelada libertad, algo
tan normal como ir al campo, que tan deseoso estaba de ver, me producía un
verdadero vértigo. No podía soportar un horizonte lejano, acostumbrados como
estaban mis ojos a la verticalidad y a las distancias cortas. La inmensidad me
revolvía el estómago y me producía vómitos. Estudios médicos confirman que el
preso, tras más de tres años de cautiverio, empieza a experimentar algunas
transformaciones, no solo psíquicas, sino también físicas. Después de
veintitrés años, a mi cuerpo le costó mucho adaptarse a la sensación de
libertad. Se producen cambios en la visión, en los límites de los espacios, en los
oídos, en los músculos. Se sufren dolores de cabeza y fuertes mareos; los
nervios visuales han perdido muchas de sus facultades.
¿Cómo
podía ser tan dura la libertad, cuando era lo que más deseaba? Un niño nace y
se adapta a la vida de forma natural, pero estaba naciendo a los cuarenta y
tres años en un extraño planeta, completamente nuevo para mí. Creo que fue el
proceso más difícil que he tenido que superar en mi vida. Cosas como tocar la cabeza
de un niño, pisar la hierba, mirar las estrellas sin miedo, estar con una
mujer, me dejaban noqueado. Solamente estaba tranquilo
en mitad de las calles, rodeado de edificios, o en el interior de una
habitación.
El
17 de noviembre de 1961 salí en libertad. No recuerdo si hacía mucho frío. Tan
solo quería disfrutar de que ya no estaba encerrado. Era un feliz inadaptado.
Una nueva vida me estaba esperando. Entonces yo no era consciente de que la
dirección del Partido Comunista tenía preparado un futuro para Marcos Ana fuera
de España, donde consideraron que sería más útil.
—Prepárese
para salir en libertad; después de comer, cuando se arreglen los
papeles, podrá usted marcharse — me dijo el director de la prisión.
Franco
había anunciado la libertad para todos los presos políticos que llevaran más de
veinte años en la cárcel. Fue una especie de brindis al sol, pues del penal de
Burgos, de los cuatrocientos sesenta y cinco presos que había entonces,
solamente yo cumplía el requisito. Aquello fue el éxito de la generosa campaña
mundial de Amnistía Internacional, entonces recién nacida.
Antes
de salir, avisé a mi familia y me reuní con algunos compañeros para enviar el
mensaje de mi libertad. Desde París, el aparato del partido se pondría en
marcha para sacarme fuera de España.
Mi
segunda madre, que es mi hermana mayor, Margarita, me esperaba fuera con el tío
José y un pariente que tenía un taxi y que nos llevaría a Madrid. Nos abrazamos
con fuerza; mi hermana no paraba de besarme, de tocarme, como si aquello fuera
un milagro. Realmente lo era: había superado miles de noches y de sacas, frío,
hambre, torturas. Y allí estaba, de pie, para salir a mi vida. Miré una última
vez hacia atrás y, aunque el penal desde fuera no parecía tan siniestro, mis
ojos adivinaban los recovecos donde quedaban
mis compañeros y en los que se hacinaría el miedo, todavía durante varios años.
Margarita
quería ir a Burgos a ver a algunos familiares, pero yo quise alejarme de allí
enseguida, aunque la cárcel me seguiría aún como mi propia sombra. Entonces
comencé a padecer los primeros episodios de inadaptación. A los pocos
kilómetros tuvimos que parar. Estaba deslumbrado por la luz exterior y las
emociones vividas: la despedida de los compañeros, el reencuentro, aquel mundo
que pasaba por la ventanilla del coche. Comencé a sentirme mejor al atardecer.
Por la noche
me instalé en la casa de mi hermana en Alcalá de Henares. Charlamos hasta altas
horas de la madrugada. No recuerdo si dormí bien, pero seguro que soñé con la
cárcel. Las galerías de aquellas prisiones surgen todavía hoy en mi sueños más
profundos, como una pesadilla.
Mi
liberación tuvo una fuerte repercusión internacional. El Ministerio de
Información y Turismo, dirigido entonces por Manuel Fraga, publicó un folleto:
Marcos Ana, asesino. En él se recordaban las acusaciones de asesinato por las
que me habían condenado a muerte. Aunque ya no hay por qué, quiero
decir una vez más que nada de aquello era cierto, pues si hubiera sido así me
habrían fusilado muchos años atrás y nunca me habría salvado de morir en el
paredón del cementerio. Este libelo llegó a las embajadas de los paises que
visité durante los últimos quince años del franquismo.
Sin
embargo, a pesar de su enorme difusión, su rencor chocaba de frente con mi
mensaje solidario. Se tradujo a todos los idiomas y sus calumnias me
perseguían. Solamente la prensa más reaccionaria sigue tomando en serio aquella
sarta de mentiras. Los presos políticos españoles, con remite desde la prisión
de Burgos, indignados por las infamias, enviaron una carta a la opinión pública
de todo el mundo.
Hasta
nuestras prisiones han llegado los ecos de la campaña de insidias y los turbios
manejos con los que la camarilla franquista ha tratado de enfangar la
personalidad de nuestro antiguo compañero de prisión, el poeta Marcos
Ana.
Con
esta sucia maniobra pretende la dictadura destruir la realidad viva y
testimonial de este hombre, víctima de la represión
despótica y que ha pasado casi toda su vida en las cárceles; junto a tantos
otros que aún permanecemos en ellas. (…).
(...)
Como
digo, salí de la cárcel virgen y mártir. Había entrado con diecinueve años y
sin conocer a una sola mujer de forma íntima. A veces las miraba embobado
cuando caminaban por la calle y las seguía durante un ratito. Para mí eran algo
completamente nuevo. Hay una mujer, Isabel, que me ayudó mucho en este trance.
Un día, paseando por la calle, me encontré con José Luis, el hijo de los dueños
de la tienda donde había trabajado de dependiente hasta que empezó la guerra.
Se mostró muy contento de verme. Me llevó a tomar algo
y, después, me invitó a visitar un cabaret. Al principio me pareció que aquello
no era muy moral. Pero la excitación que me produjo la invitación ganó la
partida. En el cabaret había mujeres bailando con muy poca ropa, iban de acá
para allá, charlando con otros hombres. Mi amigo me avisó entonces de que tenía
que marcharse, pues llegaba tarde a una cena que había organizado en su casa.
Se alejó un instante de mí y regresó con una mujer muy joven y atractiva. Le
dio un sobre con dinero y le dijo: «Esto es para que pases la noche con mi
amigo». Yo estaba un poco bloqueado ante la presencia de aquella
hermosa mujer que me invitaba a que fuésemos a un hotel. Entonces,
aterrorizado, le dije que prefería pasear un poco, ir despacio, y no me quedó
otra que contar la verdad: aquella era mi primera vez. Ella, conmovida, me tomó
de la mano y salimos a pasear. Me invitó a cenar en un lugar de la Plaza de
España y me escuchó como quien atiende a un niño contar sus miedos. Fue muy
cariñosa. Finalmente fuimos a un hotel del centro, creo recordar que en la
calle Echegaray. Volví a avisarle, lleno de inseguridad:
—No
sé qué hacer ahora.
Y
ella, acariciándome, me dijo:
—No
te preocupes, que tú no tienes que hacer nada.
Pasamos
la noche juntos. A la mañana siguiente ella trajo chocolate con churros para
desayunar. Me dejó en la chaqueta el sobre con el dinero y una nota: «Para que
vuelvas esta noche». Estuve pensándolo todo el día. Deseaba que pasasen las
horas, pero finalmente no fui. No quería romper la magia de aquella primera
noche juntos. Al día siguiente, caminando por la calle, pasé por delante de una
floristería y entré. Gasté las quinientas pesetas que había en el sobre en un
enorme ramo de flores. Fui al hotel y le dejé el ramo junto con una
nota: «Para Isabel, mi primer amor».
Aunque
su cariñoso recuerdo me visita con frecuencia, nunca volvimos a vernos.
Todos
los días, a una determinada hora, tenía que estar en casa para recibir una
llamada del aparato del partido, que trabajaba para sacarme de España. Una
mañana, un hombre de rostro amable vino a buscarme. Intercambiamos una consigna
y me hizo saber que una pareja joven me esperaba en un coche en la calle.
Emprendimos el viaje, que transcurrió tranquilo. Al llegar a la frontera, en
Irún, nos desviamos de la carretera unos kilómetros, me entregaron un
pasaporte falso y me aleccionaron sobre las posibles preguntas que podrían
hacerme los agentes. Intentaron enseñarme a pronunciar el nombre francés que
aparecía en el pasaporte, pero no podía decirlo con naturalidad, no se me dan
bien los idiomas. Así que la mujer me puso una bufanda y me dijo que me hiciera
el enfermo.
—No
hay necesidad de que hables.
Muy
tranquila, cuando llegamos a la frontera entregó los pasaportes y dijo al
agente de aduanas:
—Tenemos
prisa, mi marido está muy enfermo.
Así
crucé la frontera española y entré
en Francia, mi futuro hogar en el exilio hasta la llegada de la democracia
española. Entonces, por primera vez, me sentí liberado. Se disipó el miedo.
Podía hablar, moverme y salir y entrar sin reparar en que alguien estuviese al
acecho. Era una sensación nueva. Paré a dormir con la joven pareja en un hotel
cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente de España. Tiempo después descubrí
que aquella aguerrida mujer se llamaba Lolita, Dolores Sánchez. Y el chófer era
su marido.
En
París, formalmente documentado como refugiado político, empezó una vorágine. Mi
vida pública marcaría el rumbo
de los años venideros.
Mi
acto de bienvenida a París tuvo lugar en la Unesco (Organización de las
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Me presentó el
gran poeta Louis Aragon, acompañado de Michel Schuwer, secretario de la
Conferencia de Europa Occidental por España. Acudieron muchos firmantes del
llamamiento a favor de la amnistía. Revisando los recortes de periódico que
conservo de entonces, he descubierto que allí estaban también Jean-Paul Sartre
y Simone de Beauvoir, Juliette Gréco y Maurice Thorez, entre otros muchos.
Sinceramente conmovido y nervioso,
pronuncié unas palabras de gratitud y leí un poema para finalizar, Pequeña
carta al mundo. Así empieza:
Tengo
el alma desgarrada
de
tirar, pero no puedo
arrancarme
estos cerrojos
que
me atraviesan el pecho.
Siete
mil doscientas veces
la
luna cruza mi cielo
y
otras tantas, la dorada
libertad
cruza mi sueño.
El
Sol me hace crecer flores,
¿para
qué si estéril veo
que
entre los muros mi sangre
se
me deshoja en silencio?
Unos
días después de aquella cálida bienvenida, la Conferencia de Europa Occidental
por España convocó una reunión, que se celebró en el Ayuntamiento de París. Allí
conocí a los responsables del trabajo solidario en cada país de Europa. Todos
me invitaron a visitar su tierra. Me sentía abrumado, pero a la vez un
horizonte inmenso se abría ante mí para llevar el mensaje de los compañeros
encarcelados. Era feliz.
Enseguida
el Partido Comunista se puso en contacto conmigo, alertado de mi llegada a
París. Antonio Mije, dirigente histórico del PCE, me invitó a una reunión en la
que conocí a algunos camaradas que formaban parte de la dirección. Entre ellos
estaba Santiago Carrillo,
a quien vería innumerables veces, ya que la conexión entre los dos fue
inmediata. Aunque vivía en la clandestinidad y ni los propios compañeros
conocían su dirección, en una ocasión me invitó a visitar su casa, donde pude
saludar a su mujer, Carmen, y a sus hijos.
Les
expuse que yo no quería limitar mi trabajo al marco del partido, sino abrir
camino para la solidaridad. El Socorro Popular Francés, que había luchado por
mi libertad, me cedió un despacho en su sede. Y así empecé a trabajar. Desde
allí planifiqué mis actividades y mis viajes. Muchos camaradas,
desde rincones del mundo muy lejanos, me enviaban cartas de apoyo.
Desgraciadamente, he perdido con el paso de los años una carta que conservaba
con mucho cariño, en papel muy fino y tinta verde, que desde Santiago de Chile
me envió mi querido Pablo Neruda. Transcribo aquí un fragmento:
Quiero
enviarte, Marcos Ana, algunas palabras, y qué poca cosa son, qué débiles las
siento cuando se enfrentan a tu largo cautiverio. ¡Qué poca y pequeña luz para
la sombra de España!
Desde
aquellos días en que perdimos
—los pueblos y los poetas— la guerra, perdimos también todos gran parte de la
poesía y muchos perdieron la vida o la libertad.
Así
se me murieron muchos poetas y sufrimos también nosotros tormento y
muerte.
(…).
Tú
eres el rostro que esperábamos, resurrecto, resplandeciente, como si en ti
volvieran a vivir luchando los que cayeron.
Te
recibimos en la ardiente poesía militante que seguirá peleando porque no solo
tiene sílabas sino sangre. Te abrazamos con infinita ternura y con la viva
fraternidad de quienes siempre te esperaron.
Pablo
Neruda.
Este
abrazo transoceánico elevó mi entusiasmo. Quería partir cuanto antes hacia
América Latina. En el cono sur del continente, la solidaridad con la amnistía de
los presos había sido muy intensa. Pero como he dicho, ya me había comprometido
a hacer otros viajes por Europa. Durante los años 1962 y 1963 apenas paré un
segundo; me pasaba la vida de avión en avión, cruzando el cielo.
En
mitad de aquella incesante actividad seguía intentando adaptarme a la
vida, con sus momentos extraños y traumáticos. Esta difícil puesta en marcha
fue especialmente complicada con las mujeres, cuya presencia seguía removiendo
mis complejos e inseguridades más profundas. La cultura masculina de la época
poco me ayudaba a solventar mis dudas y bloqueos. Bravucones y llenos de mofa,
al oír mi historia, los hombres lo único que hacían era ensalzar sus hazañas y
conquistas, y aquello me hacía aún más inexperto y pequeño a su lado. Puede parecer
una tontería, pero para mí no lo fue. Yo era entonces un torpe sentimental que
con cuarenta y tres años no sabía desenvolverse
bien con las mujeres. Mi aprendizaje tuvo lugar a fuerza de anécdotas.
(...)
Poco
a poco, tras la libertad, me fui convirtiendo en un hombre normal, es decir,
logré adaptarme a la vida. Pero nunca dejé de pensar en los presos que continuaban
en las cárceles. En lugar de encontrar refugio en la familia y desquitarme con
ellos del tiempo perdido, mi decisión fue ponerme en marcha: llamé a las
puertas de todo el mundo llevando el mensaje de aquellos que había dejado
atrás. Nunca me sentiré libre si hay un hermano prisionero. Ni entonces, ni
ahora. Por eso
he seguido viajando a aquellos lugares donde no hay libertad: al Sáhara, a
Palestina, siempre bajo la bandera de la solidaridad, para conocer la situación
de otros pueblos. Mi experiencia me ha hecho ser muy sensible a cualquier tipo
de injusticia, pero no es necesario pasar por la cárcel para sentir que todos
formamos parte de lo mismo y que la justicia debe repartirse tanto aquí como en
cualquier lugar del mundo.
Marcos
Ana
Vale
la pena luchar
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