Lo Último

2183. Libertad y vida

Que salga el preso,
que beba la luz y el aire su herida.


(...) Desde que salí de la cárcel, he tratado de vivir cada día al máximo, tal vez en un intento de recuperar aquellos años que me robaron.

Cuando obtuve mi anhelada libertad, algo tan normal como ir al campo, que tan deseoso estaba de ver, me producía un verdadero vértigo. No podía soportar un horizonte lejano, acostumbrados como estaban mis ojos a la verticalidad y a las distancias cortas. La inmensidad me revolvía el estómago y me producía vómitos. Estudios médicos confirman que el preso, tras más de tres años de cautiverio, empieza a experimentar algunas transformaciones, no solo psíquicas, sino también físicas. Después de veintitrés años, a mi cuerpo le costó mucho adaptarse a la sensación de libertad. Se producen cambios en la visión, en los límites de los espacios, en los oídos, en los músculos. Se sufren dolores de cabeza y fuertes mareos; los nervios visuales han perdido muchas de sus facultades.

¿Cómo podía ser tan dura la libertad, cuando era lo que más deseaba? Un niño nace y se adapta a la vida de forma natural, pero estaba naciendo a los cuarenta y tres años en un extraño planeta, completamente nuevo para mí. Creo que fue el proceso más difícil que he tenido que superar en mi vida. Cosas como tocar la cabeza de un niño, pisar la hierba, mirar las estrellas sin miedo, estar con una mujer, me dejaban noqueado. Solamente estaba tranquilo en mitad de las calles, rodeado de edificios, o en el interior de una habitación.

El 17 de noviembre de 1961 salí en libertad. No recuerdo si hacía mucho frío. Tan solo quería disfrutar de que ya no estaba encerrado. Era un feliz inadaptado. Una nueva vida me estaba esperando. Entonces yo no era consciente de que la dirección del Partido Comunista tenía preparado un futuro para Marcos Ana fuera de España, donde consideraron que sería más útil.

—Prepárese para salir en libertad; después de comer, cuando se arreglen los papeles, podrá usted marcharse — me dijo el director de la prisión.

Franco había anunciado la libertad para todos los presos políticos que llevaran más de veinte años en la cárcel. Fue una especie de brindis al sol, pues del penal de Burgos, de los cuatrocientos sesenta y cinco presos que había entonces, solamente yo cumplía el requisito. Aquello fue el éxito de la generosa campaña mundial de Amnistía Internacional, entonces recién nacida.

Antes de salir, avisé a mi familia y me reuní con algunos compañeros para enviar el mensaje de mi libertad. Desde París, el aparato del partido se pondría en marcha para sacarme fuera de España.

Mi segunda madre, que es mi hermana mayor, Margarita, me esperaba fuera con el tío José y un pariente que tenía un taxi y que nos llevaría a Madrid. Nos abrazamos con fuerza; mi hermana no paraba de besarme, de tocarme, como si aquello fuera un milagro. Realmente lo era: había superado miles de noches y de sacas, frío, hambre, torturas. Y allí estaba, de pie, para salir a mi vida. Miré una última vez hacia atrás y, aunque el penal desde fuera no parecía tan siniestro, mis ojos adivinaban los recovecos donde quedaban mis compañeros y en los que se hacinaría el miedo, todavía durante varios años.

Margarita quería ir a Burgos a ver a algunos familiares, pero yo quise alejarme de allí enseguida, aunque la cárcel me seguiría aún como mi propia sombra. Entonces comencé a padecer los primeros episodios de inadaptación. A los pocos kilómetros tuvimos que parar. Estaba deslumbrado por la luz exterior y las emociones vividas: la despedida de los compañeros, el reencuentro, aquel mundo que pasaba por la ventanilla del coche. Comencé a sentirme mejor al atardecer. Por la noche me instalé en la casa de mi hermana en Alcalá de Henares. Charlamos hasta altas horas de la madrugada. No recuerdo si dormí bien, pero seguro que soñé con la cárcel. Las galerías de aquellas prisiones surgen todavía hoy en mi sueños más profundos, como una pesadilla.

Mi liberación tuvo una fuerte repercusión internacional. El Ministerio de Información y Turismo, dirigido entonces por Manuel Fraga, publicó un folleto: Marcos Ana, asesino. En él se recordaban las acusaciones de asesinato por las que me habían condenado a muerte. Aunque ya no hay por qué, quiero decir una vez más que nada de aquello era cierto, pues si hubiera sido así me habrían fusilado muchos años atrás y nunca me habría salvado de morir en el paredón del cementerio. Este libelo llegó a las embajadas de los paises que visité durante los últimos quince años del franquismo.

Sin embargo, a pesar de su enorme difusión, su rencor chocaba de frente con mi mensaje solidario. Se tradujo a todos los idiomas y sus calumnias me perseguían. Solamente la prensa más reaccionaria sigue tomando en serio aquella sarta de mentiras. Los presos políticos españoles, con remite desde la prisión de Burgos, indignados por las infamias, enviaron una carta a la opinión pública de todo el mundo.

Hasta nuestras prisiones han llegado los ecos de la campaña de insidias y los turbios manejos con los que la camarilla franquista ha tratado de enfangar la personalidad de nuestro antiguo compañero de prisión, el poeta Marcos Ana. 

Con esta sucia maniobra pretende la dictadura destruir la realidad viva y testimonial de este hombre, víctima de la represión despótica y que ha pasado casi toda su vida en las cárceles; junto a tantos otros que aún permanecemos en ellas. (…).
  
(...)

Como digo, salí de la cárcel virgen y mártir. Había entrado con diecinueve años y sin conocer a una sola mujer de forma íntima. A veces las miraba embobado cuando caminaban por la calle y las seguía durante un ratito. Para mí eran algo completamente nuevo. Hay una mujer, Isabel, que me ayudó mucho en este trance. Un día, paseando por la calle, me encontré con José Luis, el hijo de los dueños de la tienda donde había trabajado de dependiente hasta que empezó la guerra. Se mostró muy contento de verme. Me llevó a tomar algo y, después, me invitó a visitar un cabaret. Al principio me pareció que aquello no era muy moral. Pero la excitación que me produjo la invitación ganó la partida. En el cabaret había mujeres bailando con muy poca ropa, iban de acá para allá, charlando con otros hombres. Mi amigo me avisó entonces de que tenía que marcharse, pues llegaba tarde a una cena que había organizado en su casa. Se alejó un instante de mí y regresó con una mujer muy joven y atractiva. Le dio un sobre con dinero y le dijo: «Esto es para que pases la noche con mi amigo». Yo estaba un poco bloqueado ante la presencia de aquella hermosa mujer que me invitaba a que fuésemos a un hotel. Entonces, aterrorizado, le dije que prefería pasear un poco, ir despacio, y no me quedó otra que contar la verdad: aquella era mi primera vez. Ella, conmovida, me tomó de la mano y salimos a pasear. Me invitó a cenar en un lugar de la Plaza de España y me escuchó como quien atiende a un niño contar sus miedos. Fue muy cariñosa. Finalmente fuimos a un hotel del centro, creo recordar que en la calle Echegaray. Volví a avisarle, lleno de inseguridad:

—No sé qué hacer ahora. 

Y ella, acariciándome, me dijo:

—No te preocupes, que tú no tienes que hacer nada. 

Pasamos la noche juntos. A la mañana siguiente ella trajo chocolate con churros para desayunar. Me dejó en la chaqueta el sobre con el dinero y una nota: «Para que vuelvas esta noche». Estuve pensándolo todo el día. Deseaba que pasasen las horas, pero finalmente no fui. No quería romper la magia de aquella primera noche juntos. Al día siguiente, caminando por la calle, pasé por delante de una floristería y entré. Gasté las quinientas pesetas que había en el sobre en un enorme ramo de flores. Fui al hotel y le dejé el ramo junto con una nota: «Para Isabel, mi primer amor». 

Aunque su cariñoso recuerdo me visita con frecuencia, nunca volvimos a vernos. 

Todos los días, a una determinada hora, tenía que estar en casa para recibir una llamada del aparato del partido, que trabajaba para sacarme de España. Una mañana, un hombre de rostro amable vino a buscarme. Intercambiamos una consigna y me hizo saber que una pareja joven me esperaba en un coche en la calle. Emprendimos el viaje, que transcurrió tranquilo. Al llegar a la frontera, en Irún, nos desviamos de la carretera unos kilómetros, me entregaron un pasaporte falso y me aleccionaron sobre las posibles preguntas que podrían hacerme los agentes. Intentaron enseñarme a pronunciar el nombre francés que aparecía en el pasaporte, pero no podía decirlo con naturalidad, no se me dan bien los idiomas. Así que la mujer me puso una bufanda y me dijo que me hiciera el enfermo.

—No hay necesidad de que hables. 

Muy tranquila, cuando llegamos a la frontera entregó los pasaportes y dijo al agente de aduanas: 

—Tenemos prisa, mi marido está muy enfermo. 

Así crucé la frontera española y entré en Francia, mi futuro hogar en el exilio hasta la llegada de la democracia española. Entonces, por primera vez, me sentí liberado. Se disipó el miedo. Podía hablar, moverme y salir y entrar sin reparar en que alguien estuviese al acecho. Era una sensación nueva. Paré a dormir con la joven pareja en un hotel cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente de España. Tiempo después descubrí que aquella aguerrida mujer se llamaba Lolita, Dolores Sánchez. Y el chófer era su marido.

En París, formalmente documentado como refugiado político, empezó una vorágine. Mi vida pública marcaría el rumbo de los años venideros. 

Mi acto de bienvenida a París tuvo lugar en la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Me presentó el gran poeta Louis Aragon, acompañado de Michel Schuwer, secretario de la Conferencia de Europa Occidental por España. Acudieron muchos firmantes del llamamiento a favor de la amnistía. Revisando los recortes de periódico que conservo de entonces, he descubierto que allí estaban también Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Juliette Gréco y Maurice Thorez, entre otros muchos. Sinceramente conmovido y nervioso, pronuncié unas palabras de gratitud y leí un poema para finalizar, Pequeña carta al mundo. Así empieza:

Tengo el alma desgarrada 
de tirar, pero no puedo 
arrancarme estos cerrojos 
que me atraviesan el pecho. 
Siete mil doscientas veces 
la luna cruza mi cielo 
y otras tantas, la dorada 
libertad cruza mi sueño. 
El Sol me hace crecer flores, 
¿para qué si estéril veo 
que entre los muros mi sangre 
se me deshoja en silencio?

Unos días después de aquella cálida bienvenida, la Conferencia de Europa Occidental por España convocó una reunión, que se celebró en el Ayuntamiento de París. Allí conocí a los responsables del trabajo solidario en cada país de Europa. Todos me invitaron a visitar su tierra. Me sentía abrumado, pero a la vez un horizonte inmenso se abría ante mí para llevar el mensaje de los compañeros encarcelados. Era feliz. 

Enseguida el Partido Comunista se puso en contacto conmigo, alertado de mi llegada a París. Antonio Mije, dirigente histórico del PCE, me invitó a una reunión en la que conocí a algunos camaradas que formaban parte de la dirección. Entre ellos estaba Santiago Carrillo, a quien vería innumerables veces, ya que la conexión entre los dos fue inmediata. Aunque vivía en la clandestinidad y ni los propios compañeros conocían su dirección, en una ocasión me invitó a visitar su casa, donde pude saludar a su mujer, Carmen, y a sus hijos.

Les expuse que yo no quería limitar mi trabajo al marco del partido, sino abrir camino para la solidaridad. El Socorro Popular Francés, que había luchado por mi libertad, me cedió un despacho en su sede. Y así empecé a trabajar. Desde allí planifiqué mis actividades y mis viajes. Muchos camaradas, desde rincones del mundo muy lejanos, me enviaban cartas de apoyo. Desgraciadamente, he perdido con el paso de los años una carta que conservaba con mucho cariño, en papel muy fino y tinta verde, que desde Santiago de Chile me envió mi querido Pablo Neruda. Transcribo aquí un fragmento: 

Quiero enviarte, Marcos Ana, algunas palabras, y qué poca cosa son, qué débiles las siento cuando se enfrentan a tu largo cautiverio. ¡Qué poca y pequeña luz para la sombra de España! 

Desde aquellos días en que perdimos —los pueblos y los poetas— la guerra, perdimos también todos gran parte de la poesía y muchos perdieron la vida o la libertad.

Así se me murieron muchos poetas y sufrimos también nosotros tormento y muerte. 

(…). 

Tú eres el rostro que esperábamos, resurrecto, resplandeciente, como si en ti volvieran a vivir luchando los que cayeron.

Te recibimos en la ardiente poesía militante que seguirá peleando porque no solo tiene sílabas sino sangre. Te abrazamos con infinita ternura y con la viva fraternidad de quienes siempre te esperaron. 

Pablo Neruda.

Este abrazo transoceánico elevó mi entusiasmo. Quería partir cuanto antes hacia América Latina. En el cono sur del continente, la solidaridad con la amnistía de los presos había sido muy intensa. Pero como he dicho, ya me había comprometido a hacer otros viajes por Europa. Durante los años 1962 y 1963 apenas paré un segundo; me pasaba la vida de avión en avión, cruzando el cielo. 

En mitad de aquella incesante actividad seguía intentando adaptarme a la vida, con sus momentos extraños y traumáticos. Esta difícil puesta en marcha fue especialmente complicada con las mujeres, cuya presencia seguía removiendo mis complejos e inseguridades más profundas. La cultura masculina de la época poco me ayudaba a solventar mis dudas y bloqueos. Bravucones y llenos de mofa, al oír mi historia, los hombres lo único que hacían era ensalzar sus hazañas y conquistas, y aquello me hacía aún más inexperto y pequeño a su lado. Puede parecer una tontería, pero para mí no lo fue. Yo era entonces un torpe sentimental que con cuarenta y tres años no sabía desenvolverse bien con las mujeres. Mi aprendizaje tuvo lugar a fuerza de anécdotas.

(...)

Poco a poco, tras la libertad, me fui convirtiendo en un hombre normal, es decir, logré adaptarme a la vida. Pero nunca dejé de pensar en los presos que continuaban en las cárceles. En lugar de encontrar refugio en la familia y desquitarme con ellos del tiempo perdido, mi decisión fue ponerme en marcha: llamé a las puertas de todo el mundo llevando el mensaje de aquellos que había dejado atrás. Nunca me sentiré libre si hay un hermano prisionero. Ni entonces, ni ahora. Por eso he seguido viajando a aquellos lugares donde no hay libertad: al Sáhara, a Palestina, siempre bajo la bandera de la solidaridad, para conocer la situación de otros pueblos. Mi experiencia me ha hecho ser muy sensible a cualquier tipo de injusticia, pero no es necesario pasar por la cárcel para sentir que todos formamos parte de lo mismo y que la justicia debe repartirse tanto aquí como en cualquier lugar del mundo.


Marcos Ana
Vale la pena luchar











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