El general José Miaja Menat con el escritor Eduardo Zamacois |
Eduardo Zamacois Quintana (Pinar del Río, Cuba, 17 de febrero de 1873 - Buenos Aires, 31 de diciembre de 1971) fue cronista en el frente de Madrid hasta 1937, trasladándose después a Valencia y Barcelona. En esta última ciudad edita, en 1938, su novela El asedio de Madrid. Poco antes de la caída de Barcelona en manos franquistas, se exilió en Francia.
Mis queridos oyentes:
A los pocos días de comenzar la guerra que había de
derrumbar nuestra República (guerra que, más que civil, fue, como todos
sabemos, guerra de invasión) me enrolé en el Batallón de Artes Gráficas y me
marché a la Sierra. Después estuve en los frentes de Extremadura, de Toledo y
de Aragón, y entre los muchos lances de extraordinario heroísmo de que fui
testigo quiero recordar aquí el siguiente, por ser uno de los que mejor retrata
la valentía temeraria y sobre todo la nobleza de miras y los fanáticos anhelos
de superación que animaban a los “iluminados” que, en aquellos días gloriosos,
sucumbieron defendiendo las trincheras de la libertad.
Lo que voy a contar ocurrió en el frente extremeño.
Éramos unos quinientos voluntarios a las órdenes del capitán Federico Angulo,
antiguo redactor de El socialista; hombre de pocas palabras, muy inteligente y
muy bravo, que un año después habría de morir fusilado en Santander.
Aquella noche la pasamos acampados en el trozo de la
carretera que va desde Azuaga a Medellín, cuyo castillo, fabricado en la cresta
de un monte, recortaba sobre el azul celeste una gran mancha blanca.
No bien amaneció fuimos a ver a Angulo, que tenía
establecido su Cuartel General (llamémoslo así) en una casuca de planta baja
situada al borde del camino. Le encontramos escribiendo; probablemente no se
habría acostado. Con él se hallaban un sargento gordo y risueño… ¡bebedor
magnífico!… a quien llamábamos “Pancho Villa”, y otros jefes. A poco sonaron
unos golpes en la puerta del despacho y seguidamente apareció un
miliciano. Su rostro y la violencia con que entró expresaban cólera.
–¡Capitán! –exclamó–. Vengo a decirte (en aquellos días
de hermosa fraternidad todos nos tuteábamos) que anoche me han robado el
capote.
Federico Angulo suspendió su escritura, levantó la cabeza
y se le quedó mirando.
–¿Quién te lo ha robado?
–No lo sé –repuso el quejoso–. A saberlo no vendría aquí
con el cuento. Si te lo digo es para que veas el modo de averiguar quién es el
ladrón y le castigues, porque yo entiendo que si peleamos por hacer una España
mejor, entre nosotros no debe haber ladrones.
–Tienes razón –replicó Angulo–. Vete tranquilo;
buscaremos al ladrón y le impondremos la pena que merece.
Y dirigiéndose a “Pancho Villa”:
–¡Tú, Pancho, que los conoces a todos, procura descubrir
quién ha sido y tráemelo…!
Pancho y el acusador se marcharon y los demás nos
quedamos silenciosos. La noticia nos había entristecido. Robar a un compañero
era traicionarle, y entre nosotros no podía haber traidores.
–¡Si aparece –exclamó Angulo secamente– habrá que
fusilarle!
Poco antes del mediodía entró en el despacho otro
miliciano, como de cuarenta años, bajo y ancho de espaldas, que por
su acento parecía aragonés. Llevaba un capote al brazo.
–Ya sé –dijo encarándose con Angulo– que andan buscando
un capote que desapareció anoche; aquí lo traigo…
Hablando así lo colocó sobre la mesa.
–¿Quién lo robó? –preguntó el capitán.
–¡Yo! Lo robé porque tenía frío. Pero como luego he
comprendido que hice mal… y como después de lo que he hecho no podría vivir…
porque me mataría la vergüenza, vengo a que me fusiles.
Estas palabras magníficas extendieron por la habitación
un frío. Lo sublime, a veces da frío. Angulo palideció:
–El solo hecho de acusarte a ti mismo –exclamó– aminora
tu delito. Yo pensaré la pena que hemos de darte.
–No tienes nada que pensar –interrumpió el otro–.
Fusílame y en paz. Ese es tu deber… y si no te atreves a cumplirlo me mataré,
pero diciendo por qué me mato, para que mi muerte sirva de escarmiento y
lección.
–Si esa es tu voluntad –repuso Angulo– te complaceremos…
Momentos después, parado en medio de la carretera ante el
pelotón que había de fusilarle, aquel bravo (verdadero héroe de leyenda) decía,
dirigiéndose a sus compañeros de armas:
–He robado, y por ladrón y por no considerarme digno de
la causa que todos defendemos, yo mismo me he condenado a muerte. ¡Viva España!
Este episodio, mis queridos oyentes, refleja la moral sin
mácula de aquella nueva España que la diosa Razón iba forjando en las
trincheras.
Eduardo Zamacois
México, 18 Julio de 1943
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