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2261. Mujeres de toda España

Fotografía: Ávila


Mujeres de toda España. Lo que piensan. Lo que dicen. Pero ¿qué votarán?

Las mujeres vascas

No me refiero a las mujeres militantes en uno u otro bando. Me refiero a aquellas, viejas o jóvenes, ricas o pobres, listas o cerradas, que por no ver la política como artículo de primera necesidad, forman, juntamente con otra cantidad semejante de hombres, lo que desde el día 12 de abril de 1931 por la noche ha dado en llamarse «la masa neutra», a la que, sin duda, van dirigidos los millones de carteles que han puesto hechos una pena los pueblos y las ciudades de España.

Las vísperas de la primera elección en la que tomaron parte las mujeres, yo hablé con una campesina de Vizcaya. 

—Y ustedes, ¿qué van a votar? —le pregunté. 

—Ya veremos. 

—Votarán lo que sus maridos, claro. 

—O nuestros maridos lo mismo que nosotras.

—A las mujeres de por aquí, esto de las elecciones no nos coge de nuevas. Siempre hemos tomado parte en ellas. Antes, no votábamos porque no se nos permitía; pero ya andábamos en todos los trámites, como ahora. ¿No trabajamos igual que los hombres? Pues ¿por qué no se nos ha de respetar? Aquí, los maridos no nos dicen tantas tonterías como en otros sitios, ni protegernos o «así hasen».

Por la noche fui a un mitin, y vi una cosa curiosa. El salón estaba totalmente lleno de mujeres. Los hombres oían a los oradores desde la calle gracias a unos altavoces colocados en los balcones. «Esto es el paraíso de las mujeres», pensé. Al día siguiente, que era lunes, me lo expliqué todo. Desde muy temprano comencé a ver mujeres trabajando en los campos, en las fábricas; otras cargaban y descargaban camiones de pescado. Vi tres o cuatro arando con parejas de vacas, y a otras, manejando pesadísimos azadones. Cuando vi todo esto y comprobé que además aquellas mujeres tenían que atender sus casas y criar a sus hijos, no me chocó nada que hubiesen conquistado todos sus derechos políticos. El precio, eso sí, me pareció un poco caro.


Ellas Son las revolucionarias

—Aquí —me ha dicho un señor labrador acomodado de un pueblo de Castilla— las más revolucionarias son las mujeres. Los pocos hombres que pertenecen a la Casa del Pueblo son, en general, moderados, prudentes; pero ellas… no se pierden un mitin, y aprovechan cualquier ocasión para organizar manifestaciones. Son temibles. Por aquí va quedando ya poco socialismo, y si la Casa del Pueblo se sostiene es, sin duda, por las mujeres.

Naturalmente, busqué a aquellas revolucionarias de las que tanto me habían hablado. Una de ellas me lo explicó todo. Era morena y flaca. Llevaba dos chiquillos de la mano y otro colgando del pecho. 

—¿Es cierto que ustedes son en este pueblo más revolucionarias que los hombres? 

—En este pueblo y en todos los de por aquí. Mire usted: antes de venir la República, vivíamos todos como las bestias. No sabíamos nada más que trabajar y sufrir y… echar hijos al mundo. Pero de pronto empezaron a venir por aquí unos señores que «echaban» discursos. Al principio, los hombres no querían ir a oírlos, porque los amos les decían que eran gente mala, que venían a decirnos que quemáramos las fincas y matáramos a los señoritos. Pero nosotras fuimos, y todo aquello que nos habían contado era mentira. Los que «echaban» los mítines eran hombres como los demás, algunos de ellos bastante más señores que los de aquí. No nos dijeron que matáramos a nadie, ni que quemáramos nada. Nos dijeron que teníamos derecho a vivir de otra manera, y que nuestros hijos merecían pan y escuela, lo mismo que los de los ricos, y muchas cosas más que yo no sé decir a usted porque no tengo la instrucción que tienen ellos. No sé decirlo; pero lo entiendo bien. 

—De todos modos, no comprendo por qué las mujeres asimilaron todas esas teorías mejor que los hombres. 

—Pues verá usted. Es que las mujeres, en general, sabemos más que los hombres. Ellos no han hecho en toda su vida nada más que trabajar, y por las noches, ir a la taberna. En cambio, casi todas nosotras, de jóvenes, estuvimos sirviendo, y del trato con los señoritos aprendimos más. Tenemos también más cultura, porque como los jornales de las mujeres siempre fueron más pequeños que los de los hombres, nuestros padres tuvieron menos prisa por sacarnos a nosotras de la escuela. Aquí casi todas las mujeres sabemos leer y casi escribir. De los hombres hay muy pocos que sepan, y esos pocos es porque aprendieron las letras siendo soldados. 

—Y cuando llegue el momento de emitir el voto, ¿a quién votarán ustedes? 

—Ese ya es otro cantar —me dijo la pobre mujer—. Si votamos a los nuestros, nos quitan los pocos jornales que hay. Ya veremos. Ahora, que si viniera un Gobierno que prohibiera que nos obligaran a dar el voto a los amos…


Las muchachas de Azorín

Las señoritas de una capital de provincia castellana se paseaban por la calle principal con unos militares. Era una de esas ciudades que tienen soportarles en la plaza y que parecen dormidas a la sombra de la catedral. Sus abuelas y sus madres habían pasado también por esta calle, hablando siempre de novios y trajes. Así pasearon también ellas hasta el año 1931. Unicamente los tenientes y los trapos habían ocupado hasta entonces sus pensamientos. Pero desde el año 1931… ¡Ah! Desde entonces todo cambió por completo. Lola, Carmen, Angelita, Rosario, María…, abandonaron para siempre el encaje de bolillos y se hicieron militantes. Por las tardes, en el paseo, no se habla de otra cosa.

Cogida del brazo de Angelina, como es costumbre en las ciudades que tienen catedral y soportales, estuve yo un atardecer paseando entre tenientes de infantería. De pronto oí que Angelita le decía a su novio, que, por excepción, era paisano: 

—Oye, mi vida. El domingo no podremos vernos. 

—¿Cómo? ¿Qué dices? 

—Que no podremos vernos. Me han avisado para salir de propaganda. Tenemos que hablar en tres pueblos distintos, y en cada pueblo hemos de recorrer cinco locales. Total, quince discursos. No sé cómo me las voy a arreglar.

El novio de Angelita no protestó lo más mínimo. Él se hacía cargo de que esto de la propaganda es una cosa muy seria. Si acaso, opuso un reparo prudente.

—Pues andad con cuidado, porque en algunos pueblos tiran piedras.

Yo recordé entonces el escándalo que se produjo en mi pueblo hará quince años, cuando llegó allí una propagandista socialista para hablar en un mitin. Las señoras hicieron una novena de desagravios a la Virgen, y las señoritas se santiguaban, no comprendiendo cómo había mujeres capaces de predicar extrañas teorías delante de todo un pueblo. 

Hace días, una señorita de pueblo a quien quise equivocar, porque creí sinceramente que hablaba de memoria, me soltó un discurso que me dejó helada: 

—Yo voto lo que me dicta mi conciencia —terminó diciéndome. Más tarde la pregunté que cómo podía improvisar en un día a veces veinte discursos, y me explicó: 

—En la mayoría de los sitios decimos lo mismo. Y , sobre todo, cuando me corto o se me va el hilo y no sé por dónde salir, digo: «Todo el Poder para el jefe», y durante la ovación tengo tiempo de reponerme. Lo aprendí de una socialista. 

¿Pero decía ella eso? 

—No; ella decía: «Proletarios de todos los países, uníos.» Pero para el caso es igual.


Josefina Carabias
Mundo Gráfico, 12 de febrero de 1936










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