Mujeres de toda España. Lo que piensan. Lo que dicen. Pero ¿qué votarán?
Las
mujeres vascas
No
me refiero a las mujeres militantes en uno u otro bando. Me refiero a aquellas,
viejas o jóvenes, ricas o pobres, listas o cerradas, que por no ver la política
como artículo de primera
necesidad, forman, juntamente con otra cantidad semejante de hombres, lo que
desde el día 12 de abril de 1931 por la noche ha dado en llamarse «la masa
neutra», a la que, sin duda, van dirigidos los millones de carteles que han
puesto hechos una pena los pueblos y las ciudades de España.
Las vísperas de la
primera elección en la que tomaron parte las mujeres, yo hablé con una
campesina de Vizcaya.
—Y ustedes, ¿qué van a votar? —le pregunté.
—Ya veremos.
—Votarán lo que sus maridos, claro.
—O nuestros maridos lo mismo que nosotras.
—A
las mujeres de por aquí, esto de las elecciones no nos coge de nuevas. Siempre
hemos tomado parte en ellas. Antes, no votábamos porque no se nos permitía;
pero ya andábamos en todos los trámites, como ahora. ¿No trabajamos igual que
los hombres? Pues ¿por qué no se nos ha de respetar? Aquí, los maridos no nos
dicen tantas tonterías como en otros sitios, ni protegernos o «así hasen».
Por
la noche fui a un mitin, y vi una cosa curiosa. El salón estaba totalmente
lleno de mujeres. Los hombres oían a los oradores desde la calle gracias a unos
altavoces colocados en los balcones. «Esto es el paraíso de las mujeres»,
pensé. Al día siguiente, que era lunes, me lo expliqué todo. Desde muy temprano
comencé a ver mujeres trabajando en los campos, en las fábricas; otras cargaban
y descargaban camiones de pescado. Vi tres o cuatro arando con parejas de
vacas, y a otras, manejando pesadísimos azadones. Cuando vi todo esto y
comprobé que además aquellas mujeres tenían que atender sus casas y criar a sus
hijos, no me chocó nada que hubiesen conquistado todos sus derechos políticos.
El precio, eso sí, me pareció un poco caro.
Ellas Son
las revolucionarias
—Aquí
—me ha dicho un señor labrador acomodado de un pueblo de Castilla— las más
revolucionarias son las mujeres. Los pocos hombres que pertenecen a la Casa del
Pueblo son, en general, moderados, prudentes; pero ellas… no se pierden un
mitin, y aprovechan cualquier ocasión para organizar manifestaciones. Son
temibles. Por aquí va quedando ya poco socialismo, y si la Casa del Pueblo se
sostiene es, sin duda, por las mujeres.
Naturalmente,
busqué a aquellas revolucionarias de las que tanto me habían hablado. Una de
ellas me lo explicó todo. Era morena y flaca. Llevaba dos chiquillos de la mano
y otro colgando del pecho.
—¿Es cierto que ustedes son en este pueblo más
revolucionarias que los hombres?
—En este pueblo y en todos los de por aquí.
Mire usted: antes de venir la República, vivíamos todos como las bestias. No
sabíamos nada más que trabajar y sufrir y… echar hijos al mundo. Pero de pronto
empezaron a venir por aquí unos señores que «echaban» discursos. Al principio,
los hombres
no querían ir a oírlos, porque los amos les decían que eran gente mala, que
venían a decirnos que quemáramos las fincas y matáramos a los señoritos. Pero
nosotras fuimos, y todo aquello que nos habían contado era mentira. Los que «echaban»
los mítines eran hombres como los demás, algunos de ellos bastante más señores
que los de aquí. No nos dijeron que matáramos a nadie, ni que quemáramos nada.
Nos dijeron que teníamos derecho a vivir de otra manera, y que nuestros hijos
merecían pan y escuela, lo mismo que los de los ricos, y muchas cosas más que
yo no sé decir a usted porque no tengo la instrucción que tienen ellos. No sé decirlo;
pero lo entiendo bien.
—De todos modos, no comprendo por qué las mujeres
asimilaron todas esas teorías mejor que los hombres.
—Pues verá usted. Es que
las mujeres, en general, sabemos más que los hombres. Ellos no han hecho en
toda su vida nada más que trabajar, y por las noches, ir a la taberna. En
cambio, casi todas nosotras, de jóvenes, estuvimos sirviendo, y del trato con
los señoritos aprendimos más. Tenemos también más cultura, porque como los
jornales de las mujeres siempre fueron más pequeños que los de los hombres,
nuestros padres tuvieron menos prisa por sacarnos a nosotras de la escuela.
Aquí casi todas las
mujeres sabemos leer y casi escribir. De los hombres hay muy pocos que sepan, y
esos pocos es porque aprendieron las letras siendo soldados.
—Y cuando llegue
el momento de emitir el voto, ¿a quién votarán ustedes?
—Ese ya es otro cantar
—me dijo la pobre mujer—. Si votamos a los nuestros, nos quitan los pocos
jornales que hay. Ya veremos. Ahora, que si viniera un Gobierno que prohibiera
que nos obligaran a dar el voto a los amos…
Las
muchachas de Azorín
Las
señoritas de una capital de provincia castellana se paseaban por la calle
principal con unos militares. Era una de esas ciudades que tienen soportarles
en la plaza y que parecen dormidas a la sombra de la catedral. Sus abuelas y
sus madres habían pasado también por esta calle, hablando siempre de novios y
trajes. Así pasearon también ellas hasta el año 1931. Unicamente los tenientes
y los trapos habían ocupado hasta entonces sus pensamientos. Pero desde el año
1931… ¡Ah! Desde entonces todo cambió por completo. Lola, Carmen, Angelita, Rosario,
María…, abandonaron para siempre el encaje de bolillos y se hicieron
militantes. Por las tardes, en el paseo, no se habla de otra cosa.
Cogida del
brazo de Angelina, como es costumbre en las ciudades que tienen catedral y
soportales, estuve yo un atardecer paseando entre tenientes de infantería. De
pronto oí que Angelita le decía a su novio, que, por excepción, era paisano:
—Oye, mi vida. El domingo no podremos vernos.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Que no
podremos vernos. Me han avisado para salir de propaganda. Tenemos que hablar en
tres pueblos distintos,
y en cada pueblo hemos de recorrer cinco locales. Total, quince discursos. No
sé cómo me las voy a arreglar.
El novio de Angelita no protestó lo más mínimo.
Él se hacía cargo de que esto de la propaganda es una cosa muy seria. Si acaso,
opuso un reparo prudente.
—Pues andad con cuidado, porque en algunos pueblos
tiran piedras.
Yo recordé entonces el escándalo que se produjo en mi pueblo
hará quince años, cuando llegó allí una propagandista socialista para hablar en
un mitin. Las señoras hicieron una novena de desagravios a la Virgen, y las señoritas
se santiguaban, no comprendiendo cómo había mujeres capaces de predicar
extrañas teorías delante de todo un pueblo.
Hace días, una señorita de pueblo a
quien quise equivocar, porque creí sinceramente que hablaba de memoria, me
soltó un discurso que me dejó helada:
—Yo voto lo que me dicta mi conciencia
—terminó diciéndome. Más tarde la pregunté que cómo podía improvisar en un día
a veces veinte discursos, y me explicó:
—En la mayoría de los sitios decimos lo
mismo. Y , sobre todo, cuando me corto o se me va el hilo y no sé
por dónde salir, digo: «Todo el Poder para el jefe», y durante la ovación tengo
tiempo de reponerme. Lo aprendí de una socialista.
—¿Pero decía ella eso?
—No;
ella decía: «Proletarios de todos los países, uníos.» Pero para el caso es
igual.
Josefina Carabias
Mundo Gráfico, 12 de febrero de 1936
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