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2550. Una carta de Red, brigadista de la Lincoln, desde el frente de Madrid



Sr. Hals Aurelious
Friend of the Abraham Lincoln Batallion

Señor:

Verdaderamente, para serle franco, esta carta que le envío es exactamente igual a la que he enviado a mi hermano, tan exacta, que la única diferencia consiste en el encabezamiento.

No crea usted que es por falta de literatura, pero usted como escritor, seguro que no comprenderá lo pesado, penoso y poco agradable de redactar cartas. Mas, con esto no quiero decir, que lo que voy a relatarle lo estoy haciendo con poco gusto, al contrario, es para mí de gran satisfacción dar a conocer a los lectores de Facetas de Actualidad Española un párrafo de la revolución de España. (Cuento que usted pula un poco lo que voy a escribir, que le dé "lija", como me enseñó a decir un cubano agregado a mi columna).

Cuando llegó la orden de marchar al frente, ya nuestro batallón estaba preparado y con deseos de partir. Nos sentíamos con coraje para eliminar de una vez a todos los fascistas y sus agregados, de limpiarlos. Enormes camiones, desmantelados y ruinosos por el uso constante, serían los que nos transportarían al lugar señalado por nuestro Estado Mayor. Era de noche, una noche obscura, en la que parecía que la luna y las estrellas, temerosas de la metralla y los pertrechos, se habían ocultado tras el negro manto del firmamento.

Comienza el desfile de camiones con el raudo rugir de sus motores, penetramos en la carretera y, de pronto, sobre nuestras cabezas, sentimos el ruido de unos aeroplanos que volaban en círculo.

Mi sangre se congeló en las venas. No sabíamos si eran enemigos o compañeros. En la obscuridad de la bóveda celeste, no podíamos distinguir las negras aves que llevaban en sus picos la muerte, cual si fuesen monstruos del país de las tinieblas.

Dieron la orden de apagar todos los cigarrillos. Los luminosos faros de nuestras máquinas transportadoras quedaron ciegos, perdidos en la obscuridad, marchando lentamente, muy despacio, para seguir al tacto la línea invisible de la carretera. La noche era fría, terriblemente fría y desagradable húmeda como una noche de invierno en New York. Pacientemente los aeroplanos nos seguían como si fuésemos su manjar predilecto, volando sobre nosotros, haciendo círculos y manióbras para tratar de reconocernos, hasta que al fin, como cohetes que trataban de conquistar la luna oculta en una noche de fría primavera, se remontaron sobre las nubes hasta desaparecer y no dejar oír el rugir de sus potentes motores.

Al atardecer del día siguiente llegamos a Morata, pueblo cerca del sector del Jarama, y a nuestro arribo nos enteramos sin necesidad de preguntar a quién pertenecían los aereoplanos que nos persiguieron.

Quince enormes naves aéreas volaban sobre el pueblo dejando caer bombas incendiarias y metralla de todas clases. Los aereoplanos que nos perseguían eran enemigos, espías que querían conocer el rumbo que llevábamos para ahora, tratar de eliminarnos como a ratas bajo la lluvia incesante de bombas explosivas, y los disparos repetidos de las ametralladoras.

Nuestros cincuenta camiones transportadores iban a servir de blanco a los fascistas, era el punto que habían elegido para dejar caer las bombas cuando, por fortuna, la escuadra aérea de los leales levanta el vuelo, y comienza a atacar a aquellas quince aves que trataban de matarnos.

Aquello era fantástico, terrible. El ruido de los motores nos ensordecía, nos mareaba. Los aeroplanos se buscaban unos a otros y se perseguían haciendo maniobras, elevándose, descendiendo, dando vueltas por los aires, adquiriendo posiciones horizontales y verticales, hasta que al fin, entre aquel enjambre, se incendia una nave, comienza a soltar una densa columna de humo, y como si quisiese barrenar la tierra, cayó de punta aplastando con el golpe su motor.

Era el primero de los fascistas que caía. Era la primera nave aérea que besaba la tierra y se deshacía a nuestros pies como premio a sus maldades. Aplaudimos aquel acto, y nuestros aviones, como artistas de teatro que tienen que repetir la última parte de la escena por los aplausos del público, envían en idénticas condiciones, de la misma manera y en la misma forma, a la segunda de las naves fascistas.

Aquello, era un prodigio. Nuestro escogido campo de batalla había sido bautizado por aviones de marcas alemanas que ardían en llamas, por bombas que abrieron profundas furnias que tal vez nos servirían de trinchera o tal vez... de tumba, pero de todos los modos, nos evitarían el trabajo de excavar.

Los aviones fascistas no podían más, y acobardados, como palomas que encuentran en su camino un gavilán, que hambriento las ataca, huyeron cobardes y temerosos, buscando la línea del horizonte como meta, cómo refugio, como punto de protección.

¡Cobardes! Atacan los pueblos impíamente matando a mujeres y a niños, destruyendo edificios, iglesias, hogares, reliquias todas de la amada España, pero cuando encuentran la resistencia, la fuerza que los hace frente, huyen despavoridos, temerosos, como el ladrón inexperto que se encuentra con la sombra de un policía en uno de sus inicuos actos de bandolerismo.

¡Huyan, cobardes, ahora por los aires! ¡Huyan de prisa, que pronto, muy pronto, tendrán que huir de España!

Suyo amigo y compañero,

Red


Facetas de la actualidad española, La Habana, agosto de 1937





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