Sr. Hals Aurelious
Friend of the Abraham Lincoln Batallion
Señor:
Verdaderamente, para serle franco, esta carta que le envío es
exactamente igual a la que he enviado a mi hermano, tan exacta, que la única
diferencia consiste en el encabezamiento.
No crea usted que es por falta de literatura, pero usted como
escritor, seguro que no comprenderá lo pesado, penoso y poco agradable de
redactar cartas. Mas, con esto no quiero decir, que lo que voy a relatarle lo
estoy haciendo con poco gusto, al contrario, es para mí de gran satisfacción
dar a conocer a los lectores de Facetas de Actualidad Española un párrafo de la
revolución de España. (Cuento que usted pula un poco lo que voy a escribir, que
le dé "lija", como me enseñó a decir un cubano agregado a mi columna).
Cuando llegó la orden de marchar al frente, ya nuestro batallón
estaba preparado y con deseos de partir. Nos sentíamos con coraje para eliminar
de una vez a todos los fascistas y sus agregados, de limpiarlos. Enormes
camiones, desmantelados y ruinosos por el uso constante, serían los que nos
transportarían al lugar señalado por nuestro Estado Mayor. Era de noche, una
noche obscura, en la que parecía que la luna y las estrellas, temerosas de
la metralla y los pertrechos, se habían ocultado tras el negro manto del
firmamento.
Comienza el desfile de camiones con el raudo rugir de sus motores,
penetramos en la carretera y, de pronto, sobre nuestras cabezas, sentimos el
ruido de unos aeroplanos que volaban en círculo.
Mi sangre se congeló en las venas. No sabíamos si eran enemigos o
compañeros. En la obscuridad de la bóveda celeste, no podíamos distinguir las
negras aves que llevaban en sus picos la muerte, cual si fuesen monstruos del
país de las tinieblas.
Dieron la orden de apagar todos los cigarrillos. Los luminosos
faros de nuestras máquinas transportadoras quedaron ciegos, perdidos en la
obscuridad, marchando lentamente, muy despacio, para seguir al tacto la línea
invisible de la carretera. La noche era fría, terriblemente fría y desagradable
húmeda como una noche de invierno en New York. Pacientemente los aeroplanos nos
seguían como si fuésemos su manjar predilecto, volando sobre nosotros, haciendo
círculos y manióbras para tratar de reconocernos, hasta que al fin, como
cohetes que trataban de conquistar la luna oculta en una noche de fría
primavera, se remontaron sobre las nubes hasta desaparecer y no dejar oír el
rugir de sus potentes motores.
Al atardecer del día siguiente llegamos a Morata, pueblo cerca del
sector del Jarama, y a nuestro arribo nos enteramos sin necesidad de preguntar
a quién pertenecían los aereoplanos que nos persiguieron.
Quince enormes naves aéreas volaban sobre el pueblo dejando caer
bombas incendiarias y metralla de todas clases. Los aereoplanos que nos
perseguían eran enemigos, espías que querían conocer el rumbo que llevábamos
para ahora, tratar de eliminarnos como a ratas bajo la lluvia incesante de
bombas explosivas, y los disparos repetidos de las ametralladoras.
Nuestros cincuenta camiones transportadores iban a servir de
blanco a los fascistas, era el punto que habían elegido para dejar caer las
bombas cuando, por fortuna, la escuadra aérea de los leales levanta el vuelo, y
comienza a atacar a aquellas quince aves que trataban de matarnos.
Aquello era fantástico, terrible. El ruido de los motores nos
ensordecía, nos mareaba. Los aeroplanos se buscaban unos a otros y se
perseguían haciendo maniobras, elevándose, descendiendo, dando vueltas por los
aires, adquiriendo posiciones horizontales y verticales, hasta que al fin,
entre aquel enjambre, se incendia una nave, comienza a soltar una densa columna
de humo, y como si quisiese barrenar la tierra, cayó de punta aplastando con el
golpe su motor.
Era el primero de los fascistas que caía. Era la primera nave aérea
que besaba la tierra y se deshacía a nuestros pies como premio a sus maldades.
Aplaudimos aquel acto, y nuestros aviones, como artistas de teatro que tienen
que repetir la última parte de la escena por los aplausos del público, envían
en idénticas condiciones, de la misma manera y en la misma forma, a la segunda
de las naves fascistas.
Aquello, era un prodigio. Nuestro escogido campo de batalla había
sido bautizado por aviones de marcas alemanas que ardían en llamas, por bombas
que abrieron profundas furnias que tal vez nos servirían de trinchera o tal
vez... de tumba, pero de todos los modos, nos evitarían el trabajo de excavar.
Los aviones fascistas no podían más, y acobardados, como palomas
que encuentran en su camino un gavilán, que hambriento las ataca, huyeron
cobardes y temerosos, buscando la línea del horizonte como meta, cómo refugio,
como punto de protección.
¡Cobardes! Atacan los pueblos impíamente matando a mujeres y a
niños, destruyendo edificios, iglesias, hogares, reliquias todas de la amada
España, pero cuando encuentran la resistencia, la fuerza que los hace frente,
huyen despavoridos, temerosos, como el ladrón inexperto que se encuentra con la
sombra de un policía en uno de sus inicuos actos de bandolerismo.
¡Huyan, cobardes, ahora por los aires! ¡Huyan de prisa, que
pronto, muy pronto, tendrán que huir de España!
Suyo amigo y compañero,
Red
Facetas de la actualidad española, La Habana, agosto de 1937
No hay comentarios:
Publicar un comentario