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2578. Cómo cayó Madrid, horas de angustia



Entre un júbilo inmenso, las tropas nacionalistas hicieron su entrada en Madrid.

«Hay que provocar en Madrid un movimiento en favor de Franco; si no, la población está perdida». El coronel Segismundo Casado, ministro de la Defensa Nacional del último Gobierno republicano que él constituyó el 5 de marzo, reflejando en los rasgos la terrible enfermedad que padece -una úlcera en el estómago-, recibe en su pequeño despacho instalado en lo más profundo de los subterráneos del antiguo ministerio de Hacienda, a un joven, que pasó dos años y medio escondido en una embajada de la capital: Veglisson, miembro del triunvirato de la falange de Madrid, hijo de un ingeniero francés. Casado sabe que la ciudad está perdida. Después de haber expulsado al doctor Negrín el 5 de marzo y reprimido el levantamiento comunista en el curso de una semana de rudos combates en las calles de Madrid, ofreció la paz a Franco. Al principio, el generalísimo no respondió; luego, el 13 de marzo, pidió bruscamente que se le entregara toda la aviación republicana en un plazo de cuarenta y ocho horas. Hay viento de tempestad. Los aviones están dispersos. Imposible. Franco envía entonces un ultimátum. La guerra se reanuda. ¿Contra quién? Casado examina la situación de los cincuenta mil soldados agrupados en las trincheras abiertas delante de la ciudad. Dos o tres mil solamente permanecen en línea desde que el Consejo nacional de defensa pronunció estas palabras. Luego los soldados abandonaron las posiciones, volviendo a ocupar el lugar que habían dejado. Los que permanecen en las líneas son los que viven en Madrid. Contemplan con hastío el material usado cuya guardia está confiada a ellos, comienzan a colocar trozos de tela blanca en sus fusiles. Los comisarios políticos, los oficiales que fueron voluntarios el 18 de julio de 1936, las gentes comprometidas emprendieron la huida hacia la costa.


Hacia Albacete

Se prohibió a los garajes la salida de los carruajes, se ordenó al control de rutas que detuviera a los visitantes. ¿Pero quién hubiera podido contener la ola humana que arrastraba la carretera de Valencia? Casado ya no tiene tropas para asegurar el orden. Los dirigentes de la Seguridad se marcharon. Empero, los comunistas permanecieron en la ciudad. Desde hace ocho días se encuentran en la madrugada un sinnúmero de cadáveres de gentes asesinadas a las cuales se les han robado los papeles de identidad. Casado sabe también, que veinte mil anarquistas de las tropas del frente de Guadalajara intentaron hacer de Madrid una nueva «Numancia», encerrarse en la capital después de haber fusilado con ametralladora a todas las bocas inútiles. Había dado su palabra a los anarquistas de salvar a todas las gentes comprometidas. Pero ninguna nación quiere darles hospitalidad. Son de diez a veinte mil. Madrid cuenta con seiscientos mil habitantes. Por primera vez en su vida, Casado será perjuro. -Mañana, la ciudad será ocupada por las tropas nacionalistas -responde Veglisson. Después de un momento de vacilación, el coronel Casado le estrecha la mano. Atraviesa la antesala donde están reunidos sus oficiales de ordenanza: -Señores -dice-: ¿Quién me acompaña a Albacete? Algunos le siguen. El coronel va luego al sótano blindado donde duerme don Julián Besteiro. El viejo líder socialista, distinguido como un grande de España, y el jefe se abrazan, Casado sube después en su Studebaker estacionado en el patio del ministerio. El auto desaparece en la noche. Madrid ya no tiene defensor.


La Paz

Veglisson alerta a sus falangistas. Los pendones con los colores nacionalistas, las franjas de la falange salieron de los escondites donde se ocultaban desde hace dos años y medio. Se confeccionó de prisa el mayor número posible de banderas blancas. El martes 8, a las 9 de la mañana, una nota es leída en la radio que casi nadie entiende: «Madrid hace su rendición». Los transeúntes ven con estupor una bandera blanca flotando en el palacio de la prensa y que se puede distinguir desde las líneas enemigas. Algunos coches pasan con ocupantes que gritan: «¡Viva Franco!». De los edificios colocados bajo la protección de Chile, Rumanía, Cuba, El Salvador, Uruguay, Guatemala, se ven salir una fila de hombres lívidos, con los cabellos largos, el pelo hirsuto, vociferando como dementes. Son los asilados. Uno de ellos sale corriendo de la embajada de Chile y se detiene de golpe en la acera. Comienza a chillar: «Yo era un asilado: ahora soy un hombre. ¡Viva Cristo-Rey!». Cae en el pavimento, víctima de una crisis nerviosa. En las calles comienzan a desfilar los camiones cargados de criaturas, de jovencitas, el brazo tendido, gritando: -¡Viva Franco! Los madrileños parecen atontados. La gente se interroga. Se va en busca de noticias. Se dice que la paz ha sido firmada...


El júbilo tiene estrechos límites

Entonces la población cambia de actitud. Se forman grupos. Las mujeres enlutadas, los ancianos lloran. A las once de la mañana, la Puerta del Sol, corazón de Madrid, hormiguea de falangistas que ostentan la bandera nacionalista. Los aviones vuelan sobre la ciudad a baja altitud. Inmensos trimotores negros, aviones de caza blancos. En la calle Alcalá, entre el Arco de Triunfo y la Puerta del Sol, o sea un recorrido de ochocientos metros, los falangistas, los requetés se confunden, cantando, gritando, enarbolando estandartes y banderas. En la ciudad, banderas nuevas o viejas, insignias aparecen en los balcones. Las ventanas son adornadas con cortinas, tapices, alfombras... Al anochecer las tropas nacionalistas hacen su entrada. Los habitantes de los barrios próximos del frente, miran con asombro la entrada de estos hombres fuertes, bien alimentados, bien vestidos, acompañados de un material inmenso, ametralladoras, camiones, cañones. De vez en cuando estalla un grito histérico de mujer: «Yo sé dónde está el que hizo matar a mi marido: se le va a cortar el pescuezo». La gente exclama: «Han llegado los camiones de víveres. Mañana comeremos pescado».


Manuel Chaves Nogales
Revista Hoy, México, 22 de abril 1939









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