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2584. Despachos de la guerra civil española XVII

Éxodo de Tarragona a Barcelona. Fotografía de Robert Capa


Barcelona, 3 de abril 

Esta mañana hemos salido hacia el frente en un falso día de primavera. Anoche, al llegar a Barcelona, el tiempo era gris, brumoso, sucio y triste, pero hoy era radiante y cálido y el rosa de las flores de almendro coloreaba las colinas grises y animaba las polvorientas hileras verdes de los olivos.

Después, en las afueras de Reus, en una carretera recta y lisa con olivares a ambos lados, el chofer gritó desde el asiento trasero «¡Aviones, aviones!» y nos detuvimos bajo un árbol haciendo chirriar los neumáticos. «Están justo encima de nosotros», dijo el chofer y mientras este corresponsal se tiraba de cabeza a una zanja, él miró de soslayo un monoplano que descendió, se ladeó y entonces decidió por lo visto que un solo coche no merecía el disparo de sus ocho ametralladoras.

No obstante, mientras mirábamos llagaron las súbitas explosiones de racimos de bombas y Reus, que estaba delante, perfilado contra las colinas a ochocientos metros de distancia, desapareció en una nube de humo color de ladrillo. Entramos en la ciudad, cuya calle mayor estaba bloqueada por casas derribadas y una cañería de agua partida en dos y, tras detenernos, intentamos encontrar a un policía que matase a un caballo herido, pero el dueño pensó que aún podía salvarse y continuó hacia el paso de montaña que conduce a la pequeña ciudad catalana de Falset.

Así comenzó el día, pero ningún ser viviente puede decir cómo terminará. Porque pronto empezamos a pasar junto a carros repletos de refugiados. Una vieja conducía uno, llorando y sollozando mientras blandía un látigo. Fue la única mujer que vi llorar en todo el día. Ocho niños seguían en otro carro y un niño pequeño empujaba la rueda en una pendiente difícil. Ropa de cama, máquinas de coser, mantas, utensilios de cocina, colchones envueltos en esteras y sacos de forraje para los caballos y mulos estaban amontonados en los carros, y cabras y ovejas atadas a las compuertas de cola. No había pánico. Se limitaban a avanzar esforzadamente.

Sobre un mulo cargado con ropa de cama iba montada una mujer que sostenía a un bebé de cara enrojecida que no podía tener más de dos días. La cabeza de la madre se movía hacia arriba y hacia abajo al ritmo del movimiento del animal que conducía y el cabello negro y húmedo del bebé estaba manchado de polvo gris. Un hombre tiraba del mulo, mirando hacia atrás por encima del hombro y hacia delante, a la carretera.

—¿Cuándo ha nacido el niño? —le pregunté cuando nuestro coche los alcanzó.

—Ayer —contestó con orgullo mientras lo pasábamos de largo. Pero toda esta gente dondequiera que mirase al caminar o cabalgar, no dejaba de vigilar el cielo.

Entonces empezamos a ver soldados caminando dispersos. Algunos llevaban sus rifles por las bocas, otros no iban armados. Hasta aquel momento habíamos pensado que estos refugiados podían ser de Aragón, pero cuando vimos a los soldados volver por la carretera y ninguno ir hacia adelante, supimos que era una retirada.

Al principio eran pocos, pero después fue una hilera constante, con unidades enteras intactas. Luego pasaron tropas en camiones, tropas a pie, camiones con ametrallado con tanques, con cañones antitanques y antiaéreos, y siempre la hilera ininterrumpida de gente que iba a pie. A medida que seguíamos, la carretera se bloqueó y esta emigración aumentó hasta que por fin la población civil y las tropas llenaron la carretera y se desbordaron por los antiguos caminos para transportar el ganado. No había ningún pánico, solo el movimiento constante, y muchas personas parecían alegres. Pero quizá se debiera al día. El día era tan espléndido que parecía ridículo que alguien pudiera morir.

Entonces empezamos a ver gente conocida, oficiales a quienes habíamos visto antes, soldados de Nueva York y Chicago que contaron que el enemigo había penetrado y tomado Gandesa, que los americanos luchaban y retenían el puente del Ebro en Mora y que cubrían esta retirada y defendían la cabeza de puente del otro lado del río y aún conservaban la ciudad. De repente, el desfile de tropas disminuyó y luego hubo otra gran afluencia y la carretera se bloqueó de modo que un coche no podía seguir adelante. Podía verse el bombardeo de Mora junto al río y oírse el estruendo del tiroteo. Entonces cortó la carretera un rebaño de ovejas y los pastores intentaron apartarlas del camino de los camiones y tanques. Y aún no llegaban los aviones.

En alguna parte se seguía defendiendo el puente, pero era imposible avanzar con un coche contra aquella marea envuelta en un polvo agitado, así que dimos media vuelta en dirección a Tarragona y Barcelona y volvimos a pasar de largo a la misma gente.

La mujer del niño recién nacido lo había arropado con un chal y ahora lo sostenía muy apretado contra su pecho. No se podía ver la cabecita polvorienta porque la apretaba bajo el chal mientras oscilaba al ritmo de los pasos del mulo. Su marido conducía al animal, pero ahora miraba la carretera y no contestó cuando le saludamos con la mano. La gente seguía mirando el cielo mientras huía. Pero ahora estaban muy cansados. Los aviones aún no habían venido, pero aún había tiempo para ello y llegaban con retraso.


Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)









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