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2674. Un personaje diabólico

Refugiados españoles en el Winnipeg en el puerto de Trompeloup, 1939 - © Photo Ione Robinson


Para complicar mi vida el gobierno del Frente Popular de Chile me anunció la llegada de un encargado de negocios. Me alegré muchísimo, puesto que un nuevo jefe en la embajada podría eliminar las obstrucciones que el antiguo personal diplomático me había prodigado en relación a la emigración española. Descendió de la gare Saint—Lazare un mozalbete enjuto con anteojos sin marco (pince nez) que te daban un aire de viejo ratoncillo papelero. Tendría unos veinticuatro o veinticinco años. Con voz feminoide muy aguda, entrecortado por la emoción, me dijo que reconocía en mí a su Jefe y que su viaje obedecía solamente a colaborar como ayudante mío en la gran tarea de mandar a Chile a los "gloriosos derrotados de la guerra". Aunque mi satisfacción de adquirir un nuevo colaborador se mantuvo, el personaje no se acomodaba en mi espíritu. A pesar de las adulaciones y exageraciones que me prodigaba, me pareció adivinar algo falso en su persona. Supe después que con el triunfo del Frente Popular en Chile había cambiado violentamente de Caballero de Colón, organización Jesuítica, a miembro de las juventudes comunistas. Estas, en pleno período de reclutamiento, quedaron encantadas con sus méritos intelectuales. Arellano Marín escribía comedias y artículos, era un erudito conferenciante y parecía saberlo todo.

Se acercaba la guerra mundial. París esperaba cada noche los bombardeos alemanes y había instrucciones en cada casa para guarecerse de los ataques aéreos. Yo me iba cada noche a Villiers sur Seine, a una casita frente al río que dejaba cada mañana para retornar con pesadumbre a la embajada.

El recién llegado Arellano Marín había adquirido, en pocos días, la importancia que yo nunca alcancé. Yo le había presentado a Negrín, a Alvarez del Vayo, y a algunos dirigentes de los partidos españoles. Una semana después, el nuevo funcionario casi se tuteaba con todos ellos. Entraban y salían de su oficina dirigentes españoles que yo no conocía. Sus largas conversaciones eran un secreto para mí. De cuando en cuando me llamaba para mostrarme un brillante o una esmeralda que había comprado para su madre, o para hacerme confidencias sobre una coquetísima rubia que le hacía gastar más de lo debido en los cabarets parisienses. De Aragon, y especialmente de Elsa, a quienes habíamos refugiado en el local de la embajada para protegerlos de la represión anticomunista, Arellano Marín se hizo amigo inmediato llenándolos de atenciones y pequeños. regalos. La psicología del personaje debe haber interesado a Elsa Triolet, puesto que habló de él en una o dos de sus novelas.

A todo esto fui descubriendo que su voracidad por el lujo y el dinero iban creciendo, aun ante mi vista que no ha sido nunca muy despabilada. Cambiaba de marcas de automóviles con facilidad, alquilaba casas fastuosas. Y aquella rubia coqueta parecía atormentarlo más cada día con sus exigencias.

Tuve que trasladarme a Bruselas para solucionar un problema dramático de los emigrados. Cuando salía del modestísimo hotel en que me alojé me encontré a boca de jarro con mi flamante colaborador, el elegante Arellano Marín. Me acogió con grandes vociferaciones amistosas y me invitó a comer aquel mismo día.

Nos reunimos en su hotel, el más caro de Bruselas. Había hecho colocar orquídeas en nuestra mesa. Pidió naturalmente caviar y champagne. Durante la comida yo guardé un preocupado silencio mientras oía los suculentos planes de mi anfitrión, sus próximos viajes de recreo, sus adquisiciones de joyas. Me parecía escuchar a un nuevo rico con ciertos síntomas de demencia, pero la agudeza de su mirada, la seguridad de sus afirmaciones, todo eso me producía una especie de mareo. Decidí cortar por lo sano y hablarle francamente de mis preocupaciones. Le pedí que tomáramos el café en su habitación porque tenía algo que decirle. 

Al pie de la gran escalera, cuando subíamos a conversar, se acercaron dos hombres que yo no conocía. El les dijo en español que lo esperaran, que bajaría dentro de unos pocos minutos.

Apenas llegado a su cuarto, dejé a un lado el café. El diálogo fuetirante:

—Me parece —le dije—que vas por mal camino. Te estás convirtiendo en un frenético del dinero. Puede ser que seas demasiado joven para entenderlo. Pero nuestras obligaciones políticas son muy serias. El destino de miles de emigrados está en nuestras manos y con esto no se juega. Yo no quiero saber nada de tus asuntos, pero te quiero hacer una advertencia. Hay mucha gente que después de una vida desdichada dice: "Nadie me dio un consejo; nadie me lo advirtió." Contigo no puede pasar lo mismo. Esta ha sido mi advertencia. Y ahora me voy. 

Lo miré al despedirme. Las lágrimas le corrían desde los ojos hasta la boca. Tuve un impulso de arrepentimiento. No habría ido demasiado lejos? Me acerqué y le toqué el hombro.

—No llores! 

—Lloro de rabia —me respondió.

Me alejé sin una palabra más. Regresé a París y nunca más lo volví a ver. Al verme bajar la escalera, los dos desconocidos que esperaban subieron rápidamente a su habitación.

El desenlace de esta historia tuvo lugar bastante tiempo después, en México, donde yo era cónsul de Chile para entonces. Un día fui invitado a almorzar por un grupo de refugiados españoles y dos de ellos me reconocieron.

—De dónde me conocen? —les pregunté.

—Nosotros somos aquellos dos de Bruselas que subieron para hablar con su compatriota Arellano Marín cuando usted bajó de su habitación.

—Y qué pasó entonces? Siempre he tenido la curiosidad de saberlo —les dije.

Me contaron un episodio extraordinario. Lo habían encontrado bañado en lágrimas, conmovido por una crisis nerviosa. Y les dijo entre sollozos: "Acabo de sufrir la más grande impresión de mi vida. Neruda ha salido de aquí a denunciarlos a ustedes ante la Gestapo como comunistas españoles peligrosos. No pude convencerlo de que esperara algunas horas. Tienen los minutos contados para escapar. Déjenme sus valijas que yo las guardaré y se las haré llegar más tarde".

—Qué cretino! —les dije—. Menos mal que de todas maneras lograron salvarse ustedes de los alemanes.

—Pero las valijas contenían noventa mil dólares de los sindicatos obreros españoles y no las volvimos ni las volveremos a ver.

Todavía más tarde supe que el diabólico personaje había hecho una larga y placentera tournée por el Cercano Oriente, disfrutando de sus amores parisienses. Por cierto que la coqueta rubia tan exigente, resultó ser un blondo estudiante de la Sorbona.

Tiempo después se publicaba en Chile su renuncia al partido comunista. "Profundas divergencias ideológicas me obligan a tomar esta decisión", eso decía en su carta a los periódicos.


Pablo Neruda
Confieso que he vivido. Memorias
Capítulo 6 - Salí a buscar caídos








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