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2769. Caín de España

Un cartel de la CEDA, en vísperas de las elecciones de 1936



Había nacido en un hogar de fanáticos, o de hipócritas, es decir, de jesuítas. Siguiendo la tradición paterna, Caín se encontró un día de catedrático en Salamanca. Su vida fue oscura y gris hasta que, en las Cortes Constituyentes, se levantó a defender su acta de diputado. Para que él lo fuera, habíanse conciliado todos los caciques, usureros y clérigos de la provincia. Y cuéntase que en la ciudad de Salamanca, aunque pequeña, había no menos de 14 conventos de frailes, 23 de monjas y 25 iglesias.

Un buen republicano aragonés, el radical-socialista Sarria, denunció a las Cortes el escándalo que había descubierto en el expediente electoral de Caín, y pidió la anulación de las elecciones. Pero quiso la suerte que, de acceder a lo solicitado, quedara sin acta también Miguel de Unamuno.

Estaba reciente el recuerdo de la rebeldía y el destierro de este hombre extraño; las Cortes eran incautas; Caín se defendió poniendo en juego los resortes dialécticos del jesuitismo; la prensa le ayudó; el candor se impuso, y Caín fue diputado.

La República había nacido con signo de paz. Una mañana de abril se abrió en el cielo el alba de un nuevo día, como una azucena blanca que tuviera por campánula el firmamento empapado de luz. Cantó el pueblo su libertad, olvidando las amarguras de la esclavitud pasada, y rió como un niño, y perdonó como un santo. ¡Qué alegre era el dial ¡Qué buena la paz! Y, en el corazón de cada hombre, nacía un ansia de renovar al mundo sin causar dolor a los hombres, ni perjuicio a las cosas.

A las Cortes Constituyentes concurrió el alma de la nueva España, para legislar la obra de la paz. Las conciencias habían de ser libres; pero la Iglesia respetada. Una nueva forma económica surgiría en el país, transformando la propiedad y reformando la vida del campo, mas sin causar graves quebrantos a los antiguos propietarios. Todos los poderes emanarían del pueblo; pero sin sacrificar en el patíbulo de la justicia histórica, a los representantes del antiguo Estado. Cuando las Cortes Constituyentes legislaban con la vista puesta en los ideales más sublimes de la humanidad, Caín sonreía y acechaba preparando el puñal del odio y de la soberbia con que pensaba asesinar a su patria.

Desde un escaño de las Cortes, comenzó Caín a difundir la ponzoña. Manejó a Dios y a Iglesia como copa de su veneno; excitó el fanatismo de los intolerantes; embaucó la beatería de los necios; fomentó la codicia de los clérigos y la tontuna de los gazmoños, y los envenenó con el odio santo a la República.

De pueblo en pueblo, con abnegación digna de las nobles causas, peregrinó Caín, encizañando a las buenas gentes. Al rico le hablaba de sus riquezas; al pobre, de sus hambres. «Yo te guardaré tus aceitunas, tus rebaños, tus trigos y tus bellotas, aunque los pobres se mueran de hambre», decía a los unos. «Yo sacaré el dinero de donde lo haya, para que todos trabajéis, y os daré la abundancia y la paz que os regatea la República», prometía a los otros. Y así santificaba el egoísmo del avaro sin piedad, y así desvelaba la rebeldía y el rencor del pobre sin ventura. 

Todo le parecía lícito a Caín con tal de realizar sus siniestros designios. Mintió promesas de justicia, difamó honras, desorientó conciencias, malquistó a los hombres, profanó los templos, engañó a Dios tomando su nombre, se alió con el ateo viejo e impúdico, y fue ministro de la República para venderla; descendió al pueblo para envilecerle; subió al Poder para mancharlo de lodo y de sangre; usó de la libertad para hundirla; de la democracia para suprimirla; de la ley para violarla y de la religión para escarnecerla.

Un día su propia audacia, el candor de los demás y la desventura del pueblo le llevaron al Gobierno, y Caín fue en la República ministro de la Guerra. Mientras el pueblo vertía torrentes de sangre en las montañas de Asturias, alaridos de dolor en las cárceles del tormento, ríos de sangre en la orfandad de los hogares enlutados, Caín, desde el Ministerio de la Guerra, rumiaba su gran crimen contra la patria. Depositó Caín en la mente estulta e insolvente de muchos señoritos metidos a militares, el virus del odio a la República. Tocó los resortes de la soberbia, de la vanidad, de la ignorancia y del honor, para exaltar en sus ánimos la aversión hacía el pueblo y sus instituciones democráticas. Y cuando el clamor del pueblo le arrojó de su escondrijo para lanzarlo a la calle, Caín se fue de allí cobardemente, sinuoso y dúctil como el jesuíta, esperando la hora propicia para la culminación del crimen.

Y vino el triunfo del Frente Popular; y se agitaron como poderosas serpientes hacia las urnas las muchedumbres creyentes en la religión civil de la democracia.

Y fue otra vez la República, y otra vez la piedad y el perdón y el olvido. Pero la obra de Caín había ya madurado el fruto de la guerra civil. Los ricos apretaron las bocas de sus bolsas, negando pan y trabajo; las pistolas de los asesinos a sueldo, comenzaron a ensagrentar las calles; en los campos había odio, en los hogares rencor, en los templos fusiles, y en los cuarteles indisciplina.

Una mañana estalló la guerra entre los hermanos de España que dejaron para siempre de serlo. Todas las fuerzas negras de Caín; los militares soberbios, los clérigos fanáticos, los avaros, los rencorosos, los señoritos, los desalmados, se arrojaron contra la República para devorarla; surgieron llamas en los templos, ardieron los bosques, se hundieron las casas, se desplomaron puentes y fortalezas; un viento de desolación y de muerte, sopló sobre el haz de la patria.

Y Caín, en tanto, satisfecho de su obra huyó, abandonando a los suyos, a los que él había congregado. Los entregó a la ira santa del pueblo, para que el huracán de la revolución los devorara. ¡Era la culminación de tu crimen!, ¡Oh Caín de España! ¡Mas no esperes que pueda haber para tí sosiego ni piedad en el cielo ni en la tierra! ¡Dondequiera que vayas la sangre de tus hermanos se levantará en tu camino, como un espectro, pidiendo venganza! ¡Ni entre los vencedores ni entre los vencidos habrá para tí, oh Caín de España, ni un amigo leal, ni una mano piadosa!

¡Aunque te escondieras en el fondo de la tierra, allí surgiría el espectro de la venganza cubierto de sangré, la carne desgarrada pendiendo de los huesos mondos, los ojos encendidos de ira, la garganta hirviendo de amenazas, llamas de odio en el corazón y puñales de castigo en las manos crispadas!

¡Tú envenenaste al pueblo, tú traicionaste a la República, tú ensangrentaste a la Patria, tú encendiste el odio —llama de la guerra— en los corazones! ¡Dondequiera que vayas te seguirá la maldición del pueblo! ¡Caín! ¡ Cain! ¡Cain de mi España!


Fernando Valera
La Tierra, 17 de septiembre de 1936



Cuando Valera en su artículo habla del "Cain de España" se está refiriendo a José María Gil-Robles







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