Había nacido en un hogar de fanáticos, o de hipócritas, es decir,
de jesuítas. Siguiendo la tradición paterna, Caín se encontró un día de
catedrático en Salamanca. Su vida fue oscura y gris hasta que, en las Cortes
Constituyentes, se levantó a defender su acta de diputado. Para que él lo
fuera, habíanse conciliado todos los caciques, usureros y clérigos de la
provincia. Y cuéntase que en la ciudad de Salamanca, aunque pequeña, había no
menos de 14 conventos de frailes, 23 de monjas y 25 iglesias.
Un buen republicano aragonés, el radical-socialista Sarria,
denunció a las Cortes el escándalo que había descubierto en el expediente
electoral de Caín, y pidió la anulación de las elecciones. Pero quiso la suerte
que, de acceder a lo solicitado, quedara sin acta también Miguel de Unamuno.
Estaba reciente el recuerdo de la rebeldía y el destierro de este hombre
extraño; las Cortes eran incautas; Caín se defendió poniendo en juego los
resortes dialécticos del jesuitismo; la prensa le ayudó; el candor se impuso, y
Caín fue diputado.
La República había nacido con signo de paz. Una mañana de abril se
abrió en el cielo el alba de un nuevo día, como una azucena blanca que tuviera
por campánula el firmamento empapado de luz. Cantó el pueblo su libertad,
olvidando las amarguras de la esclavitud pasada, y rió como un niño, y perdonó
como un santo. ¡Qué alegre era el dial ¡Qué buena la paz! Y, en el corazón de
cada hombre, nacía un ansia de renovar al mundo sin causar dolor a los hombres,
ni perjuicio a las cosas.
A las Cortes Constituyentes concurrió el alma de la nueva España,
para legislar la obra de la paz. Las conciencias habían de ser libres; pero la
Iglesia respetada. Una nueva forma económica surgiría en el país, transformando
la propiedad y reformando la vida del campo, mas sin causar graves quebrantos a
los antiguos propietarios. Todos los poderes emanarían del pueblo; pero sin
sacrificar en el patíbulo de la justicia histórica, a los representantes del
antiguo Estado. Cuando las Cortes Constituyentes legislaban con la vista puesta
en los ideales más sublimes de la humanidad, Caín sonreía y acechaba preparando
el puñal del odio y de la soberbia con que pensaba asesinar a su patria.
Desde un escaño de las Cortes, comenzó Caín a difundir la ponzoña.
Manejó a Dios y a Iglesia como copa de su veneno; excitó el fanatismo de los
intolerantes; embaucó la beatería de los necios; fomentó la codicia de los
clérigos y la tontuna de los gazmoños, y los envenenó con el odio santo a la
República.
De pueblo en pueblo, con abnegación digna de las nobles causas,
peregrinó Caín, encizañando a las buenas gentes. Al rico le hablaba de sus
riquezas; al pobre, de sus hambres. «Yo te guardaré tus aceitunas, tus rebaños,
tus trigos y tus bellotas, aunque los pobres se mueran de hambre», decía a los
unos. «Yo sacaré el dinero de donde lo haya, para que todos trabajéis, y os
daré la abundancia y la paz que os regatea la República», prometía a los otros.
Y así santificaba el egoísmo del avaro sin piedad, y así desvelaba la rebeldía
y el rencor del pobre sin ventura.
Todo le parecía lícito a Caín con tal de realizar sus siniestros
designios. Mintió promesas de justicia, difamó honras, desorientó conciencias,
malquistó a los hombres, profanó los templos, engañó a Dios tomando su nombre,
se alió con el ateo viejo e impúdico, y fue ministro de la República para
venderla; descendió al pueblo para envilecerle; subió al Poder para mancharlo
de lodo y de sangre; usó de la libertad para hundirla; de la democracia para
suprimirla; de la ley para violarla y de la religión para escarnecerla.
Un día su propia audacia, el candor de los demás y la desventura
del pueblo le llevaron al Gobierno, y Caín fue en la República ministro de la
Guerra. Mientras el pueblo vertía torrentes de sangre en las montañas de
Asturias, alaridos de dolor en las cárceles del tormento, ríos de sangre en la
orfandad de los hogares enlutados, Caín, desde el Ministerio de la Guerra,
rumiaba su gran crimen contra la patria. Depositó Caín en la mente estulta e
insolvente de muchos señoritos metidos a militares, el virus del odio a la
República. Tocó los resortes de la soberbia, de la vanidad, de la ignorancia y
del honor, para exaltar en sus ánimos la aversión hacía el pueblo y sus
instituciones democráticas. Y cuando el clamor del pueblo le arrojó de su
escondrijo para lanzarlo a la calle, Caín se fue de allí cobardemente, sinuoso
y dúctil como el jesuíta, esperando la hora propicia para la culminación del
crimen.
Y vino el triunfo del Frente Popular; y se agitaron como poderosas
serpientes hacia las urnas las muchedumbres creyentes en la religión civil de
la democracia.
Y fue otra vez la República, y otra vez la piedad y el perdón y el
olvido. Pero la obra de Caín había ya madurado el fruto de la guerra civil. Los
ricos apretaron las bocas de sus bolsas, negando pan y trabajo; las pistolas de
los asesinos a sueldo, comenzaron a ensagrentar las calles; en los campos había
odio, en los hogares rencor, en los templos fusiles, y en los cuarteles
indisciplina.
Una mañana estalló la guerra entre los hermanos de España que
dejaron para siempre de serlo. Todas las fuerzas negras de Caín; los militares
soberbios, los clérigos fanáticos, los avaros, los rencorosos, los señoritos,
los desalmados, se arrojaron contra la República para devorarla; surgieron
llamas en los templos, ardieron los bosques, se hundieron las casas, se
desplomaron puentes y fortalezas; un viento de desolación y de muerte, sopló
sobre el haz de la patria.
Y Caín, en tanto, satisfecho de su obra huyó, abandonando a los
suyos, a los que él había congregado. Los entregó a la ira santa del pueblo,
para que el huracán de la revolución los devorara. ¡Era la culminación de tu
crimen!, ¡Oh Caín de España! ¡Mas no esperes que pueda haber para tí sosiego ni
piedad en el cielo ni en la tierra! ¡Dondequiera que vayas la sangre de tus
hermanos se levantará en tu camino, como un espectro, pidiendo venganza! ¡Ni
entre los vencedores ni entre los vencidos habrá para tí, oh Caín de España, ni
un amigo leal, ni una mano piadosa!
¡Aunque te escondieras en el fondo de la tierra, allí surgiría el
espectro de la venganza cubierto de sangré, la carne desgarrada pendiendo de
los huesos mondos, los ojos encendidos de ira, la garganta hirviendo de
amenazas, llamas de odio en el corazón y puñales de castigo en las manos
crispadas!
¡Tú envenenaste al pueblo, tú traicionaste a la República, tú
ensangrentaste a la Patria, tú encendiste el odio —llama de la guerra— en
los corazones! ¡Dondequiera que vayas te seguirá la maldición del pueblo!
¡Caín! ¡ Cain! ¡Cain de mi España!
Fernando Valera
La Tierra, 17 de septiembre de 1936
Cuando Valera en su artículo habla del "Cain de España"
se está refiriendo a José María Gil-Robles
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