Lo Último

2876. Así habló el viejo guardia...




Era en la Sierra. Estaban en una casucha, convertida en refugio de milicianos. El viejo guardia, antes civil, hoy nacional republicano, contaba. Los jóvenes escuchaban con atención. 

—Pues sí; yo siempre he sido de izquierda. Pero si creéis que eso era fácil durante la Monarquía... Y, además, en un pueblo pequeño, como éste, donde había tanto cacique, tanto señorito... Los jefes se enfadaban: Allí estábamos para vigilar y no para meternos en política. La verdad era que siempre teníamos que metemos con el pueblo. Contra los señoritos, ni chistar, hicieran lo que hiciesen. Mira que una vez... estaba, con mi pareja, vigilando el campo para que nadie cazase, pues era durante la veda. Había cada campesino hambriento que iba a cazar un conejín para llevar algo que comer a sus chicos, que daba pena, muchachos. Pero la ley era la ley, y les cogíamos a todos. Y luego, al cuartelillo... ¡Así nos tenían de odio los pobres! Pero ese día me veo a un señorito que llevaba, ni más ni menos, sino tres conejos en el cinto. Iba despacito, silbando, tan contento. Nos acercamos a él: «¿No sabe usted que ahora no se puede cazar? No tenemos más remedio que detenerle.» Todo esto dicho con muy buenas maneras. Y entonces, chicos, se pone a chillamos y a decir que él tenía derecho a hacer lo que le diese la gana, y que nosotros no éramos nadie para prohibírselo. Pero nosotros le llevamos al cuartel y le quitamos los conejos. 

¡Y ahora viene la buena! Cuando llegamos al cuartel sale el comandante del puesto, y ¡buena nos armó al ver detenido al señorito! «¿Qué significa esto?—nos dijo de mal talante—. ¿Por qué molestáis al señor? ¡Suéltenlo inmediatamente!» Y luego, dirigiéndose al señorito: «Usted perdonará; pero ya ve lo bruta que es esta gente; no saben distinguir entre un cazador furtivo y una persona honrada. Llévese usted su caza y no se moleste. Ya sabe que estamos a su disposición. Salude a su señor padre.» El jovenzuelo nos miró con aire de triunfo y se marchó. Después, el comandante aun nos armó una bronca. Nos quedamos con una rabia, con una amargura, con una conciencia de injusticia...

Después del 16 de Febrero, ya era otra cosa; pero aun seguíamos siendo odiados por el pueblo. Yo, no, pues los vecinos ya me conocían, y sabían que les ayudaba en todo lo que podía, y que por esto mis jefes y compañeros me tenían ojeriza. Ahora, ya es otra cosa. En cuanto estalló esa sublevación, el comandante del puesto nos ordenó concentrarnos en la capital. Yo no podía hacer nada, y me escapé. Volví al pueblo, y luego me fui con los milicianos que se hicieron allí mismo, con las escopetas de caza requisadas a los ricos. Pero, a pesar de todo, ¡hay que ver cómo hemos luchado!,,. 

Bueno; pero tú, ¿qué estás haciendo? ¿Sacando fotos? Y yo sin enterarme. ¡Vamos, hombre, sacame una de frente! Llevo barba de una semana; pero no importa.. De lo que se trata es que salga bien el gorro. ¡Qué bueno es llevar este gorro después de veintitantos años de tricornio! Ahora la gente nos mira de modo distinto: con simpatía. Y el pueblo ahora nos aplaude y nos vitorea. Parece que esos aplausos suenan de modo distinto, ¿verdad?: más cariñosos, más francos. También nosotros defendemos al pueblo con más ganas. ¡Como que nosotros también somos del pueblo! Bueno, compañero, a ver si sale bien el gorro! 

Aquí, en el campo, se respira a pleno pulmón, ¿eh? ¿Qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí! Que me fui con los milicianos. Yo me dije: «Estos muchachos son muy valientes; pero seguramente que no entienden ni pizca de ametralladoras. Y yo... Yo conozco esa máquina mejor que a mi mujer. ¡Si la conoceré bien! Me vine aquí, a la Sierra, y ¡vaya si la he manejado a gusto! Ya sé que al principio nos tenían un poco prevención les compañeros; pero ahora no, ¿verdad?

Levantó el puño. Después volvió a su charla con los milicianos, que le miraban con ojos muy abiertos. A lo lejos se oía el ruido sordo del bombardeo. De cerca se percibía la canción «Joven guardia» cantada por un grupo de chiquillos. El viejo guardia calló para escucharla con gesto pensativo. 


Stefa Rawicz
Mundo Gráfico, 30 de septiembre de 1936





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