Siempre es grato encontrar en
las ciudades donde no vivimos habitualmente huellas de personas conocidas.
Mucho más si estas huellas son, en cierto modo, inconfundibles. Durante los
primeros días de mi estancia en Barcelona, y en la barbería del hotel donde me
alojaba, hallé por azar rastro inequívoco de un antiguo y admirado amigo mío,
que hoy milita en el campo faccioso, y a quien, no por ello, pretendo
disminuir, ni mucho menos, con la anécdota que voy a referir.
—Apareció aquí un señor —habla el barbero mientras me afeita—, de
buen porte, elegantemente vestido, más bien alto que bajo, no viejo todavía,
pero con la cabeza bastante encanecida. Cuando lo hube afeitado con todo el
esmero de que soy capaz, me preguntó si podía yo teñirle el pelo. En verdad,
aquel señor parecía tener demasiadas canas para su edad. No me extrañó, pues,
su pretensión Con mucho gusto, le respondí, y aquí tengo todos los ingredientes
para ello. Mi extrañeza empezó cuando me dijo que él deseaba teñirse el cabello
de blanco, para igualar su cabeza, y, de paso, llevarle la contra a quienes en
circunstancias parecidas se tiñen las canas. ¿Qué le parece a usted?
—Que eso caballero —respondí— no era seguramente don Santos de
Camón, un viejo poeta que se teñía las canas, no para simular una juventud que
ya había perdido, sino para disimular lo precario de su vejez, y hallar
disculpa a la escasa madurez de su juicio.
—Le contesté que, en efecto, yo disponía de una tintura con que
podía blanquear sus cabellos, pero por corto tiempo; porque ella estaba hecha
con una substancia que tenía la propiedad de tornarse de blanca en violeta muy acentuado. Mi obligación es hacerle a usted esta advertencia.
—¿Y qué le respondió a usted?
—Eso es precisamente lo que yo necesito —me respondió.
...
La verdad es —hubiera comentado Mairena— que la Química debe al
arte cosmética y al deseo de engañar al prójimo tanto como a la guerra, o
deseo, no menos vehemente, de aniquilarlo. También es cierto que nadie sabe a
punto fijo de qué se tiñe, o que, en cuestión de afeites, el hombre propone y
la tintura, dispone.
—Hay en el mundo —decía Juan de Mairena— muchos pillos que se
hacen los tonos, y un número abrumador de tontos que presumen de pillos. Pero
los pillos propiamente dichos, que no siempre son tontos, suprimirían de buen grado la mentira superflua, es decir, la mentira que no engaña a nadie,
porque, como dijo un coplero,
Se miente mas que se
engaña
y se gasta más saliva
de la necesaria.
Pero los tontos propiamente
dichos, que son un número incalculable de aspirantes a pillos, se encargan de
mantener en el mundo el culto de todas las mentiras; porque piensan que fuera de ellas no podrían vivir. En lo cual es posible que tengan razón.
...
El hecho de que vivamos en
plena tragedia no quiere decir, ni mucho menos, que hayan totalmente
prescrito los derechos de la risa.
...
Si le mientan a su señora madre, le aconsejaremos resignación cristiana; pero si le faltan a su portera,
que cuente con nosotros. ¡Ejem, ejem!
...
Empezó por los peces —decía
Juan de Mairena— el pánico al diluvio universal.
...
La persecución a los judíos
—decía Juan da Mairena a sus alumnos— es una verdadera Judiada. En primer
lugar, porque, como pensaba Monsieur de la Palisse, mal podríamos perseguir a
los judíos, si los judíos no existieran. En segundo lugar, porque es algo
terriblemente anticristiano, en el fondo, la eterna cruzada de los judíos
inferiores contra los judíos de primera clase o, si queréis, la venganza que
toma el rebaño de todo cordero distinguido —agnus dei—, ¿Qué otra cosa fue
la tragedia del Gólgota? En tercer lugar, porque sólo los pueblos saturados de
Viejo Testamento y de sangre judaica pueden pasarse la vida berreando: ¡somos
pueblo elegido; aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro!
Si conociera Hitler estas
sentencias de Juan de Mairena, revisaría su modesto arbusto genealógico para
encontrar la verdadera razón de su fervorosa o intransigente ariofilia, porque
de los arios debe saber Hitler aproximadamente tanto como su compadre
Mussolini.
Antonio Machado
La Vanguardia, 1 de septiembre
de 1938
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