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2888. Desde el mirador de la Guerra. La persecución de los judíos según Juan de Mairena

Hotel Majestic de Barcelona, donde estuvo alojado Don Antonio Machado en 1938


Siempre es grato encontrar en las ciudades donde no vivimos habitualmente huellas de personas conocidas. Mucho más si estas huellas son, en cierto modo, inconfundibles. Durante los primeros días de mi estancia en Barcelona, y en la barbería del hotel donde me alojaba, hallé por azar rastro inequívoco de un antiguo y admirado amigo mío, que hoy milita en el campo faccioso, y a quien, no por ello, pretendo disminuir, ni mucho menos, con la anécdota que voy a referir.

—Apareció aquí un señor —habla el barbero mientras me afeita—, de buen porte, elegantemente vestido, más bien alto que bajo, no viejo todavía, pero con la cabeza bastante encanecida. Cuando lo hube afeitado con todo el esmero de que soy capaz, me preguntó si podía yo teñirle el pelo. En verdad, aquel señor parecía tener demasiadas canas para su edad. No me extrañó, pues, su pretensión Con mucho gusto, le respondí, y aquí tengo todos los ingredientes para ello. Mi extrañeza empezó cuando me dijo que él deseaba teñirse el cabello de blanco, para igualar su cabeza, y, de paso, llevarle la contra a quienes en circunstancias parecidas se tiñen las canas. ¿Qué le parece a usted?

—Que eso caballero —respondí— no era seguramente don Santos de Camón, un viejo poeta que se teñía las canas, no para simular una juventud que ya había perdido, sino para disimular lo precario de su vejez, y hallar disculpa a la escasa madurez de su juicio.

—Le contesté que, en efecto, yo disponía de una tintura con que podía blanquear sus cabellos, pero por corto tiempo; porque ella estaba hecha con una substancia que tenía la propiedad de tornarse de blanca en violeta muy acentuado. Mi obligación es hacerle a usted esta advertencia.

—¿Y qué le respondió a usted?

—Eso es precisamente lo que yo necesito —me respondió.

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La verdad es —hubiera comentado Mairena— que la Química debe al arte cosmética y al deseo de engañar al prójimo tanto como a la guerra, o deseo, no menos vehemente, de aniquilarlo. También es cierto que nadie sabe a punto fijo de qué se tiñe, o que, en cuestión de afeites, el hombre propone y la tintura, dispone.

—Hay en el mundo —decía Juan de Mairena— muchos pillos que se hacen los tonos, y un número abrumador de tontos que presumen de pillos. Pero los pillos propiamente dichos, que no siempre son tontos, suprimirían de buen grado la mentira superflua, es decir, la mentira que no engaña a nadie, porque, como dijo un coplero,
  
Se miente mas que se engaña 
y se gasta más saliva 
de la necesaria. 

Pero los tontos propiamente dichos, que son un número incalculable de aspirantes a pillos, se encargan de mantener en el mundo el culto de todas las mentiras; porque piensan que fuera de ellas no podrían vivir. En lo cual es posible que tengan razón.

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El hecho de que vivamos en plena tragedia no quiere decir, ni mucho menos, que hayan totalmente prescrito los derechos de la risa.

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Si le mientan a su señora madre, le aconsejaremos resignación cristiana; pero si le faltan a su portera, que cuente con nosotros. ¡Ejem, ejem!

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Empezó por los peces —decía Juan de Mairena— el pánico al diluvio universal.

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La persecución a los judíos —decía Juan da Mairena a sus alumnos— es una verdadera Judiada. En primer lugar, porque, como pensaba Monsieur de la Palisse, mal podríamos perseguir a los judíos, si los judíos no existieran. En segundo lugar, porque es algo terriblemente anticristiano,  en el fondo, la eterna cruzada de los judíos inferiores contra los judíos de primera clase o, si queréis, la venganza que toma el rebaño de todo cordero distinguido —agnus dei—, ¿Qué otra cosa fue la tragedia del Gólgota? En tercer lugar, porque sólo los pueblos saturados de Viejo Testamento y de sangre judaica pueden pasarse la vida berreando: ¡somos pueblo elegido; aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro! 

Si conociera Hitler estas sentencias de Juan de Mairena, revisaría su modesto arbusto genealógico para encontrar la verdadera razón de su fervorosa o intransigente ariofilia, porque de los arios debe saber Hitler aproximadamente tanto como su compadre Mussolini.


Antonio Machado
La Vanguardia, 1 de septiembre de 1938








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