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2878. El miliciano Arturo de la Rosa, de las Juventudes Unificadas

El miliciano Arturo de la Rosa (Fotografía de Vicente López Videa/Mundo Gráfico)



Las tres heridas de un miliciano de la Juventud Unificada 

En uno de los frentes de la Sierra, donde tantos milicianos se han destacado de modo brillante por su arrojo, cayó herido el soldado popular Arturo de la Rosa perteneciente a la Juventud Unificada.

Desde el mismo sábado 16 de Julio, en que se inició la sublevación militar, está el joven miliciano al servicio del Gobierno de la República. Fueron aquellas en que la rebelión se iniciaba unas horas angustiosas, de hondo dinamismo organizador, durante las cuales la Juventud Unificada —destacada por su heroísmo el primer momento—, sin perder la serenidad, trabajó de modo incansable y certero para lograr la conjuración del peligro de aquellos momentos. Corrían los más encontrados rumores,  las más opuestas y absurdas profecías, lanzadas a volar por los que también en la retaguardia ejercen su ofensiva de «paqueo» fabricando y echando a volar el rumor, y los jóvenes milicianos, con un estupendo sentido de guerrilleros eficaces, adoptaron una serie de medidas que más tarde, en el momento oportuno de su ejecución ofrecieron un magnífico resultado.

Con la Juventud Unificada —nervios de acero, arrojo reflexivo, decisión inquebrantable de vencer—estuvo Arturo de la Rosa desde el primer fomento. La noche de aquel sábado inolvidable y todo el día siguiente los pasó el joven miliciano acuartelado en la Casa de Campo a la expectativa de los acontecimientos que se iniciaban y que luego habrían de cristalizar plenamente en la sublevación de algunos cuarteles de Madrid, en la mañana del lunes. A sofocar uno de aquellos focos acudió Arturo de Rosa enrolado en un batallón de Milicianos formado por la Juventud. Fueron aquellas seis horas de combate peligroso, de lucha heroica, sin un desmayo, hasta lograr la rendición de los cuarteles del Campamento de Carabanchel. Luego, dominado aquello, el soldado popular partió para la Sierra, en uno de cuyos frentes, en la línea de mayor peligro, ha sido herido hace pocos días por tres balas de ametralladora. 


*


Todo esto nos lo han contado algunos camaradas y amigos del heroico miliciano, porque él, a quien hemos ido a ver a su casa, donde convalece de sus heridas, no quiere hablar del asunto. 

Se escuda en su deseo de pasar inadvertido, en su inapetencia de publicidad, en un propósito insobornable de quitarle importancia a su gesto y a su gesta. 

—Lo que hagamos nosotros—nos dice—apenas tiene importancia, porque esa es nuestra obligación. Es a la organización a que pertenezco a la que corresponden los méritos que podamos contraer sus miembros. Ella es la que organiza, la que ordena, la que lucha. Hable usted de la Juventud Unificada; el mío es uno de tantos casos de los que a diario ofrece en el campo de lucha esa Juventud, a la que pertenezco con orgullo. 

Lo que para Arturo de la Rosa apenas tiene importancia es nada menos que todo esto, sacado del laconismo frío de un parte oficial, surcado, sin embargo, por río hondo y ancho de emoción: tres heridas graves de ametralladora: una en la rodilla, otra en el hombro izquierdo y otra en la cabeza, que necesitarán muchos días para curar definitivamente, si es que no dejan al final la impronta imborrable de una imperfección física. Tres heridas sufridas en el frente, cuando sin hacer caso de la lluvia de balas enemigas se disponía a tomar un coche con otros compañeros, después de haber establecido un arriesgado y eficaz servicio de alambradas.

—El mejor librado fui yo —nos dice Arturo de la Rosa, insistiendo en quitar importancia a su actuación—. Dos camaradas cayeron allí para siempre. Y otros cinco fueron heridos de consideración. 

—¿Recuerda usted cómo fué aquel ataque del enemigo? 

—No. Caían tantas balas en aquel momento, que no pude darme cuenta del lugar de donde venían las que me hirieron. De lo que pasó después, tampoco puedo acordarme, porque hasta que transcurrieron muchas horas no recobré el conocimiento. Cuando esto ocurrió estaba ya en la sala número 21 del Hospital Provincial. 

Por cierto —continúa— que ahí sí que tiene usted un motivo auténtico para el elogio, en la labor callada y magnífica que desarrollan las camaradas del Comité de nuestro Radio, dirigidas por la camarada María Aviñó, que hace unos días marchó a Zaragoza. Esas mujeres abnegadas están haciendo por el triunfo de la República, en la retaguardia, una labor tan admirable como la de los milicianos de la vanguardia.

Después de esto, el joven miliciano se escuda en un silencio que quiere hacer definitivo. Una nueva guerrilla de preguntas consigue arrancarle estas nuevas palabras: 

—Si por algo me duelen estas heridas es porque me impiden regresar al frente. Aun con ellas quise, hace unos días, unirme a la columna agregada al Batallón de Acero, que partió para la Sierra; pero los médicos no me dejaron. Habrá que tener paciencia y esperar. 

Y al decir esto, Arturo de la Rosa mira al fusil, inactivo en un rincón de su casa, con ojos melancólicos. 


Mundo Gráfico, 12 de agosto de 1936






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