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2874. El miliciano Romualdo Fernández Egocheaga

El miliciano Romualdo Fernández Egocheago, en su domicilio (Fotografía: Vicente López Videa/Mundo Gráfico)


Cinco días sin comer y sin agua, escondido bajo unas ramas. El soldado popular había reservado una bala para suicidarse, antes que caer en manos del enemigo. 

Estampa familiar 

He aquí una familia totalmente movilizada: el padre —Eladio Fernández Egocheaga, ex diputado socialista por Sevilla, toda una vida al servicio de los trabajadores—, en los distintos frentes de combate, con misiones difíciles y delicadas: la madre, ofreciendo su sangre para transfusiones en beneficio de los heridos; las dos hijas, en los hospitales de sangre, y el hijo... El hijo se ha hecho carne de romance miliciano y merece capítulo aparte. Escuchas, y que el mismo nos cuente su aventura.


Copados por el enemigo 

El hijo, Romualdo Fernández Egocheaga, un mozo espigado y fino, que aún no debe haber cumplido los veinte años, está en la casa paterna, casi imposibilitado, en un sillón, después de la odisea. En los paréntesis que le permite el continuo desfile de camaradas que acuden a interesarse por su salud y nos hace el relato de sus penalidades.

—Yo me inscribí en las Milicias— nos dice— el sábado día 18, y el 21 me destinaron al frente. Conmigo iban, y resultaron heridos en el ataque, Enrique Puente, el organizador de las Milicias socialistas, ascendido a oficial hace unos días; el periodista Federico Ángulo, y otros varios. El miércoles, en unión de treinta milicianos al mando de un teniente, fui destinado para ocupar un puesto de la vertiente. 

A poco quedamos aislados, a varios kilómetros, del resto de las fuerzas leales. 


 Cuatro días angustiosos 

—¿Qué hicieron ustedes entonces?

—Enviamos varios emisarios al frente, para que nos mandaran víveres y agua. Así, en esta incertidumbre, pasaron cuatro días terribles. que a nosotros se nos hicieron otros tantos siglos. El domingo, ante lo desesperado de la situación, el teniente nos arengó: 

—El único modo de salvar la vida está en un repliegue. Vamos a intentarlo... 

La respuesta a nuestro deseo —estábamos hambrientos, muerde sed—, fué el tac-tac nervioso de una ametralladora de los rebeldes. 


Solo entre los rebeldes 

—A muy  pocos metros de donde estábamos se veían ya, claras, las siluetas de los rebeldes. Llegaban dando grandes gritos, con un aire jubiloso de cazadores satisfechos. Intentar la salvación era cosa de segundos. Un instante de duda o de nerviosismo podía dar al traste con pequeño tanto por ciento de probabilidades favorables. Dándome cuenta de esto, con la celeridad de un relámpago, formé mi plan. Y como lo pensé, lo hice: con el machete corté rápidamente varias rama del árbol próximo y me cubrí con ellas, acurrucándome, debajo una manta. Los facciosos rozaron mi escondite, buscando a los supervivientes; pero no lograron dar conmigo. Esto me salvó, porque al rato escuché una descarga cerrada. 


La noche triste

—¿Cuánto tiempo estuvo usted escondido? 

—Doce horas. Hasta que llegó la noche. Figúrese usted mi situación, después de casi cinco días de no comer ni probar el agua. De madrugada abandoné aquel refugio y eché a andar a campo través. Apenas si podía orientarme. En las cartucheras llevaba cuatro peines de balas, y reservé una, la última, para suicidarme, en el caso de que me descubriera el enemigo y se me agotaran en la lucha. Después ...

A partir de aquí, el relato del joven miliciano toma aires de pesadilla. Como en un sueño, recuerda aquellos momentos en que, convertido en  una sombra furtiva, se fué guiando por el instinto, en la noche serrana pespunteada de disparos, bajo un cielo alto y frío, espolvorea

—Toda la noche andando y parte de la mañana. Hasta que logré llegar a una majada de pastores, junto a Cardoso de la Sierra, en la provincia de Guadalajara. Llegué, ¡figúrese. usted!, con los pies destrozados, sin alpargatas, con el «mono» hecho jirones. 

Egocheaga, con orgullo, coloca a su relate este remache: 

—Iba casi desnudo. Pero llevaba el machete y el fusil... 


Los pies inmóviles 

El resto ya le fué relativamente fácil. En Cardoso de la Sierra le curaron de primera intención las heridas abiertas en la angustiosa caminata. Desde allí, en un borriquillo que le prestaron, pudo llegar a las líneas gubernamentales. Y ya está en Madrid, al lado de los suyos aguardando que le den de alta para... 

—Para irme otra vez a la Sierra, sí, señor— dice: con un acento de firmeza que nadie esperaría en sus años. Y luego se mira los pies inmóviles, con ojos melancólicos y desesperados. 


Mundo Gráfico, 5 de agosto de 1936







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