Una carroza blanca traslada al cementerio a Encarnita Luna, la niña muerta por un bombardeo franquista en Fuensalida |
Las víctimas inocentes
Un periódico de la mañana recogió días
pasados esta noticia que tiene un hondo patetismo y un valor espartano de
heroicidad: «El jefe de Correos de Fuensalida (Toledo) envió ayer a la
Dirección General de Correos el siguiente despacho, demostrativo de la valerosa
abnegación con que los funcionarios de este republicanísimo Cuerpo, como sus
hermanos de Telégrafos, luchan por la República, contra la criminal rebelión:
«Aviación fascista esta tarde arrojó una bomba sobre el edifico de Correos,
sepultando a mi hija y destrozando el edificio. Ante crimen tan horrendo, sólo
pido que compañeros de ésa libre servicio acompañen el cadáver, que en estos
momentos se traslada a la Dirección General y se embalsama. ¡Viva la
República!»
El telegrama venía sin firma. El
funcionario de Fuensalida la había omitido deliberadamente, porque todos los
miembros de Comunicaciones rehuyen la publicidad de sus heroísmos
individuales para hacerlos recaer sobre la colectividad.
El cuerpecito destrozado por la
metralla fue conducido inmediatamente a Madrid. Y allí, en Fuensalida, en el
lugar mismo de la tragedia, siguió el padre, con el corazón retorcido por el
dolor, cumpliendo su deber de funcionario heroico.
Pero el ministro de Comunicaciones le
ordenó que regresara a Madrid para que pudiera acompañar al cadáver de su
hija hasta el momento de darle sepultura.
*
En un salón del palacio incautado por el
Sindicato de Carteros está expuesto el cadáver de la niña muerta por la
metralla fascista. Junto al ataúd, pequeño y blanco, el dolor paterno cuaja en
lágrimas silenciosas. Aun está viva en sus ojos la horrible visión de
pesadilla, la casa en escombros humeantes, y entre ellos, los cuerpecitos de
sus tres hijos pequeños.
—Aquella tarde —nos dice el infortunado
jefe de Correos de Fuensalida, don Juan Luna Moreno— había ido al pueblo uno de
mis hermanos, que ha estado en la columna que mandaba el coronel Puig. Había
ido con el propósito de traerse a Madrid a Encarnita, la hija que ha perdido
para siempre.
La niña estaba preparando sus cositas,
porque media hora después salía el coche que había de traerla, cuando llegó un
avión faccioso. Era la primera vez que volaba sobre Fuensalida. Soltó ocho
bombas. Una cayó sobre la casa de Correos. Tres hijos míos estaban allí.
Encarnita, de nueve años; otra hermana menor y el pequeño, de tres meses, en la
cuna. La casa quedó convertida en un montón de escombros. Yo, que estaba en la
calle y me había tirado al suelo al oír la primera bomba, corrí hacia mi casa.
En el camino me encontré a la niñera del pequeño. «¡Mis hijos, mis hijos! ¿Qué
ha sido de mis hijos?». «Están muertos», me dijo la niñera. Como un loco busqué
entre los escombros. Dos viguetas cruzadas habían formado un hueco sobre la
cuna del pequeño, y por esto pudo salvarse milagrosamente. La niña menor, de
tres años, había salido en aquel momento a la calle; también se había salvado.
Pero Encarnita... A Encarnita, después de un largo rato de búsqueda afanosa
entre los escombros, la encontramos destrozada.
El infortunado padre no puede continuar el
relato, porque el dolor le atenaza la garganta. Y da pena ahondar en su pena
con nuevas preguntas. Junto a él, destrozado está el cuerpo de la niña, víctima
de la metralla fascista. Con una insospechada serenidad en la boca, florecida
de dos pétalos morados junto a los ríos sangrientos de las heridas. La boca que
se cerró para siempre una tarde que ha de cuajar en romance popular, cuando se
abría frente al espejo infantil, cantando las estrofas ingenuas que la bomba
segó en la mitad del camino:
Tengo una muñeca
vestida de azul
En el cielo sin nubes de los niños hay ya
un coro de muñecas, vestidas de azul, para entregar a Encarnita la palma del
martirio.
A.O.S.
Mundo Gráfico, 30 de septiembre de 1936
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