Lo Último

2947. Jueves, 14 de diciembre de 1939

Esta mañana, al entrar al puerto de Montevideo, pasamos a pocos metros de distancia del acorazado alemán Graf Spee. Hacia su proa veíase claramente la estructura perforada, un gran hoyo que ahora dejaba pasar la luz, por el camino abierto ayer por un proyectil. Grandes rasgaduras en la superficie de su blindaje, varios impactos en la línea de flotación, destruido el puente de mando y uno de sus aviones, desprendida la cola, dañado su fuselaje. La cubierta llena de marinos (dicen que son más de mil) de blanco impecable; al pasar nuestro barco, el Formosa, agitaban manos y gorras, saludándonos. Con alegría, no parecían enemigos. Alguien dijo que ayer, treinta y seis murieron y que los heridos eran más de sesenta. Hace apenas unas horas debían estar al lado de los cañones, en medio de las voces de mando, mientras a su lado caía el compañero, el amigo. Deben haber visto nuestro barco durante el combate con los tres cruceros británicos: el Exeter, el Achilles y el Ajax, que era nuestra escolta. Ellos estaban en guerra. Nosotros no. La nuestra ya había terminado.

Ayer por la tarde, estábamos jugando en la cubierta superior cuando la alarma rompió la paz con su sonido estridente. Creo que nadie se asustó. ¿Cómo asustarse con ese cielo tan azul, con ese silencio del mar, con esa costa tan cercana, con ese mundo nuevo que ya se tocaba con las manos? La guerra la habíamos dejado atrás, atrás también esos primeros días de la travesía, desde Le Havre hasta Casablanca, en un convoy –barcos chicos y grandes– acompañados por unos buques de guerra que nos pasaban, que nos esperaban, que nos volvían a pasar, incapaces de ponerse al ritmo, a la velocidad de los barcos más pequeños. En Casablanca ya nos dejaron solos. Se dijo que no tan solas, que el Atlántico aun era peligroso, podía haber submarinos acechándonos y nuestro barco era francés y Francia estaba en guerra.

Los dos cañones de nuestro barco parecían un poco ridículos, quizás eran de la guerra pasada. ¡Ha habido tantas guerras pasadas! Mientras atravesamos el Atlántico, por aquello de los submarinos, permanecieron siempre a la vista, igual que las barcas de salvamento que colgaban de sus soportes, hacia fuera de la cubierta, listas para ser lanzadas al agua al menor peligro.

Al acercarnos ya a las costas de Brasil, a su verdor inesperado, parece que nos sentimos seguros: los cañones se taparon con lonas, las barcas volvieron a su lugar de reposo y las cuerdas con las que las amarraban se iban llenando de nudos.

Me gusta el mar. También le tengo miedo. Soñaré muchas veces que muero en el mar. Llevo puesta la pulsera de nácar que me compré en le Havre con los francos que me dio en París mi abuelo, creyendo que en Chile podría necesitarlos. Pero cuando entre con Lucas [Luís Pérez Infante] a esa tiendecita y compramos el barco que él quiso regalarle a Neruda, yo vi la pulsera y me enamoré. El nácar viene del mar, el mar está en la infancia junto al abuelo y la pulsera será mía: él me la regaló sin saberlo. La compré, y entre el barco y la pulsera, lo gastamos todo. ¿Para qué, el dinero? ¡Éramos jóvenes!

La alarma no paraba. Se añadieron voces. Había que buscar los salvavidas, reunirnos en nuestros puestos, frente a la barca que se nos asignó en los ejercicios de salvamento. Tomábamos conciencia. Además del cielo sin nubes, además del sol, se escuchaban los cañonazos; muy cerca de nosotros y de la costa uruguaya, de la que aún no conocíamos sus nombres. Punta del Este, Punta Ballena, Piriápolis. No pudimos saber que, desde la costa, otras personas, sorprendidas como nosotros, también presenciaban el desarrollo del combate, también miraban el humo de los fogonazos, oían hablar a los cañones, dejaban de ver por momentos los buques ocultos bajo espesas cortinas de humo.

Poco a poco la información. Que el barco ese que veíamos bastante cerca era un acorazado alemán, el Graf Spee, que por varios meses navegaba, como corsario, por estos mares y que había apresado a varios mercantes aliados. Que los otros tres eran cruceros británicos tratando de darle caza y que debían acercarse peligrosamente a él, ya que sus cañones eran de menor alcance. Nosotros estábamos más cerca, pero ¿ qué protección esperar de nuestros débiles cañones?

Apresuradamente se sacaban las lonas que los cubrían, apresuradamente marineros cortaban con navajas los nudos que ellos mismos hicieron para amarrar las barcas... Nuevas órdenes. Todos debíamos ir a la parte del barco sin ver al enemigo, creo que a estribor, era el mandato. Algunos obedecieron: por los niños, por sensatez, por miedo. Otros seguimos mirando. La curiosidad, la inconciencia tal vez, la incertidumbre de estar ante algo que no nos estaba destinado contemplar.

El sol desapareció, la oscuridad se encendía con las explosiones, con las llamaradas, con gritos que no se escuchaban. Después silencio. Tan sólo unos reflectores iluminando la costa, queriendo encontrar al enemigo que se escapaba, ya cerca de la entrada al Río de la Plata, puerto seguro ofrecido a su desamparo.

No se parecía a los bombardeos de Barcelona. En realidad, no daba miedo. Sólo sorpresa, estupor, lejanía. Faltaba el ruido de los aviones y la duda, mientras el ruido se acerca de si vendrán directo a nosotros. No escuchábamos el silbido de la bomba que viene cayendo y que mientras silba puedes saber que no ha caído todavía y que quizás, quizás, todavía puede ser para ti. Y que cuando cae sabes que esta vez no fue pero que puede haber sido para alguien que conoces y que aún habrá otra más, y otra más.

No sé qué hora es. Esta noche de inesperados resplandores Alejandro no estará de humor para hablarnos de las estrellas. Será la penúltima noche. El Viernes llegaremos a Buenos Aires y de ahí, el tren a Santiago. ¿Dónde quedarán los cielos profundos, las constelaciones. Tauro, las Pléyades, Aldebarán, Orión, y Géminis. El brillo de Sirio, la emoción contenida al ver, por primera vez, la Cruz del Sur….

Presencia de estrellas que ya no existen… extraños conceptos, años, luz, infinito, la nada, ¿acaso seremos nosotros sólo un reflejo? ¿cuánto tiempo durará nuestra luz?

No sé la hora porque hace días tiré mi reloj al fondo del mar. Después de marcar muchas veces decidió pararse. No puedo saber que aún me quedan muchos relojes que comprar. Me gustó verlo hundirse y saber que se quedaba en ese mar, ya vacío del tiempo, en el camino que me conducía a mi nuevo mundo, a una nueva vida. O que me alejaba de mi nuevo mundo, de una vida que pudo haber sido mía, y que ya no lo sería.


Rafaela de Buen (*)
Teselas para un mosaico, 2004


(*) (San Sebastián, 1921 - Santiago, Chile, 2016). Hija del catedrático Rafael de Buen y de Francisca López de Heredia. Nieta de Odón de Buen, fundador del Instituto Español de Oceanografía. Durante la Guerra de España, fue enviada por sus padres a Barcelona. Se adhirió a la Unión de Muchachas en 1938 con el fin de atender heridos, especialmente de las Brigadas Internacionales. Trabajó en el Ministerio de la Defensa. Militante en el Partido Socialista Unificado. Al caer Barcelona va a Francia. Llega exiliada a Chile a bordo del barco Formosa en diciembre de 1939, procedente de Le Havre. En Chile trabajó un tiempo en la Universidad de Chile en la Comisión de Cooperación Intelectual. Autora de los libros: Días cálidos y azules y Teselas para un mosaico.


La fotografía ha sido tomada de: http://rafaeladebuen.blogspot.com/







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