El muchacho —tiene veinte años— llega azorado y encogido. No
es para menos. Lo que este joven moreno, de frente despejada y facciones
enérgicas tiene que decir, es algo grave. Aun teniendo sus años, el lanzar el
substantivo que a él le bulle en el pensamiento encoge el ánimo. Acaso dentro
de unos años —cuatro, cinco— lo proclame a voces por cafés y salas de
redacción; luego, si es verdad, no será necesario que lo diga; lo dirán por él.
Lo difícil es decirlo ahora, cuando todavía no lo sabe nadie más que él, cuando
puede —¡ay, Diosl—estar equivocado. Por todo esto, que confusamente sabe o
intuye, Miguel Hernández se presenta azorado y encogido.
Nosotros le estamos mirando con simpatía, y como vemos
asomar por el bolsillo de su americana unas cuartillas, alargamos, sonriendo,
la mano para que nos las entregue.
El muchacho tiene un momento de vacilación.
—Yo...
—Ya, ya comprendo. Usted trae una informacioncita. Y ahora siente
cortedad. ¿No es eso?
—No. Precisamente eso, no. Yo... En fin; yo soy poeta.
Esta sencilla, esta inesperada y bella palabra nos ha llenado de
perplejidad. Porque no estamos preparados para enfrentarnos, así, sin más ni
más con un poeta. Claro que a él, al poeta, le ocurre lo mismo: se encuentra
en idénticas circunstancias y, además —esto debe ser atroz— tiene que
confesar su lírica condición. Miguel Hernández se ha puesto en pie, ha
sacado las cuartillas del bolsillo y nos las pone delante resueltamente.
Cuando un joven de veinte años alarga así sus primeras cuartillas,
hay que tomarlas y leerlas.
Pues no están mal los versos. Y por si en este joven hay un poeta
de verdad, inquirimos detalles de su vida.
—Mi padre es pastor de cabras en Orihuela, y lo mismo fui
yo desde los catorce años. Antes fui a la escuela, donde aprendí a leer y
escribir. Lo primero que leí fueron novelas de Luis de Val y Pérez Escrich.
También he leído el "Quijote".
Le alentamos con la atención. No queremos preguntar nada para que
él diga todo lo que tiene tan pensado, tan escogido. Toda su verdad
interior.
— Miró es el escritor que más me gusta y el que acaso haya
influido más en mí,
¡Miró! El maravilloso poeta de la mirada serena y la prosa de
filigrana, de volumen, de carne, de luz y sol y viento.
Esta admiración por el gran escritor levantino aun capta más
nuestra simpatía.
—He leído a Góngora, Rubén Darío, Gabriel y Galán, Machado y Juan
Ramón Jiménez. El que más me gusta es Juan Ramón.
Los primeros versos los escribió a los diez y seis años y pudo
publicarlos en revistas de Orihuela. Está en Madrid desde diciembre. Y ha
venido a luchar.
Sólo por sus admiraciones —Miró y Juan Ramón— se le puede juzgar
con toda cordialidad. Pero es que, además, el joven Miguel Hernández es
despierto, rima con gran facilidad y apunta un fino sentido lírico, que si
logra cultivarse ha de dar a su tierra levantina motivos de satisfacción y
orgullo.
Yo sé mirar hacia el hondo zafir
donde una lumbre se pone a temblar
y sé pensar y llorar y sentir...,
pero no sé ni escribir ni explicar.
Este es el hombre. Tiene lo que no se compra; le falta lo que se
puede adquirir. Porque sinceramente creemos que puede ser, le asomamos a
nuestras páginas con la esperanza de que el Ayuntamiento de Orihuela o la Diputación alicantina le tiendan la mano, le ayuden a estudiar, a prepararse
para "ser".
F.M.C.
Estampa, 20 de febrero de 1932
Estampa, 20 de febrero de 1932
Fotografía de Llompart
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