Lo Último

2994. El frente




Le oí decir a un corresponsal extranjero: «Con esta pandilla de la no intervención las cosas se han movido de Madrid a Valencia. Claro que todo depende de si Madrid resistirá o no -he oído decir que los nacionalistas van a reanudar su ofensiva contra la carretera de La Coruña-, pero nosotros tenemos que estar en contacto con el gobierno de Valencia».

Era verdad: Madrid estaba en guerra, pero Valencia estaba en el mundo. El trabajo laborioso de reorganización administrativa y el tráfico diplomático se habían impuesto; era necesario, aunque alimentara a parásitos. Sin embargo, yo no podía convertirme en una parte de ello sin perder los últimos restos de mi fe. Tenía que volver a Madrid. Quería tener una parte en el manejo de la propaganda extranjera, pero desde allí. Significaba que tendría que aprender cómo ejercer influencia sobre el mundo exterior, convirtiendo lo que para nosotros era vida y muerte desnudas en materia prima para la prensa. Significaba también que tenía que volver a Madrid, no en oposición a los «conductos oficiales» del Departamento de Prensa, sino en armonía con ellos.

Esto último era lo más difícil de resolver dentro de mí mismo. Me revolvía contra ello, aun creyendo en el diagnóstico de Ilsa: se sentía completamente desamparada al pensamiento de tener que volver a enfrentarse con las autoridades españolas, ella, sola, a la cabeza de una oficina clave, sin el conocimiento más mínimo de las regulaciones oficiales. Y quería que fuera yo esta figura y que la ayudara a coleccionar los hechos que ella misma iba a suministrar a los periodistas en busca de material. Me parecía que valía la pena hacerlo. En Valencia me había sumergido en la lectura de periódicos extranjeros y me había forzado a observar sus métodos de información. Ilsa confiaba en que Julio Álvarez del Vayo, con su experiencia periodística, vería claramente su punto, pero a la vez estaba muy en dudas si la amistad del ministro hacia ella sería bastante para contrarrestar el odio venenoso que me tenía el jefe de prensa. Yo era escéptico, pero estaba dispuesto a dejarla intentar su acción.

De repente todos los obstáculos desaparecieron de la noche a la mañana. Estaba esperando en una antesala del ministerio cuando Ilsa salió de tener una entrevista con don Julio, con una expresión vacante que le sentaba extrañamente, y me dijo que Rubio Hidalgo nos esperaba a los dos. Nos recibió con mucho cariño y me dijo que me mandaba a Madrid como jefe de la censura de prensa extranjera, con Ilsa como mi segundo. Ignorando mi asombro, continuó suavemente con los detalles; se nos aumentaba ligeramente el sueldo; se nos pagarían los gastos de estancia; y no había mucho más que decirme; yo ya conocía los trucos mejor que nadie e Ilsa parecía haber embrujado a los periodistas extranjeros en una actitud constructiva, sólo que tendría que protegerla de un exceso de afectuosidad e indulgencia a las que era muy inclinada. Estaba bien que hubiera entrado en el despacho con mi cara oficial porque no podía comprender el cambio. Ilsa parecía conocer algo de lo que había pasado detrás de las cortinas, porque charloteó con una animación estudiada, mencionó de pasada que estaba contenta de que Rubio hubiera realizado lo impracticable de su plan de mandar sus censores de Valencia a Madrid por turnos mensuales, y al final expresó su preocupación por el nombramiento del comandante Hartung. ¿Es que iba a ser nuestro jefe o un oficial de enlace con el Estado Mayor?

¿Quién diablos era aquel comandante Hartung?


Ese hombre no tiene nada que hacer con ustedes -dijo Rubio-. Usted, Barea, tiene la responsabilidad del servicio en Madrid junto con Ilsa y los dos van a trabajar bajo mí directamente. Estoy seguro de que lo haremos aún mejor que antes. Yo le voy a mandar paquetes de comida y las cosas que necesiten. Y ahora lo siento, pero tienen ustedes que salir para Madrid mañana mismo.

Todo estaba arreglado: el coche, las raciones de petróleo, los salvoconductos, los papeles del ministerio, hasta cuarto reservado en el Gran Vía. No podía ser que siguiéramos durmiendo en camas de campaña en la oficina.

Necesitábamos descansar. Esta vez el trabajo se haría funcionar «sobre ruedas». Le di todas las contestaciones que esperaba de mí. Me dio unos golpecitos en el hombro y nos acompañó a la puerta deseándonos buena suerte.

Ni aun Ilsa sabía exactamente lo que había pasado, pero al menos había cogido un hilo en aquel enredo: un austríaco, llamándose a sí mismo «el comandante Hartung», había aparecido en la Telefónica el día de Nochebuena, mandado a Madrid con coche oficial para alguna misión indefinida. Había hablado profusamente de la necesidad de una oficina de prensa militar, colocándose él mismo en el papel de oficial jefe de publicidad con el Estado Mayor de Madrid, haciendo hincapié en sus inmensos conocimientos periodísticos y presumiendo de su amistad con el ministro. Ilsa le había considerado un presuntuoso divertido y no le había tomado en serio. Ahora estaba en Valencia, al parecer a punto de ir a Madrid con un nombramiento en su bolsillo de algo relacionado con la prensa. Rubio Hidalgo había visto en él una amenaza para su propia oficina y había echado mano de nosotros para enfrentarnos con él y resolverle el problema. Así, aunque sin ningún mérito por parte nuestra, el camino para nuestro trabajo juntos se había abierto de golpe.

El camino de Madrid a Valencia había sufrido cambios profundos en las cuatro semanas escasas que habían transcurrido desde que yo había pasado por él: había menos puestos de control en la carretera, muchos de los centinelas que ahora existían tenían un aire mucho más firme y revisaban nuestros papeles escrupulosamente. Los cruces de carreteras más importantes estaban en las manos de los guardias de asalto. Sobrepasamos bastantes vehículos militares y una unidad de tanques ligeros que iban camino de Madrid. El aire de los cerros era fresco y vigorizante pero al anochecer, cuando llegábamos a las llanuras altas, el viento mordía en la piel. Desde los altos de Vallecas los blancos rascacielos de la ciudad surgían de la oscura neblina que la envolvía y el frente retumbaba a lo lejos. Nuestro coche se lanzó cuesta abajo cruzando los pilares de cemento de las calles con barricadas y de pronto nos encontramos en casa: en la Telefónica.

Dos días más tarde los rebeldes lanzaron dos ataques, uno en Las Rozas contra la carretera de La Coruña, que era el contacto con El Escorial, y el otro en el sector de Vallecas contra la carretera de Valencia. Capturaron Las Rozas y penetraron profundamente en el borde noroeste de la ciudad. Una nueva avalancha de gentes en huida invadieron las calles y los túneles de las estaciones del metro. Las Brigadas Internacionales contuvieron la brecha abierta en Las Rozas. El Gobierno intentaba organizar una evacuación en gran escala de los combatientes a la costa del Mediterráneo. Oíamos el rugido creciente de la batalla a través de las ventanas de la Telefónica durante nuestras horas de trabajo, y a través de las ventanas de nuestro cuarto en el hotel, durante las escasas horas de sueño. Aquellos días eran días de hambre y de frío. Los camiones que llegaban a la ciudad traían material de guerra, no comestibles. Apenas quedaba carbón y los cartones que sustituían a los cristales rotos de las ventanas no defendían contra las heladas crueles. Un día, una manta espesa de niebla helada se tendió sobre la ciudad y apagó los ruidos. El bombardeo se suspendió. La ofensiva estaba rota. Fue únicamente entonces cuando miré a mi alrededor y comencé a darme cuenta de las cosas.

Mientras había estado ausente, los periodistas extranjeros habían tomado como garantizado que la oficina de censura no era sólo para censura, sino para ayudarlos a ellos personalmente. Gente de las Brigadas Internacionales iban y venían, nos mostraban sus cartas y charlaban un rato con gentes que hablaran su idioma. Corresponsales que no tenían ayudantes que se encargaran de recogerles material venían y cambiaban impresiones e información con nosotros. Nuestra oficina proveía a los recién venidos con cuarto en el hotel y con vales para gasolina. Ilsa había establecido relaciones oficiales con Servicios Especiales, un departamento de la policía militar que a petición nuestra daba salvoconductos a los periodistas extranjeros para que visitaran algunos sectores del frente. Los comisarios políticos de las Brigadas Internacionales nos visitaban como cosa natural y nos suministraban información que podíamos pasar a los periodistas.

El general ruso Goliev, o Goriev, que estaba agregado al Estado Mayor del general Miaja como consejero, y a la vez como jefe de los destacamentos de tanquistas y técnicos rusos enviados al frente de Madrid, mandaba regularmente por Ilsa en las madrugadas y discutía con ella los problemas corrientes de prensa. Su apreciación por el trabajo de ella había fortalecido su posición precaria, y a la vez había neutralizado la enemistad de algunos comunistas extranjeros que la consideraban indeseable por su actitud crítica y por su independencia de ellos. Algunas noches, cuando el oficial ruso, infantilmente orgulloso de su puesto de ayudante del Gobierno, venía a buscar a Ilsa, me marchaba con ella.

El general ruso me perturbaba y me impresionaba. Era rubio, alto y fuerte, con pómulos salientes, los ojos azules frígidos, la cara una superficie de calma con una alta tensión debajo de la piel. No se interesaba por las gentes a no ser que se le forzara a considerarlos como individuos. Y entonces era seco en sus comentarios. Su español era bueno, su inglés excelente; su capacidad de trabajo ilimitada, al parecer. Era muy mirado y correcto en su trato con los oficiales españoles, pero rudo y frío en su discusión de los problemas españoles en las cosas que le atañían, las únicas que tocaba, es decir, militarmente. Vivía, comía y dormía en un cuarto que no era más que un sótano sombrío y húmedo. Allí fue donde vi al comandante de los tanquistas, un mongol con la cabeza prolongada como una bala de fusil, siempre con un mapa cubierto por celofán bajo el brazo, y a los oficiales de la embajada soviética; y Goliev se entendía con ellos rápida y -a juzgar por el tono- bruscamente. Después se enfrentaba con nosotros y concentraba toda su atención en los problemas de prensa y propaganda. Nunca intentó darnos órdenes, pero se veía claramente que esperaba que sus consejos se siguieran; al mismo tiempo aceptaba una tremenda cantidad de discusión y contradicción de Ilsa, porque, según dijo un día, conocía su trabajo y no era un miembro del Partido.

Todas las mañanas escrutaba los despachos de prensa censurados el día anterior, antes de que fueran enviados a Valencia por un correo del Ministerio de la Guerra. Algunas veces no estaba de acuerdo con nuestro criterio, y al decírnoslo, explicaba puntos de información militar valuables de los que deberíamos tener cuidado, pero en general su atención se centraba mucho más en las corrientes de opinión extranjeras que revelaban los corresponsales y mucho más particularmente los de los periódicos conservadores y moderados. El cambio de tono que se hacía notar en ellos, de una abierta animosidad hacia la República a una honesta información, le había impresionado. Mostraba una predilección por los sobrios artículos del New York Times escritos por el corresponsal Herbert Matthews y por los del Daily Express que escribía Sefton Delmer. Los despachos de este último le divertían tanto por su espíritu burlón bajo el que se disimulaba una finura de intención cuidadosamente dosificada, como por lo errático de su mecanografía. Pero hacia los informes mandados por corresponsales del Partido no podía evitar un absoluto desdén.

De vez en cuando Goliev tanteaba las ideas políticas de Ilsa, las cuales encontraba inexplicablemente tan próximas y tan lejanas a las suyas propias, y le llevaban a quedarse mirando a Ilsa como se contempla un bicho raro. Una vez, después de una de estas miradas, dijo:


No puedo acabar de entenderte. Yo no podría vivir sin mi carnet del Partido.

A mí no me hacía mucho caso; me había clasificado como un revolucionario romántico y emocional, bastante útil en un sentido, pero completamente irrazonable e intratable. No dudo que desde este punto de vista tenía razón. Era tan honesto y decente sobre ello que acabé aceptando sus maneras y correspondiéndole de una forma idéntica, con mi silencioso escrutinio de este nuevo ser, el oficial del Ejército Rojo, de ideas simples, fuerte, rudo, lejos de mi alcance. Me parecía un hombre caído de Marte. Era, poco más o menos, de mi misma edad y muchas veces trataba de imaginarme cuáles habían sido sus experiencias en 1917.

Unas puertas más allá en el mismo pasillo del subterráneo, y en un mundo absolutamente distinto, estaba el general Miaja. Las operaciones eran dirigidas por el Estado Mayor y él, nominalmente el comandante en jefe, tenía poco que decir en su planeamiento. Y, sin embargo, era mucho más que una figura decorativa. En aquel período, cuando el papel de la Junta de Defensa se había reducido y la nueva administración aún no funcionaba, actuaba como gobernador de Madrid y tenía en sus manos una gran parte del poder administrativo, aunque no hiciera gran uso de él. Tenía la cazurrería lenta de un campesino gallego que no quiere mezclarse en cosas más allá de su entendimiento, y sabía absolutamente su propio valor como un símbolo de la resistencia de Madrid. Sabía que estaba en su mejor cuando podía expresar los sentimientos de los hombres en las trincheras y en la calle, en las palabras crudas y rudas que eran su mutuo lenguaje; y estaba en su peor cuando se mezclaba en el juego de la política o de los problemas estratégicos.

Miaja era bajo, panzudo, la cara roja, la nariz larga y carnosa con unas gafas inverosímiles que convertían sus ojos en ojos de rana. Le gustaba beber cerveza tanto o más que beber vino. Cuando la censura de prensa extranjera, que ni entendía ni quería entender, cayó bajo su autoridad por la ley marcial y el estado de sitio, lo consideraba «como una pejiguera que le había caído encima». Con Ilsa, que escapó a su antipatía hacia todos los intelectuales por sus curvas y sus buenos ojos, nunca sabía cómo comportarse. A mí me trataba como un buen muchacho. Muchas veces disfrutábamos bebiendo juntos, maldiciendo juntos de intelectuales y políticos y compitiendo en el peor lenguaje cuartelero, en cuyo uso encontraba escape del florido lenguaje a que le obligaba su dignidad oficial. En tanto que «no le metiera en líos con esos fulanos de Valencia», estaba dispuesto a sostener las razones mías contra viento y marea dentro de su reino de Madrid.

El patio del Ministerio de Hacienda, en el cual estaba la entrada a los sótanos, estaba ahora limpio de los legajos que se amontonaban allí en los días de noviembre. Entonces, cuando se instalaron a toda prisa allí los servicios del Estado Mayor, se marchaba literalmente sobre un empedrado de documentos empapados de lluvia y hollín: proyectos económicos, borradores de presupuestos, planes de reformas de la contribución, certificados del Tesoro ya amarillentos y cruzados con sellos de NULO que habían perdido el color, miles de pliegos con estadísticas agrarias, recibos, instancias, minutas..., todo fechado cien y más años hacía. Era el contenido, con millones de insectos y ratas, de las bóvedas que ahora se habían convertido en habitaciones confortables, a veces hasta lujosas, protegidas de los bombardeos. En lugar de toda esta basura el patio ahora hormigueaba con autos, camiones, motocicletas y a veces un tanque ligero ruso que acababa de llegar de un puerto mediterráneo. El olor de moho y de nidos de ratas que aún se pegaba a las baldosas, a las que el sol nunca llegaba, se mezclaba ahora con un olor pestífero de grasa quemada, de petróleo y bencina, de pintura y metal calientes.

En el primer piso del feo edificio se habían instalado las oficinas del Gobierno Militar de Madrid, la Auditoría de Guerra y los Servicios Especiales. Estos últimos estaban en manos de un grupo de anarquistas que se habían apoderado de la abandonada oficina cuando la maquinaria gubernamental se había ido a Valencia. Nunca en mi vida he tropezado con una autoridad policíaca que tratara de una manera tan meticulosa ser justa y no abusar de su poder; y sin embargo, algunos de sus agentes eran primitivos y mal educados, con mucho del tipo de agente provocador, utilizando viejos y románticos métodos de espionaje con una brutalidad truculenta, extraña en absoluto a las ideas de sus jefes temporales. Pero éstos sabían imponerse.

El hombre que se entendía con las cuestiones relativas a extranjeros era Pedro Orobón, cuyo hermano había sido famoso entre los colaboradores del gran anarquista Durruti. Pedro era pequeño, moreno y delgado, con unos ojos inteligentes, tristes y amables en una fea cara de simio, con una sonrisa infantil y manos nerviosas. Carecía absolutamente de egoísmo, siendo un creyente ascético con un sentido de justicia incorruptible y ardiente que le clasificaba en el mismo tipo que ha dado a España un cardenal Cisneros y un Ignacio de Loyola. Franco, generoso y abierto a la amistad en tanto que fuerais de su confianza, estaba dispuesto a fusilar a su más íntimo amigo si le encontraba culpable. Era un sentimiento que se tenía constantemente a su lado; pero también se sabía que estaba dispuesto a pelearse con todas sus energías contra cualquier castigo que creyera injusto, que era incapaz de acusar a alguien antes de estar convencido de su culpabilidad, y aun así, antes de haber agotado todos los medios que pudieran servir para justificarle. Para él, un aristócrata tenía un derecho moral de ser fascista, porque su medio ambiente le había moldeado en un sentido determinado al que le era muy difícil escapar. ¿Fusilarlos? No. Pedro les hubiera dado un pico y una pala y les hubiera hecho ganarse el pan con las manos y los músculos pensando que era posible que la lección que les diera esta forma de vivir podía abrir sus mentes a los ideales del anarquismo. Pero un trabajador convertido en fascista, o un traidor pretendiendo pasar por revolucionario, no tenían redención posible y se sentenciaban ellos mismos. Tenía respeto por las convicciones de otros y estaba dispuesto a colaborar con todos los militantes antifascistas, Ilsa y él se tenían mutua confianza, yo era un amigo. Aunque él mismo trabajaba como una parte de la máquina de guerra sin atenuar sus ideas, le preocupaba mucho la participación en el Gobierno de anarquistas como ministros, porque temía las tentaciones del poder y el efecto que tendrían sobre sus ideales.

Muy pronto iba a tener ocasión de estar agradecido a la escrupulosa rectitud de Orobón. Hartung, el austríaco cuya vaga promoción había obligado a Rubio Hidalgo a mandarnos a Madrid a toda prisa, se había presentado con documentos que le acreditaban como un jefe de prensa del ejército en operaciones en el frente central. Se presentó desbordante de palabras y de entusiasmo y nos explicó sus planes: desde luego, él se las entendería con el Estado Mayor, nuestra oficina tendría a su disposición una caravana de automóviles y todo lo que se necesitara, se reorganizarían todos los servicios, y yo no sé cuántas cosas más. Cuando se le acabó el chorro, desapareció. Inmediatamente comenzamos a oír que andaba exhibiéndose en todas partes con un uniforme de comandante de artillería recién salido de la sastrería, haciendo discursos grandilocuentes e insinuaciones nebulosas, dejando a todo el mundo perplejo y desconfiado. Cuando enfrenté el asunto con Rubio Hidalgo en nuestra conferencia telefónica, me dijo que no me preocupara de él, que no era más que un loco y un granuja y que los papeles que exhibía carecían de valor. Al mismo tiempo, los periodistas comenzaron a hacer preguntas embarazosas sobre el tipo.

Algunos días más tarde se presentaron en la oficina dos agentes de la policía militar y preguntaron a Ilsa cuáles eran sus relaciones con un compatriota suyo que se hacía llamar el comandante Hartung; cuando yo intervine y les expliqué lo que había pasado nos dijeron que les acompañáramos los dos. En Servicios Especiales nos encontramos con nuestros amigos anarquistas desconcertados y preocupados, pero ridiculizando la idea de que estábamos detenidos, aunque, eso sí, no podíamos abandonar el edificio. Nos pasaron a un salón destartalado donde se estaba formando una colección de gentes a quienes se había visto hablando o alternando con Hartung: un agregado de la embajada soviética, el corresponsal de un periódico suizo, una periodista noruega y el profesor Haldane. El ruso se paseaba en silencio de arriba abajo, la noruega estaba asustada, y el profesor Haldane se sentó a una mesa de despacho y comenzó a revolver en los cajones. Encontró en ellos diplomas en blanco, firmados por Su Graciosa Majestad Alfonso XIII, y Haldane comenzó a llenar los blancos y a concederse títulos y nombramientos. Ilsa explicó a Hilda, una chica alemana que trabajaba como secretaria de Orobón, que aquel gigante panzudo, vestido con un chaquetón de cuero, era un hombre de ciencia famoso, un premio Nobel y un gran amigo de la República. Hilda le invitó azorada a pasar a su despacho. Salió Haldane al cabo de un rato, gruñón y malhumorado, y nos endilgó una larga arenga en inglés, el resumen de la cual era que no se habían dignado amenazarle con fusilarle en la mañana, sino que se les había ocurrido ofrecerle, de todas las cosas imaginables, ¡una taza de té!

De los comentarios reservados de nuestros amigos, saqué en claro que Orobón y sus colegas estaban resistiendo la presión del juez militar especial que nos quería meter a todos en prisión como sospechosos de complicidad con un espía extranjero. El juez, un oficial del ejército, masón, y con fuerte prejuicio contra socialistas y extranjeros, encontraba, como justificación de esta orden draconiana, que todos los que habían tenido trato con Hartung eran extranjeros con la única excepción mía. El jefe de Servicios Especiales se oponía a esta justicia sumaria contra gentes que habían probado su lealtad más claramente que el propio juez y contra periodistas cuyo único delito era haber encontrado a Hartung en el hotel. Al fin Orobón llamó por teléfono al general Goliev y dejó a Ilsa hablar con él. Después yo hablé brevemente con el general Miaja, quien me dijo que el juez era amigo suyo y que él no podía intervenir en materias judiciales, pero que de todas maneras iba a intervenir para que se aclarara la cuestión y no nos detuvieran más tiempo.

Cuando me hicieron pasar a presencia del juez tuve la sensación de haber caído en una trampa. En la habitación, un salón tapizado con brocado ya descolorido por los años, reinaba un coronel impecable entronizado en un viejo sillón forrado de rojo y cargado de dorados, detrás de una mesa enorme abarrotada de papeles, y al lado suyo, como secretaria, una muchacha muy guapa, perfectamente maquillada y peinada por manos profesionales, vestida con pantalones de montar. En tonos secos el juez me hizo una serie de preguntas, mientras la muchacha tomaba nota, con risitas guasonas intercaladas. ¿Cuáles eran mis relaciones con Hartung? Le conté que no lo había visto más que una vez en mi capacidad de oficial. El coronel estalló como si estuviera en el patio de un cuartel de caballería:


¡A mí no me venga con cuentos! ¡Usted está aliado con una manada de cochinos fascistas extranjeros! ¡Pero yo sé cómo entendérmelas con todos ustedes...!

Bien, el hombre agotó mi paciencia. Cuando le estaba gritando a pleno pulmón que él era un fascista enmascarado tras un uniforme, sonó el teléfono y el coronel comenzó a repetir como un muñeco de guiñol:


Sí, mi general... Naturalmente, mi general... A sus órdenes, mi general.

Me miraba mientras y veía claramente que a cada momento estaba más asustado del teléfono y de mí, que no aguardaba más que el teléfono callara para reanudar mi explosión. Cuando dejó el auricular, y antes de que yo hablara, comenzó a presentarme sus excusas, con las frases más escogidas: tal vez todo aquello no era más que un error, tal vez Hartung no era más que un lunático peligroso, un hombre que no ha dormido en toda la noche y que devora todo lo que le dan. «Hasta esa porquería de arroz que los milicianos comen», remató con una mueca de asco.

Después, el interrogatorio de Ilsa duró unos pocos minutos en los cuales el juez, ya repuesto de su susto, trató de hacerla declarar que Hartung había sido promovido a una posición clave por Alvarez del Vayo y Rubio Hidalgo, que tenían razones no muy claras para hacerlo. Para Ilsa fue fácil rechazar estas insinuaciones torpes. Haldane salió chasqueando la lengua, enfundándose en su chaquetón de cuero y encasquetándose el casco de acero, procedente de la última guerra, como si fuera el yelmo de Mambrino. La noruega estaba a punto de estallar en lágrimas. El ruso desapareció silenciosamente. Volvimos todos a la Telefónica. Se había terminado el incidente. Rubio Hidalgo estaba muy afectuoso durante días en nuestras conversaciones diarias: no había habido escándalo y todo se había arreglado bien. Sin embargo, yo sabía que sin la negativa de Servicios Especiales de meternos a todos en prisión sin más averiguaciones, y sin la intervención de arriba, hubiéramos podido ser entrampillados en un lío sin fundamento, pero peligroso, y triturados entre los engranajes de una maquinaria hostil a todo aquello por que luchábamos.

Me llamaron del hospital de sangre en que se había convertido el hotel Palace. Un miliciano herido quería verme. Se llamaba Ángel García.

Me quedé convencido de que Ángel estaba en peligro de muerte. En mis pensamientos le veía condenado, como todos los hombres sencillos de buena fe parecen condenados cuando la lucha es desigual. El día era sucio y nublado. El ruido de la batalla en el sector sur de la ciudad llegaba en ráfagas de viento frío. Me llevé a Ilsa conmigo, un poco temeroso de enfrentarme a solas con un Ángel moribundo.

Nos lo encontramos tendido boca abajo sobre una cama, salpicado de barro y de sangre seca, mal cubierto con una camisa hecha jirones. Pensé que era el fin. Volvió la cabeza y se echó a reír, los ojillos chispeantes de granujería. Un vendaje ancho y sucio le envolvía de la cintura hasta los muslos, y otro, el pecho a la altura de los omóplatos.


Bueno, ahora que han venido ustedes, esto está mejor. Aquí está Angelillo recién nacido, porque ha nacido hoy. Estos hijos de zorra de moros me han querido violar. Había visto casos de éstos en Marruecos y me dio una náusea. Pero Ángel estalló en risas. Sus dientes, que debían brillar en su cara color caoba, estaban más negros que nunca de tabaco.


¡Ca!, se cuela usted, don Arturo; no es por ahí. ¿Qué se ha creído usted de Angelillo? Es que esos tíos me han fusilado por el trasero, con perdón de Ilsa. ¡Y vaya un tiro de zumbas! Verá usted, la cosa ha pasado así: hicimos anoche un ataque contra un nido de ametralladora que nos estaba dando la lata y, claro, se liaron a rociarnos de balas que no nos podíamos despegar del suelo como si fuéramos lapas, con la cabeza metida en el barro, que todavía lo tengo pegado a los morros, ¿no? Pues así, y a pesar de que estaba apretado contra el suelo cuanto podía, una bala me pegó en el hombro, me rozó el espinazo y me atravesó un carrillo del trasero sin tocar más que carne. Ni un hueso roto. Bueno, si no me hubiera aplastado tanto contra el suelo, valiente que soy, me habrían hecho un túnel desde el hombro a los talones. Pero por esta vez se han quedado con las ganas.

Yo estaba atragantándome de risa un poco histérica. Claro, ¿qué otra herida podían haberle hecho a Ángel? La herida era como él. Ángel era indestructible. ¿Condenado? Tontería, estaba más vivo que yo. Apestaba a barro, a sudor, a sangre, a ácido fénico, pero estaba allí, guiñándome los ojos, pataleando sobre su tripa, contando el refugio que se había construido contra los morteros en su trinchera de Carabanchel, y qué borrachera iba a coger el primer día que saliera a la calle, porque el trasero no tiene nada que ver con emborracharse, ¿no es verdad? Ni con otras cosas tampoco.

Un muchacho muy joven, tendido en una cama opuesta a la de Ángel, comenzaba a irritarse con la verborrea de éste. Se lanzó en una tirada amarga y violenta. Le habían herido cerca del Jarama y su herida no era una broma. Su unidad, la brigada número 70, había sido mandada al frente sin apoyo alguno de los tanques y sin armas automáticas, nada más que porque ellos eran de la CNT, mientras que la brigada vecina, que era comunista, tenía de todo.

-Hemos atacado tres veces, compañero, y los fascistas nos han sacudido de firme. La tercera vez hemos cogido la posición, pero no nos hubiéramos quedado en ella si no hubiera sido por demostrar a esos granujas quiénes somos nosotros. Nos han jugado una mala pasada, pero ya vamos a saldarla un día a tiros con ellos.

Ángel se enfadó y torció la cabeza para enfrentarse con el muchacho:


Tú, ¡idiota! Yo soy un comunista y no dejo que se nos insulte. Si hay que andar a tiros, nosotros también sabemos zumbar.


Yo no me refería a ti, sino a los mandones vuestros. Los que pagamos siempre somos los pobres como tú y como yo y como muchos que se han quedado criando hierba.


Qué mandones ni qué ocho cuartos -replicó Ángel-. A mí no me toma el pelo ningún mandón. Ahí tienes lo que me ha pasado con mi capitán. Ha sido mi vecino por más de diez años y es más joven que yo; lo han hecho capitán y ahora empieza a hablar de la disciplina del Partido y de la disciplina del ejército, porque somos un ejército, dice, y de qué sé yo cuántas cosas más. Bueno, tiene razón, todos somos soldados ahora, pero a mí no me da la gana de dársela. Con que, empiezan a asarnos a morterazos y nos dice que dejemos las chozas que habíamos hecho y que nos metiéramos en la trinchera. ¿Y sabes lo que le dije? Que a mí no me enterraban vivo y que la trinchera es mala para el reuma. Y le dije: «Mira, tú, cuando te daba miedo el padre confesor ya era yo un socialista y un comunista, o lo que sea, y a mí no me mandas». Se me puso muy serio: «¡Cabo García!» y me dijo que me metiera en un refugio contra los morteros, aunque fuera en el mismo infierno. «Un refugio, ¿eh? Pues me voy a hacer uno.» Me cogí un montón de puertas de las casas en escombro y un montón de somieres. Dentro de mi choza puse las puertas de pie, derechas como si fueran vigas, quité el techo de la choza, y encima de las puertas de canto hice un techo de puertas tumbadas. Luego até los somieres para que no se escaparan y ya está. Bueno, mi capitán decía que me había vuelto loco.


¿Y no lo estabas, Angelillo?


¡Vamos! Parece mentira que usted no lo entienda. Es una cuestión de balística. Mire: ahora cuando un mortero me cae encima del tejado, mientras estoy durmiendo, pues cae sobre los muebles y bota. Y pasa una de las dos cosas; o explota en medio del aire, y a mí eso no me importa, o vuelve a caer y sigue botando como una pelota de goma hasta que se le acaba la cuerda y se queda durmiendo en un somier. Y ya está. Por la mañana lo único que hay que hacer es recoger el mortero y mandárselo a ellos otra vez. Como ves, para que aprendas, he obedecido a mi capitán, disciplina y todo el cuento, pero he conservado mi libertad y no me entierran vivo en la trinchera. Los otros han empezado a buscar colchones y puertas. Y ahora, ¿qué me cuentas de los mandones? Nosotros somos un ejército revolucionario. -Se retorció sobre su tripa-: ¡Eso para que hables de la carne de cañón!

Ilsa y yo no podíamos contener la risa cuando volvíamos a nuestra oficina:


A Ángel se le podría convertir en un símbolo como el Buen Soldado Schwejk -dijo Ilsa. Y me fue contando sobre el famoso libro del rebelde soldado checo que aún no conocía. Pero teníamos que seguir censurando despachos vacíos de sentido acerca de escaramuzas y bombardeos, escritos por gentes que no conocían a Ángel ni a los suyos.

¡Y cómo lo hacían!

Un famoso periodista inglés que acababa de llegar escribió una «historia humana» para el departamento de Londres de la agencia España. Contaba la historia de Gloria, una de las muchachas de los ascensores, que había mostrado un valor excepcional manejando el ascensor y evacuando gentes de los últimos pisos mientras los cascos de metralla caían sobre el techo del vehículo. Era una de las historias clásicas de la Telefónica, pero tuvo que describir a Gloria, que era rubia, como una morena de pelo endrino, con una rosa tras de la oreja «porque los lectores de Londres piden un poco de color local y no quieren que se les robe su idea de Carmen».

Mientras, el periodista estaba tiritando embutido en su gabán de lana... Herbert Matthews me alargó al mismo tiempo que una crónica la cuenta que quería pasar a su editor y que incluía los gastos por el tratamiento de sabañones; y para demostrarme que aquello no era una clave, me mostraba sus dedos amorcillados, llenos de úlceras, y con uno de ellos, un sabañón púrpura descaradamente instalado en la punta de su nariz melancólica.

Fue aquel mismo día cuando el doctor Normal Bethune, el jefe dictatorial de la Unidad Canadiense de Transfusión de Sangre, entró dando grandes zancadas, seguido de sus ayudantes, todos jóvenes y todos tímidos. Ilsa tenía que ir con él en seguida. En el piso donde estaban alojados habían encontrado un montón de documentos escondidos. Pero la mayoría estaban en alemán e Ilsa tenía que verlos. Se marchó con ellos y volvió horas después con un paquete de cartas y de fichas. El fichero era el de los miembros del Frente de Trabajo Alemán en Madrid: empleados de la Siemens Halske, la Siemens Schuckert, la AEG y otras grandes firmas alemanas. Las cartas eran la correspondencia entre mi antiguo conocido el abogado Rodríguez Rodríguez y sus amigos en Alemania; entre ellas estaba la fotografía que me había enseñado un día tan orgulloso, presumiendo de su sitio de honor entre los nazis. Ilsa tradujo la carta de un alto oficial nazi, en la que defendía a Rodríguez Rodríguez contra la crítica de que un católico no debía pertenecer al Partido. Aquello era una cosa natural, ya que Falange correspondía en España al movimiento nazi en las condiciones de la vida española. Una porción de viejos incidentes de mi vida anterior en la oficina aparecían ahora claros; aquello era parte del material que probaba la red que los nazis tenían tendida sobre España. Pero Bethune consideraba los documentos como su presa. En un uniforme de campaña inmaculado, sus cabellos grises rizados tendidos hacia atrás sobre su cabeza larga y estrecha, balanceándose ligeramente sobre la punta de los pies, estaba allí, reclamándolos como su tesoro. Él, en persona, se los llevaría a Álvarez del Vayo en su ambulancia del servicio de transfusión. Él no sabía nada del inquilino del piso. Cuando se instaló allí estaba vacío.

Regresé a la oficina perturbado por una hora de conversación con María. Me había pedido, con una ternura impresionante, que al menos saliera con ella un ratito todos los días, ya que tenía miedo de perder lo único que tenía valor en su vida. Se negaba a aceptar mi unión con Ilsa; volvería a ella; al final yo mismo vería quién valía más; no podía ser que yo estuviera enamorado de una extranjera o que ella lo estuviera de mí. Pero, aunque yo sabía que estaba desesperadamente sola, no era para mí ya más que una extraña que me llenaba de lástima. ¿Cómo terminar aquello?

En la Telefónica, Ilsa estaba tensa y excitada. Su marido había llamado desde París. Por una coincidencia desafortunada, nunca había recibido su carta desde Valencia en la cual le había explicado el fin de su matrimonio. En el teléfono lleno de atmosféricos, y en un francés exacto, Ilsa le había contado lo que le pasaba, porque no quería hablar con él ni un momento con pretensiones falsas; pero la crueldad de ello la había conmovido profundamente. Apenas si me habló. El muchacho que estaba de turno como censor se quedó mirándola a través de sus gafas y moviendo su cabeza caballuna a un lado y a otro:


No podía evitar el oírlo -me dijo-, y en la forma que lo ha hecho es una de esas cosas que se leen en las novelas. Nunca he creído que pudiera pasar en la vida real. Debe de ser una gran cosa, pero yo no podría hacerlo.

Aquella noche volvió a telefonear a París y decidió ir allí en avión. La embajada española arregló el que tuviera un asiento reservado: iría a discutir asuntos de propaganda, y a la vez a entrevistarse con su marido y dejar la situación definitivamente resuelta.

Me entró un pánico tremendo, pero no tenía derecho a pedirle nada. Me parecía que en el momento en que saliera de España la arrastraría la otra vida. Sus muchos amigos y su trabajo político serían fuerzas suficientes para ello. Tenía además una afección profunda por Kulcsar, su marido, que estaba entonces trabajando como consejero en la embajada española en Praga. Tampoco podía imaginar, en mi cerebro español, que una mujer fuera capaz de ir a encontrarse con su marido para decirle en su cara que todo estaba terminado y que se había unido a otro hombre. ¿O es que mi vida llena de líos y mi humor triste habían llegado a cansarla? ¿Es que mi experiencia del amor era exclusivamente mía y no de los dos? ¡Por qué es tan difícil enamorarse, aunque sea tan fácil! No es una cosa que parezca verdad en la vida. ¿Se marchaba dejándome? No tenía derecho a preguntarle nada.

Se marchó al día siguiente, sola en un pequeño coche. Tenía miedo por ella y miedo de París. La Telefónica se convirtió en un cascarón vacío y el trabajo en una cosa sin sentido. No dormía, si antes no me rellenaba de coñac. Mi cabeza no hacía más que girar alrededor de las mil y una posibilidades de que ella no volviera, en contra de la única sola de que lo hiciera. Los ataques del enemigo en el suroeste de Madrid eran anuncio de un nuevo ataque para cortar la comunicación con Valencia. Podía volver y el chófer, conociendo el cambio en el frente, tomar una de las transversales cerca del Jarama y caer de boca en las líneas fascistas. Podía volver y matarla uno de los obuses que entonces llovían sobre la ciudad. Lo más fácil era que no volviera nunca y me quedara solo.

Volvió, al cabo de seis interminables días. Mi bienvenida fue pobre porque la emoción me había dejado exhausto. Su chófer me contó una larga historia, de cómo había obligado al gobernador militar de Alicante a darle un coche oficial y cómo habían obtenido gasolina contando a los guardias de los depósitos que era la hija de un embajador ruso; ¿no estaba chalada aquella mujer haciéndose conducir toda la noche a través de ventiscas de nieve en La Mancha y con todos los garajes cerrados? La última gasolina la había obtenido en El Toboso, como si fuera el símbolo final de la quijotada. Ilsa había obtenido una promesa de su marido de que se conformaría con un divorcio tan pronto como ella lo pidiera después de terminarse la guerra en España. Había comprobado que estaba segura de sí misma, pero aún tenía la esperanza de que aquello no sería más que un enamoramiento pasajero. Las reacciones del mundo exterior la habían deprimido profundamente: en lugar de tratar de entender el espíritu de Madrid, que la prensa de izquierda ensalzaba en grandes titulares, muchísima gente se preocupaba tan sólo de saber si era verdad que los comunistas se habían apoderado de todos los puestos de mando. Sin embargo, más y más escritores políticos querían venir a Madrid y nosotros tendríamos que servirles de guía; hasta yo mismo tendría que hacer algo de trabajo periodístico para la agencia España de París hasta que mandaran un corresponsal nuevo.

No tenía mucho tiempo para arreglar mis asuntos personales, porque la ola de peligro y de trabajo aumentaba una vez más. Pero estaba decidido a obtener mi divorcio de Aurelia y a plantear claramente la situación con María; la tortura y la alegría que me había proporcionado el viaje de Ilsa me hacían imposible el continuar un lío de relaciones forzadas, falsas y sin sentido. No era bastante el que Aurelia no fuera mi mujer más que de nombre, ni que mi contacto con María se hubiera quedado reducido a una hora de charla en un café o a un paseo en la calle. Hasta ahora la gente aceptaba y respetaba mi vida con Ilsa, porque lo habíamos elevado por encima del nivel de un affaire vulgar con nuestra completa franqueza y naturalidad; pero sabía que esta indulgencia romántica no iba a durar indefinidamente y que iba a llegar un día en el que surgirían las dificultades o las situaciones equívocas. No hablé de esto con Ilsa; era mi propio problema aunque para ella no existiera y sólo resintiera mi debilidad. Pero precisamente cuando había hecho acopio de coraje para romper con María definitivamente, María vino llorosa a contarme la muerte de su hermano más joven en el frente y me faltó el valor de producir un nuevo dolor. Seguí saliendo con ella un día sí y otro no, para dar un paseo y tomar un café juntos, odiándome a mí mismo, lleno de resentimiento contra ella, tratando de ser tan cariñoso como era posible dentro de la crueldad de todo aquello.

Un día, en mi desesperación, llevé conmigo a María para investigar el daño que había hecho un solo avión Junkers volando bajito sobre las casuchas de Vallecas en la tarde del 20 de enero y dejando caer un rosario de bombas en una placita donde las mujeres estaban cosiendo al sol y los chicos jugando a su alrededor. Había encontrado al padre de tres niños asesinados allí y pensaba que podía hacer lo que los periodistas nunca hacían, porque estas incursiones ya no tenían importancia para ellos. La casita del hombre -que era un vendedor ambulante de pescado- había sido destruida por siete bombas pequeñas. La mujer había caído muerta en la puerta con el niño de pecho agarrado al seno. Las dos chicas mayores habían sido muertas en el acto. Un chiquillo, a quien habían amputado el pie en el hospital General, de cuatro años, tenía su cuerpecito cubierto con más de cien heridas de metralla pulverizada. El chico mayor con los oídos sangrando, reventados por la explosión, lo había llevado a cuestas a la casa de socorro. Fuimos a visitar al chiquillo, a quien habían amputado el pie en el hospital General, y a escuchar la historia de labios del padre, Raimundo Mallanda Ruiz, mientras el niño nos escuchaba con los ojos muy abiertos y la mirada opaca.

Me había imaginado que ésta sería una buena historia para ilustrar las consecuencias de la no intervención, pero indudablemente yo no entendía una palabra de lo que se vendía en el mercado extranjero, ni lo que la opinión pública extranjera quería saber.

María no vio lo que yo vi; su solo interés estaba en retenerme. Y su indiferencia acabó de destruir mi intento de encontrar una base de amistad en una comunión de ambos en la experiencia que todos sufríamos. La persuadí de que tratara de encontrar trabajo fuera de Madrid, aun dándome cuenta de que lo tomaba como una injuria final.

Febrero fue un mes duro y amargo. Mientras se desarrollaba la batalla del Jarama, y mientras los periodistas más escépticos discutían las posibilidades de la rendición de Madrid en cuanto se cortara su comunicación con Valencia, los rebeldes y sus auxiliares italianos tomaron Málaga. Madrid estaba sufriendo hambre y los túneles del metro, al igual que los sótanos de la Telefónica, estaban abarrotados por miles de refugiados. Todos sabíamos que en la retirada de Málaga, la masa de huidos hacia el norte no tenía más defensa contra las bombas y las ametralladoras de los aviones que los perseguían que la cuneta de la carretera, o lanzarse a través de los campos. No había entonces grandes bombardeos aéreos sobre Madrid, sólo como un recuerdo constante unas cuantas bombas lanzadas en los barrios obreros de las afueras. El bombardeo de cañón seguía sin descanso. La mayoría de nosotros cruzábamos la Gran Vía corriendo inmediatamente después de estallar una granada; y nunca he olvidado mis furias con Ilsa por su tranquilidad en cruzar a paso normal mientras yo esperaba por ella a la puerta del bar, contando los segundos antes de que estallara el obús siguiente.

El horizonte de Madrid estaba lleno de explosiones y llamaradas de tres puntos del compás: sur, este y oeste. En el sector del sureste, las Brigadas Internacionales habían detenido el avance del enemigo sobre el Jarama a un precio terrible. Uno de los voluntarios ingleses, con brazos de simio y frente estrecha, un cargador de los muelles, vino a ver a Ilsa y a contarle la muerte de los amigos que le habían llevado alguna vez a la Telefónica: el arqueólogo de Cambridge y el joven escritor. Le dejó una fotografía de sí mismo, una fotografía de quinto campesino, muy estirado, la mano en el respaldo de un sillón de terciopelo.

De pronto el aire se llenó con los primeros olores de la primavera. El viento barría rápido las nubes blancas a través de un cielo brillante y los chaparrones arrancaban todos los perfumes de una tierra nueva.

Los ruidos de batalla que llegaban hasta nosotros del oeste, explosiones sordas de mortero y tableteo de ametralladoras, se habían hecho gratos a nuestros oídos. Sabíamos que allí, en la cuesta detrás de la cárcel Modelo, donde cuatro meses antes Miaja había levantado un puñado de voluntarios desesperados contra la invasión de los moros, estaba el batallón vasco del comandante Ortega, que había reconquistado palmo a palmo el Parque del Oeste y seguía empujando al enemigo.

El comandante Ortega, un hombre huesudo con una cara como tallada en encina pero movible como hecha de caucho, había organizado su sector tan bien y estaba tan orgulloso de ello, que nos gustaba mandarle periodistas y visitantes extranjeros que querían echar una ojeada al frente. Claro es que estábamos obligados a conocer lo que queríamos que otros vieran.

Un día, después de una comida estilo vasco, interminable, suntuosa, y rematada por media hora de canciones con sus oficiales más jóvenes, nos condujo a través de un túnel estrecho. Surgimos en lo que habían sido los jardines del parque, en el laberinto de trincheras bien cuidadas que atravesaba los viejos paseos enarenados. Los árboles estaban desgajados y rotos, pero las nuevas hojas comenzaban a surgir de sus muñones. En las trincheras en zigzag los soldados se ocupaban pacíficamente en aceitar y pulir piezas metálicas. Unos pocos se habían metido en refugios y allí dormían, leían o escribían. De vez en cuando se oía un silbido agudo y un ¡plof! blando, y otra flor estrellada con pétalos de astillas blancas surgía en uno de los troncos oscuros.

De pronto nos encontramos en la primera línea de trincheras. La trinchera estaba sorprendentemente seca y limpia, como nos mostró Ortega lleno de orgullo profesional. En los sitios donde el agua del cerro había hecho reguera, la tierra estaba cubierta con tablas y puertas de las casas bombardeadas en el paseo de Rosales. A través de las troneras del parapeto me asomé al frente y eché una ojeada al borde terroso de la trinchera opuesta en el que de vez en cuando explotaban nubecillas de polvo.

Allí estaba el enemigo escasamente a cien metros de nosotros: moros, falangistas, legionarios, italianos, un puñado de alemanes, y reclutas forzosos de los campos de la vieja Castilla. Al fondo se elevaban los edificios de la Ciudad Universitaria, inmensos, llenos de cicatrices de cañón. Detrás del agujero roto de una ventana alta, bajo el tejado del edificio de ladrillo de la facultad de medicina, pasó una figurilla como un muñeco; tableteó una ametralladora en nuestra trinchera, pero no pude ver dónde iban los proyectiles. El sol rebrillaba en una revuelta del río.
Con la ciudad a espaldas nuestras y los robustos vascos y gallegos y asturianos envolviéndonos en sus chistes, el enemigo perdía importancia. Había que reírse. Estábamos seguros allí, la ciudad estaba segura, la victoria era segura también.

Ortega nos enseñó un mortero primitivo. La bomba se disparaba por un muelle de ballesta, al igual que una catapulta. El vasco a cargo del mortero se dispuso a disparar:


Ya que han venido los camaradas, vamos a tener cohetes -dijo-. Vamos a hacerles cosquillas, veréis cómo se enfadan.

Al segundo intento el proyectil salió volando sin ruido y un segundo más tarde nos sacudía una explosión seca. El frente se desató en una furia violenta, El chasquido de los disparos de fusil se corría a lo largo de los parapetos, una ametralladora comenzó a funcionar a nuestra derecha, los edificios de la Ciudad Universitaria se unieron al concierto. Dentro de mi cabeza zumbaban en un pitido agudo mis oídos. Habíamos desatado el poder oculto de los explosivos y ya no estábamos más seguros.

Diez días más tarde, las divisiones blindadas italianas desencadenaron una gran ofensiva en la llanura terrosa de la Alcarria, al noreste de Madrid. Sus tanques arrollaron nuestras posiciones; tomaron Brihuega y Trijueque, se situaron ante Torija, cerca de Guadalajara. Era un intento de cortar nuestro saliente norte y cerrar la carretera a través de Alcalá de Henares, que se había convertido en esencial para Madrid, ya que la carretera de Valencia sólo era accesible por caminos laterales.

El general Goliev tomó la retirada fríamente. Hablaba como si detrás de él estuvieran para maniobrar los espacios inmensos de Rusia. Yo no creo que mucha gente en Madrid percibió la gravedad de la situación. Los periodistas extranjeros sabían que ésta era la primera acción en campo abierto de las fuerzas italianas en España. ¡Esto sí que eran grandes noticias! Pero cuando comunicaron que las fuerzas italianas blindadas y de infantería constituían la vanguardia de las fuerzas rebeldes, se estrellaron contra la censura de sus propios editores: había que conservar la comedia de la no intervención. De repente, nuestro servicio de censura y los corresponsales extranjeros se encontraban siendo colaboradores de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.

Herbert Matthews tuvo una conferencia y después una conversación con sus editores, en la cual el hombre al otro lado del hilo telefónico, alguien sentado en una oficina en París, le dijo:


No hable usted siempre de italianos. Usted y los periódicos comunistas son los únicos que usan esa historia de propaganda.

Matthews, atado por nuestras regulaciones de censura, se calló; después vino a mi mesa con los labios contraídos y me sometió un cable que quería mandar a Nueva York:


Si no tenían confianza en su información objetiva, dimitía de su cargo.

La respuesta del New York Times fue que nadie creía que él quisiera hacer propaganda, pero que podía haberse dejado llevar de los amaños de la propaganda oficial de la República.

Herbert Matthews triunfó en su batalla. Pero cuando semanas más tarde leía yo en qué forma varios periódicos ingleses, americanos y franceses habían publicado las informaciones que nosotros habíamos censurado en Madrid, me encontré con que la mayoría de ellos habían cambiado las frases «tanques italianos», «infantería italiana», etc., por fuerzas, tanques e infantería «nacionalistas», de manera que desaparecía la evidencia vergonzosa de una guerra internacional.

De la noche a la mañana se cambiaron las tornas: los cazas republicanos suministrados por Rusia -aquellos «ratas» y «moscas» que nos parecían tan maravillosos- cayeron sobre las fuerzas de avance. Una unidad anarquista entrampilló una gran formación italiana y la aniquiló. Las Brigadas Internacionales se incorporaron al frente. Los altavoces del batallón Garibaldi llamaban a los italianos del otro lado. Después avanzaron en un bloque los antifascistas italianos y alemanes, lado a lado con las unidades españolas. Recuperaron Trijueque y Brihuega, capturaron más de mil prisioneros, todos italianos, y capturaron el correo y los documentos del Estado Mayor. Gallo, el comisario comunista de las Brigadas Internacionales, y Pietro Nenni, el socialista italiano que estaba en todas partes con su camaradería efusiva, nos trajeron los giros postales que los soldados mandaban a sus familiares en Italia, diarios manchados de sangre, cartas aún sin censurar, sellos de correo italiano, documentos y registros sin fin. Todo esto lo repartimos entre los corresponsales que querían una prueba irrefutable de la veracidad de sus informaciones. El Comisariado de Guerra llevó a los periodistas a través de los pueblos reconquistados. Y sus informaciones después de la victoria de Guadalajara eran tales que no podían ya ser desmentidas o distorsionadas. Se había vuelto en una victoria de propaganda para nosotros.

La línea del frente se estabilizó al noreste, mucho más lejos de lo que había estado antes de la derrota italiana, aunque las esperanzas de un avance hasta Aragón no cristalizaron. Después de Guadalajara, Madrid no estaba ya aislado; el semicírculo de los sitiadores no amenazaba ya en convertirse en un anillo cerrado. Comenzó una corriente constante de visitantes. Ya nadie hablaba de la caída de Madrid. La reorganización de las autoridades civiles adquirió impulso. Rubio en el teléfono era más estricto. Llegaron delegaciones extranjeras a quienes llevábamos a visitar Argüelles, o los Cuatro Caminos, o las ruinas del Palacio de Liria y, si se atrevían, a través de las trincheras de Ortega. Presentaban sus credenciales a Miaja, visitaban una u otra de las fábricas modelo bajo el control de los trabajadores, una u otra de las escuelas para adultos y los hogares para huérfanos, y se marchaban.

Una de las delegaciones que tuvimos que conducir estaba presidida por el socialdemócrata Friedrich Adler, entonces secretario de la Internacional Socialista. Le era odiosa la existencia de un Frente Popular y la colaboración con los comunistas. No nos hizo ni una pregunta. Su silencio era, sin duda, la manera suya de desaprobar a los defensores de Madrid. Los muchachos socialistas, todos del ala derecha del Partido, que la Junta de Madrid había designado con gran tacto como su compañía, me preguntaron quién era aquel viejo antipático y por qué parecía un muerto andando. Se marchó dejando tras él un sentimiento de hostilidad, el único resultado efectivo de su visita. Vinieron más periodistas y más escritores. Llegó Ernest Hemingway; Hans Kahle, de las Brigadas Internacionales, le llevó a los campos de batalla de Guadalajara; con Joris Ivens se lanzó a producir la película Spanish Earh, su secretario, el ex torero Sidney Franklin, aparecía en todas las oficinas pidiendo permisos, salvoconductos, gasolina y charlando incansable. Llegó Martha Gellhorn y Hemingway la presentó en laTelefónica:

«That's Marty». «... Ésta es Martita, tratarla bien, que escribe para Collier's. ¿Sabe? Una circulación de un millón...» O de medio millón, o de dos millones, no recuerdo, ni me importaba; todos nos habíamos quedado absortos mirando la figura elegante rematada por un halo de cabellos rubios, que se movía en la oficina oscura y revuelta con el movimiento de caderas que sólo conocíamos del cine.

Convites en el bar del Gran Vía, convites en el bar Miami, convites en el bar del hotel Florida. Aparte de algunos «veteranos» de Madrid, embebidos en el trabajo, tales como George Seldes y Josephine Herbst, los periodistas y los escritores extranjeros se movían en un círculo de ellos, con una atmósfera suya, rodeados de un coro de hombres de las Brigadas Internacionales, de españoles ansiosos de noticias y de prostitutas atraídas por el dinero abundante y fácil.

Marzo se había convertido en abril. Hacía calor en las calles cuando no soplaba el viento duro de la Sierra. En las tardes las calles se llenaban de paseantes y los cafés rebosaban con gentes que cantaban y reían, mientras a lo lejos las ametralladoras soltaban escupitinajos, como si el frente estuviera lleno de rabia. La amenaza de los bombardeos aéreos parecía no existir.

Había comenzado los trámites de mi divorcio después de obtener un consentimiento de mala gana de Aurelia. Estaba inquieto. El trabajo no pesaba mucho. Habíamos hecho nuestra parte, pero ahora todo parecía vacío y falto de sentido. La propaganda se había apoderado del cliché del «Madrid heroico» y todo se había convertido en fácil y monótono, como si la guerra -nuestra guerra- se hubiera detenido de pronto y no siguiera creciendo en amplitud y alcance infernales.

Cada vez que Ángel venía a verme en uno de sus permisos, medio borracho, narrador de nuevos trucos inventados en las trincheras, o de aventuras amorosas siempre fracasadas, o de sus hambres por tener su mujercita al lado, me servía de consuelo. Agustín, mi cuñado, me consolaba también cuando me contaba la vida en la casa de vecindad y en los talleres. Llevé a Ilsa a la taberna de Serafín, donde me había sentido como en casa desde muchacho, y me alegró el que congeniara con el panadero y el carnicero y el prestamista, que eran mis amigos; o que el cliente desconocido, un obrero, le alargara espontáneamente un puñado de bellotas «porque le gustaba su cara». Todo aquello era real, las otras cosas no.

Así, mi propia vida comenzaba a aclararse.

Una tarde de abril, cuando Ilsa por primera vez había sustituido su cazadora de cuero, tan militar, por una falda y una chaqueta grises, me la llevé de paseo a través de las calles más viejas, más estrechas y más retorcidas y le mostré la Cava Baja, donde esperaba la diligencia para ir a Brunete cuando niño, o el autobús a Noves cuando hombre. Le enseñé rincones típicos y fuentes centenarias escondidas en callejas solitarias y antiguas, cuyas baldosas conocía una a una. Cuando pasábamos por las plazuelas quietas llenas de sol o por los callejones hundidos en sombra, las mujeres se asomaban a las puertas para mirarnos y cuchichearse unas a otras su comentario, que podía adivinar palabra por palabra.

En lo alto de las Vistillas, al lado de un cañón emplazado hacia el frente, nos quedamos contemplando el panorama inmenso, desde el Viaducto, medio destruido a través de la calle de Segovia, hasta las márgenes del río y más allá, hasta los cerros de la Casa de Campo, donde estaba el enemigo. Me veía yo mismo, chiquitín, trotando lado a lado de mi madre, ella subiendo lentamente la cuesta, cargada de la fatiga de un día entero lavando en el río.

Comencé a contarle historias de mi niñez.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Segunda parte (1951)
Capítulo V - El frente








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