Lo Último

3012. Amanecer






Había en el cielo unas estrellas agudas, que parecían sonar como campanillas de plata cuando resplandecían temblando. Álamos altos, escuetos, aguzaban su ramaje fino contra la profunda transparencia comba del cielo. La brisa meneaba un poco las ramas más delgadas y las hojillas leves.

Al lado de esos álamos, a las tres en punto de la madrugada, cuatro hombres arrebujados en mantas y zamarros, con las chicas boinas negras hasta las orejas, permanecían quietos y en silencio. A las tres precisamente era la cita.

Hacía más de media hora que estaban allí, frotándose las manos, golpeando la escarcha del prado con los pies, para que no se les entumeciesen. Llevaban a la espalda sendos zurrones bien cargados, que no se atrevían a dejar en el suelo por si tomaban humedad.

Al fin, uno de ellos preguntó:

—¿Tú crees que vengan? Ha pasado ya más de media hora...

—No creas que tanto. Es que el tiempo, de noche y en el campo, con frío, sueño y hambre, se hace muy largo. Mayormente, cuando no hay más reloj para medirlo que el propio pulso de la sangre en las sienes. No te impacientes. Vendrán seguro.

Pedro dijo estas palabras con pausada firmeza, mirando a sus tres compañeros. Era un mozo labrador, que conocía bien el campo y medía certeramente a los hombres por su coraje.

—A veces, el rumor de las hojas de los álamos parece que es de gente que camina —observó otro.

Y replicó zumbón, con cierto deje agrio, un tercero:

—A ver si es miedo...

—¿Miedo? Mira, Manuel: no sé si alguna vez he tenido miedo; pero te juro por mi madre que esta madrugada no lo tengo. Cuando uno sabe bien lo que hace y por qué lo hace, el miedo se le vuelve a uno corazón y le empuja la sangre... Y no pienses en el miedo de los demás, no vaya a ser que el tuyo asome la oreja...

Replicó el Manuel:

—Bueno; mejor es no hablar de tonterías. Si estamos aquí, es que no tenemos miedo o nos lo sabemos guardar.

Cerca de los álamos pasaba el río. No se oía casi el rumor de la corriente. Iba el agua silenciosa y viajera bajo la sombra del puente de piedra, un viejo puente de cinco arcos, del tiempo de los romanos. Poco más lejos, las varillas de hierro de otro puente, metálico, sobre el cual pasaba la vía del tren, se cruzaban como fantásticos sarmientos. La luz débil del farolillo rojo, al oscilar con la brisa, movía y rizaba sobre el río la sombra de los hierros.

En este paraje, cruce de la carretera y del ferrocarril, se celebraban siempre las verbenas y romerías del pueblo. Había cerca una ermita, milagrera y humilde. Para los cuatro hombres que esperaban allí, el paisaje tenía recuerdos de una cintura flexible para bailar, de unos ojos encendidos de promesas, o de un caliente temblor de palabras y de labios, relampagueantes de risas o húmedos de caricias furtivas.

Pero también, junto a aquellos puentes, en aquel trozo del prado, que llamaban la chopera o la ermita, habían pasado otras cosas durante los últimos años. Los recuerdos felices ya no eran más que ecos de vida frente a esas cosas; se habían tornado ásperos y amargos. Allí, en aquel prado, habían llevado a morir a muchos hombres de las aldeas del alrededor. Los cuerpos aparecieron a veces en el río.

Allí, una mañana, bajo un sol caliente de agosto, fue Pedro en busca de su padre. Hacía ya más de seis años y aún se le anudaba la garganta cuando pisaba aquella tierra. Lo había encontrado al lado de unos fresnos, hinchado bajo la camisa destrozada y sucia, con los pies en el fango, deshechas las botas, y los pantalones de paño negro, ásperos y manchados de sangre y barro. Casi no pudo reconocerle; tenía el rostro desfigurado por una herida ancha en un carrillo y un agujero en la frente. Los labios blancos y abultados, llenos de tierra y lombrices; el pelo y la piel, con cárdenos coágulos de sangre podrida.

A pesar de lo oscuro de la noche, pudiera precisar el sitio exacto donde estaba enterrado. Porque él mismo, a solas, bajo el sol quemante del mediodía de agosto, con su azadón de labranza abrió una fosa en aquella pradera, a la orilla del río, y en ella guardó a su padre. Sin caja ni nada. Sólo entre broza de jarales, juncos y fresnos secos, para que la tierra no le cayese sobre el mismo cuerpo.

El padre también se llamaba Pedro: Pedro Sanabria Olmedo. De toda la familia sólo quedaba la madre, Dolores, y una hermana, Lola, que desde hacía unos meses era viuda. El hermano mayor, Juan, había muerto de una herida en el pecho, en Monte Arruit, siendo soldado de zapadores. Pedro tenía entonces dos años.

«¡Que te tuerces, Perico!» «No le tires tanto del ronzal al rocín, y empuja con fuerza la esteva...», le parecía volver a oír esas palabras. Desde los nueve años tuvo que salir al campo con su padre, a cavar y labrar, porque con un jornal no había bastante para la casa.

Al principio, de bien poco valía su ayuda. El rocín, y los terrones desmoronándose, y la entraña dura de la tierra, podían más que él. Se le iba de las manos el viejo arado romano. El padre siempre tenía que estar gritándole: «¡Que te tuerces!...» ¡La gran lección, tener que abrir bien derecho un surco! «Todo en la vida has de aprender a hacerlo como los surcos; hacia adelante y sin torcerte», le decía el padre.

Bien podía predicarlo; porque él no se había jamás doblegado a nadie. Una vez que el cacique del pueblo le pidió el voto contestó: «Mire, don Abilio, usted puede pedirme mi sudor, y mi trabajo; pero el voto es el pensar de uno, y mi pensar no me lo puede pedir nadie, ni yo lo doy, ni lo vendo...» Si alguien le avisaba de que tan resueltas razones no conviene tenerlas con los poderosos, solía afirmar castellanamente: «Nadie es más que nadie».

En la soledad impaciente y fría del amanecer, al lado de sus tres compañeros, en silencio, Pedro recordaba estas cosas y le parecía ver a su padre. ¡Aquellos días, cuando de la mano de la madre, iba a verle a la cárcel del pueblo, donde estaba detenido por haber organizado el Sindicato de Trabajadores de la Tierra! ¡No podría olvidar nunca cómo sacaba los brazos entre las rejas del calabozo, lo cogía entre sus manazas, y le frotaba la barba áspera, sin afeitar, por las mejillas! Y aquella otra mañana de abril, en que asomado al balcón de piedra del Ayuntamiento, con una bandera republicana en la mano, habló a todos los que estaban en la plaza. «Comienza una nueva vida para España y para sus labradores», dijo.

El 18 de julio, se llevaron preso al padre, junto a todos los concejales del Ayuntamiento. Decían que a la cárcel de Valladolid. Al cabo de unas semanas, alguien murmuró que lo había visto en la del pueblo. Pedro fue a informarse al cuartel de la Guardia Civil. El teniente del puesto le contestó con muy malos modos: «Yo no sé dónde está. Y tú, recuerda aquello de que de tal palo tal astilla, porque si sales a tu padre, puede no irte muy bien». ¿Pues a quién iba a parecerse él? Al salir del cuartel, la voz del padre le gritaba dentro de su propia sangre: «Eh, Perico: adelante y recto; no te tuerzas...»

Habían pasado seis años de todo aquello. Más de dos, saliendo al amanecer al campo, solo, con el rocín y el arado, el azadón al hombro, para labrar y cavar hasta que se ponía el sol. Al entrar y salir del pueblo, una pareja de la Guardia Civil le pedía un papel que le dieron en la comandancia y le registraba. Después, cuando cumplió los diecinueve, le movilizaron y vistieron con la ropa militar. Pasó dos meses en un campo de instrucción, cerca de Salamanca. Luego lo llevaron a Teruel, a un regimiento de infantería, que estaba de reserva, reorganizándose después de las batallas de Cataluña. Cuando iba a entrar en fuego por el frente de Extremadura, disolvieron el regimiento. Aún anduvo seis meses más de cuartel en cuartel y al fin le llevaron a prestar servicio de guarnición en un campo de castigo, cerca de Oviedo. Hasta que se enfermó, y lo condujeron a un hospital militar, en León. De noche, en la sombra fría del largo claustro del convento transformado en hospital, veía a su padre y oía dentro de sus propias sienes, golpeándole, las sílabas de las palabras inolvidables: «¡Hacia adelante y sin torcerte!» Estuvo ocho semanas enfermo. Al darle de alta, lo licenciaron y lo enviaron al pueblo. Volvió a labrar y a cavar. De sol a sol. Ya no tenían tierra propia. La madre y la hermana cosían a jornal... Después, hambre, registros de la policía, y...

—¿Crees que no serán ya las tres? —dijo súbitamente Manuel, interrumpiendo los recuerdos de Pedro.

Se frotó él la frente con la mano, miró al cielo, y como si en las estrellas hubiese leído exactamente la hora, contestó:

—Ya no faltará mucho, pero es preciso esperar todavía un poco. En las noches muy despejadas y frías, como ésta, se oye desde aquí la campana del reloj del Ayuntamiento... Yo la he oído otras veces...

Todos volvieron a guardar silencio. Pedro, apoyando los codos sobre las rodillas, descansaba la cabeza entre las manos.

—¿Sueño? —le preguntó uno de los cuatro.

—No.

—Es que esta tierra tiene para Pedro muchos recuerdos, ¿no es verdad? — replicó Manuel.

—Sí; los tiene para todos. Pero no parecen recuerdos; todo le duele a uno como si aún estuviese pasando.

—Así es...: como si estuviese pasando. Todos los días sigue pasando...

—Por eso estamos aquí —dijo Pedro, entre dientes—. No es para llorar ni para quejarnos...

Era la tercera vez que aquellos cuatro hombres se reunían de noche en el campo. Pedro, aunque de menos edad, como había hecho la instrucción militar, sabía manejar las armas, y además tenía temple de organizador, era el jefe. Su corazón estaba lleno de odio a los asesinos de su padre. Él no los conocía personalmente: no hubiera podido decir que era el hijo de don Abilio, el cacique; o Agustín Ibáñez, el dueño usurero del molino de trigo; o Santiago Peláez, el antiguo alcalde monárquico; o don Práxedes León, el notario joven, que hacía siete años había venido de Madrid, y organizó con algunos señoritos del pueblo una escuadra de Falange. Sabía que eran todos ellos, o, como decía él mismo, uno cualquiera de su mala sangre. Y habían asesinado al padre no sólo porque era labrador, sino porque había organizado a los braceros del campo, y desde entonces hubo que pagar más jornal, y sólo se trabajaba seis horas y don Santiago Peláez no podía vender al precio que le daba la gana arados y azadas, porque los trabajadores de la tierra habían creado una cooperativa sindical. Y porque don Abilio tuvo que repartir ochenta hanegadas de sementera y a otros ricos del pueblo también les expropiaron parcelas para dárselas a los braceros que nunca habían poseído ni el más chico pegujal. Por eso habían asesinado antes que a nadie a Pedro Sanabria y Olmedo. ¿Quiénes? Ellos. Los amos.

Y habían pasado seis años, y allí estaba otro Pedro Sanabria. Un día en que todo se iba acabando en su casa y él estaba sin trabajo y lo que ganaban cosiendo su hermana y su madre no alcanzaba para comer, Pedro había decidido ir a Rioseco para vender el rocín en la feria.

Allí encontró a dos paisanos que faltaban hacía tiempo del pueblo. Hablaron. Al principio, a Pedro se le antojaba muy difícil hacer lo que ellos pretendían.

—¿Y si no crees que se puedan encontrar tres o cuatro hombres dispuestos, no tendrías tú valor, tú solo, para venir con nosotros? No pareces hijo de Pedro Sanabria y Olmedo.

Y volvió al pueblo y los encontró. Llegaron a juntarse seis. Ahora quedaban cuatro. A uno, Miguel del Río, le habían condenado a treinta años; le acusaron de incendiar dos tanques de gasolina del Ejército a la entrada del pueblo. Por más que le torturaron no consiguieron saber quiénes iban con él. A otro le dispararon un tiro por la espalda. Fueron a registrarle la casa, donde vivía solo con su padre, un viejo albañil paralítico. Alguien había denunciado que allí se copiaban hojas subversivas que andaban por el pueblo. Y sí que era verdad. Se copiaban las hojas, y además el viejo albañil y su hijo preparaban cartuchos y granadas que los otros llevaban a los guerrilleros de la comarca. Nadie supo nunca cómo llegaban a aquella casa pólvora y plomo. El pasado diciembre, una noche, padre e hijo sintieron que se detenían unos caballos a la puerta. Atrancaron bien, y el hijo puso el papel y la munición en el pajar. Cuando oyó las voces de la Guardia Civil, prendió fuego a la paja y saltó por una ventana, a la corraliza. Al derribar la puerta, los guardias sólo hallaron al viejo. Pero empezó a estallar la munición entre las llamas. El mozo había huido por las bardas del corral. Siguieron sus huellas. Estaba el camino nevado, y las pisadas se marcaban hondas y se veían claras con la luna. Debieron de tirarle cuando estaba ya a más de trescientos metros. Pero eran buenos cazadores de hombres. Al día siguiente colgaron el cadáver de la puerta de la casa socarrada. Se llamaba Gonzalo Muñoz Serrano. Tenía treinta años. Pertenecía al Partido Comunista y era en el pueblo el jefe del movimiento de resistencia. Desde su muerte, lo fue Pedro.

Hacía cada vez más frío. Del río llegaba un viento ligero, que ponía temblor de agujillas de escarcha en las hojas de los álamos. El rumor de la brisa en los árboles y en la hierba del prado, agudizaba aún más la sensación de silencio. Era como si todo el paisaje, el trébol, la ermita, el agua del río, los álamos, contuviesen el aliento. El de los cuatro hombres, en medio de la oscuridad, se diluía en el aire como humo de cigarrillos.

En esa quietud silenciosa y helada del paisaje, que hacía más solitaria la profundidad de la noche, se oyó redonda, clara y lejana, la voz de bronce de la campana del reloj del Ayuntamiento. Las tres en punto. Hubo un instante de pausa, en que la hora pareció matizar la sombra, acelerar el centelleo de las estrellas; y los corazones de los cuatros hombres latieron, después de contener la respiración para oír mejor, como si trataran de poner sus vidas con la hora que acababa de sonar. Al instante, ciertas, más limpias, se volvieron a oír las tres campanadas.

—El tren pasa a las tres y media —dijo Pedro, levantándose y frotándose las manos—. Esperaremos todavía unos minutos y, si nuestros amigos no llegan, empezaremos nosotros el trabajo.

—Bueno —asintió Manuel—; cuando tú lo mandes.

—Tú subirás conmigo al puente, por la escalera que hay a la derecha. Vosotros dos, por el centro, donde está el pilar de mampostería. Cebaréis el boquete que se cavó el otro día. Después, cada cual, como pueda, corre hasta aquí. Y los tres me esperan, si no hay novedad. Porque yo me quedaré más cerca, con el contacto del detonador en la mano, para dispararlo cuando vaya a pasar el tren.

—Está bien.

El asfalto de la carretera brilla, con la escarcha, como un río. Cuatro miradas se clavan en él. Por allí han de verse las sombras de los que lleguen. De pronto, a Manuel le parece oír un rumor.

—¿Habéis oído? —pregunta, señalando hacia el cruce de la carretera y el camino vecinal, a unos quince metros de la ribera.

—Sí. Parecen pasos. Pero no se ve nada —replica otro.

—Tiraos al suelo y observad. Tomad las pistolas en la mano. Si yo no lo mando, no dispara nadie.

Los cuatro labradores se tienden sobre la yerba, como Pedro manda. En sus pechos hay un poco de anhelo. No esperan a los amigos por allí. ¿Les habrán vigilado? ¿Estarán vigilados y guardados los puentes?

Alguien, cerca, silba. ¿Alguien? ¿No es un cuclillo, una lechuza? Es un silbido como un bisbiseo. Se repite tres veces. La señal.

Pedro se vuelve hacia sus compañeros:

—Creo que son ellos. No moverse. Que ya no se oiga el aliento de nadie.

Cautelosamente, Pedro contesta: tres toses fuertes. Desde allá han de responder con tres silbidos. Suenan los silbidos.

Pedro avanza hasta un metro de la cuneta.

Cruzan la carretera diez hombres. Sus siluetas se recortan sobre la oscuridad de la noche con violenta negrura. Van embozados en mantas oscuras y llevan boinas hundidas hasta el cerveguillo. A algunos, la manta se les empina picuda, sobre un hombro, como una jiba violenta: es el cañón del fusil. Al llegar al centro de la carretera se tienden sobre el asfalto. Sólo uno de ellos permanece en pie y avanza. Con voz áspera y honda, pregunta casi susurrando: «Sanabria?»

—Soy yo —contesta Pedro, que pregunta a su vez—: ¿Ramón?

—Ramón Soto.

Soto. ¡Qué bien! Respira profundamente y deja caer su brazo derecho cuya mano, con el índice sobre el gatillo, sostenía la pistola. Necesitaba oír ese Soto, después del nombre pronunciado por él. Porque quien tenía que responderle no se llamaba Ramón, ni Soto. En la negrura de la noche, para la cita, erizada de riesgos, ese nombre era la identificación convenida.

¡Ramón Soto! ¡Cómo lo llevaban todos en el corazón! Era el nombre de una muchacha de dieciocho años, guerrillera, que había pasado por varón durante dos meses, sin que nadie descubriese que era mujer. Hasta que la hirieron de muerte en un combate con fuerzas de la Guardia Civil, mientras cubría la retirada a otros compañeros.

Pedro avanza al encuentro del recién llegado, quien le pregunta echándole a la cara un vaho de palabras cortas:

—¿Cuántos sois? ¿Habéis podido traerlo todo?

—Somos cinco. Dos bajas, en estos días, en el pueblo. Pero lo traemos todo. La dinamita, los fulminantes, la mecha.

—Bien. ¿Están hechos los taladros en la mampostería?

—Sí.

—¿No ha habido ninguna novedad? ¿Desde cuándo estáis aquí?

—Llegamos a eso de las dos. Ninguna novedad.

—Bien. Cuatro hombres de los que vienen conmigo, se quedarán aquí, vigilando el camino por si sucede algo. Los tuyos, con los zurrones cargados, vendrán con nosotros dos hasta el puente. Dos arriba, en la vía. Los otros dos, treparán hasta los taladros de mampostería, para cebarlos. Los demás compañeros defenderán el puente mientras trabajamos. Tienen fusiles y granadas de mano. Vamos ya. No hay tiempo que perder. Tenemos veinte minutos para todo.

Pedro sólo conocía de oídas a este jefe de la guerrilla de la montaña. Sabía que le llamaban Lope de Brozas y que había peleado en Asturias. Era alto, delgado, con unos ojos pequeños que le brillaban aceradamente grises en la noche. Hablaba sin gestos, abriendo apenas los labios, y con ligeros y bruscos movimientos de cabeza, puntuaba enérgicamente cada extremo de su orden. A Pedro le gustó ese mandar rápido, concreto, de jefe seguro de sí mismo y transmitió la orden a sus tres compañeros.

Apenas tardaron quince minutos en terminar el trabajo. Faltaban tres más para el paso del tren, si éste no llevaba retraso. Ya era todo más sencillo. Cuando se oyera la locomotora, más allá del cruce de la vía y la carretera, prenderían las mechas, y saldrían corriendo, hacia el punto convenido para reunirse. Sólo Pedro tenía que permanecer sobre la vía, a quince metros del puente, para conectar las bombas colocadas en los raíles en el mismo instante en que el tren fuera a cruzarlo. Había medido ya la distancia exacta del salto que había de dar hasta un álamo que cruzaba su tronco alto y flexible desde el río hasta la altura del pretil de hierro. Por él se deslizaría a la pradera, para retirarse con los demás. Cuando la explosión terminara, observarían desde su escondite el resultado. Era necesario, si todo salía bien, acercarse otra vez al puente y reconocer los restos del tren para recoger lo que fuera útil para la guerrilla: armas si las había, víveres, dinero. Cuanto llevaban esos trenes que robando al hambre del pueblo su cargamento lo llevaban fuera para los nazis. En los vagones iban pintados unos carteles que decían «Sobrante de España».

Cuando Pedro quedó solo en la vía, puso el oído sobre el raíl. El frío del hierro le dolió en la mejilla y en la oreja. Era como una herida ardiente. La grava de la vía le hacía daño en su cuerpo flaco, y la escarcha, confitada sobre las guijas, le clavaba cristalillos en las manos. Aún no se percibía nada.

Redondo, con retumbo de ecos, rodó por el campo el tañido largo de la campana del pueblo: las tres y media. El tren llevaba más de diez minutos de retraso. Pedro acercaba de cuando en cuando los dedos a los contactos de las bombas, medía imaginativamente los movimientos que había de hacer para que todo resultase exacto y perfecto. Volvía a escuchar.

Cuando al fin percibió sobre los raíles la cercanía del tren, el corazón empezó a latirle aceleradamente. Clavó los ojos y tendió el oído hacia el itinerario oscuro.

Ya se oía el tren. Aún no se veía su luz, porque la ocultaba una larga curva del valle; pero crecía la trepitación; ya resonaba y vibraba la armadura de hierro.

A Pedro le estallaba el ansia de la espera. Le parecía que ningún tren había caminado tan lentamente nunca. El ver de pronto la luz blanca del farol piloto de la locomotora y los farolillos rojos de los topes, casi le hizo gritar. De repente sintió que el tren se precipitaba con máxima velocidad; que no le daría tiempo a apretar los botones del detonador. Oía el jadeo de la locomotora, resoplando como una enorme fiera desbocada contra él. Avanzaba lanzando crepitantes chispas por las fauces de la caldera. Tras los ojos rojos y relucientes, todo el cuerpo crujiente de aquella bestia de fuego y hierro era negro y compacto, y crecía agigantándose, mientras escupía relámpagos de ira incendiado. Silbó desgarradamente, horadando toda la noche, clavando en el silencio y la oscuridad un largo aullido que llegó hasta el horizonte rasgándolo. Cuando los dedos de Pedro iban a oprimir los detonadores, a pocos metros de la entrada del puente, como si aquel silbo aullante hubiese desgarrado a la misma locomotora, frenó su carrera y se detuvo.

Pedro apretaba el cuerpo contra la tierra y las piedras. Hubiese querido ser de piedra él mismo, y enterrarse entre los guijarros. La locomotora estaba a sesenta metros de él. ¿Habrían parado para reconocer la vía? Fijaba los ojos en la máquina. El resplandor del faro le deslumbraba un poco y no podía ver si alguien bajaba del tren para reconocer el puente. Mas sobre el haz de luz se destacó de súbito la doble silueta de dos bultos humanos. Crecen, se recortan, avanzan; tienen al fin contorno preciso una pareja de la Guardia Civil. Avanzaban abriéndose hacia las barandas. El pavón de los fusiles y el charol de los tricornios brillaban a la luz de la locomotora. Caminaban lentamente. A medida que se acercaban, a Pedro le costaba mayor esfuerzo seguirles con la mirada. Había de volver la cabeza, apretándola más contra el suelo, y temía hacer sonar las piedras. Cuando ya estuvieron muy cerca, no alcanzó a ver de ellos más arriba del pecho. Pensó qué podría hacer si llegaban hasta él y le descubrían. ¿Volaría el puente aunque el tren no hubiese entrado? Volar el puente, sí, y huir. La pareja volaría también. ¿O dispararía antes? (¿Y sus compañeros? ¿Y si había más Guardia Civil en el tren y organizaban una batida en torno? ¿Podrían con todos? Sentía la tortura de hallarse aislado de sus compañeros. Pensó que tampoco él podría disparar ni huir, si esperaba hasta el último instante, hasta que la pareja estuviese casi a su lado y le descubriera. Temió caer muerto, despedazado, sobre aquella misma tierra que cubría a su padre. De pronto, la luz de una linterna eléctrica pasó por su rostro y le cegó los ojos. ¿Le habrían visto? Fue sólo un instante. Le pareció quedar ciego.

Cuando pudo mirar de nuevo serenamente, vio a un guardia civil acercarse al farol rojo. Lo tomó en la mano. Lo alzó, y, bajándolo de nuevo a la altura del pecho, lo meció lentamente, dos veces. Puso otra vez el farol sobre el escálamo de hierro de la baranda. El otro guardia civil se unió a su pareja y regresaron al tren. Resopló la locomotora. Pedro expiró una gran bocanada de aliento contenido. Tras un silbido el tren se puso en marcha, lenta y solemnemente. «Cuando la locomotora tenga la mitad del furgón sobre el puente» —se dijo Pedro, midiendo el instante preciso de oprimir el botón del contacto. Fijó los ojos en aquel lugar exacto y los volvió luego hasta el tren. Quería por última vez cerciorarse de todas las distancias, medir cada segundo, cada milímetro. Vio la sombra de los guardias civiles caminar despacio hacia el convoy. El tren avanzaba muy pausado. Seguramente ellos lo esperaban para tomarlo en marcha. Pensó que aquella lentitud le obligaría a esperar un poco para disparar su máquina; otra vez sus ojos se clavaron en el hierro del puente visado como referencia exacta. Desde que la locomotora llegara hasta allí hasta que estallara la explosión todo el tren estaría sobre el puente.

—¡Ya!

Pedro cayó de bruces sobre la hierba helada que crecía próxima a la soca del álamo. Silbaban como obuses las astillas y los pedazos de hierro de la vía y de los vagones, y como salvas artilleras los estampidos de algunos cartuchos de dinamita que explotaban sueltos, con retraso. Todo el campo parecía reventar de ruido y los montes lejanos devolvían hasta el río los ecos de los estampidos, como si se desgajaran sobre el agua rebotando en todo el valle.

Cuando Pedro se reunió con sus compañeros en el lugar exacto de la cita, la cabeza se le aturdía con pesadumbre dolorosa, el aire le hacía daño en el pecho y sobre los labios le escocía un sabor ácido y áspero.

Al cesar las explosiones, se acercaron al puente. Dos pilares de mampostería y gran parte de la estructura férrea habían quedado destrozados. La locomotora iba hundiéndose en el río, pero se mantenía en parte empotrada contra los escombros de los pilares empinándose. Pitaba estridentemente un escape de vapor, gemido de todo el tren destrozado. ¿Habrían podido salvarse el maquinista y los fogoneros? Sobre el puente, rotos, volcados, quedaban algunos vagones; en el interior de uno de ellos se veía arder una luz semiapagada. De pronto se oyeron mugidos violentos, lacerantes: unos toros habían quedado aplastados en un vagón jaula y los hierros retorcido se les clavaban en el cuerpo. Por las varillas chorreaba un hilo de sangre oscura, que brillaba como agua turbia en la tiniebla.

Cuando Pedro y Lope se aproximaban a los restos del tren, el relámpago de un disparo fulguró entre los escombros. Oyeron el silbido de la bala a la altura de sus cabezas. Se tiraron ambos al suelo. Vieron moverse dos bultos entre los restos de un vagón destrozado. Continuaban disparando desde allí. Avanzaron un poco, arrastrándose y, fijando bien la puntería, dispararon a su vez. Contestaron desde el otro extremo del puente. Tiraban con fusil automático y con pistola.

—Hay que terminar inmediatamente con esto —dijo Lope—. Estamos a ocho kilómetros del primer puesto de Guardia Civil, y pueden llegar fuerzas ahora mismo. Reúne a todos los nuestros aquí cerca. Que avancen pegándose a la tierra. Dejas a dos centinelas en la carretera. Date prisa.

Cesaron un momento los disparos. Oyéronse algunos quejidos, voces de socorro, blasfemias. Y otra vez tiros. Lope calculaba las fuerzas del enemigo. Le era muy difícil precisarlas. ¿Eran numerosos y tiraban para hostigarles y obligarles a combatir? ¿Eran sólo diez o doce? ¡Ah, si fuera así, acabarían con ellos y podrían luego recoger el botín del tren! De lo contrario habría que retirarse, combatiendo para despejar el camino hacia el monte, y reunirse con el grueso de la guerrilla.

Ya se agrupaban los compañeros en el alud de la vía, a ocho o diez metros de allí. Lo avisaba Pedro, otra vez al lado de Lope, quien le murmuró al oído las preguntas que se estaba haciendo a solas.

—No creo que sean muchos. Pero... habría un medio de saberlo. ¿Tienes una linterna? —sugirió Pedro Sanabria.

—Sí. ¿Los vas a contar a la luz de la linterna? —le replicó Lope irónico.

—No. Podemos colocarla, como señal, a nuestra derecha, a unos cuantos metros.

Desde los escombros del tren seguían disparando espaciadamente...

—¿Y qué? —preguntó Lope.

—Desde aquí, les gritamos que se dirijan hacia la linterna con los brazos en alto, y que si no lo hacen, vamos a cazarlos a todos. Si no se rinden y continúan tirando, lanzamos unas bombas de mano. Por el fuego de su respuesta podremos saber si son muchos o no. Entonces, tú decides.

—Bueno. Yo mismo voy a poner la linterna. A lo mejor me la apagan de un tiro.

—Ponla en el suelo, que es más difícil que la acierten.

Desde enfrente dispararon hacia la luz. El silbido de las balas era un relampagueante foete que hería el mismo aire que respiraba Lope. Pero no la alcanzó ningún tiro. Pudo regresar al lado de Pedro para gritar, silabeando:

—¡Si no quieren que les cacemos a todos, vayan con los brazos en alto hacia la luz! ¡Ríndanse!

Hubo un instante de silencio. El eco lento y distante prolongaba las palabras de Lope, a través del estupor del campo. Y de repente rumores de voces, gritos que alborotaron la sombra entre los vagones destrozados. Sonaron dos disparos de pistola, cuyas balas no cruzaron el aire hacia los guerrilleros.

—¡Vayan inmediatamente hacia la luz o tendremos que usar nuestra dinamita y granadas de mano! —rugió Pedro rabioso, levantando el grito sobre el vocerío.

Un agudo mosquito fugacísimo e invisible le chilló silbándole al oído. La bala había cruzado esta vez tan cerca, que Lope preguntó:

—¿Te han herido?

—No. Calla. Escuchemos. Parece que se disputan. Y no tiran como antes...

—Ve junto a nuestros compañeros —ordenó Lope—; si esa gentuza no se rinde, mandas fuego. Espera sólo lo que tardas en contar hasta cien.

...Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco...

Hacia la linterna comenzaron a deslizarse fantasmales sombras que manoteaban el aire con los brazos en alto.

Interjecciones, llantos, gritos de queja y miedo. Lope no podía contar las sombras. La noche las borraba, las fundía, y más que contorno o bulto eran oscura y larga humareda, agigantada y movediza, que crecía y se apelotonaba en torno a la linterna.

Oculto entre matorrales Lope volvió a gritar:

—¿Están ya todos ahí?

Varias voces exclamaron que sí.

—¡Que nadie se mueva! ¡Los brazos en alto!

Como un anillo, los guerrilleros rodearon el grupo de sombras. Permanecieron un instante inmóviles y silenciosos. Frente a ellos, un anheloso murmullo de susurros. Detrás, del lado del tren, nada. Al fin, Lope mandó:

—En pie, compañeros. No dejéis de apuntar con vuestros fusiles. ¡Al primero que se mueva, fuego!

Pistola en mano, al frente del cerco, Pedro y Lope hicieron desfilar ante ellos, uno por uno, a todos los prisioneros. Dos guerrilleros los registraban, a la luz de la linterna. Entre cuatro guardia civiles, cinco soldados y un teniente de infantería, había paisanos, mujeres y hombres. A los guerrilleros les arañaba la rabia el pecho: ¡llevar viajeros en trenes que transportaban materiales de guerra hacia la frontera!

Lope hizo desarmar a los militares y los guerrilleros les ataron luego las manos a la espalda con fuerte nudo de soga.

—¿Cuántos soldados había en el tren? —preguntó Pedro.

—Veinte —contestó uno de ellos.

—¿Y los otros quince?

—Después de la explosión sólo he visto a cuatro. Uno herido, medio muerto en la vía. Los otros habrán caído al río o se habrán escapado por el campo.

—¿Y guardias civiles, cuántos venían?

—Seis parejas.

—Aquí hay dos. ¿Las otras...?

—A tres guardias los vi caer, no sé si heridos o muertos. Los otros, no sé. Tres huyeron por el campo, cuanto al teniente que venía al mando de ellos lo mató de un tiro un viajero porque no permitía que nos rindiésemos.

Cortó súbitamente el interrogatorio la voz de un guerrillero:

—¡Alto! ¡Arriba los brazos! —En la sombra, se recortaba a pocos metros el contorno negro de una flaca figura de hombre:

—No puedo levantar los brazos —respondió—. Estoy esposado.

Era cierto. Al acercarse, un poco inclinado, respirando ansiosamente, Pedro pudo verle la carne de las muñecas, sangrantes entre los hierros que las apretaban. Bajo una manta parda, el uniforme gris de presidiario. La voz, ronca de angustia y de noche, le temblaba un poco al hablar:

—Me llamo Álvarez Quintana del Bierzo. Teniente de la 46 Brigada mixta del Ejército de la República. Me trasladaban desde Carabanchel a Santoña. Estoy condenado a treinta años de cárcel. Ayúdame a quitarme las esposas. Lleva cuidado que hacen mucho daño.

Había terminado el registro. Cuatro guerrilleros quedaron custodiando a los militares maniatados y a los viajeros. Pedro y Lope, con Álvarez Quintana y los demás, reconocían los restos del tren. En el furgón de correos, entre astillas y hierros retorcidos, hallaron varios sobres intactos de valores declarados. A pocos pasos, yacían tres guardias civiles, muertos: les cogieron los fusiles y las pistolas, con la munición de las cartucheras. Entre pedazos de vagón y raíles, más allá, vieron mutilados por la explosión, algunos cadáveres todavía sangrantes. Y en un vagón de primera, volcado pero casi intacto, con el escudo de la Guardia Civil sobre el cuero incrustado, un maletín. Al abrirlo apareció un grueso fajo de billetes de mil pesetas, entre dos botellas de coñac y enseres de aseo.

—¡Buen maletín! —exclamó Pedro mostrándolo a sus compañeros—. ¿Dónde estará el dueño?

Tendido bajo otro vagón, vientre a tierra, reptileaba un cuerpo grueso, envuelto en capote negro y grana de jefe de la Guardia Civil. A la luz de una lamparilla eléctrica, señalándole con el cañón de su revólver, Pedro lo identificaba:

—¡Mirad qué pieza! Por las estrellas del capote, Coronel de la Guardia Civil. ¡Salga de ahí y póngase en pie! ¡Manos arriba!

Al alzar los brazos, al coronel se le cayó el capote. Tenía un rostro viscoso y linfático, enmemecido por una sotabarba colgante. A la luz de la linterna, con los brazos en alto y el uniforme todo sucio de barro, carbonilla y hollín, se tambaleaba. Tiritaba de frío. Cuando fueron a atarle las manos, quiso engallarse.

—¿Qué van a hacer conmigo? —tenía la voz bronca y borracha.

—Desarmarle —replicó Pedro, mientras le quitaba el revólver del tahalí—. Y atarte las manos como a un asesino vulgar, que es lo que eres. Eso por ahora. Y le cogió los brazos altos doblándoselos por la cintura contra la espalda. Tenía un aspecto estúpido de pelele. Aún quiso protestar y balbució:

—¡Soy coronel!

—¡Qué coronel ni que...! ¡En marcha! —Y apretándole el cañón de la pistola contra la espalda, le hizo caminar delante de ellos. Al guardia civil le temblaba al andar, rebasándole la tirilla, el cogote apoplético.

Ya reunidos todos los guerrilleros, ante los supervivientes de la voladura y los militares capturados, en aquella oscuridad fría y densa, Lope alzó la voz con estas palabras:

—«¡Compañeros, guerrilleros de la República! Podemos estar orgullosos de este combate. Nosotros no quisiéramos destruir, ni matar. Pero la destrucción y la muerte fascistas nos obligan a utilizar estas armas!

¡Os habéis cubierto de gloria! Nuestro destacamento ha cumplido con honor la misión que se le había encomendado. A cuantos han contribuido con su esfuerzo y su valor al éxito de esta hazaña, yo les felicito y les saludo en este compañero —y extendió el brazo sobre el hombro de Pedro— que ha sabido ser digno de la memoria de su padre, un campesino luchador asesinado por los fascistas, enterrado en esta misma pradera, bajo ese mismo puente. Saludo también al teniente del Ejército de la República Álvarez Quintana, libertado por nosotros. Como a él, libertaremos con nuestra lucha a todos nuestros presos y a nuestro pueblo.

Hemos impedido que llegue a los nazis un cargamento más de armas y víveres.

Hemos conseguido más armas para nuestra lucha. Estos fusiles y estas pistolas iban a ser empleados contra España y contra nuestros hermanos de otros pueblos. Desde hoy, estarán al servicio de la República, de la libertad. Prometemos usarlas con honra, hasta acabar con Franco y la Falange.

Los pasajeros del tren que se encuentran aquí nada tienen que temer. Dentro de unos instantes quedarán libres. Si antes no habían visto guerrilleros ya saben lo que son: somos hombres honrados, que combatimos por la libertad de España. Los militares serán conducidos a nuestro Cuartel General como prisioneros, y juzgados: ¡Muera Franco! ¡Viva el Ejército guerrillero español! ¡Viva la República!»

La emoción apretaba las gargantas de todos. En el silencio ancho y conmovido la voz de Lope quedó resonando como si fuese la de toda aquella tierra, oscura y fría, bajo la noche: tierra de horizonte distante y entraña profunda y fuerte.

Vendaron los ojos a los prisioneros. Los paisanos quedaron agrupados bajo la vigilancia de cinco guerrilleros que los dejarían en libertad tan pronto como los otros camaradas se hubieran alejado del lugar. Ya habían emprendido el regreso al Cuartel General.

Iban por un sendero que clareaba en la negrura como un reguero de agua amarillenta. Caminaban lentamente. Delante, Lope y Pedro. Quiso decir éste unas palabras y sintió que tenía la garganta seca y oprimida. Con el cansancio le subía a ella toda la pena cruelísima de aquel vivir de fieras hostigadas.

Se iba levantando un airecillo madruguero que venía de las montañas, y el prado olía a trébol, a tierra con rocío, a musgo. Pero a la fragancia fresca, que Pedro conocía tanto, se mezclaba el olor de pólvora.

A poco Lope, mirando a Pedro, se detuvo un instante:

—¿Tú sigues?

Aunque era la primera vez que caminaba al lado de aquellos compañeros y no conociera anteriormente a Lope, su compañía no le causaba extrañeza. Iba con ellos por aquel camino, como se va a la labranza o se regresa al pueblo por la carretera, al lado de los demás braceros. Es la compañía del mismo trabajo. Y ese trabajo no era nuevo para él. No conocía la vida de las guerrillas en el monte, ni su campamento en la serranía. Pero él, con sus compañeros, en la villa, era también un guerrillero. Trabajaba para los del monte y por lo mismo que ellos. Y ahora, terminado el combate de la noche, caminaba al lado de Lope, y no se había preguntado si volvía al pueblo o subía hasta la montaña, ya para quedarse allí, con todos ellos. Como Pedro no respondiera, Lope prosiguió:

—Me doy cuenta del sacrificio que supone trabajar así en un pueblo y de la audacia que necesitáis tener. ¿Crees tú que podrás seguir trabajando allá? ¿Qué piensas hacer?

Oía estas preguntas como un eco de las que él mismo se estaba haciendo, después de aquellas dos primeras palabras de su camarada: «¿Tú sigues?»

Cuando salió de pueblo, sí pensaba volver. Llegaría con los demás al prado de la ermita, colocarían el explosivo en el puente y antes de que estallaran los cartuchos y las bombas, volvería a casa. Él conocía los atajos y los senderos más extraviados de todo aquel campo y, en el pueblo, un callejón del arrabal donde estaba su casa y en el cual no había centinelas. Por allí, saltando una barda, entraría sin ser visto. Si después de la explosión registraban el pueblo, ya le encontrarían a él en la cama.

Pero todo había cambiado. Como habían permanecido en el puente durante la voladura y se había prolongado el combate con las fuerzas que escoltaban el tren, el estruendo haría ya más de media hora que se habría oído en el pueblo. Ya la Guardia Civil del cuartelillo estaría seguramente movilizada. Todo lo pensaba Pedro en silencio.

—¿Qué cuentas hacer? —replicó Lope.

—Lo que tú mandes. Tú tienes más experiencia...

—Lo que yo mande, no. Te pregunto qué piensas hacer y si crees que todavía puedes ser útil en el pueblo, sin correr el riesgo de que te detengan inmediatamente...

—Yo había pensado volver: pero ahora me parece que será muy difícil seguir trabajando sin que me descubran. Creo que es mejor que suba con vosotros y me quede allá arriba.

—¿Y tus compañeros?

—Les dije que vinieran con los demás camaradas y que decidiríamos juntos cómo volver al pueblo.

—¿Tú crees que a ellos les sería más fácil que a ti seguir trabajando en él?

—A dos, Antonio y Manuel, no. Pero al más joven, a Andrés, creo que sí. Me parece que hasta ahora no sospechan de él ni le vigilan. Toda su familia es muy de la Iglesia. El padre, que murió hace un año, era monárquico, y dueño de la herrería del pueblo. Siempre había votado con don Abilio.

—¿Y él? ¿Qué oficio tiene? ¿Cómo es que está con nosotros?

—Sigue con la herrería. Está con nosotros, sobre todo por odio a los fascistas y principalmente a la Falange. Tenía en Rioseco una novia...

Lope comenzó a andar de nuevo. Resbalaba sordo y lento el paso silencioso de los guerrilleros. A Pedro le parecía más honda la noche y más desierto el campo. Allí, en aquella soledad, sentía la presencia de su padre, humanizada en la quietud oscura del valle, como si todo el aire se llenara de su vida y de su muerte. Pedro comprendía que el odio podía ser santo, sagrado. Prosiguió:

—El padre de la novia era socialista. Lo fusilaron junto a quince republicanos más al principio de la insurrección, en el 36. Hicieron que los familiares de las víctimas presenciaran la ejecución. La muchacha se salió de la fila y se abrazó al padre. No hubo fuerzas que la arrancaran de él. Ni los ruegos del mismo padre. La gente se amotinaba, chillaba de horror ante aquella escena. El oficial, impaciente y rabioso, mandó fuego de repente y padre e hija cayeron juntos, acribillados por las mismas balas.

—Deberías hablar con ese compañero. Puede ser muy útil en el pueblo. Los demás, ¿tienen confianza en él?

—Tanta como yo. Se la ha ganado.

—Pues si tú no vuelves...

—Sí, voy a volver. Iré, daré un beso a mi madre y antes de que sea día claro saldré para juntarme a vosotros.

—Eso me parece mal. Si vas a volver, no vayas. Es correr un riesgo demasiado grande. Él puede decirle a tu madre lo que quieras.

—Serán ahora las cuatro y media. No amanece hasta las siete menos cuarto. Atajando y con prisa, a las seis puedo estar de vuelta. Sé esconderme bien por esos caminos.

—A casi todos los que descubre la policía los encuentra bien escondidos.

Ya habían pasado la ermita. Era el punto de reunión con los demás compañeros, los que habían quedado como centinelas de los viajeros sobrevivientes. Les esperaron. A Lope le sorprendía no haber oído aún algún rumor de fuerzas destacadas para perseguirles desde los pueblos vecinos. Y estaba impaciente por partir. Antes del amanecer quería llegar a lo más bronco de la sierra, cerca del cuartel general. Delante seguían avanzando los camaradas que conducían a los prisioneros que, con los ojos vendados, tropezaban torpemente al andar.

Parados allí, el frío les penetraba los huesos a Lope y a Pedro. Era un frío húmedo, y la niebla del río, que comenzaba a dormirse en el valle, lo apretaba sobre la piel, como compresas de algodón mojado. Lope sacó del maletín una botella de coñac, bebió un trago y la ofreció a Pedro.

—¿Tu madre vive completamente sola?

—Con una hermana mía, viuda.

—¿No tiene para vivir otra cosa que tu trabajo?

—Casi nada más. A veces gana ella alguna peseta cosiend

—Te voy a dar algún dinero para que se lo envíes con el muchacho de la novia.

—No quiero dinero. No creo que en mi pueblo, si yo falto, dejen morir a mi madre sin ayudarla. Ese dinero, y todo, para allá arriba.

—Mira, ya están ahí —interrumpió Lope oyendo llegar a los camaradas—. Diles a los que quieran volver al pueblo que se guarden y trabajen...

—Voy a ir yo mismo... —resolvió súbitamente Pedro.

—Te digo otra vez que si es para volver me parece mal.

—¿Cómo no voy a volver? Antes de que sea día claro ya estaré de regreso, a algunas leguas de aquí, camino de la montaña...

Los ojos de Pedro se volvieron al cielo mientras hablaba. La niebla no le dejaba ver las estrellas:

—¿Tú llevas reloj? —preguntó.

—Sí.

Dando una chupada fuerte a un amargo cigarrillo de hojas secas, leyó Lope al resplandor de la lumbre la hora exacta:

—Van a dar las cuatro y media.

Cuando se esparció bronco y redondo el eco del reloj del Concejo más próximo —una sola campanada opaca, borrosa con la niebla— Pedro, apresurando el paso, ya caminaba solo hacia su pueblo.


*


La proximidad del amanecer iba penetrando con lívida claridad el aire oscuro de la noche. Cuando Rosario abrió la puerta del corral, el vientecillo del valle, buido y sutil, le dolió, estremeciéndola, en el rostro y las manos. Llevaba en éstas un odrecillo para ordeñar leche y un candil de aceite. La llama se había puesto amarilla y con el viento el pábilo chisporroteaba extinguiéndose casi y desprendía un aliento pegajoso de sebo.

Refunfuñó Rosario: «¡Tener que echarle sebo al candil!» Y soplándole la llamita amarillenta lo dejó en el suelo y entró en la cuadra.

¡Poner los pies en aquel corral! Ya por el alba no despertaban los gallos para llamar al sol. Los suyos habían sido de los más madrugadores del pueblo y con su cacareo incitaban al alboroto a todo el averío del arrabal. Ahora sólo le quedaban dos gallinas, dos cluecas conservadas por si alguna vez podían incubar una puesta. La ausencia del rocín había amontonado sobre el pesebre telarañas espesas y polvorientas. En un rincón, la cabra, rumiando, con la testa bañuda hacia el suelo, ponía dos puntos brillosos y dorados en la oscuridad del corral: miraba hacia Rosario, que iba a sacarle un poco de leche para tenerla caliente cuando regresara el hijo.

¡Cómo tardaba! Ella le había oído salir cuando apenas serían las dos. Oyó crujir bajo los pasos de Pedro las tablas de madera de los peldaños. Le sintió bajar de puntillas, y cómo se detenía un instante a la puerta del cuarto, para escuchar si ella dormía.

Rosario se estuvo muy quieta para no turbarle. Sabía que a esas horas Pedro no salía al campo para la labranza; recordaba que por la noche, después de cenar, su hijo tenía el mirar grave y estaba silencioso y cerrado en sí mismo. Cuando volvió a oír los pasos y el gemir de la puerta de la calle cerrada sigilosamente, suspiró entre sus labios: «¡Suerte, hijo!» Ya no pudo dormir. Se le alucinaba la vigilia de conjeturas que le desvelaban el cansancio y le arreaban el corazón. Y como una sombra que abre a cada instante obsesionada la puerta de un pasadizo de ensueños, veía a su hijo caminar por la montaña, hacia el cuartel de las guerrillas.

Cuando resonó el eco lejano de la explosión, como un trueno inmenso de tormenta entre montañas, como un derrumbe de peñascos, Rosario se sobresaltó y vistiéndose después de prisa, pegó el oído a la ventana. Le pareció oír algún disparo lejano. Después el silencio iba alargando las horas, que redondas como grandes sombras, se cobijaban en su cuarto, cada vez que sonaban graves y lentas, en el reloj del Concejo, o con timbrada ternura de campana aguda, en el de la iglesia. Por la rendija de la ventana los ojos impacientes de Rosario veían la primera claridad del alba.

Después de ordeñada la leche, mientras la calentaba al rescoldo de unos troncos que ardían en la llar, Rosario miraba el viejo reloj que había sobre la alacena. Si Pedro, como ella imaginaba, había ido hasta el puente del ferrocarril, y todo había salido bien, debería estar ya de vuelta. Porque desde que ella oyó el estruendo distante habían pasado dos horas. Atajando y a buen paso no se tardaba más de una. ¿Habría pasado algo?

Con los ojos chicos, oscuros y hondos; los labios delgados, pálidos y sumidos; quemada por el sol la piel del rostro enjuto, finamente ovalado, la cabeza ya canosa, enmarcada por un pañuelo negro atado con lazo de picos bajo la barbilla aguda, Rosario tenía una tristeza recogida y severa. El dolor le ponía un asombro inmóvil en toda la figura. Estaba sentada y quieta, con los brazos cruzados sobre el regazo, como si ya no hubiera de moverse nunca, como si ella, el alba, el silencio, todas las cosas fueran a permanecer inmutables hasta una hora desconocida y esperada, en la que todo volvería a nacer o se quedaría para siempre sin aliento, sorprendido por la muerte, como si Dios diese a todo una dura eternidad de piedra. Ella sentía ya su dolor como algo que dentro de su cuerpo se fuese convirtiendo en roca, apretada y seca. Dolor sin voz y sin lágrimas, con los ojos abiertos y la casa cerrada: así era su vida.

Se iban ahogando las estrellas en el primer resplandor del alba; iba creciendo el amanecer. Ya por los cristales barnizados de escarcha se biselaba la luz ajenjo del día naciente. La cal blanca de la pared del zaguán lividecía con matices suaves de marfil casi traslúcido. La oscuridad de la noche iba disolviéndose en esa claridad de la aurora como una nube compacta y negra de tempestad, que se va desvaneciendo entre grises más tenues de otras nubes suaves, cuando el cielo se abre después de la lluvia. ¡Lentos amaneceres de Castilla, larga espera del alba, entre el sueño azul oscuro de los montes y la niebla de ópalo de los ríos, que se vuelve transparencia malva y esplendor rosado sobre la tierra, hasta que el día nace elevándose con la hoguera súbita del sol!

Aún era de leche y anís la luz, cuando gimió sobre las bisagras la puerta del corral. Rosario volvió la cabeza y antes que sus ojos le vieran, ya la voz de su hijo le sorprendía:

—¡Soy yo, madre!

Él, en pie y entero. Vivo ante ella. Rosario se yergue, y los brazos extendidos y abiertos hacen casi vuelo sus pasos hacia el hijo. Se estrechan ambos en silencio. Cuando Pedro, después de besar a su madre, se deja caer rendido en una silla junto a la lumbre, ella, en pie, le contempla abrazándole todavía con los ojos. Por primera vez desde hace años siente que se le humedecen, que se le van a llenar de lágrimas. Y los aprieta para no llorar. ¿Cómo iba a ponerse a llorar delante de aquel hijo?

Pedro miraba a su madre, tan dolorida, tan serena y tan fuerte, con tan hermosa dignidad por todo el rostro, con tal firmeza en el busto silencioso, y sentía, de pronto, que erguida, bañada de luz del alba, con el resplandor leve del fuego de la llar en los ojos, era como toda la tierra de Castilla, y se le fundía el cariño de su madre y el de la tierra para consuelo de su cansancio y aliento de su valentía.

—Siéntate, madre. Tenemos que hablar.

—He calentado leche para ti. Toma un tazón, que te hará bien.

—¿No ha venido nadie?

—Nadie. El mismo silencio de ahora, toda la noche. ¿Voló el puente, verdad?

—Sí. Volamos el puente, madre. ¿Oíste?

—¿Todo salió bien, hijo?

—Todo, sí. ¿Tú conoces a Andrés, verdad?

—¿El de la herrería?

—Ése. De los cinco que hemos ido al puente de la ermita él es el único que se quedará en el pueblo. Los demás no tendríamos aquí vida segura ni trabajo posible... Si alguna vez necesitas algo, mándaselo decir. Él no conviene que venga por la casa... El mismo Andrés cuidará de que no te falte lo necesario para sostenerte...

A todo asentía la madre inclinando la cabeza y sin decir palabra. El hijo calla. Están los dos sentados frente a frente, junto al fuego, rodeados de silencio. De cuando en cuando, se oye toser a Dolores. Por la ventana del zaguán entra una claridad más azul a cada instante. De la madre al hijo, de éste a Rosario, van y vuelven fijas miradas que se quedan mudas, quietas, fundidas con el gran silencio de la casa y de todo el pueblo. No dicen nada. Están. La presencia de sus dos vidas late en la quietud con que se observan, mirándose para siempre, con la misma ansiedad del riesgo presentido.

—¿No quieres ver antes a tu hermana? —pregunta de pronto Rosario, rompiendo el silencio.

—No, madre. No la despiertes. Tú le dices, luego.

—Te vas allá arriba, al monte con los nuestros, ¿verdad?

—Sí.

Los dos escuchan en silencio, lentas, claras, hondas, como si cayeran sonoras en un lago, las seis campanadas del reloj del Concejo. Las remedan enseguida las horas agudas de la torre de la iglesia.

En la lejanía del pueblo, se replican, ahondados por el silencio, el cacarear de un gallo y un ladrido obstinado. Cerca de la casa suenan con disimulo femenino dos viejas toses ancianas; casi como su eco se oye el susurro de los pies que se arrastran sobre las losas de la acera. Son dos beatas vecinas que hace medio siglo, todas las mañanas, a la misma hora, con la misma tosecita, van a la misa de alba. Cuando ya no se percibe el rumor de sus pasos. Pedro ruega a su madre.

—Mira si nadie ronda la calle, tras el comal, madre.

Y ella va lentamente hasta la puerta. Escucha unos instantes: y como no oye nada, abre un poco el postigo.

Anda con tanto esmero de secreto, que ni su hijo oye sus pasos por el corral.

—No veo a nadie, hijo. Es como todas las mañanas. Parece que el pueblo se ha quedado solo.

—Sí. El pueblo se va quedando solo...

Rosario se aprieta los ojos con el dorso de las manos. Pedro se levanta, se abrocha la pelliza, deja la manta sobre la silla. Desde que murió su padre, colgada de una alcayata de madera, está en el zaguán la capa de pardo paño recio y el sombrero negro de fieltro que él llevaba. Los ojos de Pedro detienen allí un instante la mirada. Luego los vuelve a la madre:

—¿Te sabría mal, madre...?

—No, hijo. ¡Ni a él le sabría mal tampoco!

Si no se le viera el rostro más joven, con aquellas prendas, cualquiera diría que era Pedro Sanabria Olmedo. Rosario le mira lentamente: igual que el padre, hace treinta años.

—Si alguien preguntara por mí, madre, di siempre lo mismo: que esta mañana a las seis salí para Rioseco...

—Saliste para Rioseco, y no sé cuándo has de volver. Todas las horas te estoy esperando, como si fueras a llegar. Y pasa un día y otro... saliste para Rioseco una madrugada... cuando todo el pueblo dormía aún... Pero yo sé que has de volver. Cuando haya un día de amanecer más claro... Suerte, hijo mío.

En un abrazo fuerte y largo, madre e hijo estrechan juntamente su pena y su esperanza.

Rosario ha cerrado cuidadosamente el postigo del corral. Los pasos de Pedro en la calle, que en ninguna oreja suenan, ella los oye con el corazón. Ya los estará escuchando toda su vida. Lentamente cruza el corral, cierra la puerta del zaguán, se sienta al lado de la lumbre, en la misma silla donde su hijo ha dejado la manta y la boina. En el piso alto, la hija tose. Rosario cierra violentamente los puños, mira con fijeza al fuego, y con los dientes apretados, solloza. Sobre el reflejo rojo de la llama en el rostro, un claro rayo de amanecer, desde la ventana, ilumina la nieve de sus canas bajo el pañuelo negro de la cabeza.

Después de un largo rato, Rosario se levanta y se dirige a la escalera. Va a llevarle leche a Dolores, que sigue tosiendo allá arriba. «Todo tiene que ser así», piensa Rosario. «Hasta terminar con esta maldad. ¿Qué otra cosa podía hacer él, por su padre y por mí? Y ahora...»

En su pensamiento hubo una brevísima pausa, como si quisiera fijar bien clara la imagen de todos los días, uno tras otro, de soledad y de espera. Y se dijo apenas con voz, plantada en la mitad de la escalera, irguiendo el cuerpo todo lo que podía:

—¡Ahora, soy la madre de un guerrillero!

Ya se doraba de luz el día. Por la calle, se oyó cruzar un rebaño de ovejas. Era uno de los rebaños de don Abilio. La voz del zagal cantaba:

Ya se van los pastores,
ya se van marchando;
más de cuatro zagalas
quedan llorando.

Rosario recordó la canción: ¡la había cantado ella misma tantas veces, de moza! Y la había oído luego a sus hijos, y a los mozos del pueblo, en las ferias y romerías. Pero ahora se llenaba de nuevo sentido para ella. Y subiendo los últimos peldaños de la escalera, mientras se alejaba en la calle la canción, ella se decía bajito la copla siguiente:

Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.

Pasaron varios meses antes de que Rosario tuviera noticias de su hijo. Ni los interrogatorios de la policía, ni las habladurías de las gentes del lugar, ni la pobreza, eran tan dolientes como la incertidumbre y el silencio que llenaba los días. Los primeros fueron los de mayor angustia; porque así que crecía la mañana, todo el pueblo se llenó de comentarios sobre la voladura del tren, y hasta llevaron al hospital del municipio algunos heridos, y la Guardia Civil y algunos policías llegados de fuera comenzaron a hacer investigaciones. A Rosario la tuvieron varias horas presa e incomunicada; ella temía que hubieran seguido a Pedro y que lo hubieran matado por el camino. Cuando al cabo de algunas semanas volvieron a martirizarla interrogándole por el paradero de su hijo, se sintió aliviada; si le buscaban, es que no habían dado con él. Habría podido llegar hasta el monte, y reunirse con sus camaradas.

Al fin supo de Pedro. Estaba bien. Había sido en tantas ocasiones tan ejemplar por la valentía y la prudencia, que ya era jefe de un destacamento de las guerrillas. No le llamaban Pedro, sus compañeros. Tenía un nombre que le habían puesto y que había ido creciendo para él hasta hacerse muy suyo, en la comunidad de combate en la cual había ingresado. Todo se lo contaba a Rosario una mujer de unos treinta años, que llegó al pueblo una mañana vendiendo cintas, hilo para coser, agujas y peines. La mercadería le servía sólo de disfraz. Hacía apenas una semana que había visto a Pedro. Rosario aborbotonaba las preguntas. Sí; estaba grueso, y fuerte, y tenía una hermosa barba negra. Y de una cinta doblada dentro de una caja, sacó aquella mujer un papel y se lo entregó a Rosario, para que lo leyera y lo rompiese luego. Un papel de su propio hijo, sí. Con su letra. Lo leyó hasta tres veces seguidas. Y lo rompió luego —¡con cuánta pena!— y quemó los trozos en la lumbre de la chimenea. «Ten valor y esperanza», le decían aquellos papelillos que ardían. «Adelante y recto, como decía padre, ¿recuerdas?»

Tres días después, en un combate sostenido por las guerrillas con la Guardia Civil, después de un asalto a la prisión de una aldea próxima, murió peleando Rodrigo de Arazona.

Rosario aún no sabe que Pedro Sanabria, allá en la montaña, se llamaba con ese nombre. Ha leído en los periódicos que la Guardia Civil ha conseguido matar a uno de los jefes más peligrosos de una partida. Ya hay una doble leyenda en torno a Rodrigo Arazona. La leyenda popular del héroe Arazona. La leyenda fascista del bandido. Rosario piensa que un día su hijo será tan famoso como Arazona. Los corazones de todos los españoles harán palpitar sobre los labios las sílabas de ese nombre: Pedro Sanabria. Pero su hijo vencerá a la muerte. Volverá del monte un día de amanecer claro. Hacia adentro y sin voz,

Rosario ruega por su hijo:

Lucerito que alumbras
los guerrilleros;
dale luz a mi Pedro
que es uno de ellos.


Juan Chabás
Fábula y vida, Santiago de Cuba, 1955









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