Lo Último

3016. Epifania López, la madre que tiene a sus seis hijos combatiendo en los frentes por la causa de la República

Epifania López, tipo de mujer castellana del más recio y puro abolengo —piel curtida, continente austero, palabra fácil y refranera y espíritu vivaz—, se encuentra ante nosotros con su sencillo atuendo de aldeana, sonriente y simpática, socarrona y locuaz, como una evocación de la Historia de España.

Si ella accede a salir en los papeles —revela ingenuamente—, más que nada es porque quiere que se tenga en cuenta, por aquellos a quienes corresponda el deber de escuchar su ruego, que a pesar de su soledad y su abandono, su deseo es permanecer en Madrid sin que nadie la moleste. 

—¿Se refiere usted a la posibilidad de ser evacuada? 

—Exactamente, señor. Usted ya ve que yo no me quejo por tener a mis seis hijos varones luchando en los frentes de guerra. Al contrario, estoy contenta, satisfecha, resignada con la suerte que las circunstancias me han deparado. Cumplen con su deber sencillamente, y yo cumplo con el mío viéndolos tan contentos luchar por un ideal que todos sentimos. Pero... que me dejen aquí, en Madrid, al menos, señor. ¿Qué iría yo a hacer ahora por ahí, por ésos pueblos que no conozco? 

Epifanía López nos mira fijamente, dejando que sea su mirada la que trasluzca toda la serenidad y toda la intensa emoción, de su espíritu. 

—¿Usted cree —me pregunta con avidez entristecida y pueril— que me llevarán de Madrid; que no tengo, por lo menos, el derecho de que se me atienda en este humilde ruego, que desearía que usted no dejase de hacer patente en los papeles donde escribe? 

Procuramos desvanecer las dudas que atormentan Epifanía López, haciéndole comprender que es muy poco lo que pide para lo mucho que ella da. 

—No se preocupé mujer. ¿Qué interés puede haber por parte de nadie en llevársela de Madrid?

—Usted verá. Y más: que vienen mis hijos —los que están por estos frentes de Madrid— a mi casa a descansar de tanto en tanto, al lado de su madre, y a mudarse de ropa. Yo les hago mucha falta a mis hijos, señor, y yo es aquí donde debo estar, y no en ninguna otra parte. ¿No le parece a usted? 

Epifanía López nos hace un poco de historia. 

—Nací —dice— en Carmena, provincia de Toledo. Me casé muy joven, y enviudé muy joven también. Pero tuve seis hijos, estos a que nos estamos refiriendo, la única alegría de mi vida. Considere usted, señor... 

—¿Qué edad tenía el mayor de sus hijos cuando enviudó usted? 

—Once años. 

—¿Y el menor? 

—Nació dos meses después de morir su padre. 

—¿Sé quedó usted viuda y pobre? 

—Sí, señor. Pero a fuerza de ahorros, privaciones y esfuerzos, logré adquirir una hacienda. Y en seguida puse a mis seis hijos a trabajar en la tierra: la tierra que nos dio siempre, generosamente, como una buena madre también, el pan nuestro de cada día.

—¿Ingresaron sus hijos por su cupo en el Ejército popular? 

—No, señor. Mis hijos ingresaron todos voluntariamente al servicio de las armas. 

—¿Y no decidió ninguno quedarse con Usted para acompañarla en su soledad y consolarla en su abandono?

—Uno quedaba, sí, señor: el menor. Pero un día me dijo que se iba también; que no le parecía justo que sus hermanos se encontrasen en los frentes de guerra luchando por la idea mientras él permanecía inactivo en la retaguardia. Total: que no me fué posible convencerlo de que se quedase a mi lado, y que se marchó también. 

—¿Duda usted del cariño de alguno de sus hijos, en vista de esta actitud? 

—En absoluto, señor. Todos mis hijos me quieren mucho, como podría demostrarse por las cartas que me escriben. Unas cartas llenas de cariño. 

—¿Le cuentan incluso los momentos difíciles y las escenas desagradables de sus vidas de combatientes en peligro? 

—Todo, señor. Todo lo que ellos creen que pueden y deben contarme. Por ejemplo, a uno de ellos me lo hirieron en Móstoles. A otro, en Brunete. Otro de mis hijos estuvo cuatro días prisionero del enemigo en Toledo. Otro tuvo que atravesar el río sobre un madero, para poder salvarse, cuando la toma de Talavera. 

Sí ella supiera, podría escribir un libro completo con todo lo que sabe de sus hijos, con todo lo que han pasado. 

—Cosas de hombres, señor —nos declara, con una sonrisa llena de luz en los ojos y en la boca—; cosas de soldados que sirven a su Patria y que luchan por un ideal. Yo lo encuentro todo esto natural. ¡Es la guerra! Y los animo para que no desmayen nunca. Eso no, señor. Antes morir que dejar de ser hombres. Pero, al menos, que no me saquen a mí de Madrid. ¿Lo dirá usted así en el papel? 

Y Epifania López me mira con insistencia, obstinada y suplicante, basta que me arranca la frase que ella estaba esperando. 

—¡Lo diré!


Juan del Sarto 
Crónica, 20 de febrero de 1938








No hay comentarios:

Publicar un comentario