Edificio de Telefónica en la Gran Vía de Madrid, junio de 1937 |
Al estallar la guerra civil, las estaciones
españolas de radio, las semioficiales así como las numerosas particulares que
existían, cayeron en las manos de grupos políticos y fueron usadas para su propaganda
exclusiva, es decir, no para una propaganda general de la República, sino para
la política de cada grupo y a veces de cada sección. El resultado fue una
confusión tremenda, afortunadamente poco difundida, porque muy pocas de las
transmisiones se oían en el extranjero y ninguna de ellas, sin excepción, en
toda España. Cuando el Gobierno consiguió al fin imponer su autoridad al menos
en parte, comenzó aceptando este estado de cosas como un mal menor, para
después, poco a poco, ir imponiendo su autoridad y terminar por decretar el
cierre de todas las estaciones de partido y el funcionamiento único de
transmisiones bajo el control oficial. Una mañana, el interventor del Estado en
la Transradio, el mismo burócrata tímido y vergonzante que me había hecho resolverle
sus problemas sobre los radiotelegramas en los primeros días del sitio, se
presentó en el ministerio para confrontarme con un nuevo rompecabezas.
El Estado español tenía adquirido un derecho contractual para usar, durante ciertas horas del día, el transmisor de la compañía Transradio, la estación de onda corta EAQ. Este servicio estaba bajo la administración y autoridad de un delegado del Gobierno, pero el interventor no sabía a qué ministerio pertenecía. Hasta ahora, un reducido grupo de locutores había estado radiando los comunicados oficiales en español, portugués, francés, inglés y alemán y coleccionando recortes de la prensa diaria para rellenar sus boletines. Pero desde el decreto de organización de la radio, el delegado del Gobierno había dejado de pagar sus salarios a los locutores y ahora sólo existían el locutor español y el portugués que seguían actuando.
El interventor no tenía nada que hacer con las emisoras de radio; pero le preocupaba este abandono de una de las mejores armas de que la República disponía, y había discutido el asunto con los miembros del Comité Obrero que coincidían con su punto de vista. Había que hacer algo. Si no, la única estación de onda corta que había en Madrid, capaz de llegar a todos los rincones del mundo, tendría que cesar, al menos en lo que se refería a la propaganda. Los locutores no podían sostenerse. El portugués estaba medio muerto de hambre y con enormes agujeros en las suelas de sus zapatos. Él, el interventor, había intentado discutir el caso con uno de los secretarios de la junta de Madrid en el Ministerio de la Gobernación y con sus propios superiores, las autoridades del servicio de correos, pero en el momento en que se habían enterado que las emisiones de la EAQ estaban destinadas a países extranjeros, habían dejado de interesarse. En el fondo, decían, la propaganda extranjera era un lujo inútil. No sabían nada de ello ni les interesaba, y de todas formas, con cuestiones extranjeras quien se entendía era el Ministerio de Estado. A ellos, que los dejaran en paz. El Ministerio de Estado estaba en Valencia, y «yo sé -decía el interventor- lo imposible que es ir a Valencia y conseguir nada para Madrid». Pero ahora que yo estaba establecido oficialmente en el Ministerio de Estado, ¿no podía intentar algo?
No conocía yo la situación mucho mejor que el interventor. Miaja, como gobernador general de Madrid, era el llamado a intervenir, pero me parecía completamente inútil el acercarse al general con este intrincado problema, aunque compartía la opinión del interventor de que había que hacer algo. Lo único que se me ocurrió en el apuro del momento fue que el locutor portugués viniera a comer a nuestra cantina y si no tenía dónde ir, que durmiera en un diván en uno de los despachos vacíos del ministerio, bien cubiertos de fundas polvorientas. Le dije al interventor que me mandara al portugués y le prometí tratar de encontrar solución al problema.
Estaba contento de tener algo concreto de que ocuparme. La censura funcionaba ahora con leyes fijas. Tenía la ayuda de un nuevo censor, una muchacha canadiense rubia platino, que no me merecía ninguna confianza. En la oficina de Valencia, Rubio Hidalgo iba dejando cada día más las riendas en manos de un nuevo asistente, la comunista Constancia de la Mora, que trataba todas nuestras peticiones a favor de los periodistas con un desdén consistente y aburrido. Había más «turistas» cada día, y cada día llegaban más «enviados especiales» que hacían visitas relámpagos al frente de Madrid. Al general Goliev le habían enviado al frente de Vizcaya. El cañoneo seguía día y noche; y mis pesadillas también.
Vino a verme el portugués Armando, altivo, sin afeitar, un armazón esquelético cubierto de nervios vibrantes, el traje arrugado lastimosamente. Su nariz huesuda y ganchuda y los dientes solitarios en su boca abierta no contaban. Tenía unos ojos vivos e inteligentes bajo una frente abombada, y sus manos, largas y flacas, subrayaban la palabra con gestos enérgicos y rotundos. Me habló sin interrupción de los crímenes políticos que se estaban cometiendo por indiferencia y corrupción mental y se apoderó de mi imaginación con su descripción de lo que podía hacerse si la estación de radio se usaba para una propaganda intensiva sobre América. Cuando le enfrenté con su situación personal, rechazó todas mis proposiciones con un orgullo salvaje; él no pedía limosna, se le debía el sueldo de tres meses y no tenía por qué aceptar mi caridad ni la de nadie. Si se moría de hambre, mejor, sería una prueba clara de sabotaje oficial. Al final Ilsa le cogió por su cuenta, y acabó sentándose a mi lado en nuestro comedor improvisado, donde los periodistas y los visitantes ocasionales comían juntamente con los censores, los ciclistas y los ordenanzas.
Puede ser que la coincidencia de indignación encendida, incansable y voceada a gritos, de las cosas tal como eran, con mis propios pensamientos, nos convirtiera en amigos. Aprendí de Armando no sólo todas las posibilidades, sin explotar aún, de la estación EAQ, sino también la necesidad de una dirección y de una censura de las emisiones. Había ya ocurrido -y ahora me daba cuenta de cómo- que periodistas a quienes se había impedido enviar una noticia, porque estaba prohibido por las autoridades militares, habían protestado violentamente y habían probado que la misma información se había radiado al mundo entero.
El Estado español tenía adquirido un derecho contractual para usar, durante ciertas horas del día, el transmisor de la compañía Transradio, la estación de onda corta EAQ. Este servicio estaba bajo la administración y autoridad de un delegado del Gobierno, pero el interventor no sabía a qué ministerio pertenecía. Hasta ahora, un reducido grupo de locutores había estado radiando los comunicados oficiales en español, portugués, francés, inglés y alemán y coleccionando recortes de la prensa diaria para rellenar sus boletines. Pero desde el decreto de organización de la radio, el delegado del Gobierno había dejado de pagar sus salarios a los locutores y ahora sólo existían el locutor español y el portugués que seguían actuando.
El interventor no tenía nada que hacer con las emisoras de radio; pero le preocupaba este abandono de una de las mejores armas de que la República disponía, y había discutido el asunto con los miembros del Comité Obrero que coincidían con su punto de vista. Había que hacer algo. Si no, la única estación de onda corta que había en Madrid, capaz de llegar a todos los rincones del mundo, tendría que cesar, al menos en lo que se refería a la propaganda. Los locutores no podían sostenerse. El portugués estaba medio muerto de hambre y con enormes agujeros en las suelas de sus zapatos. Él, el interventor, había intentado discutir el caso con uno de los secretarios de la junta de Madrid en el Ministerio de la Gobernación y con sus propios superiores, las autoridades del servicio de correos, pero en el momento en que se habían enterado que las emisiones de la EAQ estaban destinadas a países extranjeros, habían dejado de interesarse. En el fondo, decían, la propaganda extranjera era un lujo inútil. No sabían nada de ello ni les interesaba, y de todas formas, con cuestiones extranjeras quien se entendía era el Ministerio de Estado. A ellos, que los dejaran en paz. El Ministerio de Estado estaba en Valencia, y «yo sé -decía el interventor- lo imposible que es ir a Valencia y conseguir nada para Madrid». Pero ahora que yo estaba establecido oficialmente en el Ministerio de Estado, ¿no podía intentar algo?
No conocía yo la situación mucho mejor que el interventor. Miaja, como gobernador general de Madrid, era el llamado a intervenir, pero me parecía completamente inútil el acercarse al general con este intrincado problema, aunque compartía la opinión del interventor de que había que hacer algo. Lo único que se me ocurrió en el apuro del momento fue que el locutor portugués viniera a comer a nuestra cantina y si no tenía dónde ir, que durmiera en un diván en uno de los despachos vacíos del ministerio, bien cubiertos de fundas polvorientas. Le dije al interventor que me mandara al portugués y le prometí tratar de encontrar solución al problema.
Estaba contento de tener algo concreto de que ocuparme. La censura funcionaba ahora con leyes fijas. Tenía la ayuda de un nuevo censor, una muchacha canadiense rubia platino, que no me merecía ninguna confianza. En la oficina de Valencia, Rubio Hidalgo iba dejando cada día más las riendas en manos de un nuevo asistente, la comunista Constancia de la Mora, que trataba todas nuestras peticiones a favor de los periodistas con un desdén consistente y aburrido. Había más «turistas» cada día, y cada día llegaban más «enviados especiales» que hacían visitas relámpagos al frente de Madrid. Al general Goliev le habían enviado al frente de Vizcaya. El cañoneo seguía día y noche; y mis pesadillas también.
Vino a verme el portugués Armando, altivo, sin afeitar, un armazón esquelético cubierto de nervios vibrantes, el traje arrugado lastimosamente. Su nariz huesuda y ganchuda y los dientes solitarios en su boca abierta no contaban. Tenía unos ojos vivos e inteligentes bajo una frente abombada, y sus manos, largas y flacas, subrayaban la palabra con gestos enérgicos y rotundos. Me habló sin interrupción de los crímenes políticos que se estaban cometiendo por indiferencia y corrupción mental y se apoderó de mi imaginación con su descripción de lo que podía hacerse si la estación de radio se usaba para una propaganda intensiva sobre América. Cuando le enfrenté con su situación personal, rechazó todas mis proposiciones con un orgullo salvaje; él no pedía limosna, se le debía el sueldo de tres meses y no tenía por qué aceptar mi caridad ni la de nadie. Si se moría de hambre, mejor, sería una prueba clara de sabotaje oficial. Al final Ilsa le cogió por su cuenta, y acabó sentándose a mi lado en nuestro comedor improvisado, donde los periodistas y los visitantes ocasionales comían juntamente con los censores, los ciclistas y los ordenanzas.
Puede ser que la coincidencia de indignación encendida, incansable y voceada a gritos, de las cosas tal como eran, con mis propios pensamientos, nos convirtiera en amigos. Aprendí de Armando no sólo todas las posibilidades, sin explotar aún, de la estación EAQ, sino también la necesidad de una dirección y de una censura de las emisiones. Había ya ocurrido -y ahora me daba cuenta de cómo- que periodistas a quienes se había impedido enviar una noticia, porque estaba prohibido por las autoridades militares, habían protestado violentamente y habían probado que la misma información se había radiado al mundo entero.
Entre los visitantes regulares a la oficina había un periodista español, a quien llamaré Ramón; estaba agregado al cuartel general de Miaja, que le utilizaba como una especie de secretario privado y agente de publicidad. Expliqué a Ramón todo este desbarajuste de la radio y él comprendió inmediatamente que yo entendía debía intervenir el general, pero que no sabía cómo enfrentarme con él. Dos días más tarde me llamó Miaja:
—Bueno, tú, ¿qué historia es ésa de la radio que me cuenta éste? Vosotros estáis siempre tratando de que os saque de vuestros líos y un día os voy a meter a todos en un calabozo.
Ramón me guiñó un ojo. Después de mi explicación simple y directa, el general limpió sus gafas cuidadosamente y llamó a su ayudante:
—Tú, hazle a Barea uno de esos papeluchos. Desde hoy se hace cargo de la censura de la radio. Y sabes, muchacho, ¡te la has cargado por tonto!
Comencé a hablarle de la propaganda extranjera, de la estación EAQ y de las posibilidades que había en ello. Miaja me cortó en seco y Ramón sacó dos botellas de cerveza de la alcoba. La cuestión se había terminado. Sin embargo, unos pocos días más tarde me llamó de nuevo. Miaja me alargó un «papel» con su firma, nombrándome su delegado en la estación EAQ con plenos poderes.
Mi tarea más inmediata era encontrar qué departamento oficial debía pagar a los locutores. Llamé al delegado del Gobierno -sobre quien me encontraba ahora más elevado-, y le pedí que me rindiera cuentas de su administración. Nunca volvió a aparecer por mi despacho. El Comité Obrero me había llevado un paquete de cartas de simpatizantes de ultramar en las que se incluían pequeñas donaciones y cuyo dinero había desaparecido. Esto era una cuestión policíaca, y puse en sus manos los documentos y las noticias que tenía del delegado. Pero la policía no estaba ya en manos de mis amigos anarquistas: Pedro Orobón había sido matado por un casco de shrapnel, y la jefatura tolerante, humana y justa de su amigo Manuel había sido reemplazada por un nuevo sistema, mucho más impersonal y mucho más político, bajo un joven comunista.
Seguía sin saber qué ministerio tenía que pagar a los locutores y el reemplazo de algunas lámparas especiales que la estación necesitaba urgentemente. Rubio Hidalgo, a quien planteé la cuestión en una de nuestras esporádicas conferencias telefónicas, me hizo ver perfectamente claro que no le parecía bien que me hubiera mezclado en algo fuera de la órbita de la oficina. Las emisiones de radio eran una cuestión del Ministerio de Propaganda que tenía un delegado en Madrid, don José Carreño España. Le mandé una comunicación a don José y no recibí contestación alguna.
En vista de esto, convoqué una especie de consejo de guerra entre el interventor del Estado, el Comité Obrero y los dos locutores. Les dije que no había resuelto aún la cuestión financiera. Yo creía en la importancia de su trabajo. Si ellos no querían seguir radiando, en vista de las dificultades y del desamparo oficial, nada tenía que decir. Pero si estaban dispuestos a seguir hasta que yo encontrara una fórmula -y estaba seguro de encontrarla-, yo haría todo lo que pudiera. Los locutores podían comer en nuestra cantina -ya que el problema de la comida, sin ello, les sería insoluble-, y les ayudaría en los programas. Ilsa encontraría amigos en las Brigadas Internacionales para hablar en idiomas extranjeros.
Aunque absolutamente escépticos, acordaron seguir trabajando. Estaban demasiado enamorados de su estación para abandonarla.
Y entonces, por pura casualidad, resolví el problema del pago de los locutores: Carreño España y yo nos encontramos un día, inesperadamente, en el despacho del general Miaja, y el general nos presentó el uno al otro. Cogí la ocasión por los pelos:
—Me alegro mucho de saber que al fin y al cabo es usted una persona real.
—¿Qué quieres decir con eso? -gruñó Miaja. Don José preguntó lo mismo en muy repulidas palabras.
—Porque cuando se le escriben a usted comunicaciones oficiales, no se digna ni contestar.
Salió a relucir toda la historia y los tres acordamos que todo había sido un error de la oficina. El delegado en Madrid del Ministerio de Propaganda declaró pomposamente que serían honrados todos los compromisos contraídos, y yo me encontré satisfecho y con un nuevo «amigo» en los círculos oficiales.
Durante aquellas semanas el frente de Madrid carecía de interés militar. Hemingway tenía que encontrar material para sus artículos recurriendo a investigar las reacciones de sus amigos en el mundo de los toreros y manteniéndose en contacto con la colonia rusa del hotel Gaylord. Cuando charlábamos en el patio del ministerio rodeados de las académicas esculturas, que le proporcionaban material inagotable para sus chistes, podía apreciar qué cerca estaba de entender las bromas de doble sentido en el idioma castellano, y qué lejos -a pesar de su innegable deseo de lograrlo- de conseguir hablar con nosotros de hombre a hombre. Delmer (que estaba profundamente disgustado con nosotros porque no habíamos conseguido, ni de Valencia ni de Carreño España, que se le autorizara a usar su cámara fotográfica) y Herbert Matthews se marcharon de visita al frente de Aragón y volvieron asqueados del sector que cubrían las unidades del POUM. Muchos de los corresponsales continuaban en Madrid, porque en su opinión más tarde o más temprano iba a pasar algo. Pero lo que pasó fue que se hundió el frente del norte. Nos habíamos vuelto egocéntricos en Madrid: pensábamos que la retaguardia -«la retaguardia podrida»- de Valencia y Barcelona pertenecía a otro mundo que ni aun nos molestábamos en tratar de entender. Pero Bilbao estaba luchando, Asturias estaba luchando, y éstos sí nos parecía que eran como iguales a nosotros. Y Bilbao cayó.
La primera noticia la tuve a través de los periodistas, cuyos editores en París y Londres les pedían información sobre las reacciones de Madrid a las noticias que se acababan de radiar por el otro lado. No sabíamos nada oficialmente. Había rumores, sí, pero teníamos orden estricta de no publicar nada con excepción de los comunicados oficiales; hasta ahora ninguno de ellos hablaba de la caída de Bilbao, sino al contrario, de su victoriosa defensa. Éste era el último comunicado que teníamos aquel mismo día, aunque esto fuera humillante y estúpido. Me fui a ver a Miaja y le expuse mi opinión de que aquel comunicado no podía darse y que en la emisión de la noche a América teníamos que enfrentarnos con el hecho de la caída de Bilbao y no contar una victoria que nos ponía en ridículo; y si no decíamos nada, el silencio sería aún peor, y dañaría muchísimo más la categoría moral en que se nos tenía que la caída de Bilbao en sí misma. Miaja estaba de acuerdo conmigo, pero se negaba a tomar una decisión. Las órdenes tenían que venir de Valencia, él no podía asumir la responsabilidad; y además él no sabía cómo dar la noticia porque él no podía dar un parte oficial. Le propuse que me dejara escribir una charla sobre el tema y someterla a su aprobación antes de radiarla.
—No sé cómo diablos te las vas a arreglar para que no nos perjudique -dijo Miaja-, pero escribe lo que quieras. Siempre tengo tiempo de romperlo y dejar a Valencia que se las arregle como pueda.
Escribí una charla. Como vehículo de la noticia, la hice como dirigida a un famoso capitán de barco inglés que había roto el bloqueo de Bilbao para llevar socorros a la ciudad y que todo el mundo conocía como Potato Jones. Le contaba que Bilbao había caído, le explicaba lo que esto significaba para España, nuestra España, y lo que significaría cuando la reconquistáramos; le contaba que nosotros estábamos luchando y que no nos quedaba tiempo para llorar por Bilbao. Miaja leyó aquello, dio un puñetazo en la mesa y me ordenó que radiara la charla. Llamó al editor del único periódico que se publicaba en Madrid al día siguiente, por ser lunes, y le ordenó que imprimiera el texto. Y así, de esta forma, fue como Madrid se enteró de la caída de Bilbao.
Fue la primera vez que hablé por un micrófono. En el cuartito estrecho que se había convertido en estudio se apiñaba el personal de la estación y la guardia del edificio, y pude ver que los había emocionado. Yo mismo tenía un nudo en mi garganta y el sentimiento de que se había confiado en mis manos una fuerza inmensa. Dije al Comité Obrero que cada día daría una charla después de las noticias para América Latina a las dos y cuarto de la noche. El locutor me había anunciado como introducción a la charla como Una Voz Incógnita de Madrid y esto es lo que quería seguir siendo; aquél sería mi nombre en la radio.
Tenía ahora el día lleno con doble trabajo, ya que tenía que consultar todo lo que se daba en Madrid por la radio. Hacía el trabajo mecánicamente, escuchando siempre las explosiones de las granadas. Cuando arreciaba y se aproximaba el bombardeo, bajaba a las bóvedas de la biblioteca y escribía allí. Los nuevos periodistas que iban y venían constantemente, apenas se convertían para mí en personas reales. Sin embargo, recuerdo al joven danés Vindin.
Llegó a Madrid lleno de proyectos, haciendo chistes sobre su propio padre, un periodista también, que había huido de Madrid durante los bombardeos aéreos de noviembre; él no tenía miedo a las bombas. Se me presentó una mañana temprano, tembloroso y mentalmente destruido, después de haber visto a un muchachito ser destrozado por un obús en la Gran Vía. Quería un refugio seguro, quería volver a Valencia inmediatamente... Le conté mi experiencia, para darle ánimo con un sentido de camaradería en nuestra desgracia y conseguí calmarle. Pero el hombre no estaba de suerte. Aquella tarde se lo llevaron algunos periodistas a recorrer Madrid, con el único resultado de verse metido en el centro de una disputa a tiros, en un famoso bar de Madrid; y al huir de ello, poner los pies en la calle en el preciso momento en que uno de los coches fantasmas de la quinta columna pasaba con un tableteo de ametralladoras. Tuve que devolverle a toda prisa a Valencia.
Recuerdo también al comunista alemán George Gordon, martirizado e inutilizado en cuerpo y espíritu por los nazis; trabajaba en la agencia España y pronto comenzó a exigir gente con una disciplina política más estricta que nos sustituyeran a Ilsa y a mí; la razón era que nos negábamos a concederle privilegios de prioridad en las noticias y no escuchábamos sus consejos de cómo debíamos tratar a los periodistas de «la prensa burguesa». Yo le encontraba un tipo pegajoso, con una lengua viperina, una mirada huidiza, movimientos amanerados y carencia de interés o calor humano. No le concedí mucha importancia, pero en esto me equivoqué. De todas formas, cada día me apartaba más de él y del círculo de obreros extranjeros pertenecientes al Partido que se agrupaban a su alrededor, y me inclinaba más y más a la compañía de gentes que sabía eran genuinas.
Torres, el muchacho impresor que había fundado conmigo el Comité del Frente Popular en el ministerio, recurrió a nosotros con sus dificultades. Le habían hecho secretario de la célula comunista, pero él sabía su ignorancia y su incapacidad y por ello venía a Ilsa a que le resolviera sus problemas. Ilsa, después de recordarle que ella no pertenecía al Partido y que además no era persona grata para él, comenzaba a explicarle lo que en su opinión debería hacer y cuál debía ser la línea del Partido. A Torres nunca le pareció extraño ser guiado por ella, en tanto que esta ayuda facilitaba su trabajo, y nunca admitió que estaba obrando en contra de la disciplina del Partido. Pero a mí me vino con otros problemas:
Estaba casado. Él no tenía el coraje de romper su matrimonio como yo lo había hecho, aunque era infeliz y estaba enamorado de otra mujer. Yo le daba envidia. Quería hablar conmigo de estos grandes problemas de la relación entre hombres y mujeres. Venía a contarme también sus miedos de los miembros de la quinta columna que él creía existían entre los empleados del ministerio. Tuve que llevarle la contraria. En el edificio no había quedado nada que fuera de interés para el enemigo, y las gentes de quien él sospechaba eran un puñado de viejos empleados llenos de miedo, sirvientes fieles de la vieja casta, tales como el portero mayor Faustino, que me honraba con su reverencia mejor y con una mirada llena de bilis pero era incapaz de tomar parte activa, y menos tan peligrosa, en la contienda. Un día Torres llegó muy excitado y estalló:
—Eh, para que te fíes y hables tanto de los viejos chupatintas llenos de miedo... En San Francisco el Grande, los guardias de asalto han cogido a uno que estaba mandando mensajes por heliógrafo a los rebeldes en la Casa de Campo, dando tironcitos a la cuerda de una persiana y diciéndoles los movimientos de nuestras fuerzas. ¡Y si vieras al tipo! Un murciélago asustado lleno de verrugas. Y, ¿sabes?, lo peor de todo es que el tesoro de arte de San Francisco está bajo nuestra custodia -yo soy uno de los del Comité de Control-, y habíamos creído que podíamos confiar, como tú dices, en estos viejos beatos que toda su vida se la han pasado mirando y cuidando de ello. No, no podemos confiarnos en nadie que no sea de los nuestros.
Me dio la lata para que fuera con él y viera los tesoros de artesanía del viejo monasterio que desde hacía medio siglo era un monumento nacional. Era su responsabilidad ante el pueblo, y esta responsabilidad y el sentimiento de que era algo suyo pesaba sobre él. Pero su problema inmediato era saber qué pensaba yo de ello. ¿Era verdad que aquello era arte?
Había comenzado a salir de nuevo a la calle, amaestrándome en el arte de comportarme como los demás. Por la noche tenía que hablar al mundo exterior como La Voz de Madrid, y para ello tenía que ser uno de tantos en Madrid. Con Ilsa, me quedaba grandes ratos en la taberna de Serafín escuchando sus historias del barrio. Me llevó a la cueva del prestamista, donde él y sus amigos y familia dormían en los anaqueles enormes y vacíos donde en tiempos se acumulaban los colchones empeñados, para dormir sin miedo a las granadas. Había hecho un agujero a la cueva de la tienda vecina que estaba vacía y aquello era el dormitorio de las mujeres, que dormían en catres de tijera. Serafín tenía un chichón en la frente que nunca disminuía de tamaño ni de color y que era la fuente de bromas inagotables: cada vez que en sueños brincaba por una explosión en la calle, se golpeaba con la cabeza contra el anaquel, y cada vez que saltaba de su cama para ir a la calle a ayudar en las ruinas dejadas por una bomba, se daba un segundo trastazo. Su miedo y su valentía, juntos, le mantenían el chichón floreciente.
Conté esta historia en la radio, igual que conté la historia de los barrenderos que al salir el sol lavaban las manchas de sangre; la de los conductores de tranvías que hacían sonar sus campanas nerviosamente pero seguían entre las bombas; la de la muchacha del cuadro de la Telefónica llorando de miedo hasta que sus narices y sus ojos eran morcillas, pero manteniéndose en su sitio mientras los cristales de las ventanas saltaban a su alrededor en pedazos por las explosiones; la de las viejas mujerucas, sentadas, cosiendo a la puerta de sus casas en un pueblo del frente donde me había llevado Pietro Nenni en su coche; la de los chiquillos peleándose por recoger las espoletas aún ardiendo en la calleja detrás del ministerio y jugándoselas después con una baraja diminuta. Creía y creo que todas aquellas historias que yo conté al final de cada día, eran historias de un pueblo viviendo en aquella mezcla de miedo y valor que llenaba las calles y las trincheras de Madrid. Compartía todos sus miedos, y su valor me servía de alivio. Tenía que vocearlo.
Para que pudiera ir cada noche a la estación de radio, Miaja había puesto a la disposición mía y de Ilsa un coche -uno de los pequeños Balillas incautados en Guadalajara- y un chófer. Después de la una, cuando la censura estaba ya cerrada, nos recogía y nos llevaba a través de calles estrechas donde los centinelas nos pedían santo y seña. La estación estaba en la calle de Alcalá, en el edificio del Fénix, en el que los pisos más altos tenían estudios modernos y bien equipados. Pero los bombardeos habían hecho estas habitaciones inhabitables, y las oficinas y el estudio se habían instalado en los sótanos como Dios había dado a entender:
Se bajaba una escalera estrecha de cemento y se encontraba uno en un pasillo sucio y estrecho, húmedo y empapado de olor de un retrete sin puerta que allí había, con sus cañerías goteando y su cisterna siempre estropeada, los baldosines blancos rotos, y los sanos, llenos de dibujos obscenos. A lo largo del corredor se abrían celdas que en tiempos eran cuartos trasteros de los pisos o depósitos de carbón; cada uno de ellos tenía una reja que se abría al nivel de la acera en la calle de Alcalá. Uno de estos cuartos trasteros se había limpiado y convertido en oficina y el siguiente en estudio, por el simple medio de colgar en las paredes mantas del ejército para aislarlo de los ruidos. Contenía una mesa doble para discos de gramófono, un cuadro de interruptores y un micrófono colgado de cuerdas.
El cuarto convertido en oficina tenía media docena de sillas y dos grandes pupitres de escritorio, viejos y llenos de manchones de tinta e inscripciones a punta de raspador. En medio de la habitación, una estufa redonda de hierro ardía constantemente, aun en pleno verano, porque los sótanos chorreaban humedad. En el resto de los sótanos dormían el portero y su familia, los electricistas, unos cuantos empleados de la compañía Transradio, los milicianos, dos guardias de asalto que constituían la guardia del edificio y una caterva de chiquillos que nadie sabía de dónde habían salido. Los sótanos estaban llenos de vapor de agua, coloreado y espeso con el humo de los cigarrillos. El pasillo, los cuartuchos vacíos y los llenos, todo estaba atiborrado de jergones rellenos de paja de esparto. A veces todo se llenaba de huéspedes desconocidos. Y todos hablaban, chillaban, ahogando los lloros de los chicos y los gritos de sus juegos. Las paredes de cemento estaban en una vibración constante. A veces era necesario cortar la transmisión un momento y mandar a alguien dando gritos a través del corredor, para que, a fuerza de gritar, impusiera silencio.
En el fondo del pasillo se abría un agujero semejante a la boca de un pozo, con una escalera de caracol que llevaba a una caverna más honda, de diez pies cuadrados, construida en cemento macizo; allí era donde mi amigo, el interventor, tenía su oficina. Bajo la pantalla de cristal verde que cubría su lámpara, aparecía como un fantasma cadavérico, con su armazón esquelética y sus ropas grandes y colgantes; y el silencio repentino y que existía detrás de las gruesas paredes y de la tierra honda en la que estaban embebidas, le hacían a uno sentirse como si hubiera penetrado en una tumba. Allí me sentaba con el secretario del Comité Obrero, un hombre flaco de La Mancha con los huesos de los pómulos puntiagudos y ojillos diminutos, y planeábamos nuestros programas. Primero leíamos las cartas dirigidas a La Voz de Madrid. Llegó una de un viejo minero español, emigrante en los Estados Unidos. Decía -y creo que recuerdo exactamente las palabras de esta carta tan simple y tan cruda-: «Cuando tenía trece años bajé a la mina a picar carbón en Peñarroya. Ahora soy sesenta y tres años viejo, y aquí estoy, picando carbón en Pensilvania. Lo siento que no puedo escribir como los señores, pero en mi pueblo, al marqués y al cura no les gustaba mucho que fuéramos a la escuela. Decía: ¡A trabajar, vagos! Dios os bendiga a vosotros que estáis luchando por una vida mejor y Él maldiga a todos los que no quieren dejar vivir al pueblo».
Mientras leía mi charla nocturna, la población entera del sótano se amontonaba en el estudio de las mantas. Los hombres parecían sentir que ellos tenían una parte en lo que yo decía, porque hablaba su mismo lenguaje, y cuando acababa se volvían críticos rigurosos de mi charla. El ingeniero que estaba en la estación emisora, controlando el volumen, se sentía obligado a llamar al teléfono y decirme en crudas palabras si le había revuelto las tripas de emoción o de rabia, porque no me había atrevido a decir la verdad. Los más simples entre todos tenían una predilección por denuncias bíblicas de los poderes satánicos del enemigo; muchos sufrían la fascinación de los trozos más crudos de realismo que me atrevía a lanzar por el micrófono, y que ellos nunca creían se podían decir en alta voz. Los escribientes encontraban mi estilo crudo y desprovisto de florilegios del lenguaje, asombrándoles que pudiera hilvanar cada oración, fácilmente, sin titubeos intelectuales. Y la verdad es que yo no tenía método ni teoría: trataba simplemente de expresar lo que sentía y lo que otros sentían, en el lenguaje que a mí me parecía más claro, y, a través de ello, obligar a las gentes de nuestros países hermanos a ver bajo la superficie de nuestra lucha.
El hombre cuyas reacciones eran la mejor guía para mí era el sargento al mando de la guardia del ministerio. Se había entregado a mí completamente, con la lealtad ciega de un viejo mayordomo, siguiendo las órdenes de su antecesor, el sargento que se había solidarizado conmigo el 7 de noviembre. Convencido de que yo era un hombre condenado por la quinta columna, se negaba a perderme de vista en cuanto oscurecía y me acompañaba cada noche a la estación de radio, con su pistola montada, lleno de orgullo silencioso e infantil. En el estudio se sentaba en el rincón más próximo al micrófono, mirando amenazador a los demás y muy sensible a las miradas de ellos. Tenía una cara plana y llena de arrugas, como esculpida en una losa carcomida de vientos, y sus ojos eran color de agua. Después de unas semanas de escucharme, un día entró en mi cuarto, se atragantó, se le llenaron los ojos de agua y me alargó un puñado de papeles: allí había escrito él todas las cosas malas que había hecho en su larga vida de guardia civil. Quería que yo lo leyera y que lo convirtiera en una charla y que se lo contara al mundo, como una penitencia para que él pudiera quedarse en paz. Su carácter de letra era idéntico al del viejo minero que me había escrito desde Pensilvania.
El nuevo Gobierno de la República, bajo la presidencia del doctor Negrín, llevaba ya algún tiempo en el poder. El propio Negrín había hecho un discurso por radio, sobrio y serio, como todos los que había de pronunciar después. Se corrían rumores de que Indalecio Prieto había hecho una limpieza a fondo y había reorganizado el Estado Mayor. Se había estrechado la disciplina en el ejército, se había reducido el carácter político de sus unidades y se había restringido el papel de los comisarios políticos. Había movimientos de tropas en los sectores al oeste de Madrid, por las carreteras de la costa llegaba un chorro constante de material de guerra, se veían muchos más aviones volando sobre la ciudad y los corresponsales de guerra comenzaban a llegar de Valencia. Me llamaron del cuartel general y me dieron órdenes estrictas:
Prieto estaba en Madrid, pero había que mantenerlo en secreto. Tan pronto como comenzaran las operaciones, la censura no dejaría pasar más informaciones sobre la guerra que el comunicado oficial. Todos los telegramas o radios privados o diplomáticos se retendrían varios días sin cursar. A los corresponsales no se les permitiría ir al frente.
Las operaciones comenzaron en el calor tórrido de julio. Entraron en acción las brigadas de Líster, el Campesino e Internacionales. Se había entablado la batalla por Brunete. El ataque republicano, soportado, por primera vez, por fuerzas aéreas, avanzó en el oeste de Madrid en un intento de cortar las líneas enemigas, flanquearlas y forzar la evacuación de sus posiciones en la Ciudad Universitaria. Todo parecía iniciarse bien, pero de pronto la ofensiva se paralizó. A pesar del notable mejoramiento técnico, nuestras fuerzas eran demasiado débiles para poder seguir aumentando su presión sobre el enemigo antes de que éste recibiera refuerzos. Después de un avance victorioso, vino una derrota: Brunete y Quijorna, tomados con grandes sacrificios, se perdieron de nuevo, y en el proceso quedaron completamente arrasados.
Torres y yo gateamos la escalera retorcida y llena de telarañas que llevaba a la cima de la torre oeste del ministerio. Desde los tragaluces nos asomamos al panorama de tejados y al campo de batalla. Allá, a lo lejos en la llanura, muy lejos para ver con nuestros ojos detalle alguno, todo era una masa de humo y polvo, desgarrada por relámpagos; y de esa base oscura se elevaba al cielo una enorme columna de humo. La nube de guerra se bamboleaba y estremecía, y mis pulmones vibraban a compás de la vibración ininterrumpida del cielo y de la tierra. Un polvillo fino se desprendía de las viejas vigas de la torre y se quedaba bailoteando en el rayo de sol que entraba por el tragaluz. A nuestros pies, en la plaza de Santa Cruz, las gentes pasaban marchando a sus asuntos, y en el tejado de enfrente un gato blanco y negro surgió de detrás de una chimenea, se quedó mirándonos, se sentó y comenzó a lamerse sus patas y lavarse sus orejas.
Estaba tratando de contener el ansia de vómito que me subía del estómago a la boca. Allí, bajo aquella nube apocalíptica, estaba Brunete. En mi imaginación reveía el pueblo pardo, con sus casas de adobe enjalbegadas, su laguna sucia y fangosa, sus campos desolados de terrones secos, blanqueados de sol, duros como piedras, el sol implacable cayendo sobre las eras, el polvillo de la paja triturada agarrándose a mi garganta con sus finas agujas. Me reveía como un muchacho andando a lo largo de su calle única, la calle de Madrid, entre el tío José y sus hermanos, él en su traje de alpaca y ellos en sus pantalones de pana crujientes, todos ellos llevando consigo su olor de tierra seca y de sudor secado por el sol y el polvo. A pesar de sus muchos años en la ciudad, el tío José tenía la piel y el olor de un campesino de Castilla la seca.
Allí, detrás de aquella nube negra, llena de relámpagos, Brunete estaba siendo asesinado por los tanques llenos de ruidos de hierros, por las bombas llenas de gritos delirantes. Sus casitas de adobe se convertían en polvo, el cieno de su laguna salpicaba todo, sus tierras secas sufrían el arado de las bombas y la simiente de la sangre. Todo esto me parecía un símbolo de nuestra guerra: el pueblo perdido haciendo historia con su destrucción, bajo el choque de los que mantienen todos los Brunetes de mi patria áridos, secos, polvorientos y miserables como siempre han sido, y de los otros que sueñan con transformar los pueblos grises de Castilla, de España toda, en hogares de hombres libres, limpios y alegres. Para mí era también un punto personal: la tierra de Brunete contiene algunas de las raíces de mi sangre y de mi rebelión. Su herencia seca y dura ha batallado siempre dentro de mí contra el calor alegre que he recibido como herencia en la otra rama de mi sangre, del otro pueblo de mi niñez, Méntrida, con sus viñas, sus cerros verdes, sus arroyos lentos y cristalinos en la sombra de las alamedas; Méntrida, una mota más allá de la llanura, lejos de la nube siniestra, pero prisionera ya de los hombres que estaban convirtiendo los campos de España en ruinas yermas.
En las noches, un día tras otro, gritaba en el micrófono lo que sentía en aquella torre que daba al frente.
Los periodistas, tan cercanos al foco de la guerra e imposibilitados sin embargo de informar sobre la batalla, estaban furiosos y persistentes. Mandaban los comunicados del ejército y la aviación, pero se enfadaban conmigo y yo me enfadaba con ellos, porque cumplía las órdenes que me daban y no les dejaba decir más. Al principio de la ofensiva, las preocupaciones eran claramente necesarias. Los radiotelegramas que el interventor puso sobre mi mesa, y los cuales se retrasaron cuatro días, contenían muchos mensajes que eran altamente sospechosos. El agente alemán Félix Schleyer, administrador aún de la embajada noruega, había enviado una oleada de telegramas privados: una cantidad increíble de gentes con dirección diplomática impecable sufrían desgracias de familia. Pero una vez que las operaciones estaban en pleno desarrollo, yo veía que era en nuestro propio interés el dejar a los periodistas en libertad de mandar sus propias informaciones y visitar el frente. Fui a ver a Indalecio Prieto al Ministerio de la Guerra y después de una acalorada discusión obtuve una mayor amplitud de las reglas. Sin embargo, mis relaciones con los periodistas habían sufrido por nuestra irritación mutua y seguían sufriendo. Notaban que los permisos, que antes se despachaban rápidamente, ahora se concedían con una lentitud exasperante, sin que ellos tuvieran idea, ni yo pudiera contarles, de la batalla constante entre nuestra oficina y la vieja burocracia que renacía. Para ellos, la causa de sus dificultades radicaba en mí y yo no trataba ni de explicarles la situación ni de calmarlos, aunque sabía que se habían quejado directamente a Prieto y a la oficina de Valencia, y que las gentes de Valencia estaban muy contentas de ello, George Gordon regresó de su viaje a Valencia hinchado de importancia política, y me obligó a pararle los pies de una manera más que ruda. Rubio Hidalgo apareció por medio día; insistió en que el contrato temporal con la muchacha canadiense no debía prolongarse, porque había dejado cursar un despacho donde se le llamaba a Prieto, el ministro, roly-poly, «gordin-flón», lo cual en su opinión era contrario a la dignidad nacional; expuso un plan para establecer a un periodista español -conocido sobre todo por su feudo con el corresponsal del Times- como director de la propaganda en Madrid por prensa y radio. Me encontró más refractario que nunca a estas combinaciones y acabó nuestra conferencia peor aún, cuando se permitió hacer observaciones sobre la mala impresión que causaban mi divorcio y mis relaciones con Ilsa.
Era evidente que más de una campaña, de tipo político y personal, se había puesto en marcha. Estaba demasiado agotado para preocuparme de ello, o, tal vez, secretamente me alegraba.
Cuando se terminó la ofensiva, mi divorcio llegó a su fase final y, terminado el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, con sus intelectuales exhibiéndose presuntuosos en el escenario de Madrid en lucha y dedicándose a discutir allí el comportamiento político de André Gide, me sumergí en una especie de estupor.
María venía aún una vez por semana con súplicas y con amenazas, hasta lograr llevarme a un estado de rabia y disgusto en que rompía brutalmente con ella. No volvió, pero durante un tiempo escribió cartas anónimas a Ilsa y a mí. La madre de Aurelia, que reconocía la parte que había tenido su hija en la destrucción de nuestro matrimonio, tomó la costumbre de visitarnos a los dos regularmente. Cuando vino la primera vez, los empleados del ministerio observaban tras las puertas entreabiertas para no perder el escándalo que sin duda iba a armar, y cuando se encontraron con que la buena mujer formaba una amistad con su ex hijo político y su futura esposa, tuvieron un choque más intenso, porque aquello era aún más revolucionario y emocionante. El censor de la cara caballuna no cesaba de repetirme: «Esto sigue siendo más que nunca como una novela extranjera. Nunca hubiera pensado que gentes españolas podían obrar así». Los escuchaba a todos y, con excepción de preparar mis charlas de radio, ni les contestaba ni hacía nada.
Por aquel tiempo, gentes que no tenían conmigo más que un contacto superficial comenzaron a darme consejos sobre mi error en tratar de casarme con una extranjera en lugar de seguirla teniendo como mi querida. En tanto que habían creído que un español había «conquistado» a una mujer extranjera, sus sentimientos masculinos se habían sentido halagados, pero ahora se alarmaban porque se escapaba de su código y creían que iba a cometer una inmoralidad. Coincidían con las insinuaciones de Rubio y me llenaban de repugnancia, una excusa adicional para desdeñar los rumores que llegaban a mí sobre mi debilidad creciente, mis ataques de furia y mi salud insegura. Aquellos rumores casi me halagaban, y los favorecía. Sólo cuando veía el disgusto de Ilsa y su preocupación, y cuando Torres, o el viejo sargento, o Agustín, o Ángel, o los viejos amigos de la taberna de Serafín me mostraban su fe en mí, conseguía el impulso necesario para obrar en contra espasmódicamente.
Mientras estaba aún en las angustias de esta crisis, Constancia de la Mora vino en su primera visita a Madrid. Yo sabía que, virtualmente, se había apoderado del control del Departamento de Censura de Valencia y que Rubio no era de su agrado; que era una organizadora eficiente, muy la aristócrata que se había unido a la izquierda por su propia voluntad y que había mejorado muchísimo las relaciones entre la oficina de Valencia y la prensa. Sabía que estaba respaldada por el Partido Comunista y que tenía que haber encontrado irritante que nosotros, en Madrid, obráramos invariablemente como si fuéramos independientes de la autoridad de ellos, o de ella. Buena moza, llena de carnes, con grandes ojos negros; con los modales imperiosos de una matriarca, con la simplicidad de pensamientos de una pensionista de convento y la arrogancia de una nieta de Antonio Maura, inevitablemente tenía que chocar conmigo, como yo con ella. Sin embargo, cuando nos aconsejó, a Ilsa y a mí, que nos tomáramos unas largas vacaciones que bien nos habíamos merecido, estaba dispuesto a creer en sus buenas intenciones. Verdaderamente tenía que descansar y dormir; y por otra parte quería saber qué era lo que las gentes de Valencia querían hacer con nosotros.
Ilsa era pesimista. Había desarrollado la teoría de que nosotros nos habíamos convertido en meros supervivientes de los días iniciales de la revolución, ya que habíamos fracasado en adaptarnos nosotros mismos a los cambios sufridos por la administración. No estaba dispuesta -menos que yo aún- a entregar su independencia de juicio y sus maneras antiburocráticas, pero había comenzado a creer que para nosotros ya no había sitio y que habíamos ido más allá de nuestra posición. Ella sabía que yo había hecho llegar a conocimiento de los poderes que fueran mi insubordinación, mi impaciencia y mi desesperación, mientras ella había sobrepasado la acogida y el uso que de ella habían hecho como una extranjera, sin partido que la respaldara. Rechacé sus aprensiones, no porque las creyera infundadas, sino porque me tenía sin cuidado que fueran ciertas.
El general Miaja me pidió que nombrara un censor de la radio que se hiciera responsable durante nuestra ausencia; me dio una autorización para usar el coche y el chófer durante nuestras vacaciones como «la única ventaja que vas a sacar por meterte en líos» y nos dio salvoconductos de libre circulación.
El camino a Valencia no era ya más la carretera directa a través del puente de Arganda que habíamos recorrido en enero. Teníamos que ir dando un amplio rodeo a través de Alcalá de Henares, escalar rojos cerros pelados y alcanzar la carretera blanca y abrasadora después de horas sin fin. La mayor parte del tiempo fui dormido sobre un hombro de Ilsa. Una vez, nuestro coche se paró para dejar pasar una larga reata de mulas, burros y caballos, miserables, sarnosos, llenos de esparavanes. El polvo y las moscas se amontonaban en sus rozaduras abiertas y en sus úlceras; las agotadas bestias parecían llevar sobre sus lomos toda la maldad y todas las desgracias del mundo. Le pregunté al gitano que se arrimó a nuestro guardabarros, para apalearlas y no dejar que chocaran con el coche en su ceguera de fatiga:
—¿A dónde lleváis esta colección?
—¿Esto? Esto es carne para Madrid. Danos un pitillo, camarada.
En los cerros, el espliego estaba en flor -una neblina azul- y, cuando descendimos al valle, el arroyo estaba bordeado por macizos de adelfas rosa y rojo. La hondonada de Valencia nos envolvió en un calor húmedo y pegajoso, en ruido y en olor de multitud. Nos presentamos en la oficina de Rubio. Estuvo extremadamente cortés:
—Si nos hubieran dicho que llegaban esta tarde, hubiéramos preparado unas flores para recibirla, Ilsa... No, no vamos a discutir nada sobre el trabajo. Ustedes se marchan y se toman sus vacaciones... ¿Cuáles son sus señas? ¿Altea? Un sitio precioso, y no se preocupen de la oficina de Madrid. Ya nos cuidaremos de todo, ustedes ya han hecho lo suyo.
Después de dormir malamente en el cuarto asfixiante e infestado de mosquitos del hotel, nos escapamos a la calle en la mañana luminosa y caliente. La ciudad estaba alegre y abarrotada de gente. Dejé a Ilsa, mientras iba a ver a mis chicos y a acelerar los últimos trámites de mi divorcio con el juez local, lo cual significaba gastar un puñado de pesetas en engrasar las ruedas de la justicia y, también, que tenía que endurecerme ante el sentido de injusticia que sentía hacia los niños. Yo mismo me asombraba de encontrarme tan indiferente. Aurelia se había ido a la peluquería y me quedé a solas con ellos durante horas. Hubiera querido llevarme a la niña pequeña, pero sabía que no podíamos llegar a un acuerdo su madre y yo.
Cuando regresé a Valencia me encontré a Ilsa en el café donde habíamos quedado citados, hablando muy seria con el mismo agente de policía que la había detenido en enero. Era un hombre fuertote con una cara vivaz de arrugas profundas, que se encaró conmigo antes de que yo pudiera decir nada:
—Lo siento que te liaras con Ilsa, me hubiera gustado llegar el primero y probar mi suerte. Pero no importa; es precisamente porque me gusta que quiero contaros algo como un amigo.
Y nos contó con todo lujo de detalles, y de acuerdo con sus informaciones más o menos oficiales, que Rubio y Constancia no tenían intenciones de dejarnos volver a nuestro puesto en Madrid. Constancia había ya nombrado a nuestro sucesor, una secretaria de la Liga de Intelectuales Antifascistas que había recomendado María Teresa León. «Sabéis, estas mujeres españolas detestan que una mujer extranjera adquiera influencia. Y por otra parte, las dos son miembros nuevos del Partido y llenas de entusiasmo.» Había contra nosotros muchas quejas y muchas denuncias. Ilsa, por ejemplo, había dejado pasar un artículo para un periódico socialista de Estocolmo en el cual se criticaba la eliminación del Gobierno de los miembros de los sindicatos socialistas y anarquistas, y esto se presentaba como una prueba de sus simpatías políticas contra el comunismo. Algunos de los comunistas alemanes que estaban trabajando en Madrid (y en seguida yo pensé en George Gordon) mantenían que era una trotskista, pero esta campaña había sido desmentida por los mismos rusos. El viejo enemigo de Ilsa, Leipen, estaba bombardeando a las autoridades con denuncias de ella, en las cuales aconsejaba que no se la dejara salir de España, porque conocía demasiada gente entre el socialismo internacional. Aurelia aprovechaba el ir cada mes a la oficina a cobrar mi paga, que yo había dejado íntegra para ella, para desatarse en incriminaciones y abusos. En total, lo mejor que podíamos hacer era poner en movimiento a todos nuestros amigos y marcharnos de Valencia cuanto antes, porque el estar en Valencia no era sano para nosotros.
Poco podíamos hacer en contra de esta información confidencial. ¿Qué podíamos probar en contra? ¿Cómo podíamos luchar contra esta acumulación de antipatías y odios personales, intrigas políticas, y las leyes inflexibles de la maquinaria del Estado durante una guerra civil? Nuestro amigo, Del Vayo, había dejado de ser ministro de Estado; su sucesor, un político de la izquierda republicana, poseído de su «importante papel», no sabía nada de nosotros; pedirle explicaciones a Rubio era infantil, y yo no estaba muy seguro de no explotar de mala manera. Sólo informamos a unos amigos que estaban en una posición suficientemente alta para obrar en el caso de que desapareciéramos de la noche a la mañana. Lo único que podíamos hacer era tener calma por el momento y volver a Madrid a nuestro puesto, tan pronto como nos hubiéramos recuperado un poco. Nos fuimos a Altea.
La carretera a lo largo de la costa roqueña de Levante -la Costa Brava- nos condujo a través de cerros llenos de terrazas labradas al pie de montañas yermas y azules; a través de pueblos con nombres sonoros -Gandía y Oliva, Denia y Calpe-; a través de gargantas y barrancos tapizados de hierbas aromáticas, en una sucesión de casas de labor blanqueadas con cal y rematadas por el rojo de sus tejas rizadas. En la primera viña paré el coche. El viejo guarda del campo vino a nosotros, miró la matrícula del coche y carraspeó:
—¿De Madrid, eh? ¿Cómo van las cosas por allí?
Le dio a Ilsa un racimo enorme de uvas verde-oro, unos tomates y unos pepinos. Pasamos a través de pueblecitos, rebotando sobre sus cantos de río, mirando las mujerucas en su luto eterno sentadas en sillas bajas de paja delante de las cortinas ondulantes que cerraban las puertas de las casas; figuras inmóviles, a su lado una caja de madera llena de barras de jabón verdoso que las gentes de allá fabricaban con los posos del prensado de la aceituna y sosa cáustica. En Madrid no había jabón.
A la caída de la tarde llegamos a la pequeña posada de Altea, puesta al lado de la carretera, con un portal amplio oliendo a limpio, grandes aparadores y armarios lustrosos de cera, sillas de paja trenzada y brisa fresca del mar libre a su espalda. Nuestra alcoba, chiquitita, estaba abierta a él y llena de su olor, mezclado con el olor del jardín y el de la tierra recién regada; pero fuera no se veía más que una neblina oscura, agua y aire juntos, un cielo negro espolvoreado de estrellas puesto encima, y una hilera de luces balanceándose suavemente en la oscuridad azul. Los hombres de Altea estaban pescando. Aquella noche dormí.
Altea es casi tan viejo como el cerro en que se asienta; ha sido fenicio, griego, romano, árabe y español. Sus casas con azoteas blancas, y paredes lisas traspasadas de agujeros que son ventanas, trepan cerro arriba en una espiral que sigue las huellas de las mulas y caballos con sus escalones de piedra ya roída y pulida por los siglos. La iglesia tiene una torre esbelta, que fue minarete de mezquita, y una media naranja de tejas azules. Las mujeres marchan desde sus casas silenciosas y oscuras, cuesta abajo, a la orilla del mar donde los hombres están remendando sus redes, y llevan en equilibrio sobre sus cabezas los cántaros de agua, unos cántaros de vientre pomposo, base estrecha y cuello grácil, viejas ánforas en forma, que los alfareros siguen reproduciendo sólo para Altea con la misma línea creada hace dos milenios. El viejo puerto mediterráneo no tiene hoy comercio, pero las velas latinas de los pescadores de Altea llegan aún a las costas de África en viajes de pesca y de contrabando. Alrededor del cerro crecen los olivos y los granados y en sus laderas de roca sobresalen las terrazas de tierra, subida allí a lomo de burro, en las que crecen vegetales. La carretera de la costa es nueva y a sus dos lados ha nacido un nuevo pueblo, más rico y menos apegado a la tierra que el viejo pueblo del cerro, orgulloso de su comisaría, sus tabernas y sus hoteles y los chalets de gente rica de otras ciudades. El pueblo en el cerro se ha quedado aislado y más solo, más solo que nunca. Después de todos los cambios sufridos a través de las edades, hoy se ha convertido en inmutable.
Sentía el choque de esta paz y esta inmutabilidad en la médula de mis huesos. Me hacía dormir por las noches y pensar reposadamente durante el día. Allí se ignoraba la guerra. Para lo único que la guerra servía allí era para aumentar el valor de las redadas de peces.
¿Política? Unos pocos jóvenes, completamente locos, se habían marchado voluntarios al principio, y si un día hubiera una movilización, sería una injusticia. Política y políticos eran siempre lo mismo, unos cuantos caciques y unos cuantos generales peleándose por ser los amos y cada uno de ellos a chupar lo que pueda. Había en Altea partidarios de la derecha y de la izquierda, y al principio había habido unas cuantas peleas, pero ahora todos estaban en paz. Si los otros, los fascistas, venían, Altea seguiría viviendo exactamente como ahora que estaban los republicanos. Algunas veces, el viento llevaba al pueblo el ruido de los cañones navales o la sorda explosión de las bombas. Así, era mejor no salirse de las aguas del puerto cuando se iba de pesca o dejar el pescar para la noche de mañana. De todas maneras, el precio del pescado subía cada día.
A pocos kilómetros de Altea la guerra golpeaba la costa. En la cima del Peñón de Ifach - el «Pequeño Gibraltar»- había un puesto de observación naval en las mismas ruinas del viejo faro fenicio. Los hombres de las Brigadas Internacionales, mandados al hospital de Benisa para recuperarse de sus heridas y de su agotamiento, venían allí cada día en autobuses, para bañarse en una de las tres pequeñas ensenadas que había al pie de la roca, donde el agua no llegaba al cuello. Cuando no íbamos a la playa africana de Benidorm, con su fondo de montañas azules, sus palmeras y sus escarabajos peloteros que dejaban la huella de sus patitas en la arena, nos íbamos al Peñón de Ifach, a casa de Miguel, a quien yo llamaba el Pirata, porque era como uno de aquellos piratas libres y cínicos, héroes de cuentos.
Vendía vino y guisaba comidas en una choza, abierta a los cuatro vientos, que no consistía más que en grandes mesas de maderas de pino, bancos de lo mismo a lo largo de ellas y esteras de esparto colgadas de una armazón de palos, para proteger las mesas contra el sol. Decía que la idea de aquello la tenía de los bohíos de Cuba. Tenía los ojos azulgris, la mirada lejana y la piel dorada. Ya había dejado de ser joven, pero era fuerte, lleno de movimientos de gato. La primera vez que entramos en la sombra fresca del merendero, nos miró de arriba abajo. Después, como confiriéndonos un honor, sacó una jarra llena de vino, sudosa de frescor, y bebió con nosotros. Miró a Ilsa y de pronto le ofreció un paquete de cigarrillos noruegos. Entonces los cigarrillos eran muy escasos.
—Tú eres extranjera -dijo-. Bueno. Ya veo que eres de los nuestros.
Lo afirmó así, simplemente. Después nos llevó a la cocina humosa y nos presentó a su mujer, joven, con ojos oscuros, y nos mostró al hijo en la cuna. Una chiquilla de cinco años, fuertota, nos seguía en silencio. La mujer continuó sentada al lado de la chimenea de campana, sin decir nada, mientras él explicaba:
—Mira, esta camarada ha venido de muy lejos para luchar con nosotros. Sabe muchas cosas. Más que yo. Ya te he dicho que las mujeres pueden saber también cosas y que nos hacen falta mujeres. Aquí tienes la prueba.
No le gustaba; miraba a Ilsa con una hostilidad quieta, y con asombro a la vez, como si fuera un monstruo extraño.
Salimos de la cocina, trajo otra jarra de vino y se sentó:
—Mira -dijo a Ilsa-, yo sé por qué has venido aquí. No lo puedo explicar. Tal vez tú puedes. Pero hay muchos como nosotros en el mundo. Cuando nos encontramos por primera vez, nos entendemos. Camaradas o hermanos. Creemos las mismas cosas. Yo hubiera sabido en qué crees tú aunque no hubieras hablado una palabra de español. - Bebió su vino con ceremonia-: ¡Salud!
—Miguel, ¿qué eres?
—Un socialista. Pero ¿importa eso algo?
—¿Crees que vamos a ganar esta guerra?
—Sí. Pero no ahora, seguramente. ¿Qué es la guerra? Habrá otras guerras, y al final ganaremos. Habrá un tiempo en que todos serán socialistas, pero muchos tendrán que morir antes.
Íbamos a verle cada vez que me sentía ahogado por la paz dormilona de Altea. Nunca me contó mucho de él mismo. Con su padre había sido pescador nocturno a lo largo de aquellas costas, en una lancha con una linterna en la proa. Después se había ido a Nueva York. Había estado veinte años en el mar. Ahora se había casado, porque el hombre debe clavar sus raíces en la tierra alguna vez. Tenía lo que quería y sabía lo que estaba mal en el mundo. Yo era muy nervioso, debía sentarme al sol y pescar con una caña. Me prestó una él mismo. Aquel día cogí un pez, uno solo, de escamas plata y azul, y sin reírse le echó en un cubo lleno de peces vivos aún del mar, resplandecientes con todos los colores del arco iris. Él mismo nos iba a hacer la comida. Coció los peces hasta que el agua «les sacó su jugo». Y con aquel agua nos hizo un arroz, sin nada más que esto, el jugo del mar. Nada más. Nos lo comimos llenos de alegría, bebiendo juntos vino rojo.
—¿Aprendiste a guisarlo cuando eras pirata, Miguel?
—Ya no hay piratas -replicó.
Llegó el autobús cargado de hombres de las Brigadas Internacionales. Algunos tenían sus brazos o sus piernas en escayola, otros tenían cicatrices aún a medio cerrar que exponían al sol y al aire del mar, sentándose en la arena húmeda, bordeada de flores con blancura y sal y olor dulzón. A mediodía, cuando el aire temblaba bajo el sol, entraban en tropel bajo el entoldado y gritaban pidiendo vino y comida. Miguel los servía silencioso. Si tenía que poner orden, tenía siempre a mano un juramento en su propio idioma. A última hora de la tarde muchos estaban medio borrachos y discutían. Había un francés más ruidoso y provocativo que los demás, y Miguel le dijo que se marchara fuera, él y sus amigos. Los otros se marcharon, pero el francés se revolvió y echó mano al bolsillo de atrás del pantalón. Miguel se agachó, le cogió por la cintura y le tiró a través de una abertura de la cortina de esparto, como si hubiera sido un muñeco. Volvió a entrar una hora más tarde. Miguel le miró de través y le dijo en voz bajita:
—Márchate...
El hombre no volvió a aparecer. Pero sentados a una mesa había unos cuantos viajeros de paso que habían sido testigos de la escena. Uno de ellos, una mujer con la cara de un loro, dijo tan pronto como se marchó el autobús:
—Ahora decidme a mí, ¿qué pintan estos extranjeros aquí
Se podían haber quedado en su casa y no venir aquí a chupar a cuenta nuestra.
Otra mujer que estaba sentada con ella replicó:
—¡Pero mujer! Nos ayudaron a salvar Madrid. Yo lo sé muy bien, porque estaba allí.
—Bueno, ¿y qué? -replicó la mujer hostil. Miguel se volvió:
-Esos hombres han luchado. Están con nosotros. Usted no.
El marido de la mujer-loro preguntó precipitadamente:
—¿Cuánto le debo?
—Nada.
—Pero hemos tenido...
—Nada. ¡Fuera de aquí!
Se marcharon acoquinados. Comenzaron a llegar unos cuantos viejos de las casitas blancas de la playa de Calpe, como hacían todas las tardes. Se sentaron en taburetes a lo largo de las esteras colgadas, frente al mar, ahora que se había ido el sol. La punta encendida de sus cigarrillos trazaba signos cabalísticos en el aire oscuro.
—Esta guerra... y van a venir aquí también -murmuró uno.
Miguel, con la cara encendida por el resplandor de su cerilla y convertida en bronce pulido, preguntó:
—¿Y qué harías, abuelo?
—¿Qué puede hacer un hombre viejo como yo? Nada. Me haría tan pequeño que no me verían.
—Si realmente vienen, ¿qué puede uno hacer? -dijo otro-. Ellos vienen y se van, nosotros tenemos que quedarnos aquí... ¿Sabes? Miguel, hay gentes en Calpe que están esperando que lleguen los fascistas y tú estás en la lista negra.
—Ya lo sé.
—¿Qué vas a hacer si vienen? -pregunté yo.
Me cogió del brazo y me arrastró a un barracón detrás del entoldado. Había dos grandes barriles de petróleo:
—Si vienen -dijo Miguel-, nadie más será libre aquí. Yo meteré a la mujer y a los chicos en mi lancha y quemaré todo esto. Subiré a la roca y encenderé fuego donde dicen que hace siglos ardía, para decirles que huyan a todos mis hermanos de la costa. Pero un día volveré.
Enfrente de la cortina, ahora negra y llena de crujidos, la brasa de los cigarrillos era una cadena de chispas rojas. Fuera, en el mar, las linternas de los pescadores eran otra cadena de chispas blancas, ondulante. Estaba todo quieto. Saltó un pez al pie de la playa y la llenó de plata.
La próxima vez que fui a visitar a Rafael, recibí una carta certificada: Rubio Hidalgo me informaba oficialmente de que su departamento nos había concedido, a Ilsa y a mí, permiso ilimitado «para que nos recobráramos física y mentalmente», después de lo cual se nos confiaría trabajo útil en Valencia. Al mismo tiempo, como yo había cogido sin permiso del departamento de Madrid un coche para mis vacaciones, me serviría devolverlo inmediatamente a Valencia.
Le contesté mandando nuestra dimisión de todo trabajo con el Ministerio de Estado y participándole que volvíamos a Madrid al puesto que el general Miaja nos había confiado y del cual nos había dado el permiso de vacación. En cuanto al coche, era propiedad del Ministerio de la Guerra y nos había sido ofrecido, con su chófer, por el propio general Miaja, a quien se lo devolveríamos, porque el Departamento de Prensa no tenía ningún derecho sobre él. Y en cuanto a su ofrecimiento de permiso ilimitado con sueldo, no podíamos aceptarlo, porque no podíamos aceptar limosna de la República por un trabajo que no hacíamos.
Sentía un dolor hondo en el fondo de
las entrañas.
Arturo Barea
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama
- Segunda parte (1951)
Capítulo VII - La voz de Madrid
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