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3031. Maximina, "la abuela"

Allá abajo está "la abuela" —me han dicho los valerosos milicianos de la compañía que manda el capitán Canga en el frente de San Esteban de las Cruces—, y acompañado de dos mozallones fornidos, cuyos rostros, hoy curtidos por la vida del campo, taracean esas manchitas azulencas que imprime la mina, hemos avanzado por la carretera de Mieres, descubierta y constantemente batida por las máquinas de los traidores en grandes extensiones. Hemos pasado por campos festoneados por cientos de hoyos que hicieron los obuses lanzados sobre nosotros por el enemigo en los primeros días del asedio de Oviedo. Tras una marcha de más de dos kilómetros desde nuestra línea de retaguardia, llegamos hasta una casuca campesina que se oculta a solapo de un montecillo de poca talla que apenas la libra de las balas. Es una humilde vivienda, el hogar donde nacieron los numerosos hijos de la vieja Maximina. Sus padres la llevaban en arriendo antes de que ella naciese, hace justamente ochenta y cinco años. Pagando la renta al amo, siguió ella durante toda su vida, y hoy le ha cogido tanto apego a este cobijo suyo, que no es suyo, que se resiste a salir de él. Quiere estar allí, gravitando sobre aquella tierra a la que durante nueve lustros sacó el sustento. Todos han huido empavorecidos por el estampido de los cañonazos, la metralla de los aviones y el constante tableteo de las ametralladoras. La casuca, que apenas cubre el montecillo que la resguarda a medias, ha ido quedando sola. Primero marcharon los nietos para coger el fusil en defensa de la libertad. Luego, una noche, cayeron a su alrededor más de cincuenta obuses, y a la mañana siguiente marcharon los hombres maduros al frente. 

Había que reforzar las líneas de defensa contra los intentos de salida de los sitiados. Con pistolas, con escopetas, con las armas de fuego que hallaron a mano mantuvieron a raya a los traidores. Las mujeres hicieron unos hatajos con su pobre ajuar y también marcharon. Sólo quedó allí la vieja Maximina. Todos los ruegos, todos los razonamientos se estrellaron siempre contra el valladar infranqueable de esta respuesta sencilla, que repite siempre con la sonrisa en los labios finos y descoloridos por los años: 

—Aquí nací, aquí trabajé siempre, desde que a los cinco años iba a guardar las vacas en aquel prado. Aquí parí ocho hijos, tres de los cuales murieron en las minas. Aquí tengo que morir. El que no tenga apego a esta tierra, que marche. Yo quedo. 

Sólo quedaron con la vieja Maximina su hija y su nieta. Pero una bala caída entró por un costado a la madre, y sólo la nieta queda ya en compañía de "la abuela". 

He llegado a la casa en las primeras horas de la mañana, y en ella he tenido que permanecer hasta bien pasado el mediodía, porque las ametralladoras de Oviedo han comenzado a batir sin descanso, y de las avanzadas fascistas apenas nos separa medio kilómetro. Un grupo de milicianos que guarda una aventajadísima posición establecida en lo alto del minúsculo montecillo, ha llamado a la puerta de la casa, abierta de par en par. 

—¡Eh, señora Maximina! 

—Subir, muchachos. ¿Queréis la leche? 

Hemos subido a la pobre vivienda. "La abuela", como la llaman todos, hace las camas. Extiende las sábanas con cuidado, luego coloca los cobertores. Bate con las manos los cabezales para mejor mullirlos. Lo hace todo con calma, sin inmutarse por el ruido de las ametralladoras, que roncan a intervalos detrás del cerrillo y dejan caer las balas en el prado cercano, donde unos días antes cayó herida su hija. Cuando ha terminado de hacer su cama y la de sus hijos y sus nietos, que hoy ocupan los muchachos que defienden la avanzadilla, baja a la puerta de la casa, reúne a las gallinas, llamándolas con las mismas voces que viene repitiendo desde hace ochenta y tantos años: 

—¡Pitas, pitas!... Hoy comeréis poco, pobrinas. Ya veis, no hay ni para las "xatas". ¡Esos infames de Aranda! 

Y crispa el puño con tal fe, con tanto odio y tanto amor a un tiempo, que es en este momento cuando me doy cuenta de todo el significado que nuestro saludo tiene. 

Los camaradas que me acompañan han intentado presentarme a "la abuela" repetidas veces; pero yo les he contenido con un ademán. Prefería ir tras ella. Ver su azacaneo por la casa. Observar sus movimientos y sus soliloquios. 

—La cama del Dositeo es para que duerman ahora el sargento y otros dos camaradas... Esta he de hacerla bien, que es para un guapo rapaz que está herido... Ahora, pelaré las patatas para la comida de los camaradas, que vienen con mucha "fame"; luego... 

El nieto miliciano ha venido de las avanzadas a abrazar a la vieja. "¡Marcha tú, combate, pelea, gana! Yo, aquí quedo.." 

Al fín, me han presentado, y al momento "la abuela" se ha vuelto contra mí. 

—¿Qué? ¿Tú también vienes a decirme que me vaya de aquí? 

—No; yo, no.

Más tranquila, la vieja Maximina se ha extendido en aclaraciones sobre su negativa.

—Ya ve usted, señor; desde esta misma casa he visto pasar tres revoluciones. Era ya una moza cuando pasó la carlistada. Nos llevaban los "xatos" y las "pitas". Luego fué lo de octubre. Matáronme a un nieto. Era un guapo rapaz que tenía ya diecinueve años. Pasaron después los moros y sacaron de la casa a los hombres para volverlos después deshechos a golpes y malheridos. Por aquí pasaba mucho ese maldito Aranda. Venía a caballo siempre, cuando no a pie. Un día estuvo sentado aquí en una silla y yo le di un vaso de leche que me pidió. Luego preguntome cómo se llamaban todos los cerros cercanos y las selvas y los prados y adonde conducían todas las calellas. Hablaba con tanto cariño que nadie diría que pensaba en la traición, que quería matamos a todos. Ahora ha venido otra vez la revolución. Mis hijos, mis nietas, están todos en el frente. Matáronme a la hija. Dejáronme casi tan sola como cuando era rapaza y murió mi madre. No queda conmigo más que mi nieta, que es como yo y me acompaña. Y quieren que marchemos. ¡Cómo marchar de la casa donde trabajé tanto y pesé tantos sufrimientos y tuve tantos amores! ¡No y no! 

Me ha bastado la explicación sencilla de esta pobre vieja, cuyo recuerdo perenne de mocedad es que los carlistas la robaban los "xatos". No he querido ahondar en la herida que dejaron en su espíritu los hijos y los nietos torturados y muertos. Tampoco me interesa saber por qué llama revoluciones a cualquier conmoción social que pasa por la puerta de su pobre casuca, guarecida apenas de las balas por un cerrillo donde mueren como héroes nuestros milicianos. Ni siquiera he querido saber el apellido de la vieja Maximina. Me bastan con los soliloquios que la he oído. Tengo bastante con su simple razonamiento. Huelga toda genealogía. La vieja Maximina es "la abuela", como la llaman mis camaradas. Es el amasijo de dolores que se apega a la tierra. Es "la abuela" la entraña del pueblo sano, que ha parido entre llantos y lucha feroz una generación nueva y fuerte. 

Frente de San Esteban de las Cruces, octubre. 


Antonio Soto
Ahora, 16 de octubre de 1936








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