María Torres / 2 abril 2020
No dejo de pensar —en estos días
que vivimos peligrosamente—, en mi abuelo y tantas personas que como él,
tuvieron que padecer durante años en las cárceles franquistas, almacenes
humanos donde se ejercía todo tipo de represión. Lugares de luto, sufrimiento,
hambre y enfermedad, intoxicados de la estructura mental del dictador, para el
cual el orden era su orden, el derecho su derecho y la vida no tenía valor. No
dejo de pensar cómo serían sus días esperando la resolución
de un consejo de guerra que en la mayor parte de los casos les condenaba a la
muerte.
Mi abuelo tuvo que resistir a eso y al fusilamiento de
cincuenta de sus compañeros a lo largo del año 1941 en «estrictos actos de
justicia» como los fascistas denominaban las acciones represivas
encaminadas a la «redención nacional».
Resistió, abrazando el objetivo de salir de aquel
infierno, y lo consiguió, pero no fue libre, puesto que siguió siendo un
delincuente al que era necesario vigilar. La libertad condicional o prisión
atenuada como fue su caso, era un elemento de control sobre los expresos y sus
familias, que también se convirtieron en objeto de reeducación. Todos estaban
sometidos a los Servicios de Vigilancia y Tutela que les exigía la misma
sumisión y «buena conducta» que en la prisión. Todos tuvieron que acatar la continua
labor de adoctrinamiento patriótico y religioso del Nuevo Estado, dentro y
fuera de las cárceles.
Resistió y vivió durante años con una libertad
precaria, pues a todos los efectos seguía siendo un preso de Franco. Su
libertad estaba condicionada al comportamiento que tuviera fuera de la cárcel,
por lo que tuvo que vivir con la constante amenaza del retorno.
Resistió siempre, hasta el 19 de mayo de 1975, que la
muerte le obligó a darse por vencido.
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