Lo Último

3067. Domi, la "consulesa" de Irún

Domi, la "consulesa" de Irún - Foto:  Benítez Casaux


La vasca rubia. La rubia de la Cruz Roja. La consulesa de Irún... Todas estas cosas le llaman a Domi los compañeros de hospital. Las primeras porque Domi es muy guapa y la hacen destacar en todas partes estas dos cosas: su belleza y su actividad, siempre ágil y alegre. La segunda... 

Pero empecemos con la historia. El 17 de julio, Domi era en Irún una muchacha sin grandes preocupaciones. El 20, justamente tres días después, se presentaba al doctor Gayano, director del hospital. Habían comenzado los tiros en el monte y ella quería ser útil a la causa española. 

—Bien —dijo el doctor, ante su aire resuelto—. Pues si estás decidida, mañana, a las nueve, preséntate en Charodi. 

Charodi era un puesto de vigilancia de las afueras, donde la Cruz Roja había instalado un botiquín para curas de urgencia. 

Allí apareció Domi a la mañana. El botiquín estaba solo. Poco después llegaron dos milicianos que la mandaba el doctor para su seguridad. Al poco, tiempo, los heridos. 

Domi, a solas con vendas y bombonas relucientes, comenzó su labor. 

Un viejo Iparraguirre que la conocía —quizá nieto del bardo de Guenica— se asomó, asombrado, por la puerta cuando Domi estaba entregada a sus curas. 

—Pero, chica... ¿Qué haces aquí sola? ¿No tienes miedo? 

Y Domi le dio una contestación, entre ingenua y altiva: 

—No he tenido tiempo... 

El viejo Iparraguirre debió contarlo en Irún, porque la mandaron un médico y un practicante. La lucha arreciaba. Todo el Arláiz chisporroteaba como un inmenso buscapiés. Unos combatientes heridos llegaron contando que allá arriba, en un prado, estaba un hombre desangrándose. 

Domi resolvió en seguida.

—¡Hay que ir a recogerle! 

—¿Pero quién?— dijo el médico. 

—¿Pero cómo? —se le ocurrió al practicante. 

—¡Como sea! —animó Domi, y ya salía por la puerta. 

Los dos milicianos de la guardia la siguieron monte arriba, cuando llegaban cerca del prado, se dieron cuenta de la situación del herido. Allí estaba, boca arriba, yéndose en sangre; como un pellejo de vino despanzurrado. Avanzó Domi con sus dos soldados. Allí, decidida, envuelta en su lavado paisaje, parecía una mujer mitológica, una valquiria, rubia y todo. Pero dos ametralladoras tenían batido el prado. Ya estaban vibrando, corcusiendo el buen aire campesino. Domi y los suyos tuvieren que tumbarse entre las zarzas. Arrastrándose, guarecidos por ellas, consiguieron llevarse al exangüe. 

Al día siguiente le hizo amanecer un tiroteo imponente. Hasta Irún llegaba su eco. Cuando empezaba a colarse el día por las rendijas de las ventanas, la madre de Domi entró en la alcoba toda alarmada. 

—Domi, hoy no debes salir al monte. Hay una batalla más grande que nunca. Desde que ha amanecido no cesan las explosiones... 

Ante la noticia, Domi despabiló su pereza de madrugada. 

—¡Ahora es cuando voy! 

Y así los cincuenta y cuatro días que duró el asedio. Con estas contestaciones que descubren su decisión. Cincuenta y cuatro días, de cuya intensidad Domi da una noticia concreta: 

—El médico que habían mandado al botiquín se me volvió loco. 

Las últimas horas fueron más angustiosas. Bajo los disparos invasores, que perseguían a los habitantes huidos; entre las explosiones de obuses y su griterío, Domi tuvo que trabajar intensamente hasta no quedarle otra vez, tiempo a tener miedo. Sabía que con la ocupación de la ciudad los heridos peligraban. Buscó una pequeña lancha, y en ella, con un cruzar y cruzar interminable, los fué salvando. Domi se salvó en el último momento.

Por aquellos días hay otra de sus contestaciones que marca su ánimo. Con las solas contestaciones de Domi se podían describir sus andanzas. Querían que se quedase en Francia. Se lo pedían sus familiares, sus vecinos, sus compañeros... 

—No —dijo Domi—. Yo no podría estar aquí mientras haya un trozo de tierra nuestra donde se pueda luchar. 

Todo esto sin el menor asomo de jactancia; con la sencillez de lo que es: una auténtica mujer española. 

De Francia a Barcelona, donde estaban sus paisanos formados en la columna Vasco-Catalana. De Barcelona al frente de Madrid. Aquí, sus episodios de heroína de la independencia se repiten. En Almorox un día se encuentra a solas con cincuenta y tantos heridos. Los tiene curándoles como puede. Ellos, que se dan cuenta de lo inútil de su actividad, le dicen: 

—¡Déjame a mil ¡Cuida a ese compañero, que está peor! 

La presura no les deja darse cuenta de que están en campo faccioso. Un fascista, a quien se le escapa el gatillo, allí, a unos metros, lo denuncia. Entonces, Domi corre por el camino, baja por una ladera y se encara con los soldados que recogen cajas para subirlas a dos camionetas: 

—¡Echar esas cajas abajo y venir a por mis heridos! ¡Tengo más de cincuenta ahí arriba, en verdadero peligro! ¡Pronto! 

Entre todos descargan los coches. Domi va y viene, trayendo a los que pueden andar. Para los otros, los soldados han improvisado unas camillas. 

Los cincuenta heridos están salvados, frente al enemigo. Ahora hay que llevarlos rápidamente a un hospital. 

—Lo mejor es que les traslademos a Madrid—dice un conductor. 

Bueno. Pues a Madrid. Domi no ha estado nunca en la capital de España; los soldados de la camioneta, sí; pero apenas conocen sus calles. No importa. Nada importa para la decisión de Domi. Encuentran el hospital, dejan acondicionados 3 los heridos y a las doce de la noche están de vuelta en Almorox. Una vez más, los vascos se asombran de su paisana. 

—¡Pero, chica!... ¿Cómo has tenido tiempo? ¿Cómo has podido tú sola? 

Lo mismo en Brunete. La actividad de Domi lo abarca todo. Sus vascos parece que andan quejosos sin una dirección firme, sin una voz conciliadora. Domi la adquiere. Les habla, les alienta. Lo necesario es luchar. Ella se encarga de resolver rápidamente lo demás. Todos esperan, convencidos. 

Domi viene a Madrid. Habla con Irujo, se encuentra con Ortega... ¡Feliz encuentro! Al gran militar le invita a visitar el frente donde están sus paisanos. Ortega acepta. Salen juntos para Sevilla la Nueva. Todavía tiene Domi en sus oídos el alegre clamoreo con que les reciben. 

—Usted tiene que quedarse con nosotros —le pide Domi, en representación de todos. 

Al día siguiente, Ortega la llama por teléfono. Está ya nombrado jefe de las Milicias Vascas. La noticia recorre las filas con franco alborozo. Del resultado empezarán a dar cuenta, desde ese momennto, todas los partes oficiales. 

Y así hasta hoy. Domi está en un hospital de sangre. Un médico me cuenta que se prestó voluntaria para la transfusión de sangre a un herido que llegó en momentos que no había quien lo hiciera. Como ella está delante, obtengo su contestación también esta vez: 

—¡Me ofrecí esa vez y cincuenta que hiciera falta!

—¿Y por qué es eso de concretar en tu título de consulesa Domi? ¿Por qué solamente de Irún, si eres la consulesa de toda Vasconia? 

Domi ríe, un poco avergonzada. 

—¡No, hombre, no tanto! Me llaman La consulesa de Irún porque todo vasco, sobre todo de allí, que se presenta en Madrid, suele tener la atención de venir a saludarme. Y, claro, si no tiene recursos o le hace falta dirección, yo le atiendo siempre. 

¿Nada más? Sí; ahora sus cordialidades de consulesa auténtica, sus afectos políticos y hasta sus caprichos de muchacha guapa. El "no te olvides de mi saludo, desde Estampa, a todos los irundeses fuera de su pueblo"; el '"yo era de Izquierda Republicana antes del 19 de julio, pero ahora soy comunista; por menos no lucho"; y el "te voy a presentar a mi perro, Quince, que es mi mascota". 

Nada más por ahora. Lo demás, nos lo darán los días. 


Eduardo de Ontañón
Estampa, 27 de marzo de 1937










No hay comentarios:

Publicar un comentario